Hay actores a los que no se puede dejar de querer. No son muchos, pero sin dudas el fallecido Donald Sutherland era uno.
Sólo ver ese rostro estrecho y huesudo en pantalla —con la larga barbilla a lo Stan Laurel, las grandes orejas y los pálidos ojos azules que podían ser bondadosos o locos, cálidos o fríos, humorísticos o siniestros— te hacía sentir mejor en el cine. Su sola presencia me ayudó a superar Los juegos del hambre. Fue un placer ver a un viejo profesional como él cortando rosas con delicadeza en el jardín y exudando una amenaza contenida e intelectual en el papel del dictador-presidente estadounidense Coriolanus Snow. Y fue conmovedor leer que esperaba que los populares Juegos del Hambre y sus secuelas ayudaran a desencadenar un movimiento político juvenil para hacer frente al terrible estado de la nación. No era una idea tan descabellada para un actor que había sido joven y políticamente comprometido cuando aún se creía que movimientos cinematográficos como el Tercer Cine y ciclos más convencionales de modernismo político podían desempeñar un papel importante en la lucha revolucionaria.
Sutherland no era sólo un gran actor, siempre interesante incluso en las películas mediocres; era uno de los nuestros, de izquierda, con un periodo de intensa organización contra la guerra de Vietnam en su haber. A principios de la década de 1970, en el comienzo de los diez años que definieron su estrellato, hizo una gira con su compañera de Klute, Jane Fonda, en un espectáculo itinerante llamado FTA (Fuck the Army), que les situó en el radar de la seguridad nacional durante años. FTA era una alternativa profana al espectáculo USO de Bob Hope, que buscaba contrarrestar su patriotismo acrítico y su entretenimiento anticuado.
Un documental sobre el grupo FTA muestra a Sutherland leyendo el desgarrador libro antibelicista de Dalton Trumbo Johnny cogió su fusil, que fue llevado al cine en 1971 con Sutherland como protagonista. Él mantuvo la fe después de que se desvaneciera la lucha contracultural de los años setenta. Interpretó dos veces al comunista canadiense Norman Bethune, en Bethune (1977) y Bethune: The Making of a Hero (La formación de un héroe, 1990), dos películas que celebran la figura de este defensor de la medicina socializada que sirvió como cirujano de combate en el bando republicano de la Guerra Civil española.
Pero, por supuesto, la mayoría de nosotros conocemos a Sutherland por sus maravillosas interpretaciones en el cine convencional, especialmente en M*A*S*H (1970), Klute (1971), Venecia rojo shocking (1972), La invasión de los usurpadores de cuerpos (1978) y Gente como uno (1980). Es difícil describir el efecto de las interpretaciones de Sutherland en general, ya que era tan capaz de meterse en sus papeles que casi nunca se lo podía sorprender «actuando». Una especie de inteligencia culposa es fundamental para su poder de estrella, lo que parece un término extraño en su caso, aunque era posible ser una gran estrella en la década de 1970 con cualidades idiosincrásicas y difíciles de definir como principal atractivo. En cierto modo, su aspecto era bello, a pesar de ser un conjunto de rarezas y contradicciones físicas: ese barítono impresionante que emerge de un cuerpo largo, delgado y poco glamoroso; esa caída casi diabólica de sus cejas contrarrestada por la sonrisa más dulce.
Convertido en actor de teatro en Escocia tras abandonar su formación universitaria como ingeniero, Sutherland saltó por primera vez a la fama en Doce del patíbulo (1967), de Robert Aldrich, sobre doce convictos militares reclutados para llevar a cabo una misión suicida contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, aportando su encanto fuera de lo común al larguirucho bobalicón Vernon Pinkley. Robert Altman vio su actuación y la consideró una prueba irreverente para el papel protagonista del irónico cirujano Hawkeye Pierce en M*A*S*H (1970).
Sutherland transmitía un tipo de valor inverosímil y era capaz de interpretar a sus héroes de una forma que eliminaba toda la trivialidad de las demostraciones de valor y determinación. En el papel del inspector de sanidad héroe de La invasión de los usurpadores de cuerpos, de Philip Kaufman, define el implacable nervio de su personaje por el placer subyacente que le produce enfrentarse a un restaurador francés que intenta hacer pasar excrementos de rata por alcaparras en una sopa, levantando el objeto no identificado y ladrando: «Si es una alcaparra, cómetela».
Hay algo inspirado en la forma en que una escena así puede prepararte para la tenaz lucha de su personaje por escapar de las «vainas» que invaden San Francisco, incluyendo escenas en las que rescata a la mujer que ama (Brooke Adams) irrumpiendo en su casa y eludiendo a su novio, que ya es una «vaina», sacándola a hombros del edificio. A pesar de su aspecto poco convencional, no cabe duda de que este tipo sería el último hombre en pie. Y su toma de posición final, en el famoso momento en el que señala y le grita a un antiguo amigo, sigue siendo tan poderosa porque Sutherland hizo de este personaje una especie de individuo incorruptible.
Sus primeras escenas con Adams muestran el asombroso atractivo de Sutherland como protagonista romántico. Se supone que son amigos y compañeros de trabajo, pero la forma en que se inclina ligeramente hacia ella cuando están juntos bromeando, e infunde ternura a sus sonrisas, transmite su amor tácito por ella sin sentimentalismos ni clichés.
Sutherland es un actor muy cariñoso, sabe expresar muy bien el afecto. Y es extraño darse cuenta de lo sexy que era, aunque las famosas escenas eróticas de Venecia rojo shocking y Klute están ahí para dar fe de este sigiloso poder. Y dado todo este poder, sorprende leer el relato del propio Sutherland sobre su nerviosismo esencial como actor, que lo hizo vomitar antes del inicio en casi cualquier papel, como atestigua en un intercambio desenfadado con Hugh Grant en la revista Interview:
Sutherland: Estoy nervioso todo el tiempo. Para mí, la cámara es un voyeur o un amante. Si es tu amante, comparte tu alma (…) . Si es un voyeur, es un maldito paparazzi.
Grant: Sé que Anthony Hopkins va y acaricia la cámara cada mañana y le dice «Buenos días».
Sutherland: Yo beso la lente.
A continuación, Sutherland hace que Grant escriba una cita de Alexander Pope que cree que le describe a la perfección: «El verdadero ingenio es la Naturaleza hermosamente vestida. Lo que fue pensado muchas veces, pero nunca tan bien expresado».
En un artículo que publicó en la revista Esquire al final de su vida, Sutherland aportó una serie de declaraciones sobre lo que había aprendido a mediados de los setenta. Las últimas son conmovedoras en el contexto de la muerte de Sutherland a los ochenta y ocho años y transmiten de nuevo esas cualidades que parecían inherentes a él en la pantalla. Sobre el tema de la muerte escribió, con una especie de decisión fría y cerebral para mirar la realidad de la misma:
El espíritu de la humanidad no va a ayudarme a superar mi muerte. Mi muerte es un pequeño viaje solitario que haré yo mismo.
Y luego concluyó con una calidez amante de la vida:
¿Conoces a Dalton Trumbo? Escribió Johnny cogió su fusil. Fue uno de los escritores de la lista negra. Pasó un tiempo en prisión. Perdió todo. Recuperó todo. Un tipo maravilloso. Lo último que me dijo fue: «No olvides ser feliz».
Ahora Sutherland se ha ido en su pequeño viaje solitario, pero parece que no se olvidó de ser feliz.