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Fragmento de tapa de El tiempo perdido, de Clara Ramas San Miguel.

¿Todo lo sólido debe desvanecerse en el aire?

Una profunda crítica al predominio contemporáneo de los sentires crepusculares. La melancolía, el sentimiento predominante de nuestra época, no se limita sólo a los sectores políticos reaccionarios sino que toma también a parte de la izquierda.

Facundo Nahuel Martín reseña para Jacobin El tiempo perdido. Contra la edad dorada. Una crítica del fantasma de la melancolía en política y filosofía, de la filósofa española Clara Ramas San Miguel, publicado en 2024 por Arpa Editores.

 

Vivimos tiempos caóticos pero, también, crepusculares. Tiempos del fin inminente o imaginario: fin del poderío de Occidente, de la familia y el género, de la masculinidad heterosexual y hasta, dicen algunos, de la raza blanca, que será reemplazada por la presión demográfica competitiva de los grupos «de color». Pero el lamento del fin no es solo de derecha: también leemos que las mujeres biológicas están amenazadas por la agenda transfeminista y que la clase trabajadora fuerte, con representación política nacional y sindicatos vigorosos, fue expulsada de escena por «movimientos sociales» culturalistas, fragmentarios y posmodernos. Este sentir crepuscular, este nuevo decadentismo, tiene una distribución desigual pero amplia en el espectro ideológico. La melancolía es una pasión de época. Agraviados, ofendidos y arrebatados, los melancólicos inundan los discursos políticos y las redes sociales con su demanda de restitución. El mundo les debería algo y sería hora de devolverlo.

Clara Ramas es una filósofa y española. Se doctoró con una importante tesis sobre el fetichismo de la mercancía en el pensamiento de Marx (publicada parcialmente en 2021 bajo el título Fetiche y mistificación capitalistas, Siglo XXI). El tiempo perdido es un ensayo de intervención en los campos de la política y la cultura. Se inspira, como es de esperar, en la obra de Proust. Pero su inscripción intelectual es más bien cierta izquierda freudiana, atenta a las incurables heridas narcisistas del sujeto moderno. Se basa en la filosofía del lenguaje de Julia Kristeva y en una teoría de la modernidad que remite a Marx, a Kant, a Hegel y a Nietzsche (este extraño consorcio se explica abajo). Con esas armas hermenéuticas, Ramas aborda con mordacidad lúcida a la melancolía como sentir de época, como marca subjetiva.

La elaboración sobre la melancolía en la izquierda no es una novedad. Allí están Mark Fisher, Enzo Traverso o Amy Allen para poner la condición melancólica en el centro de la reflexión epocal de izquierdas. La originalidad de Ramas está, creo, en su peculiar distancia crítica con la posición melancólica, a la que juzga inauténtica. Ramas no reitera el lamento por un futuro comunista perdido y maltrecho. Es que su coyuntura es otra. Ya no vivimos en el mundo cerrado del fin de la historia, en el que una izquierda crónicamente derrotada se acomodaba a resistir en los costados subalternos de una hegemonía neoliberal arrolladora. Ese orden global, que se quería triunfante y eterno, se prendió fuego en la hoguera del declive económico, la crisis climática, la aceleración tecnológica, la confrontación geopolítica y la descomposición social. En este maelstrom de crisis sin alternativas de futuro superadoras, aparecen los nuevos melancólicos a izquierda y derecha, que gritan al mundo para demandar la restitución de lo perdido: la familia, el orgullo masculino, la feminidad biológica, la patria, los valores, la clase obrera organizada, los partidos comunistas fuertes o lo que sea. La pulsión restituyente, nos dice Ramas, no puede ser colmada y, en el fondo, ni siquiera es genuina. Es que la pérdida del origen, de la unidad, de la identidad y de los valores es una experiencia fundante de la modernidad, a la que no podemos ni queremos renunciar. Y los nuevos melancólicos, tampoco. Veamos cuáles son sus argumentos.

