Primer acto
En 1990, como parte de un fuerte impulso hacia la desnacionalización, el presidente Carlos Salinas de Gortari del Partido Revolucionario Institucional (PRI) enmendó la Constitución mexicana para permitir la privatización de las instituciones bancarias y de crédito. Una vez que la medida fue aprobada, su gobierno no tardó en poner manos a la obra: entre junio de 1991 y julio de 1992, se vendieron quince bancos, lo cual implica un promedio de más de uno por mes. Tal como informó el periódico El País en aquel momento, la justificación que se esgrimió para este movimiento «sorpresa» fue que permitiría bajar los niveles de endeudamiento y déficit mientras liberaba fondos para invertir en programas de desarrollo. «Los mexicanos no podemos admitir un Estado tan propietario, con tan considerables recursos invertidos en la banca, en un país con tantas carencias y necesidades y con urgencias sociales básicas».
Sin embargo, detrás de esta retórica que mostraba cierta preocupación, la realidad es que los bancos estaban siendo traspasados a un selecto número de magnates por medio de un falso proceso de licitación en el cual quien quedaba en segundo lugar en una oferta seguía en la línea de sucesión en la próxima. Gracias a este favor colosal, el gobierno de Salinas incrementó el número de las personas multimillonarias que hacen sus fortunas desmantelando al Estado mexicano.
Segundo acto
Cuando se desató la denominada «crisis del tequila» en 1994, los bancos mexicanos recién privatizados fracasaron. En lugar de renacionalizarlos, el nuevo presidente Ernesto Zedillo –aplicando el saber de las escuelas tenocráticas de la economía que había estudiando en Yale– procedió a rescatarlos, apoyándose sobre un fondo para contingencias que había sido creado recientemente, conocido como Fobaproa. Los préstamos imprudentes, las deudas personales, los activos tóxicos, todo esto fue absorbido por la aspiradora del Fobaproa y puesto sobre los hombros de la población mexicana, que todavía no se recuperaba de una devaluación que le quitado tres ceros a su moneda.
Originalmente tasado en 110 mil millones de pesos, el costo del rescate ascendió a un billón de pesos y luego a dos billones (US$90 mil millones), haciendo que el presupuesto federal tuviera que desembolsar alrededor de 50 mil millones de pesos (US$2200 millones) cada año solo en concepto de intereses. A pesar de que se suponía que la deuda estaría saldada en treinta años, en la actualidad se estima que habrá que esperar hasta 2070 para liquidarla completamente, lo cual dejará a tres generaciones o más atrapadas en un proceso de transferencia de riqueza de la gente más pobre a la más rica. La ironía de la historia es que la privatización y el posterior rescate de los bancos, una medida que se suponía que ayudaría a paliar el déficit, disparó un endeudamiento a nivel nacional que terminó por representar el 45% del PIB bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Tercer acto
Una vez rescatados, los bancos mexicanos fueron vendidos de nuevo, esta vez a compradores internacionales. Inverlat fue comprado por Scotiabank, operación a la cual le siguieron, en los albores del nuevo milenio, la compra de Serfin por Santander, de Bancomer por el BBV, de Banamex por Citibank y de Bital por HSBC. Para 2003, el 82,3% del capital bancario de México estaba en manos extranjeras, dividido entre España, los Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá. Las justificaciones de las ventas cambiaban a medida que cambiaban los compradores, apelando en general a la necesidad de adecuar el asediado sistema bancario de México a los parámetros internacionales de eficiencia y estabilidad.
El terror cotidiano
En México hay un particular sentimiento de terror asociado al sistema bancario. Las filas son largas, el tiempo es poco y el servicio es, en el mejor de los casos, seco y cortante, y se efectúa con vergonzosos niveles de racismo y desdén cuando se trata del campesinado y de las personas indígenas. Si se intenta hacer un trámite por teléfono se entra en un laberinto de cuelgues, esperas, transferencias e información contradictoria que puede llegar a consumir una buena parte del día.
