Lo que sigue es la traducción al español del texto del epílogo escrito por Alberto Toscano a The New Fascist Body, de Dagmar Herzog, de próxima aparición, en inglés y alemán, en Wirklichkeit Books. La publicación de esta traducción, autorizada por Alberto Toscano, se realiza de manera simultánea en Communis y Jacobin.
1.
En vísperas de la segunda toma de posesión de Donald J. Trump como presidente de Estados Unidos, el Financial Times informó de la eufórica respuesta que su regreso a la Oficina Oval había suscitado en amplios sectores de la clase empresarial estadounidense, fenómeno extensamente confirmado por la falange de sonrientes multimillonarios que acudieron a la ceremonia de reinvestidura. «Banqueros y financistas —se leía en FT— afirman que la victoria de Trump ha empoderado a aquellos que se sentían conminados a autocensurarse o a alterar su lenguaje para evitar ofender a colegas más jóvenes, mujeres, minorías o personas con discapacidad. «Me siento liberado—se le oyó decir a un banquero de alto nivel—. Ya podemos decir “retrasado” y “coño” sin miedo a que nos cancelen […] Se inicia una nueva era.»[1] Sin duda, no pocos capitalistas han saludado el triunfo del republicanismo MAGA por razones a la vieja usanza tanto como instrumentales: exenciones fiscales, subvenciones empresariales, eliminación de toda traba jurídica a la acumulación, desregulación agresiva contra todo —desde derechos laborales hasta normas medioambientales— y rienda suelta a los aparatos represivos contra sindicalizados, indocumentados y disidentes. No obstante, cabe señalar —sobre todo ahora que las disfuncionales políticas arancelarias de Trump están poniendo a prueba los «saldos finales» de innumerables empresas— que la enfática celebración de una libertad discursiva para dominar, denigrar y ofender es un componente esencial de los procesos contemporáneos de fascistización, principalmente entre los estratosféricamente ricos que, habiendo recibido licencia irrestricta para especular bajo el régimen neoliberal, todavía se exasperan ante la posibilidad de ser objeto de censura o de crítica por sus opiniones. Como es bien sabido, en su anatomía de la «contrarrevolución de la propiedad» cuya oleada apuntaba al propósito de derrotar a la democracia multirracial tras la Guerra Civil estadounidense, W. E. B. Du Bois escribió sobre los «réditos psicológicos» de la blanquitud susceptibles de compensar las míseras ganancias materiales que los trabajadores blancos obtenían de la perpetuación del capitalismo racial y del supremacismo blanco. De dirigir la mirada a la cúspide y no a la base de la pirámide social, podríamos adecuar la observación de Du Bois a la idea de que el dominio capitalista fascista tardío busca aumentar los dividendos psicológicos de la dominación y, sobre esa base, erigir una espuria alianza interclasista contra quienes se aferren a ciertos ideales discursivos de igualdad, equidad o emancipación.
2.
Partiendo de sus indispensables revelaciones en torno al sexo, el deseo y la eugenesia en el contexto del fascismo, The New Fascist Body, de Dagmar Herzog, pone justamente en primer plano la centralidad refleja que la violencia simbólica y su goce ocupan en las operaciones y en el atractivo de los fascismos nuevos o tardíos. Su incisiva descripción de nuestro presente encuentra material en el auge del partido Alternativ für Deutschland (AfD) y en las genealogías generizadas y racializadas de la eugenesia y, con ello, ilumina dos fenómenos entrelazados que sin duda se manifiestan —bajo diferentes apariencias y con diferentes ponderaciones en el complejo general de la política fascista— en todo el espectro de la reacción contemporánea: el racismo sexy y la obsesiva hostilidad contra la discapacidad. El reto al que se enfrenta la extrema derecha contemporánea —y que con demasiada frecuencia logra superar— no es sólo cómo hacer que sus nociones excluyentes y antagonistas de identidad y libertad adquieran popularidad y se revelen electoralmente eficaces, sino además cómo dotarlas de amplitud y resonancia afectivas. Esa erotización del poder de dominación, casi invariablemente articulada y refrendada como legítima defensa de carácter cautelar o preventivo, no puede sino transitar a través del sexo (y, ya sea por oposición, del género) en cuanto «punto de transferencia especialmente denso», tal como lo formulara Foucault. En la incisiva formulación de la propia Herzog, el «racismo sexy» se manifiesta bajo la forma de «envío de mensajes libidinalmente cargados con el objetivo de movilizar el miedo, la indignación y la aversión o, de otro modo, de transmitir la excitación de la dominación frente a diversas formas de vulnerabilidad racializada». Si bien los esfuerzos por hacer que el racismo sea «sexy» y estigmatizar la discapacidad son de cepas claramente diferenciadas, todo reconocimiento de la racialización (y de la generización) de la discapacidad pone de relieve la imbricación de ambos procesos, culminando en la «sutura afectiva […] entre la malicia letal para con las personas con discapacidad y esa promesa de placer libidinal transgresor» que Herzog hace remontarse a los últimos años del siglo XIX. Lidiar histórica, intelectual y políticamente con el lazo en que se anudan sexo y discapacidad (mediados por la raza, el género y las coyunturas políticas concretas) es una tarea especialmente urgente dada la importancia de ese entrelazamiento para la política del fascismo y la fascistización contemporáneos. Es cierto que el sexo, el género y la raza han figurado prominentemente en recientes debates sobre lo dividendos del fascismo, pero a la luz del ensayo de Herzog parece obvio que no se ha prestado suficiente atención crítica al papel constitutivo de la discapacidad en los imaginarios fascistas y las amalgamas políticas actuales (cosa que digo también a modo de autocrítica y corrección). El problema que Herzog articula y explora pero que también nos lega —el de «la eficacia multifuncional tanto de la erotización de la presunta superioridad como de la insistencia repetitiva en volver a jerarquizar el valor humano»— es fundamental a la hora de lidiar analítica y políticamente con cualquiera de las modalidades de la reacción contemporánea. En lo que sigue, quiero explorar algunas de las líneas de investigación y cuestionamiento que deja abiertas la problematización que hace Herzog del «nuevo cuerpo fascista», en la certeza —de la que el texto de Herzog sirve de ejemplo— de que los estudios antifascistas son forzosamente un empeño colectivo.