La jerga de la inautenticidad

El tiempo perdido se propone retratar a los melancólicos de nuestra coyuntura tardo moderna. Estos nuevos reaccionarios, taponados de bilis negra, demandan que se les devuelva un objeto perdido, que habría sido presencia plena en un tiempo pasado, que puede ser «tradición, familia» pero también «URSS» (p. 12). Hartos de precariedad y crisis, los melancólicos sueñan con la vuelta de un orden claro, unos valores bien estructurados y un horizonte de sentido fuerte que ordene al fin las biografías rotas. Si los españoles del ya lejano 15 M salían a la calle con pancartas que decían «sin casa, sin pensión, sin futuro, sin miedo», parece que estos nuevos reaccionarios bregan ahora por tener, al menos, un solaz imaginario al que retornar. Una fantasía retrospectiva del tiempo en que las cosas no estaban tan revueltas y sabía uno a qué atenerse. Un tiempo en el que la familia, los roles de género, el movimiento obrero y la nación tenían sustancia, la gente creía en los valores y el mundo era claro y ordenado.

Los melancólicos tardíos se sienten agraviados. Su temperamento es resentido. ¿De dónde viene su sentimiento de pérdida? De la dinámica social del capital en su actual fase tardía. El capital es una lógica social abstracta, anónima y expansiva. Impulsa el desarrollo de las fuerzas productivas, pero también admite la igualdad jurídica formal y el retroceso de la tradición. La dinámica acelerada y crispada de la sociedad moderna, cuyo corazón procesual es el capital como sujeto, implica una «erosión permanente del significado» (p. 22). La experiencia de la modernidad, como supo ver Marshall Berman, es de aceleración y disolución. Todo lo sólido se desvanece en el aire, por reiterar una cita un poco mal traducida del Manifiesto comunista. Cada vez que intentamos pensar la aceleración y la disolución, el tiempo se escapa un poco más. La modernidad del capital es una serie de shocks abstractos que no permiten elaborar la continuidad de una experiencia narrable, una biografía y una identidad.

Frente a ese mundo que se fuga y nos elide, aparece una epidemia de melancólicos, pontificadores y regañones, que vienen a enrostrar que el proceso de modernización ha ido, ya, demasiado lejos. Sería proceso volver al tiempo de antes: antes del posmodernismo, el transfeminismo, la cultura woke o la decolonialidad, que lo han corroído todo. Pero estos nuevos conservadores son, en verdad, inauténticos, falaces. Es que pregonan una tradición que nunca tuvieron y pretenden volver a un mundo de certezas, de identidades estables, que ellos mismos no podrían soportar. Nunca nadie tuvo el objeto perdido y toda tradición es imaginación retrospectiva, ficción útil. Cito in extenso:

La mera idea de «guerra cultural» presupone un marco tardomoderno: se presupone que el poder es algo construido, que los valores ya han caído, que cada voluntad de poder lucha para imponer los suyos, que los valores pueden restaurarse por un gesto supremo de ego voluntarioso. Pero (…) que verdaderamente hubiera valores, que hubiera fe, que hubiera cristianismo, que hubiera familia como «pilar de la sociedad», en una palabra, que hubiera tradición, es que la tradición fuera lo obvio, lo dado, lo que va de suyo: si hay que explicitarla, si hay que mencionarla, es que está ya arruinada. No digamos si hay que disputarla en una guerra cultural que se libra en canales de YouTube, pódcast y tribunas de prensa. Los valores son ya armas arrojadizas en tiempos de relativismo, también en la guerra cultural de los melancólicos. La guerra cultural es ya ella misma el certificado de defunción de la tradición (p. 47).

Si estamos en la guerra por los valores, es que los valores ya no existen. Si la tradición tiene que ser defendida, es que ella misma es una opción entre otras a disposición de los individuos o grupos con identidades descentradas y fluidas. Por eso los nuevos reaccionarios son «hijos primogénitos de Baudrillard» (p. 48), posmodernos con mala conciencia, agitadores del streaming digital disfrazados de ultramontanos de antaño, cosplayers de un pasado que nunca tuvieron. La nostalgia de lo perdido es la última moda efímera de la cultura de masas 4.0. La nueva identidad sustantiva tiene los rasgos irónicos de una perfo estetizante. Es que, para Ramas, el nuevo melancólico no ama a su objeto sino a sí mismo. Detrás de la melancolía aparece el mal de época denunciado por los propios nostálgicos de la tradición, el narcisismo.

