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Miembros de organizaciones sociales y sindicales protestan el 20 de julio de 2022 en Buenos Aires, Argentina, en demanda de una renta básica universal. (Foto de Luis Robayo / AFP vía Getty Images)

Renta Básica Universal, la utopía de los pesimistas

Traducción: Florencia Oroz

Las transferencias monetarias del tipo del ingreso básico universal dicen ser una alternativa al Estado del bienestar. Pero en la mayoría de los casos son promovidas por una izquierda que abandonó la esperanza en el socialismo y una derecha hostil a la gestión democrática de la economía.

El artículo que sigue es una reseña de Welfare for Markets: A Global History of Basic Income, de Anton Jäger y Daniel Zamora (University of Chicago Press, 2023).

«¿Qué tienen exactamente en común David Graeber, Milton Friedman, Charles Murray, Yannis Varoufakis y Mark Zuckerberg?». Parece el inicio de un chiste realmente malo. Puede que el remate no sea exactamente gracioso, pero sí revelador. Aunque no comparten prácticamente nada en cuanto a sus compromisos políticos, todos han apoyado el establecimiento de una Renta Básica Universal (RBU): transferencias de efectivo o un salario proporcionado por el Estado con independencia de la situación laboral. En otras palabras, dinero gratis.

En Welfare for Markets: A Global History of Basic Income [Bienestar para los mercados: una historia global de la Renta Básica], Anton Jäger y Daniel Zamora tratan de explicar cómo un equipo tan diverso ideológicamente pudo llegar a compartir esta particular visión del estado del bienestar. Proporcionando una historia intelectual de los orígenes y la ascensión de la idea de una renta básica universal —que en los últimos años se ha convertido en uno de los principales pilares de las plataformas de reforma progresista— muestran que su amplio atractivo es prueba de un cambio tectónico en la forma en que los pensadores tanto de izquierdas como de derechas han llegado a entender tanto el Estado del bienestar como el mercado.

Resulta que la historia de la idea de una renta básica universal trata, de hecho, de mucho más que del bienestar. Mediante un cuidadoso estudio de la extraña carrera de la RBU, Jäger y Zamora demuestran cómo las premisas básicas del fundamentalismo de mercado que suele asociarse con el giro neoliberal del último cuarto del siglo XX son mucho más profundas y se extienden mucho más ampliamente de lo que la mayoría de los historiadores suelen acreditar. En lugar de la explicación estándar de las «escuelas» para el ascenso del neoliberalismo —en la que los profetas de la fatalidad descienden de las cumbres de Mont Pèlerin para difundir una filosofía de fundamentalismo de mercado—, al seguir el desarrollo del IBU como idea, Jäger y Zamora revelan cómo esa victoria ideológica fue espoleada por algo así como una reacción popular a las crisis superpuestas del liberalismo de mediados de siglo.

En esta historia, los intelectuales de todo el espectro político reaccionaron a las tensiones endémicas que atravesaban el estado del bienestar de la posguerra apartándose del principio de «la determinación colectiva de las necesidades», es decir, la provisión de prestaciones en especie, infraestructura social y burocracia. Mientras que los defensores de derechas del IBU rechazaban un Estado del bienestar social vibrante por considerar que era el primer paso en el camino hacia la servidumbre, los partidarios de la izquierda estaban en gran medida desencantados con el «paternalismo» del bienestar moderno, por lo que encontraron atractivo el paso a los pagos en efectivo: dar dinero a todo el mundo para que los individuos pudieran liberarse de los dictados de un empleador. Sin embargo, esto conllevaba la importante concesión de que el dinero, y por tanto los mercados, seguirían siendo el método central de distribución de bienes. El beneficio de una historia de la renta básica, argumentan Jäger y Zamora, es que «descentra la heurística neoliberal en favor de un giro más general del mercado». Este giro, elaboran, «también era originariamente de izquierdas y centrista, no solo una emanación de la derecha neoliberal».