3.
No debería sorprendernos el hecho de que no pocas de las energías discursivas, políticas y psíquicas de la extrema derecha contemporánea tengan como blanco al cuerpo. Así lo ha enunciado Judith Butler en su exploración del lugar fundamental que el movimiento inspirado por la «ideología antigénero» ha ocupado en el resurgimiento contemporáneo de los afectos fascistas: «La vida corporal está ligada a la pasión y al miedo, al hambre y a la enfermedad, a la vulnerabilidad, a la penetrabilidad, a la relacionalidad, a la sexualidad y a la violencia. Si la vida del cuerpo, la vida singular o diferenciada del cuerpo, ya es, incluso en las mejores condiciones, un lugar en el que se aglutinan las ansiedades sexuales, en el que se instalan las normas sociales, entonces es precisamente ahí que encuentran una ubicación y una incitación todas las luchas sexuales y sociales de la vida.»[2] Las teorías y las historiografías del fascismo apenas han ignorado sus políticas corporales, especialmente desde la década de los setenta. Sin embargo, como demostrara Herzog en Sex after Fascism, las interacciones con las formaciones corporales del fascismo a menudo han proyectado las batallas y las preocupaciones políticas del momento sobre las complejas y a veces contradictorias relaciones del fascismo con el cuerpo. Diversas interpretaciones han oscilado, a veces desmesuradamente, entre las imágenes del fascismo como una ideología antisexual singularmente represiva y su caracterización como un fenómeno impulsado por formas altamente erotizadas de sadismo, libertinaje y goce. Las cosas se han complicado aún más por la dificultad —y casi podría decirse que por la imposibilidad— de desglosar las prácticas corporales del fascismo de los usos simbólicos, alegóricos o metafóricos del cuerpo en el discurso y los textos fascistas. Como ha señalado Jonathan Littell, siguiendo en ello a Klaus Theweleit, «la metáfora, para el fascista, nunca es sólo una metáfora (de ahí el poder, la increíble eficacia de las metáforas fascistas)»[3]. O, como observa Éric Michaud en relación con la Weltanschauung nazi, el fascismo se enfrenta a «un sistema de puentes que constantemente se tienden entre la fantasía y la realidad. Todas sus metáforas se concebían con la expectativa de verse encarnadas, y todas esas encarnaciones debían corresponder a las metáforas que las definían, al extremo de guardar plena conformidad con ellas»[4]. Cabría, por demás, afirmar que las exorbitantes inversiones corporales del fascismo hallan impulso no sólo en el estatus del cuerpo como punto de conversión y condensación en las relaciones entre fantasía y realidad: el cuerpo es un lugar de productividad semántica aparentemente ilimitada, sobre todo en la forma en que nuestras metáforas de lo político son abrumadoramente corporales, desde «el cuerpo político» hasta el jefe que se encuentra «a la cabeza del Estado», por no mencionar los lenguajes virales o bacteriológicos de la seguridad racial y nacional. Pero el cuerpo también da nombre a una realidad y una experiencia que tiene lugar más allá o por debajo de la significación. El fascismo también accede a un inconsciente corporal que no está estructurado como un lenguaje. Es lo que el psicoanalista italiano Elvio Fachinelli, complementando a Freud, percibió como una característica inexplorada del inconsciente; a saber, el poder de las ideas inconscientes que actúan directamente sobre el cuerpo, dando a entender de ese modo que existe un lenguaje del cuerpo irreductible al sistema universal del lenguaje[5]. En un registro diferente, e inspirándose en el marco esquizoanalítico de Deleuze y Guattari, Brian Massumi ha postulado que todo estudio de las virtualidades fascistas del liderazgo contemporáneo, desde Ronald Reagan hasta Trump, requiere ir más allá de un esquema de identificación y considerar la «propiocepción, el sentido no visual de las deformaciones del cuerpo en movimiento», así como la «fascinación infralingüística» que ejerce el cuerpo del líder, que tan a menudo es irreductible a todo presunto ideal de poder, masculinidad o hasta capacidad[6]. Los cuerpos fascistas parecen decir más de lo que significan y significar más de lo que dicen[7].
4.