Seguimos hoy en esa era posmoderna del narcisismo, alimentado por la cultura woke, la generación de cristal y la política de las identidades. Lo que esta lectura no entiende es que de te fabula narratur: este libro habla en el fondo de vosotros mismos (…) Para este melancólico del siglo XXI, decimos, lo más Dorado no es la Edad, sino su ego(p . 122).

El guardián del objeto perdido no preserva otra cosa que su propia posición dorada de yo refunfuñón y quejoso. Solo él sabe lo que es tener casa, familia, patria, tradición, sexo biológico y conciencia de clase. Solo él puede explicarles a los demás lo que se ha perdido. Tras el anhelo inauténtico de retorno a un pasado ficcionalizado aparece el (muy presentista) sujeto de la posmodernidad: autocentrado, fragmentario, impostado, propenso al simulacro y al pastiche, performativo, construido a partir de materiales heterogéneos, mediado por la lógica abstracta de la valorización del capital antes que por la tradición sustantiva. El nuevo melancólico es un narcisista posmoderno que goza en el agravio.

(Pos)modernos somos todos

¿Por qué el objeto perdido no estuvo, en verdad, nunca presente? Ramas responde, propiamente, con dos argumentos, uno antropológico y otro histórico social. Me interesa más el segundo, así que paso revista del primero rápidamente. Siguiendo a Julia Kristeva, sostiene que los seres humanos habitamos en el dominio del lenguaje y la mediación, un espacio normativo que introduce un régimen de existencia único. El lenguaje no es una propiedad positiva que tengamos los humanos, como el pulgar oponible o la postura bípeda. Marca una relación constitutiva con lo ausente, permitiéndonos expresar lo que no está, imaginar el porvenir, recordar lo perdido y, también, fantasear con lo que nunca tuvimos. En el lenguaje convivimos con las formas de la nada o la ausencia, lo que refleja nuestra conexión íntima, primaria, con lo intangible y lo perdido.

Ser humanos es tramontar siempre en una incompletitud que no puede colmarse. En la vieja polis griega, en los imperios asiáticos de antaño, como en la modernidad tardía, los seres humanos nunca tuvimos el objeto de la plenitud faltante. No hay mundo sustantivo al que volver. Pero el trámite de la herida antropológica adquiere contornos especiales en esta larga era del fin que es la modernidad del capital. Ser modernos es rebuscarnos las vidas en los entretiempos de la aceleración y del ocaso.

Modernidad significa que los siervos son propietarios de sí mismos para venderse, las mujeres abandonan el encierro doméstico para ser sujetos de derecho y de trabajo, y los hijos salen a la sociedad civil a convertirse en ciudadanos. Y en eso seguimos y con eso tenemos que vivir. El único punto de partida es para nosotros, y no puede no serlo, la mediación social abstracta del dinero y el valor (p. 68).

La modernidad es el tiempo de la abstracción social, jurídica o mercantil. Desde que el viejo siervo de la gleba se emancipa para ir a vender su fuerza de trabajo al mercado, la dominación social pasa, como dice Moishe Postone leyendo a Marx, a ser abstracta, impersonal y anónima. El nexo social deja de estar estructurado en forma abierta, ostensible, bajo los comandos directos de la tradición y la autoridad personal. El capital confronta sujetos abstractamente libres en el mundo desencantado del intercambio de mercancías. De igual manera, el estado moderno se despoja del privilegio estamental, de la autoridad patricia y de los valores sustantivos. Regula transacciones entre individuos formalmente iguales y autointeresados. A las personas no les queda otra que inventarse sus vidas en el mundo caótico, precario y sin lazo de las formas jurídicas y económicas abstractas. Desde entonces, la identidad personal es una pregunta y una tarea, la biografía, una construcción y los valores, «armas arrojadizas» en la lucha o la concurrencia.

Sumemos a lo anterior el dinamismo económico y tecnológico, que barre con las formas heredadas de producir y consumir. Experimentar la modernidad es tener cada diez años un salto tecnológico que cambia la vida cotidiana, redefine los oficios y los deseos y nos sume de vuelta en el caos perpetuo de una reestructuración siempre nueva de las reglas del juego sociales, económicas y tecnológicas. No puede haber experiencia moderna sin ese trasfondo, otra vez, de aceleración y ocaso. Aceleración de la experiencia, sin mojones sustantivos que le den Unidad y Sentido (mojones hay, como la lógica del capital o el derecho abstracto, pero son meramente formales). Y ocaso (siempre un nuevo ocaso) de los valores, la autoridad, la tradición y la fe. Hace ya un par de siglos que todo lo sólido se desvanece en el aire.

