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Bill Gates hablando en el New York Times Dealbook el 6 de noviembre de 2019. (Foto: Mike Cohen / Getty for the New York Times)

Bill Gates no puede salvar el mundo

Bill Gates apareció hace unos días en las tapas de las revistas de todo el mundo con su plan para solucionar el cambio climático. Pero su nuevo libro ignora el hecho de que es el mismo sistema que lo hizo rico el que está exterminando el planeta.

¿Bill Gates puede salvar al mundo del capitalismo? El nuevo libro de Gates, ¿Cómo evitar el desastre climático? presenta un plan para neutralizar las emisiones de dióxido de carbono. Lamentablemente, a pesar de toda la algarabía que se generó alrededor del lanzamiento del libro –su cara apareció en la tapa de muchas revistas estos días– este «plan» nos resulta familiar. 

El cambio climático, argumentan Gates y muchos economistas, ejemplifica un fallo de mercado. Los mercados fracasaron a la hora de «cotizar» las emisiones de carbono, lo cual tiene como consecuencia que las producimos en exceso. Si los gobiernos tan solo pudiesen asignarles el precio «correcto» a estas emisiones, se corregiría el fallo de mercado y se salvaría el planeta.

Todos los desafíos surgen, en realidad, de la implementación. Si gravamos las actividades contaminantes con impuestos más caros para internalizar las externalidades negativas que les están asociadas, entonces, ¿quién debería sobrellevar la carga de esos impuestos: quienes extraen y queman los combustibles o los consumidores finales de los bienes producidos? Si debemos subsidiar las energías renovables, o invertir en investigación y desarrollo, entonces, ¿de dónde debería salir el dinero?

El plan de Gates está siendo promocionado como una alternativa progresista porque pone mucho más énfasis en la inversión estatal para reducir lo que denomina el «recargo verde» –el costo adicional de utilizar una alternativa de energía renovable– del que pone sobre los impuestos, que inevitablemente recaerían sobre los consumidores. Una mayor inversión pública en infraestructura renovable y en innovación crearía más trabajos, reduciría la desigualdad y contendría la emisión al mismo tiempo.

Pero esta caracterización dice menos sobre el plan de Gates de lo que dice sobre nuestra comprensión del término «progresista». La división entre izquierda y derecha en lo que respecta a las políticas económicas se ha reducido a una cuestión de gasto estatal. Quienes están a la «izquierda» (campo que incluye, aparentemente, a Bill Gates) argumentan que podemos mejorar el capitalismo con un Estado más grande, mientras que quienes están a la derecha argumentan que la intervención estatal es en sí misma un problema.

El error fundamental en el que recaen los defensores de ambas perspectivas es la asunción de que «el Estado» es una entidad independiente del «mercado». Según este punto de vista, los Estados constituyen la esfera de la realidad política y los mercados la de la actividad económica: el Estado puede intervenir en el mercado pero, al hacerlo, «politizará» un terreno que normalmente está gobernado por la lógica pura y sin adulteraciones de la competencia de libre mercado.

Desde la izquierda dicen que esto es algo bueno: debemos imponer algún tipo de control político sobre la anarquía del mercado para promover la justicia social. Desde la derecha dicen que es algo malo: intentar utilizar la «política» para controlar «la economía» solo generará consecuencias indeseadas, dado que cuando los Estados pretenden solucionar los problemas del mercado precipitan un problema mucho mayor: el «fracaso de los gobiernos».

Cuando se trata del colapso climático, todo el debate se estructura alrededor de la importancia relativa de los mercados frente al fracaso de los gobiernos. Pero los términos del intercambio son absolutamente incorrectos.

Los «Estados» y los «mercados» no son realidades separadas, gobernadas por lógicas diferentes: están muy interrelacionadas. Los Estados construyen y actúan al interior de los mercados, sea utilizando la ley para establecer las reglas del juego, o sea utilizando su poderío económico para influir en la producción, en la asignación y en la distribución de recursos.

Y el ejercicio del poder estatal no es neutral: está influenciado en sí mismo por el desarrollo de los mercados. Existen distintos grupos que luchan por el dominio al interior de las instituciones estatales, y esa lucha está influenciada a su vez por el balance más amplio del poder de clase en el marco de la sociedad en su conjunto.

Es precisamente la imposibilidad de comprender este punto lo que forzó a abandonar la mayor parte de los intentos anteriores de «salvar al mundo» del cambio climático. Los esquemas de comercio de derechos de emisión, como el promulgado por la UE, pretenden lidiar con los fallos de mercado mediante la generación de nuevos tipos de mercados que pueden autorregularse. Pero, como cualquier mercado, estos nuevos mercados se definen por el poder de los agentes económicos que intervienen y actúan en su interior.

Los Estados y las instituciones internacionales, ellas mismas influenciadas por poderosos intereses corporativos, desarrollaron «mercados» de carbono que simplemente generaron nuevas oportunidades para beneficio de los intereses privados, sin crear incentivos adecuados para que las empresas modifiquen sus comportamientos. Lo mismo puede decirse de las iniciativas de «inversión responsable» como el marco ESG, que terminaron por canalizar capital hacia instituciones financieras que les otorgan créditos a enormes empresas de combustibles fósiles.

Nuestra confianza en las grandes empresas y en los Estados capitalistas para resolver la crisis climática recuerda la fábula del escorpión y la rana: un escorpión le pide a una rana que la lleve en su espalda a través del río, solo para picarla a mitad de camino y ocasionar la muerte de ambas. La rana le pregunta al escorpión por qué hizo algo tan evidentemente autodestructivo, a lo cual este responde: «No pude evitarlo. Está en mi naturaleza».

La destrucción de la naturaleza es parte de la naturaleza del capitalismo, cuya lógica central es la acumulación infinita. Aun cuando solucionar el colapso climático sería una forma de promover, en última instancia, los intereses de la clase capitalista considerada en su conjunto, cualquier intervención lo suficientemente importante como para resolver el problema (lo cual excluye «soluciones» que permitan que la mitad del planeta se sumerja gracias al incremento del nivel de los mares o se convierta en un desierto por el aumento de la temperatura) interrumpiría la acumulación de una manera demasiado profunda como para ser contemplada.

Se supone que el Estado capitalista debe resolver este desafío mediante la generación de incentivos –u obligaciones– para que las empresas tomen medidas difíciles en el corto plazo que, no obstante, fomentarán sus intereses en el largo plazo. Pero el Estado también está estructuralmente limitado por la naturaleza del sistema capitalista: los gobiernos dependen de la acumulación de capital para sostener tanto su legitimidad popular como sus valiosos vínculos con los intereses privados.

Encontrar la salida a este laberinto implica construir poder por fuera de estas instituciones para influir en lo que sucede dentro de ellas. El único contrapeso real al poder de los propietarios del capital es el poder del trabajo organizado; y el único contrapeso real al poder del Estado capitalista es el poder organizado de la mayoría del pueblo.

No podemos depender de Bill Gates para resolver la crisis climática, pero tampoco podemos depender de Joe Biden. La mayoría del pueblo en todo el planeta –que en última instancia será la más afectada por el colapso climático– debe movilizarse para exigir una forma diferente de organizar la sociedad: una que esté basada en la satisfacción de las necesidades de todos en vez de en la codicia de unos pocos.

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Publicado en Ambiente, Artículos, Crisis, Estados Unidos, homeIzq and Sociedad

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