Ahora bien, aunque las dimensiones infralingüísticas y afectivas de la corporeidad son un terreno fértil para las inversiones políticas, los cuerpos también son objeto de arrolladoras estrategias de abstracción: identificación, clasificación, categorización, adscripción, cuantificación, jerarquización. Y las modalidades —lo que equivale a decir los lenguajes— de la abstracción son múltiples. En la modernidad política capitalista, la abstracción —que da forma, enrola, captura y domina los cuerpos— a menudo se ha considerado que opera en dos registros principales, el de la economía (valor) y el de la política (ciudadanía). Esas abstracciones se ven a su vez mediadas y constituidas por la racialización y el género. Los fascismos también pueden entenderse como formas de desplegar abstracciones pseudoconcretas (el Volk, les français de souche, la «hembra humana adulta», el cociente intelectual, etc.) para ofrecer arreglos o soluciones a las crisis provocadas por la violencia de la abstracción capitalista. La discapacidad ha desempeñado un papel crucial en la coadyuvación de «acoplamientos fatales de poder y diferencia»[8], en cuanto mediación social y política de otros vectores de violenta abstracción: raza, género, ciudadanía, valor-trabajo. En uno de los entornos cruciales del fascismo racial, entendido como aquel que hunde sus raíces en un «fascismo-antes-del-fascismo» —a saber, los Estados Unidos tras la Guerra Civil y la abolición de la esclavitud (que sirvió de contexto para la fecunda formulación de Du Bois sobre la «contrarrevolución de la propiedad»)— la discapacidad se convirtió en un operador determinante a la hora de encuadrar las reivindicaciones en pugna de ciudadanía, poder y reconocimiento planteadas por ciudadanos blancos varones, mujeres blancas y exesclavos emancipados (también resultó determinante, y sigue siéndolo, a la hora de adjudicar las reivindicaciones y los derechos de los inmigrantes). Como ha dilucidado Douglas C. Baynton —en términos que también pueden extrapolarse a nuestro presente, por lo demás remoto— cuando «las categorías de ciudadanía se vieron cuestionadas, puestas en tela de juicio y perturbadas, se recurrió a la discapacidad para esclarecer y definir quién era acreedor de la ciudadanía y quién estaba, no menos merecidamente, excluido de ella […] Los argumentos en favor de la desigualdad racial y las restricciones a la inmigración invocaban presuntas tendencias a la debilidad mental, las enfermedades mentales, la sordera, la ceguera y otras discapacidades en razas y grupos étnicos particulares. Por otro lado, la discapacidad ocupaba un lugar prominente no sólo en los argumentos en favor de la desigualdad de las mujeres y las minorías, sino también en los argumentos en contra de quienes favorecían la igualdad»[9]. Tan poderosa es la idea de que la capacidad mensurable y corporeizada es condición necesaria para el usufructo de los derechos políticos —señala Baynton— que cuando movimientos emancipatorios han cuestionado la aseveración de la ineptitud o de la falta de mérito de unas y otras para vivir una vida política, rara vez han cuestionado la dis/capacidad como norma de discriminación política. Al operar entre fuerzas sistémicas y antisistémicas, la «discapacidad como marcador de relaciones jerárquicas» se ha vuelto omnipresente, de maneras aparentemente insolubles. Si bien las jerarquías se han ido desplazando, la óptica de la discapacidad generalmente no se ha visto cuestionada, aun cuando se hayan cuestionado su aplicación y sus referentes, al tiempo que se ha permitido que el miedo a la debilidad, la deficiencia o la defectuosidad sobredetermine el espectro de posibilidades políticas. La capacidad, laminada sobre la raza y el género, también ha servido para definir los parámetros de quién es libre, en contextos en los que la libertad tiene como garantía la propiedad racializada y generizada y la libertad de dominar. A propósito de Baynton, David Roediger ha observado:
Para luchar por la igualdad de derechos, los afroamericanos, las mujeres y los inmigrantes han tenido que argüir que no eran discapacitados. Para que se respetaran sus derechos, había que demostrar la «normalidad» de los negros frente a aseveraciones según las cuales, en cuanto grupo, carecían de inteligencia y razón, estaban sujetos a deformidades físicas y, de ser libres, eran «propensos a convertirse en discapacitados». Para votar, cuidar de la propiedad y disfrutar de otros derechos civiles, las mujeres tenían que mostrar que no eran irracionales, histéricas o débiles y demostrar que salirse de los ámbitos tradicionales no las convertía en seres «monstruosos». Los inmigrantes tenían que probar que no eran débiles mentales ni vectores de enfermedades y que no se encontraban al margen de toda norma de cordura definida, entre otras cosas, por la heterosexualidad. A los hombres blancos se los eximía de tener que argüir en su propia defensa. De hecho, el experimento republicano de la nación se basaba en la independencia no sólo de la nueva nación, sino también de sus ciudadanos varones blancos. Cada vez más, entre los ciudadanos con derecho a votar se contaba incluso a hombres blancos sin propiedades, de modo que la raza y el género servían explícitamente de fundamento de los derechos: la «blanquitud como propiedad» solía bastar para obtener la plena ciudadanía política inclusive en ausencia de propiedad de riqueza. Los hombres blancos constituían el grupo de las personas capaces: capaces de «gestionar» de forma productiva la tierra, justificando así la desposesión de los indios por parte de los colonos de asentamientos; capaces de poseer y presuntamente controlar su propia fuerza de trabajo; capaces de poseer propiedades; de gobernar hogares; capaces de domeñar a esclavos; y capaces de votar.[10]
El fascismo, tanto en su forma histórica clásica como en la tardía, también puede interpretarse como la reafirmación ansiosamente agresiva de los términos raciales y generizados de la capacidad, entendida como la capacidad de dominar. Hoy en día, a menudo ello adopta la apariencia de «intentos por rehacer la sociedad rehaciendo el asediado cuerpo masculino»[11]. Como describe Herzog en las páginas anteriores, y como se nos recuerda incesantemente, el capacitismo es constitutivo de la mentalidad y la práctica fascistas. Pero semejante persistencia de la capacidad para servir de eje de la fascistización dispone de un considerable margen de variación.