El posmodernismo, la cultura woke, el feminismo «que fue demasiado lejos» son, para Ramas, mojones reflexivos de la historia de los modernos. Las filosofías de Lyotard o Nietzsche no expresan una ruptura con la modernidad, sino que ultiman su movimiento de disolución ultrarreflexiva. Marcan un tardío giro recursivo en la experiencia del tiempo de la que ya nos hablaba Kant en su ensayo sobre la Ilustración. Es hora de asumir la mayoría de edad: no hay más guía que la razón y tendremos que construirnos biografías vivibles en la intemperie del sentido. «Somos modernos. Somos los últimos modernos» (p. 97). Solo tenemos el mundo de la prosa, el mundo desencantado de las abstracciones sociales. Y solo podemos ser libres en ese mundo prosaico, roto, donde no hay valores y tradición vinculantes, sino abstracciones semovientes e intensidades dinámicas.

Hegel describe lo que ya no hay en el moderno «mundo de la prosa», una descripción que debemos tomar no tanto como la descripción positiva de lo que efectivamente hubo una vez en el mundo antiguo, sino como la de lo que nos falta en el moderno. Leamos a Hegel por lo que Hegel descarta de antemano, por lo que Hegel nos enseña que debemos de antemano asumir que, como modernos, hemos siempre ya perdido (p. 97).

Ramas, en tanto crítica marxista, parece estar más cerca de Friedric Jameson que de Ellen Meiksins Wood. El posmodernismo no es un mero error subjetivo de los grupos académicos o las clases medias profesionales, que habrían reemplazado la perspectiva de clase por las políticas de la identidad descentradas y pluralistas. Es una lógica cultural que alcanzó su apogeo, por perfectas razones sociales, en cierto momento de la historia de la acumulación de capital. Demanda, con todos sus errores, ser interpretado y no meramente impugnado. Solo se lo puede derrotar si se lo comprende y supera. Expresa un aspecto intrínseco, un loop reflexivo, del proceso disolvente de la modernidad. Las loas modernistas del Manifiesto comunista anunciaban ya el momento posmoderno, fragmentario, nihilista, que el propio capital hizo surgir en el mundo y que cualquier socialismo aliado de la libertad deberá heredar a su manera.

El capitalismo no es, claro, la última palabra de la modernidad. Hay también un proyecto de modernidad alternativo, republicano y socialista, que haría de la secularización cultural, el quiebre de la tradición, la pérdida de sentido y la falta de valores sustantivos una experiencia política instituyente, algo más interesante que la acumulación como meta social ciega. El proyecto republicano (no es lo mismo que liberal), de cuya crítica inmanente surge el socialismo, nos sugiere una resolución diferente del drama moderno del sentido.

Los primeros pensadores de la tradición republicana de la Modernidad, como Maquiavelo, revalorizaron el campo de lo político como un ámbito de acción propio del ser humano, con lógica y reglas que no se subordinaban a escalas de valores morales o religiosos. Estos pensadores revalorizaron así la dimensión político mundana. Aquí se planteó la posibilidad de reconstruir la antigua comunidad desde nuevos parámetros. Ahora la tarea de la salvación, de encontrar un sentido, no se situaba ya en un plano trascendente cimentado de teología y valores religiosos, sino como una misión terrenal, para el presente, para el aquí y el ahora. La comunidad debía erigirse sobre las nuevas bases terrenales (p. 100).

En lugar de república socialista tuvimos capitalismo financiarizado. El imperativo de maximización de la ganancia triunfó por sobre el universalismo normativo y la conflictividad política. Con la desembozada pulsión disolvente del capital se generan las condiciones para el deseo de retorno de los melancólicos. Nadie puede vivir en el molino satánico del mercado desregulado. Lo interesante es que la alternativa deseable, vivible, a la disolución del mercado, es otra forma de modernidad. Otra forma de disolución y aceleración, más ligada a la irrenunciable experiencia de la autonomía individual y colectiva que a la restitución de una plenitud que nunca tuvimos y una tradición sin savia. El proyecto de una alternativa republicana o socialista al delirio acelerado del capital es, también, un proyecto moderno, encabalgado en el proceso dinámico de disolución de la tradición,  ruptura de los lazos heredados y exploración del espacio social como campo de construcción autónoma.