Gran parte de Welfare for Markets resuena con los argumentos expuestos por el historiador Gary Gerstle en su reciente libro The Rise and Fall of the Neoliberal Order [Auge y caída del orden neoliberal]. Allí, Gerstle sostiene que el ascenso del neoliberalismo representó el establecimiento de un nuevo «orden político», o un conjunto de limitaciones ideológicas dentro de las cuales incluso los opositores al régimen vigente se ven obligados a operar. Siguiendo la trayectoria del IBU, Jäger y Zamora demuestran que esos opositores no solo han necesitado articular su oposición en términos de la retórica del nuevo orden, sino que ya han adoptado muchas de sus presunciones clave sobre la planificación social y el poder de los mercados.

Y aquí radica quizás la lección más importante en torno a los llamamientos contemporáneos a favor de un IBU. Incapaces de imaginar una sociedad en la que el Estado pudiera construir un nuevo procomún —una infraestructura que respondiera a las necesidades de la gente corriente—, los defensores izquierdistas de la renta básica han utilizado el mercado para colmar las lagunas de sus recomendaciones políticas y, lo que es más grave, de su imaginación política. Incapaces de imaginar un Estado del bienestar en el que las necesidades se determinaran colectivamente, el IBU ha permitido a sus partidarios de la izquierda refundir a los «ciudadanos soberanos» como «consumidores soberanos», ahora facultados por el Estado para participar más plenamente (y, según el argumento, más equitativamente) en las relaciones de mercado.

Una vez aceptada esta premisa, la diferencia entre izquierda y derecha se convierte en una cuestión de cantidad, más que de visión. La derecha podría reclamar la sustitución del Estado del bienestar por un mísero IBU, mientras que la izquierda podría exigir una prestación más generosa. Perdido en la discusión sobre las sumas de dinero que el gobierno debería repartir, hay un principio crucial: que quizá el propio Estado debería servir como herramienta para reordenar la sociedad sobre bases más igualitarias. El IBU es, en última instancia, como demuestran Jäger y Zamora, un producto de las bajas expectativas normalizadas por la derrota del socialismo y, con ello, de la creencia de que la política puede tener voz en las decisiones sobre la producción de bienes sociales y la organización de las relaciones sociales. O como dicen Jäger y Zamora «La renta básica se convirtió en la utopía de un mundo que había perdido la fe en las utopías».

Sin ataduras

La primera contribución importante de Jäger y Zamora a la historia del IBU es situar sus orígenes firmemente en la mitad del siglo XX. A diferencia de anteriores llamamientos a la redistribución de la riqueza (normalmente de la tierra) promovidos por personajes como Tomás Moro, Charles Fourier y Thomas Paine, la noción moderna del IBU rompió con los anteriores valores «productivistas» que presuponían que los beneficiarios habían realizado, o realizarían, algún tipo de trabajo para justificar la prestación. El IBU se distinguía de esas propuestas «centradas en el trabajo» en que se concebía como una concesión individual, universal e incondicional de dinero. Las conmociones de la Gran Depresión, la proletarización masiva y la expansión de la industrialización desacreditaron las antiguas concepciones «agrarias» y «republicanas» del bienestar, en las que el Estado, en teoría, ayudaría a los ciudadanos-productores.

Con tanta gente divorciada de los medios de producción y reproducción social, y con la amplia difusión del salario como principal medio de subsistencia, una antigua «política de la propiedad» perdió su relevancia. En su lugar surgió una concepción de los ciudadanos como, ante todo, consumidores cuya subsistencia requería una red técnicamente sofisticada de producción industrial administrada en última instancia por el Estado. Aquí, la periodización de Jäger y Zamora cuadra perfectamente con la afirmación del historiador Timothy Mitchell de que la propia noción de economía surgió al mismo tiempo, y en teoría por razones similares: comprender un mundo complejo y fragmentario dominado por las relaciones de mercado exigía ver la actividad productiva de la sociedad como un aparato único y unificado que necesitaba una gobernanza tecnocrática. No se podía esperar que un solo individuo corriente capeara la volatilidad de sus auges y colapsos. Tampoco es que los ciudadanos de a pie produjeran la economía, sino que vivían de ella.

Pero el verdadero momento de génesis del IBU, argumentan Jäger y Zamora, se produjo a principios de la década de 1940, cuando un joven Milton Friedman acuñó el término profundamente poco romántico «impuesto negativo sobre la renta». Aunque Friedman no fue el primero en concebir un salario universal, sí fue el primero en desvincularlo totalmente de cualquier obligación por parte del beneficiario (sobre todo, de cualquier suposición de que el beneficiario hubiera realizado algún tipo de trabajo).