5.
Herzog nos prescribe explorar lo que en verdad hay de «nuevo» en el cuerpo fascista —en cuanto imagen, ideal, práctica, experiencia o fantasía— en la actual coyuntura. Como han observado muchos comentaristas, las obsesiones corporales de la extrema derecha contemporánea emergen en un contexto histórico y económico que en no pocos aspectos no podría estar más alejado del de la apoteosis histórica del fascismo de entreguerras. Si bien saturado de todo tipo de historias y fantasías psicosociales sedimentadas, especialmente la monumental falsificación de un ideal grecorromano[12], y moldeado por múltiples disciplinas y limitaciones, el cuerpo fascista de la primera mitad del siglo XX estaba sobredeterminado por las realidades masificadas del trabajo industrial y la guerra tecnológica, así como por las presiones moldeadoras que éstas ejercían sobre los cuerpos reproductivos, desempleados o estigmatizados como «parasitarios», «improductivos» o socialmente patológicos. Si bien por doquier vivimos hoy rodeados por la brutalidad y la amenaza de conflictos bélicos —al extremo de que en sociedades que hasta hace muy poco tiempo se imaginaban a sí mismas como perennemente posbélicas se ha comenzado a hablar de conscripción—, el nuevo cuerpo fascista, tal como lo movilizan los partidos, los movimientos y la cultura de la extrema derecha, mantiene en el mejor de los casos una relación «posmoderna» con el cuerpo del soldado que gobernaba no pocas de las «fantasías masculinas» del fascismo histórico. Y al igual que la nostalgia por el trabajador industrial o extractivo es una característica del imaginario fascista tardío, sus visiones del cuerpo productivo pueden concitar, como mucho, un pastiche del fordismo. Sociológicamente, la nuestra no es una época ni del obrero de masas ni del veterano, ni siquiera del pequeño burgués que vive a la sombra de los tumultos y los trastornos de la lucha de clases. La entrada en escena de los fascismos contemporáneos tiene como trasfondo la mercantilización, la privatización y la individualización omnipresentes de la vida cotidiana, lo que a menudo abreviamos y simplificamos mediante la etiqueta de «neoliberalismo». Semejante atolladero lo describe Herzog en sus agudos comentarios sobre cómo la nefasta noción eugenésica de una «vida indigna de ser vivida» puede convertirse en sentido común entre los jóvenes de hoy en día, en el contexto de «las presiones del presente para ser autosuficientes, competitivos e invulnerables». Si bien la fantasía de que podríamos dominar la dependencia, asegurarnos la primacía jerárquica y hacer que nuestro cuerpo sea autárquico recorre la longue durée del fascismo, también es cierto que ahora se trata de una fantasía profundamente individualizada. En su indagación sobre la forma en que las ideologías del cuerpo sirven de conducto clave en el camino «diagonalista» que lleva de la cultura del «bienestar» al fascismo, Naomi Klein ha rastreado parte de ese giro del viejo al nuevo cuerpo fascista. Como sostiene Klein, «la idea de que deberíamos pensar y funcionar como comunidades de cuerpos embrollados con diferentes necesidades y vulnerabilidades es totalmente contraria a un mensaje esencial del capitalismo neoliberal: que estás solo y, para bien o para mal, te mereces la suerte que te ha tocado. Del mismo modo, también es contraria a un mensaje esencial de la cultura neoliberal del bienestar: que tu cuerpo es el lugar primordial de control y ventaja en este mundo cruel y contaminado. ¡Así que ponte a trabajar para optimizarlo!»[13]. La orden superyoica de «optimizar» y su cruel economía moral —que convierte la discapacidad o la dependencia en una especie de culpa imperdonable— se manifiesta, según Klein, en el movimiento anti-vacunas y en la manera en que aparece íntimamente entrelazado con confabulaciones estigmatizadoras sobre la relación del autismo con las vacunas. Aun cuando sea susceptible de hiperindividualizarse en regímenes de ejercicio, suplementos dietéticos y prácticas sistemáticas de «autocuidado» laboriosamente personalizados, gran parte de la «cultura corporal» neoliberal está conectada por un hilo genético con potencialidades fascistas. Como observa Klein: «La idea misma de que los seres humanos pueden y deben “optimizarse” se presta a una visión fascistizante del mundo, pues si los alimentos que consumes son extrahigiénicos, es fácil colegir que la alimentación de los demás es todo lo contrario. Si estás a salvo porque tu sistema inmunológico es fuerte, ello puede tener como su otra cara la creencia de que los demás no lo están porque son débiles. Si estás optimizado, los demás por definición, son subóptimos. Defectuosos. Casi desechables.»[14] Cuando esa «cosmología construida en torno a cuerpos superiores, sistemas inmunológicos superiores y bebés superiores, financiada por la venta de suplementos, el bitcoin y el yoga prenatal»[15] confluye con los parámetros biopolíticos del Estado moderno, los resultados son previsiblemente alarmantes. Ahora que un prominente paladín del movimiento anti-vacunas se ha hecho cargo de la administración de la salud pública en el Estado capitalista más poderoso del mundo, podemos ver cómo las ideologías individualizadas de optimización y bienestar interactúan con viejos estribillos sobre vidas indignas de ser vividas. En el contexto de su cuestionable cruzada contra una «epidemia de autismo», en la que se ha llegado a plantear la ominosa idea de establecer un «registro de autismo»[16], Robert F. Kennedy Jr., actual Secretario de Salud y Servicios Humanos del gobierno de Trump, y frecuente propagador de la desacreditada teoría de que las vacunas provocan autismo, declaró recientemente que el autismo llevaba a la «destrucción de familias» y en su exposición sobre las lúgubres (e implícitamente indignas) vidas de los niños autistas comenzó por decir lo siguiente: «Son niños que jamás pagarán impuestos.»