Nihilismo y reacción

Si la modernidad es la era de la abstracción social, sus efectos dinámicos, institucionales y subjetivos no son lineal ni exclusivamente disolventes. Como vieron Gilles Deleuze y Félix Guattari en El Anti-Edipo, el capitalismo traza un movimiento pendular, que oscila entre acelerar los procesos abstractos, «esquizo», ligados al dinamismo tecnológico y la disolución societal (procesos de «desterritorialización»), y arrestar esa misma pulsión de disolución para volver a enmarcarla en instituciones, códigos y sistemas de reglas («reterritorializaciones»). Es que no se puede vivir en la volatilidad permanente. En términos de Karl Polanyi, la historia de la modernidad capitalista se mueve entre la disolución social bajo las abstracciones del capital y las instituciones que buscan la protección de la sociedad.

Como sostuvo el economista Karl Polanyi en su clásico La gran transformación, la historia de la sociedad moderna puede contarse como la historia de un «doble movimiento»: el mercado disuelve la sociedad, reduciendo a los individuos a átomos sin instancias comunitarias de protección —«el molino satánico»—, y la sociedad trata de protegerse —«la autoprotección de la sociedad»— reincrustando socialmente la economía para limitar el alcance del mercado (pp. 102-103).

La modernidad es nihilismo y reacción, desterritorialización y reterritorialización, disolución y protección social. Los nuevos reaccionarios no heredan una tradición de antaño: responden con nostalgia y pavor a la falta de suelo societal del proceso abstracto del capital.

Las fuerzas «de derecha» no deben llamarse conservadoras, sino ante todo reaccionarias. Reaccionan frente a una amenaza de pérdida, sentida o real, y solo como resultado de esa reacción abogan por conservar aquello que se ha perdido o se puede perder. Proponemos pues un ajuste categorial. Siendo rigurosos, en el capitalismo se puede ser reaccionario, pero no conservador: sencillamente porque ni siquiera hay nada que conservar (p. 106).

Tras sus lúcidas invectivas contra los neorreaccionarios posmodernos, Ramas busca «hacer justicia hermenéutica al adversario» (p. 15). Efectivamente, la nostalgia cumple un rol en toda forma de subjetivación. Siempre añoramos un tiempo perdido, un recuerdo cálido de algo que no puede retornar. Pero, como lo perdido es el tiempo y no un objeto que se pueda restituir, no hay vuelta atrás. «Los verdaderos paraísos son los que se han perdido (…) Son bellos precisamente porque no se puede volver» (p. 155). La nostalgia puede alimentar al arte pero no a la política, que debe vérselas con la pérdida del sentido, la fragmentación de los horizontes de valor y la crisis irrecuperable de la tradición. Si la herencia cultural se vivifica, es solo en la lógica infiel de la cita descontextualizada y la recapitulación irónica.

Porque somos hijos tardíos de la modernidad, del tiempo de la aceleración y el ocaso, del crepúsculo de los dioses, «nada puede dispensarnos de la tarea de autointerpretación» (p. 192). Un imperativo de ilustración, en el que se dan la mano Kant y Foucault, nos plantea la tarea de interpretarnos reflexivamente y, por lo tanto, transformarnos a nosotros mismos. Se trata de seguir con el problema de una modernidad reflexiva que demanda cada vez un nuevo giro recursivo en la puesta en cuestión de la identidad. En ese proceso reflexivo, la nostalgia tiene un valor estético legítimo, a condición de no volverla programa político. El único programa auténtico, que no renuncia a una libertad siempre ya presupuesta como deseable, se basa en «el imperativo del coraje alegre de la búsqueda» que nos permitirá «encontrar la rosa en la cruz del presente» (p. 203), según el viejo, y todavía no realizado, dictum hegeliano. We shall not cease from exploration (ídem).