Cuando Carlos se enteró de que su madre estaba enferma, volvió de la Ciudad de México a su ciudad natal, en el Estado de Guerrero, para cuidarla. Dado que su condición empeoró, una estadía de pocas semanas se transformó en una de varios meses. Cuando Carlos volvió a la capital, fue al banco para extraer dinero y se enteró de que su saldo había sido recortado. Sospechando que se trataba de un robo o de un fraude, se dirigió a la sucursal de su banco, para enterarse de que la causa de los fondos faltantes era completamente distinta: durante su ausencia, el HSBC había incrementado el saldo mínimo mensual necesario para el mantenimiento gratuito de la cuenta de $4000 a $4500 pesos (US$175 a US$200) y, dado que su saldo estaba por debajo del nuevo límite, se le habían empezado a descontar $300 pesos por mes (US$13,50) de su cuenta. «Es un impuesto a la pobreza», dice Carlos. «Si tuviese más dinero en la cuenta, esto no hubiese sucedido».
En lo que respecta a las cuentas, parece que no hay nada que no esté sujeto a una tarifa o a una comisión, lo cual incluye hacer más de tres operaciones por mes, consultar el saldo, solicitar un informe adicional de la cuenta, solicitar el informe de los períodos previos, solicitar la investigación «infundada» de un cobro, hacer una transferencia, emitir un cheque y extraer dinero de un cajero.
Las tarjetas de crédito son abiertamente abusivas, con tasas de interés anuales que van del 25% al 75% que, sumadas a otras comisiones como las tarifas de mantenimiento anual, muchas veces elevan el costo total anual en un 100%. A su vez, las tasas de interés hipotecario son de tres a cuatro veces más altas que en Estados Unidos. Además, la clientela de los bancos se encuentra con frecuencia inscripta sin saberlo en políticas de seguros y otros servicios, teniendo que hacer largos reclamos para poder darlos de baja. Y dado que no hay un incentivo para que los bancos privados abran sucursales en donde no es rentable, amplias extensiones del México rural no tienen ningún acceso a las instituciones bancarias, lo cual las hace presas fáciles de las estafas de la usura o de las asociaciones de crédito no reguladas, conocidas como cajas de ahorro.
Después de que Santander ejerciera una enorme presión, Nancy aceptó una tarjeta de crédito preaprobada. Luego de usarla pocas veces durante un período difícil para sus finanzas, pagó el resumen y la dejó de lado a medida que la cosa mejoraba. Pero cuando notó que su salario estaba siendo embargado, descubrió que el banco no había olvidado la tarjeta tan fácilmente como ella: además de la tarifa anual, el banco le cobraba un precio extra por inactividad y las tarifas se habían acumulado. Cuando fue a su sucursal para intentar negociar un plan de pagos, le dijeron que su situación solo podía resolverse por teléfono. Sin embargo, cada vez que llamaba, el sistema de reconocimiento de voz fallaba y bloqueaba su reclamo. A pesar de que se las arregló para transferir su cuenta corriente a otro banco y evitar el embargo de su salario, tiene miedo de continuar con los reclamos. Y debido a la pandemia, cerraron las oficinas de la CONDUSEF, institución gubernamental que administra los reclamos sobre los servicios financieros. «Estos lugares tal vez necesiten ganar dinero», dice, «pero no pueden masacrarnos de esta forma».
Cartelización
Como si todo esto no fuese suficiente, los bancos en México también gestionan alrededor de 4 billones de pesos (US$185 mil millones) de las cuentas de pensiones individuales conocidas como AFORES, establecidas durante la privatización del régimen de jubilación en 1997. No es sorprendente que durante sus veintitrés años de existencia, las comisiones de las cuentas han aumentado a un ritmo más acelerado que los fondos. Si se agrega a esto los bajos salarios que se paga al personal, el resultado es un escenario en el cual los bancos obtienen cotidianamente ganancias más altas en México que en sus países de origen. Y dada su estructura cartelizada –con un puñado de grandes bancos monopolizando casi todo el mercado– la clientela no tiene ningún otro lugar al que recurrir, excepto los semibancos a los que se abona por servicio que están disponibles en algunas tiendas como la cadena OXXO.