[17] Los presuntamente capaces, como tantas otras veces, se ven conminados a contemplar soluciones más o menos drásticas al «problema» que plantean los discapacitados, por medio de declaraciones sobre la carga fiscal e institucional que éstos suponen para el Estado. Se trata, por supuesto, de una dimensión crucial del «Estado antisocial»[18] forjado por las contrarrevoluciones contra la socialdemocracia o el Estado del bienestar que han definido la política hegemónica desde los años setenta y que no han hecho más que acelerarse en el actual ciclo político reaccionario. Tal vez no se pueda urdir una síntesis más explícita y grotesca de las biopolíticas «fordista» y «neoliberal» que la propuesta por Mehmet Oz, excelebridad televisiva conocido como Dr. Oz, quien está hoy a cargo de Medicare y Medicaid en Estados Unidos y quien recientemente declaró: «Creo que nuestro deber patriótico es mantenernos sanos. En primer lugar, se siente uno con ello muchísimo mejor […] Pero también cuesta mucho dinero atender a los enfermos que lo están debido a su estilo de vida.»[19] Como bien observa Herzog: «Se ha necesitado, y con demasiada frecuencia se sigue necesitando, un empeño, un vigor y una creatividad enormes para combatir la incomprensión y la ambivalencia del público en general, así como las de los políticos, cuando no un resentimiento en toda regla, en relación con los presuntos costos en tiempo, energía y recursos financieros de una atención terapéutica de calidad, alojamientos adecuados y una educación individualizada. Sin embargo, el estudio de la historia de la discapacidad en conjunción con la historia de la sexualidad puede enseñarnos no poco sobre lo que necesitamos saber acerca del atractivo potentemente seductor de los fascismos pasados y presentes.»
6.
Estudiar esas historias, sus prolongaciones en el presente y sus intersecciones con las historias de raza y clase, también requiere que exploremos la «violencia administrativa» que hace que se fusionen entre sí Estado y capital (aun, o especialmente, cuando ese Estado sea «antisocial» o incluso «antiestatal»[20]), atendiendo además a la forma en que «el derecho estructura y reproduce la vulnerabilidad»[21]. Para la gestión de la dis/capacidad (en particular en cuanto matriz interna de otras categorías como la raza, el género o la clase, como ya vimos en relación con la política de emancipación racial en Estados Unidos) es fundamental su intersección con un mecanismo crucial de las operaciones del capital y que, cabría decir, es la principal instancia de la política capitalista de crisis y, por tanto, del propio fascismo: la producción, gestión, dominación y eliminación de «poblaciones excedentes» o «superfluas». En Health Communism, Beatrice Adler-Bolton y Artie Vierkant han diseccionado esa dinámica. A ese propósito sostienen:
Una vez que se marque a alguien como excedente, se lo considerará desechable. La historia de los sistemas de bienestar social está marcada por batallas en torno a ese elemento esencial: qué destino «merecen» las poblaciones excedentes. ¿En qué sentido sus vidas son cargas sociales y qué hacer para separar empíricamente a los «merecedores» (carga que a la sociedad le interesa asumir) de los «no merecedores» (carga irredimible)? Los Estados capitalistas vigilan y certifican los desechos —las poblaciones excedentes— a fin de delimitar quién es un miembro aceptable del cuerpo político y etiquetar como carga a todo aquel que caiga fuera del ámbito de ese marco normativo. En primer lugar, como carga eugenésica: amenaza demográfica, amenaza de alteración del orden social, amenaza reproductiva, amenaza de sangre, «tres generaciones de imbéciles», etc. En segundo lugar, como carga de deuda pública: que la protección de la salud de los pocos más vulnerables conducirá a la pauperización de los más, amenaza demográfica gestionada por la exhortación según la cual no podemos ni debemos sino «cuidar de los nuestros», lo que en sí mismo es constitutivo del «nosotros». Ese marco conjunto de carga eugenesia y carga de deuda es visible en todo el período moderno y constituye la filosofía política tácita del capitalismo.[22]