La izquierda después del fin de la historia

Concuerdo con Ramas en todo lo anterior. Los nuevos reaccionarios me parecen tan aburridos como deshonestos, y no veo otro proyecto político apetecible que el de heredar críticamente la empresa transformadora de la modernidad, con sus ribetes post. Pero creo que hacer «justicia hermenéutica» a los adversarios neorreaccionarios demanda todavía un movimiento más, que dialectiza el imperativo de ilustración reflexiva y lleva a un balance más crítico del momento posmoderno en la izquierda. El «posmodernismo», dijimos, expresa un momento intrínseco del proceso recursivo de la propia modernidad, con su tendencia a la disolución de todo lo heredado y la volatilización de lo social bajo la égida de abstracciones jurídicas y económicas. Como dinámica cultural, tuvo su apogeo en condiciones históricas particulares: fue la lógica cultural del capitalismo tardío, globalizado, financiarizado y consumista (Jameson). Los nuevos reaccionarios son, a su turno, signos inconscientes del agotamiento de esa misma fase histórica del capitalismo. Frente a un tiempo de crisis solapadas y precariedad vital, el momento de verdad expresado por los melancólicos tardomodernos radica en que no hay proceso de modernización sin deseo de reterritorialización y protección social frente a la precariedad. Una sociedad justa no puede nacer del mero elogio del devenir, de lo minoritario o lo contra-normativo. La demanda de protección social, que quiere acotar la precariedad, no es solamente reaccionaria. Expresa también una necesidad, no de volver al orden perdido, sino de generar las condiciones para que la modernización recursiva, con sus sanas pulsiones disolventes, no nos condene a la ansiedad y la angustia permanentes.

Los neorreaccionarios, en particular los de las nuevas derechas, también son aceleracionistas, por ejemplo de cara a la tecnología y las finanzas. Combinan un mandato de de resiliencia frente a la precariedad económica con un deseo de reterritorialización tradicionalista, cuya última trinchera es el género. Proponen que interioricemos la crisis como norma y asumamos el imperativo de supervivencia en un mundo social-darwinista donde la lógica del capital y la guerra por los recursos determinarán quién ha de vivir y quién ha morir. Moralizan la precariedad («solo los aptos merecen el futuro») y ofrecen a cambio la contención fantasiosa de la familia tradicional como territorialidad definitiva, como frontera intocable que daría resguardo (¿para quiénes?) ante un capitalismo desquiciado y disruptivo. La añoranza por un mundo perdido donde los hombres tenían patria, las mujeres, vaginas y los obreros, sindicatos se traduce, entonces, en una combinación de aceleracionismo de mercado y diques de contención familiaristas, con privilegio heterosexual masculino y retorno imaginario al modelo parental de la posguerra norteamericana. Ese sueño neorreaccionario no es solo expresión de una relación inauténtica con el tiempo perdido. También manifiesta, bajo las mediaciones meándricas del síntoma y la ideología, un completamente legítimo deseo de reterritorializar lo social: de reducir la angustia, cuidar el mundo y la vida, poner límite a la aceleración destructiva. Es porque tocan esa fibra de época que los nuevos reaccionarios pueden ganar en la disputa política.

Si el posmodernismo, con sus luces y sombras, fue la lógica cultural del capitalismo avanzado, los nuevos reaccionarios nos hablan de la crisis de esa fase histórica de la acumulación. La «izquierda de la diferencia» irrumpió en las protestas europeas del `68, que se levantaron contra los modelos familieros de subjetividad, contra el aburrimiento de la vida en el fordismo y contra la disciplina social y política estalinista. Expresó un proyecto de rebelión subjetiva antiautoritaria y contracultural. En el periodo más estable del capitalismo financiarizado, durante los años 90 y tempranos 2000, algunas demandas de esa izquierda de la diferencia fueron procesadas en términos sistémicos, bajo el formato de lo que Nancy Fraser llamó «neoliberalismo progresista». Hoy ese ciclo de irrupción e integración de la nueva izquierda ha terminado. Su trasfondo estructural, el capitalismo financiarizadom en cuyo marco el posmodernismo pudo ser hegemónico como lógica cultural, experimenta una transformación sistémica de calado. El neoliberalismo progresista se ahogó con la crisis de 2008, la pandemia, el descalabro climático, el ascenso económico de Asia y la descomposición del orden occidental. La izquierda que venga no puede insistir solo con las categorías subjetivas y las orientaciones espirituales que primaron entre el mayo francés y la metabolización progresista sistémica del cambio de siglo. Necesita pensar más allá de las coordenadas sociales, hoy quebradas, en cuyo marco temporal tuvieron su apogeo las políticas de la identidad, las épicas de la resistencia contranormativa y los devenires minoritarios. No hay experiencia de la modernidad sin exploración disolvente de la identidad. No hay libertad sin auto-interpretación subjetiva. No diría lo mismo de las estéticas unilaterales del devenir, la disidencia y la contranormatividad en un mundo que se me aparece necesitado, con urgencia, de estabilidades institucionales, universalismo normativo y estructuras sociales que pongan límite al desquicio social escalante.