En aquella época, Friedman aún se consideraba un New Dealer, pero en su defensa de un impuesto negativo sobre la renta podían verse los primeros indicios de lo que se convertirían en principios fundamentales de su concepción de la economía neoclásica: primero, que la pobreza era sinónimo nada más y nada menos que de falta de dinero; segundo, que el Estado carecía de la capacidad, pero sobre todo también de la autoridad moral, para planificar adecuada o apropiadamente la sociedad. En palabras de Friedman, los programas del New Deal tendían a «distorsionar el mercado o impedir su funcionamiento». El «objetivo final» del impuesto negativo sobre la renta, en cambio, era permitir a los beneficiarios «ser libres en el mercado y no del mercado». Este compromiso con el mercado se convertiría, según Jäger y Zamora, en algo parecido al pecado original de la renta básica.

Sin embargo, no sería hasta la década de 1960 y las incipientes crisis del liberalismo estadounidense de mediados de siglo cuando la renta básica se elevó a una posición de importancia primero nacional y luego internacional. Varios factores se combinaron para hacer del IBU una propuesta atractiva en aquella época. Los observadores atribuyeron erróneamente el aumento del desempleo a finales de los años 50 a una «revolución de la automatización», abriendo la posibilidad de que la economía se deshiciera pronto de una parte sustancial de la mano de obra. Este temor —combinado con el creciente número de personas que se apuntaban a la asistencia social en Estados Unidos y el redescubrimiento de la pobreza por comentaristas políticos como Michael Harrington en su obra de 1962 The Other America— hizo de la renta básica una propuesta atractiva para los reformistas.

La Nueva Izquierda desconfiaba del Estado del Bienestar por su paternalismo —lo que Herbert Marcuse denominó la «sociedad administrada»— y la recién ascendida derecha despreciaba el Estado del Bienestar porque reducía la desigualdad y planteaba una alternativa al mercado como medio para distribuir los bienes sociales. Pero el IBU todavía no era un discurso hegemónico. Aunque los libertarios y los activistas de la Nueva Izquierda podrían haber respaldado una renta básica, los gobiernos de Kennedy y Johnson no consideraban que la pobreza tuviera su origen en cualidades estructurales de la economía. Por el contrario, pensaban que las causas de la privación eran las culturas de la pobreza y la falta de formación adecuada para una serie de empleos cualificados (que supuestamente la sociedad tecnológica iba a producir en masa).

El Estado de transferencias monetarias

Hasta la administración Nixon, el IBU no encontró su defensor en la Casa Blanca. Aquí el enfoque histórico de Jäger y Zamora demuestra su poder. Teniendo en cuenta los elogios de Nixon a la ética del trabajo mientras ocupaba el cargo, su apoyo a una renta básica, denominada Programa de Asistencia Familiar (PAF), ha resultado algo misterioso entre los historiadores de los Estados Unidos de la posguerra. Tras haber fundamentado firmemente el IBU en una reverencia al fundamentalismo de mercado, Jäger y Zamora demuestran que su apoyo tiene de hecho sentido.

Por un precio —una renta básica—, Nixon podía comprar al pueblo estadounidense su compromiso con la idea de la capacidad colectiva de utilizar el poder gubernamental para rehacer la sociedad siguiendo líneas más democráticas. Aunque el PAF fracasó en última instancia, su administración impulsó un modelo de transferencia de efectivo para la asistencia social, en particular, la Seguridad de Ingreso Suplementario (SSI) y el Crédito Fiscal por Ingreso del Trabajo (EITC) para los que tenían empleo. Estos movimientos fueron precursores de una tendencia a privatizar para sustituir el Estado de bienestar por un Estado de transferencia de efectivo que persistiría a lo largo de las décadas de 1980 y 1990. Aunque Reagan recortó famosamente los programas gubernamentales de bienestar social hasta los huesos, como su reducción del presupuesto del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, las transferencias monetarias aumentaron en realidad durante su presidencia, al igual que lo harían durante los dos mandatos de Clinton.