Sobre la base de la pesquisa de Herzog acerca de la forma en que AfD ha articulado entre sí sexo, racismo y antidiscapacidad, y del análisis que Adler-Bolton y Vierkant hacen del marco de la cara eugenésica/carga de deuda, podemos aventurar la hipótesis de que los fascismos viejos y nuevos se basan en economías políticas y libidinales dirigidas a convertir en excedentes a los seres humanos. Como podemos ver a nuestro alrededor, el fascismo no sólo apuntala o legitima la producción de poblaciones excedentes —y todas las formas de violencia simbólica que propician que esa producción se reproduzca—, sino que además busca acelerar y afirmar el tratamiento de grupos y categorías particulares de seres humanos como desechables e, incluso, encontrar goce en ese proceso. Las consecuencias catastróficas de esa política de desechamiento, en su intersección con el capitalismo racial colonial y la crisis ambiental, ha estado en el centro de una serie de discursos y declaraciones del presidente colombiano Gustavo Petro sobre el «1933 global», en los que se vinculan la crisis climática, la persecución de los migrantes en Europa y el genocidio que actualmente lleva a cabo Israel en Gaza (encuadrado por Petro como «un ensayo para el futuro», un «experimento para considerarnos desechables a todos»)[23]. En ese contexto, como ha sostenido Jasbir Puar, las poblaciones sometidas a la lógica de la excedencia o la desechabilidad pueden verse impedidas de reivindicar una identidad en cuanto personas con discapacidad por medio de prácticas deliberadas de debilitamiento: «una forma de deshacerse de una población marcada como Otra que se ha visto deshumanizada al extremo de que el daño que se le inflige se considera un subproducto “natural” por quienes son interpelados para que no vean la intencionalidad de ese proceso»[24]. Existe una profunda continuidad y afinidad entre la política doméstica del capacitismo y la superabundancia (y con «doméstica» quiero hacer hincapié en la síntesis disyuntiva fascista de hogar y nación, oikos y ethnos) y su forma geopolítica, dimensiones suturadas por todo tipo de prácticas de demarcación de fronteras, a la vez corporales y territoriales. El apego herido del fascismo tardío a la jerarquía y su deseo desesperado de reafirmarla cueste lo que cueste, se manifiesta simultáneamente en múltiples dimensiones: racial, sexual, nacional, económica, etc. Como se insinúa en el ensayo de Herzog, la discapacidad —y el goce que se experimenta en su denigración— sirve de matriz esencial para la reafirmación de la jerarquía y el aseguramiento fantasioso de una capacidad encarnada de identidad y superioridad. En ese sentido, sin ignorar ni su especificidad ni su articulación, podríase extrapolar las reflexiones de Butler sobre el «fantasma» del género al de la dis/capacidad. A ese respecto escribe Butler: «Como nos enseñara Freud en relación con los sueños, lo que ocurre en fantasmas como éstos supone la condensación de una serie de elementos y un desplazamiento de lo que permanece oculto o innombrado.»[25] Cabe hacer extensivo a la discapacidad lo que Butler afirma sobre el modo en que el género sirve para condensar y desplazar los miedos a la destrucción que impregnan nuestro mundo, proyectándolos sobre un grupo abyecto o excedente. La discapacidad también «sustituye a un complejo conjunto de ansiedades y se convierte en un lugar sobredeterminado en que se concentra el miedo a la destrucción»[26]; y lo hace, como demuestra Herzog de forma convincente, a través del sexo/género, así como de la raza. El «pesimismo racial», que durante tanto tiempo ha sido factor motriz determinante de la fascistización, no puede separarse de la ansiedad por la incapacidad y el pánico al sexo/género[27]. Es la conversión del miedo a la destrucción en una política de destrucción lo que define las bases psicosociales y las operaciones del fascismo, como el avatar definitivo de lo que Ruth Wilson Gilmore denominara una «era de sacrificios humanos» y una «cultura de sacrificios humanos» que requiere la «repetitiva atribución de infrahumanidad a la víctima»[28].
7.
Las cuestiones relativas a la discapacidad han ocupado el centro de los más importantes debates sobre el significado mismo de la educación, por lo que parece apropiado, además de urgente, que el texto de Herzog concluya retándonos a pensar (y actuar para contrarrestar) las formas en que la hostilidad contra la discapacidad da forma y arroja luz sobre los fascismos contemporáneos y, a su vez, está mediada por otras modalidades de opresión. Al recordarnos la «historia nazi de la educación de los niños en el desprecio por quienes sean más indefensos», Herzog nos emplaza a reflexionar sobre cómo «la inculcación deliberada de la falta de amabilidad» que rige la política antidiscapacidad de AfD es una dimensión tan definitoria de los fascismos contemporáneos que asegura la imagen y la experiencia de un cuerpo normativo y dominante a través de la estigmatización, la dominación, la expulsión y la aniquilación de los cuerpos excedentes, indignos o enemigos de los demás. Desde la apropiación de un dibujo animado de Studio Ghibli generado por la IA de la Casa Blanca con el fin de transformar su campaña de deportación masiva en un «divertido» espectáculo de humillación racista y sexista hasta la destrucción carnavalesca por colonos israelíes (con sus hijos a cuestas) de la ayuda humanitaria destinada a palestinos asediados, de lo que en verdad se trata es de crueldad y debilitamiento[29]. ¿Qué podría significar hoy, política y pedagógicamente, ir contra la corriente fascista y fomentar de forma deliberada y sistemática, incluso combativa, las capacidades de empatía y solidaridad, tanto en nuestros hijos como en nosotros mismos? Es esa la pregunta que nos plantea Herzog y no se me ocurre otra más apremiante. Tomemos a Walter Benjamin en préstamo y digamos que lo que está en juego es nada menos que la necesidad de aprender —de forma experimental, colectiva, afectiva, intelectual y política— cómo hacernos a nosotros mismos y al mundo en que vivimos «completamente inútiles para los propósitos del fascismo».