Las tareas actuales son, en cierta forma, más complejas. De vuelta, no creo que podamos dejar de ser fieles al imperativo de ilustración y autointerpretación, con sus momentos posmodernos intrínsecos. Pero el teatro de operaciones se mueve aceleradamente bajo nuestros pies. Vivimos tiempos de policrisis y angustia existencial mientras el régimen de acumulación tardocapitalista como lo conocimos se desmantela. Es difícil que la izquierda republicana o socialista triunfe si no asume también las demandas de la protección social frente a la crisis del capital. Y ha de hacerlo, sospecho, con los únicos recursos emancipatorios con los que contamos: los de la crítica inmanente de la modernidad del capital. No creo que necesitemos protección frente a la «ideología de género» y la crisis de la identidad, los valores o la tradición. Tampoco que podamos desentendernos de las demandas de la protección social frente a la precarización, la crisis multidimensional y el desastre ecológico.

La nueva reacción defiende reterritorializaciones particularistas, excluyentes (etnonacionalistas, masculinistas, etc.). Invoca una tradición inauténtica, impostada, pero que puede brindar a algunos sujetos un consuelo ideológico en una civilización quebrada. Frente a este nuevo enemigo histórico, el universalismo levantado en la modernidad y su crítica inmanente siempre renovada deben proveer los marcos de un necesario orden alternativo, que no liquide la libertad pero sí ponga límite al desastre oscuro de la mercantilización de la vida. Impugnar el mandato darwinista de resiliencia en un mundo que se quema y arruina es, también, poner un límite al nihilismo y la disolución. El imperativo de ilustración, de exploración y crisis de la identidad, demanda condiciones materiales de realización, tanto socioeconómicas como ambientales, más pacificadas. Contra la combinación de aceleración tecnológico-financiera y reterritorializaciones masculinistas, familieras, xenófobas, ¿puede la izquierda articular desterritorialización de la identidad y reterritorialización de la economía? ¿Puede haber un marco en el que la empresa autocrítica de la modernidad impugne o acote a las compulsiones semovientes del capital, que hoy conducen al caos ecológico y geopolítico? Estas preguntas no pueden plantearse solo desde posiciones minoritarias y contranormativas. No es dable enunciarlas desde líneas de fuga en los márgenes del sistema. Apuntan a construir mayorías sociales y ejercer el poder para instituir un nuevo mundo con nuevas normas y una nueva universalidad. No se trata de fugar de la norma sino de afirmar una normatividad diferente, que se afirme en posiciones mayoritarias, con vocación de universalización y con ambiciones de conducir a la sociedad de conjunto.

El tiempo perdido es un libro indispensable para resistir los cantos de sirena de la reacción tardomoderna. Despeja las confusiones ideológicas de quienes proponen resonar, desde la izquierda o desde lo popular, con la nueva reacción. Tras recorrer esta aguda y necesaria crítica a la melancolía del presente, quedan varias preguntas para una izquierda que venga después del fin de la historia. ¿Qué controles polanyianos, qué reterritorlizaciones cuidadosas, vamos a imponer al mundo contra el capitalismo financiero y tecnológico desbocado? Porque solo arrestando la precariedad, poniendo límite a la disolución societal del capital, es que podemos abrir un espacio de autonomía para no cesar de explorar. La modernidad, como orden social sin otro fundamento que la libertad y la razón compartidas, no puede renunciar al imperativo de interpretación que desquicia la identidad. Pero es necesario pacificar las condiciones de realización de la libertad bajo un movimiento simultáneo de reterritorialización económica (socialista, republicana, comunitaria) que permanece, política y filosóficamente, pendiente.

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