A medida que las transferencias de efectivo se hacían cada vez más populares como solución al Estado del bienestar estadounidense, el estatus del IBU disminuía en Estados Unidos, mientras que en Europa Occidental ganaba adeptos. La causa de ello, argumentan los autores, fue un creciente «antiestatismo de izquierdas europeo y una nueva sensibilidad poslaboral». En todo el continente, amplias franjas de la izquierda habían llegado a aceptar el destino postindustrial de Occidente, provocado por el aumento de la competencia internacional facilitada por el libre comercio, como un hecho inmutable de la vida. Al parecer, el fordismo estaba perdiendo fuelle, y los intelectuales del orden de André Gorz decían adiós a la clase obrera. La proliferación de organizaciones posobreras europeas a finales de los 70 y principios de los 80 —el Consejo Holandés contra la Ética del Trabajo, TUNIX en Alemania, así como grupos franceses e italianos— atestiguó el alejamiento de la izquierda de una visión de la revolución centrada en la clase obrera industrial. En palabras del filósofo George Caffentzis, el entusiasmo en torno a la posibilidad de una renta básica revelaba «una política fracasada» cuya plataforma presumía que «a espaldas de todos, el capitalismo [había] terminado».

Por supuesto, el atractivo del IBU no se basaba en el fin del capitalismo, sino en la supremacía de los mercados. En ninguna parte quedó esto más claro que en el sorprendente giro discursivo de IBU hacia el Sur Global. La decisión de Jäger y Zamora de centrarse en el mundo en desarrollo es tan poco convencional como bienvenida. Lejos de marcar el comienzo de una sociedad posindustrial, poslaboral y poscapitalista, en India, México y Brasil el IBU demostró ser un método útil para intensificar las relaciones de mercado sin invertir realmente en desarrollo. Mientras que Julius Nyerere había sostenido que las naciones pobres no podían salir de la pobreza «sin industrialización», la ONU, el FMI y el Banco Mundial presionaron a las naciones más pobres para que adoptaran pagos de transferencia en lugar de fuertes inversiones de capital. En lugar de una política industrial para crear independencia nacional, los pagos de transferencia se convirtieron en la política a seguir en un plan de desarrollo que, en última instancia, mantendría y reforzaría las estructuras preexistentes de intercambio de mercado.

Una vez más, las mentes que estaban detrás de este cambio de política reformularon la pobreza de una cuestión de desigualdad a una de mera falta de dinero. Esto suponía que las estructuras institucionales no desempeñaban ningún papel a la hora de garantizar la distribución desigual de la riqueza. «El desarrollo como empresa dirigida por el Estado», escriben Jäger y Zamora, «pronto se disolvió en el vasto océano impersonal de las elecciones agregadas de los consumidores».

¿Era posible otro IBU?

Los puntos fuertes del enfoque histórico de Jäger y Zamora son indiscutibles. Demuestran ampliamente lo que otros solo han insinuado: la profundidad de los cambios político—económicos y culturales que condujeron al ascenso del fundamentalismo de mercado en el último cuarto del siglo XX. Su historia es amplia y profunda. Seguramente se convertirá en el relato autorizado de los orígenes del IBU.

Si la historia que relatan tiene alguna carencia, es en las ambigüedades menos exploradas de la renta básica, las mismas ambigüedades que la han hecho atractiva sobre todo para los pensadores de la izquierda. Tomemos, por ejemplo, su análisis de la Organización Nacional por los Derechos del Bienestar (NWRO), cuyo llamamiento a las transferencias de efectivo en Estados Unidos a finales de los años 60 y 70 parecería molestar a su estricta definición del IBU como esencialmente divorciado del trabajo, como un pago incondicional. A diferencia de la inmensa mayoría de los intelectuales del IBU que Jäger y Zamora analizan en su libro, muchos de los miembros de la NWRO, en particular las madres que vivían de la asistencia social, exigían unos ingresos proporcionados por el Estado, no incondicionalmente, sino sobre la base de que, de hecho, ya estaban realizando un trabajo.