Notas
[1] Steff Chavéz, «Corporate America embraces a new era of conservatism under Donald Trump», Financial Times, 14 de enero de 2025, https://www.ft.com/content/973421a3-c96a-4038-96c6-725af5aa6124. (Todas las citas se han traducido directamente del original en inglés, con independencia de que exista edición autorizada en español de las obras citadas. Todas las referencias a esas ediciones son del traductor. [N. del T.])
[2] Judith Butler, Who’s Afraid of Gender?, Londres, Penguin, 2024, p. 8. Véase en español ¿Quién teme al género? (trad. Alicia Martorell), Barcelona, Paidós, 2024.
[3] Jonathan Littell, Le sec et l’humide. Une brève incursion en territoire fasciste, París, Gallimard, 2008, p. 29.
[4] Eric Michaud, The Cult of Art in Nazi Germany (trad. Janet Lloyd), Stanford, CA, Stanford University Press, 2004, p. 126.
[5] Elvio Fachinelli, «Il quinto privilegio dell’inconscio», en Esercizi di psicanalisi, Milán, Feltrinelli, 2002, pp. 53-55. En su prefacio a Esercizi, Massimo Recalcati se basa en el diálogo de Fachinelli con Lacan para señalar cómo lo que está en juego para el psicoanalista italiano es «un “circuito corporal” que excede el campo del significante» (p. 9).
[6] Brian Massumi, The Personality of Power. A Theory of Fascism for Anti-Fascist Life, Durham, NC, Duke University Press, pp. 6-8.
[7] Ese incontenible desplazamiento, la opacidad y la metaforización incesante del «cuerpo», que no puede identificarse exclusivamente con una experiencia corporeizada, un patrón de significación o un referente material, significa que aun cuando convengamos en que entender el fascismo requiere enfrentarse a sus formaciones del cuerpo, no es posible equiparar el fascismo con un cuerpo fascista. Para una perspectiva contraria, véase la afirmación de Klaus Theweleit (que ocupa un lugar central también en su notable díptico Fantasías Masculinas) de que «”el fascismo” es un estado corporal: una materia peligrosa, que empuja poderosa y violentamente hacia un ajuste, una sumisión del estado del mundo al estado del cuerpo fascista». Theweleit, «Postface» en Littell, Le sec et l’humide, p. 132.
[8] Ruth Wilson Gilmore, Abolition Geography: Essays Towards Liberation (ed. Brenna Bhandar y Alberto Toscano), Londres, Verso, 2022, p. 134, donde se cita a Stuart Hall.
[9] Douglas C. Baynton, «Disability and the Justification of Inequality in American History», en Paul K. Longmore y Lauri Umansky (eds.), The New Disability History. American Perspectives, Nueva York, New York University Press, 2001, pp. 33-34. La racialización de la discapacidad en la esclavitud y la emancipación forma un continuum con la subordinación, la abyección y la penalización de los cuerpos negros hasta nuestros días. Toni Morrison nos exhorta a que prestemos atención a la manera en que la facilidad «para pasar de la deshonra asociada con el cuerpo del esclavo al desprecio en que se tenía al cuerpo del negro liberado llegó a ser casi perfecta porque en los años intermedios de la Ilustración se produjo un matrimonio entre la estética y la ciencia y un movimiento hacia la blanquitud trascendente. En ese racismo, el cuerpo esclavo desaparece, pero el cuerpo negro permanece y se transforma en sinónimo de persona pobre, sinónimo de delictividad y punto álgido de las políticas públicas», incluso en ámbitos como la educación y la salud pública, en que las cuestiones de la habilidad, la capacidad y sus negaciones ocupan un lugar preponderante, y que han demostrado ser objetivos claves de los protofascismos estadounidenses. Toni Morrison, «The Slavebody and the Blackbody», en Mouth Full of Blood: Essays, Speeches, Meditations, Londres, Vintage, 2020, pp. 76-77.
[10] David Roediger, Seizing Freedom. Slave Emancipation and Liberty for All, Londres, Verso, 2014, pp. 69-70.
[11] Maya Vinokour, «Beware Lifestyle Fascism», Jacobin, 10 de enero de 2024, https://jacobin.com/2024/01/lifestyle-fascism-wellness-biohacking-technofuturism-right-wing-ideology.
[12] Véase Johann Chapoutot, Greeks, Romans, Germans. How the Nazis Usurped Europe’s Classical Pas (trad. Richard R. Nybakken), Oakland, University of California Press, 2016.