La palabra «cartel» es apropiada también en otro sentido. Tal como dejó en claro la revelación de los documentos del FinCEN la semana pasada, los bancos europeos transfieren miles de millones de dólares de dudosa procedencia a lo largo de todo el mundo, enriqueciéndose tanto ellos como sus inversores, y haciendo realmente muy poco –además de llenar unos cuantos formularios de «informes de actividad sospechosa»– para detener el flujo de dinero lavado que viene de la droga, del crimen organizado y de la malversación de fondos de las redes que financian el terrorismo, las guerras y la trata de personas. De acuerdo al periódico La Jornada, los bancos de México han participado de estas acciones, con alrededor de $5500 millones de dólares provenientes de transacciones sospechosas que se realizaron entre 2010 y 2016, que incluyen a los bancos BBVA, Santander, CIBanco, BancoBase y Banorte. Uno de los documentos del FinCEN incluso apunta al anterior presidente Enrique Peña Nieto a causa de una serie de transferencias sospechosas realizadas por su asesor de campaña, Juan José Rendón Delgado.
Mientras tanto, atrapada entre el COVID-19, las argucias y un muro de comisiones, la clientela cotidiana de los bancos no tiene más opción que intentar mantenerse un paso adelante, registrando cada una de sus operaciones. Cuando Sergio se anotó en un programa del BBVA que supuestamente le permitía diferir el pago de su tarjeta de crédito por cuatro meses para lidiar con los efectos de la pandemia, pensó que obtendría un respiro para sobrellevar la situación. Sin embargo, rápidamente descubrió que, en lugar de permitirle retomar el pago en la situación en que lo había dejado, el BBVA le exigía que cancelara la deuda de cuatro meses en un solo pago si quería evitar los intereses. Afortunadamente, logró salirse a tiempo para evitar un «remedio» que lo hubiese puesto en una situación mucho peor que la que lo había llevado a recurrir al servicio.
El banco del bienestar
Poco tiempo después de asumir el control de la mayoría del Congreso en 2018, MORENA introdujo una ley para ponerle un freno a la industria bancaria: «es fundamental proteger la economía de las familias mexicanas, así como de las pequeñas y medianas empresas en un entorno de voracidad financiera», dijo la senadora Bertha Alicia Caraveo Camarena cuando presentó el proyecto de ley, remarcando que de las 85 mil denuncias por cobro improcedente de comisiones, los bancos solo devolvieron el 13% del importe reclamado. Como era de esperarse, las acciones de los bancos se desplomaron y, frente a la oposición tanto del sector financiero como del presidente Andrés Manuel López Obrador, la mayoría de MORENA dio marcha atrás. Según Ricardo Monreal, quien está a cargo de la mayoría en el Senado, se está trabajando en este momento en una versión modificada del proyecto que esperan aprobar en una próxima sesión. Pero el hecho de que MORENA esté trabajando en conjunto con los bancos implica que la legislación probablemente se quedará muy corta frente a lo que realmente se necesita.
Sin embargo, el gobierno de AMLO parece estar tomando la delantera en otra área. En julio de 2019, Bansefi –el último banco público que queda– fue transformado en el Banco del Bienestar. En enero de este año, el presidente anunció el lanzamiento de un programa de 10 mil millones de pesos (US$450 millones) para construir 2700 sucursales nuevas del banco, poniendo especial énfasis en que sean localizadas en las regiones rurales y más remotas del país. Al igual que lo que sucede con otros programas, la construcción estará a cargo del ejército. El banco ofrecerá una canasta de servicios básicos, que incluirá cuentas de ahorro vinculadas a una tarjeta de débito, operaciones gratuitas en cajeros automáticos, cuentas especiales para niños y niñas, inversiones en bonos del Estado y certificados de depósito, transferencias de dinero, préstamos hipotecarios, seguros de vida y, fundamentalmente, la posibilidad de recibir transferencias desde el exterior sin intermediarios costosos como Western Union.
Estos servicios son un comienzo y es importante que se implementen. Pero aun si no se nacionalizan los bancos a gran escala –una propuesta que parece lejana dado el clima político actual– es importante que el Banco del Bienestar evite convertirse simplemente en el «vecino pobre» del sistema bancario comercial, tomando el relevo de los bancos privados mientras preserva al mismo tiempo sus funciones financieras que moldean la economía. Y para hacer esto debe dar un paso más y democratizar el acceso a un crédito seguro y de bajo costo. Es el mercado de crédito restringido lo que mantiene y consolida la enorme brecha entre gente rica y pobre en México; si no se lo abre para permitir que el dinero público sea usado para el bien público, entonces ningún mecanismo redistributivo será suficiente.