[13] Naomi Klein, Doppelganger: A Trip into the Mirror World, Toronto, Vintage Canada, 2024, pp. 186-187. Véase en español Doppelganger. Un viaje al mundo del espejo (trad. Ana Pedrero Verge y Villaro Gumpert), Barcelona, Planeta, 2024. El bienestar y el fascismo también pueden sintetizarse de formas menos tortuosas. Para un reportaje profundamente perturbador sobre «personas espirituales que ven en la aniquilación del otro una forma de crecimiento personal y en la erradicación del enemigo un empoderamiento», véase Alon Idan, «Destroying Gaza “With Love”: Israel’s New YogiNazis», Haaretz, 18 de mayo de 2025, https://www.haaretz.com/opinion/2025-05-18/ty-article-magazine/.premium/destroying-gaza-with-love-israels-new-yoginazis/00000196-d3c4-d048-a7d7-dbf6c43b0000; véase también James Ball, «“Everything you’ve been told is a lie!” Inside the wellness-to-fascism pipeline», The Guardian, 2 de agosto de 2023, https://www.theguardian.com/lifeandstyle/2023/aug/02/everything-youve-been-told-is-a-lie-inside-the-wellness-to-facism-pipeline.
[14] Klein, Doppelganger, p. 187.
[15] Klein, Doppelganger, p. 157.
[16] Melody Schreiber, «“A slippery slope to eugenics”: advocates reject RFK Jr’s national autism database», The Guardian, 5 de mayo de 2025. En el artículo se cita una importante declaración de la psicóloga autista Amy Marschall: «Nadie está diciendo: “No nos investiguen”. Nadie está diciendo: “No hay que buscar formas de mejorar nuestras vidas”. Lo que están diciendo es: “No nos investiguen sin ninguno de nosotros en su equipo de investigación; y encuentren formas de apoyarnos, no formas de erradicarnos”.»
[17] Michelle Diament, «Kennedy’s Comments About ASD Draw Backlash», Disability Scoop, 21 de abril de 2025, https://www.disabilityscoop.com/2025/04/21/kennedys-comments-about-asd-draw-backlash/31414/.
[18] Melinda Cooper, «Trump’s Antisocial State», Dissent, 18 de marzo de 2025, https://www.dissentmagazine.org/online_articles/trumps-antisocial-state/.
[19] Jessica Glenza, «Dr Oz tells federal health workers AI could replace frontline doctors», The Guardian, 9 de abril de 2025, https://www.theguardian.com/us-news/2025/apr/09/mehmet-oz-doctors-ai.
[20] Sobre el Estado antiestatal, véase Gilmore, Abolition Geography, p. 486. Véase en español Geografía de la abolición: Ensayos sobre espacio, raza, cárceles y emancipación social (trad. Paula Martín Ponz), Barcelona, Virus, 2024.
[21] Dean Spade, citado en Beatrice Adler-Bolton y Artie Vierkant, Health Communism, Londres, Verso, 2022, p. 2.
[22] Adler-Bolton y Vierkant, Health Communism, pp. 21-22.
[23] No es por pura coincidencia que, como casi todos los partidos políticos de la extrema derecha europea (y de gran parte de la mundial), Alternativ für Deutschland combine su hostilidad contra la discapacidad con el negacionismo climático, el racismo contra los inmigrantes y el apoyo feroz a las políticas de apartheid, depuración étnica y aniquilación del Estado israelí contra el pueblo palestino. Como muchos de sus partidos hermanos, AfD combina un profundo aunque disimulado antisemitismo con una agresiva identificación con la violencia del Estado israelí como parangón de la «civilización» occidental contra la «barbarie» islámica. Sobre el discurso de Petro y el fascismo israelí, véase mi artículo «The War on Gaza and Israel’s Fascism Debate», Verso blog, 19 de octubre de 2023, https://www.versobooks.com/en-ca/blogs/news/the-war-on-gaza-and-israel-s-fascism-debate?srsltid=AfmBOopXsRgzTEyhWLI0lC6miKdjDg9nijuUFPCGctk8ITh6L55ueuWv.
[24] Lynsay Hodges, «“More Painful Than Death”: Viewing the Palestinian Genocide Through Jasbir Puar’s The Right to Maim‘, Liberated Texts, 22 de marzo de 2024, https://liberatedtexts.com/reviews/more-painful-than-death-viewing-the-palestinian-genocide-through-jasbir-puars-the-right-to-maim/.
[25] Butler, Who’s Afraid of Gender?, p. 6.
[26] Butler, Who’s Afraid of Gender?, p. 10.
[27] Véase mi artículo «“Do You Know What Wotan Wants”: Far Right Pessimism Then and Now», Tank, 8 de junio de 2025, https://tank.tv/magazine/issue-103/features/political-emotions-on-the-far-right. Véase en español «¿Sabes lo que quiere Wotan?» (trad. Rolando Prats), 3 de abril de 2025, Communis, https://communispress.com/sabes-lo-que-quiere-wotan/.
[28] Gilmore, Abolition Geography, pp. 134, 441 y 179.
[29] Como hace cincuenta años señalara Fachinelli, al tiempo que criticaba las visiones del fascismo como una forma de «sadismo», utilizamos este último término sólo por una suerte de inercia, ya que de lo que se trata en nuestros degradados tiempos es «simplemente de la desregulación burocrática y clerical de la muerte. Ya no matamos almas, ceremonialmente, para arrancarlas de la inmortalidad del infierno; maniobramos confusamente y abrimos cuerpos como si fueran paquetes postales». Elvio Fachinelli, «Sade a Salò» (1976), en Dario Borso (ed.), Al cuore delle cose. Scritti politici (1967-1989), Roma, DeriveApprodi, 2016, p. 138. Lo que la perspectiva de Fachinelli pasa por alto en este caso es la necesidad de una participación extraestatal y «popular» en la crueldad para que el fascismo pueda funcionar a plenitud.