Una de las principales organizadoras de la NWRO, Johnnie Tillmon, pidió a Nixon que emitiera «una proclamación de que el trabajo de las mujeres es trabajo de verdad», y que las madres debían recibir «un salario digno por hacer el trabajo que ya estamos haciendo: criar a los hijos y cuidar de la casa». Jäger y Zamora no abordan este ángulo concreto de la historia, pero según su análisis, las madres benefactoras de la NWRO no pedían un auténtico IBU. En su lugar, invocaban un modelo de redistribución «productivista» más antiguo.

Es precisamente en esta excepción donde tal vez pueda percibirse una tensión que recorre la idea de la renta básica y que los autores no acaban de afrontar: que una política de renta básica podría, en teoría, servir para valorar mejor el trabajo que con demasiada frecuencia no se reconoce ni se paga, y que tal vez la ética «productivista» que supuestamente hemos dejado atrás esté de hecho a mano en estos modelos de RBI como compensación por el trabajo doméstico no remunerado. El objetivo del movimiento Salario para el Trabajo Doméstico de principios de la década de 1970, que también exigía un salario al Estado, era obligar a la sociedad en general a valorar adecuadamente el trabajo doméstico, que de otro modo sería «invisible».

Jäger y Zamora afirman de forma un tanto despreocupada que hoy en día el «precariado» está «menos acostumbrado a la ética del trabajo industrial». Es una afirmación que recuerda extrañamente a las afirmaciones del propio Nixon cuando condenó lo que denigró como la «ética del bienestar» de finales de los 60. En primer lugar, no está claro que en los años 50 tantos trabajadores estuvieran especialmente enamorados de sus empleos industriales, ni hoy es tan evidente que la gente en principio no crea en el trabajo.

Esto importa porque, aunque Jäger y Zamora defienden de forma persuasiva que el IBU revela la profundidad del giro al mercado de mediados de siglo en el pensamiento político, no tienen en cuenta los numerosos movimientos que han intentado reforzar una posición contra el mercado exigiendo dinero. Por ejemplo, muchos opositores de derechas al PAF a finales de los 60 y principios de los 70 lo rechazaron alegando que un salario público independiente daría a algunos de los trabajadores más oprimidos la capacidad de rechazar trabajos degradantes. «No va a quedar nadie para hacer rodar esas carretillas y planchar esas camisas», dijo el representante de Georgia Phillip Landrum. «Todos estarán en la asistencia social». En otras palabras, como sugirieron las madres del bienestar de la NWRO, si una renta básica fuera lo suficientemente generosa, podría realizar por sí misma una especie de reforma estructural de la economía, posiblemente dando a la gente el poder de negarse a entrar en el mercado, en este caso, el mercado laboral.

Jäger y Zamora podrían argumentar que incluso esto, sin embargo, solo constituiría una medida a medias, una forma de que el Estado jugueteara con el mercado individuo por individuo, en lugar de dedicarse realmente a la labor más radical de planificar la economía. Por lo demás, el Estado podría proporcionar todo tipo de disposiciones sociales para reconocer que el trabajo reproductivo social es realmente trabajo, como en la ambiciosa visión de la feminista de fin de siglo Charlotte Perkins Gilman y lo que la historiadora Dolores Hayden ha llamado las «feministas materiales» de la Era Progresista, que pedían la socialización del trabajo reproductivo: la vida colectiva y la racionalización de la cocina, la limpieza y las actividades normalmente entendidas como trabajo de la vida familiar. Aunque, incluso aquellas feministas radicales defendían una versión de los salarios para el trabajo doméstico.

Dejando a un lado estas salvedades, el planteamiento de Jäger y Zamora supone una contribución inmensamente útil para desentrañar la turbia política del IBU, ayudándonos a ver que cuando Mark Zuckerberg y Jack Dorsey, a quienes apodan «tecnopopulistas», apoyan el establecimiento de una renta básica, los ejecutivos tecnológicos no se han convertido de repente en paladines de la clase trabajadora. A medida que las instituciones liberales pierden credibilidad y la economía se vuelve cada vez más precaria, los trabajadores se encuentran flotando libremente, desvinculados de empleos estables o sindicatos. En la vorágine, los tecnócratas articulan una política aparentemente apolítica que, a primera vista, podría parecer radicalmente democrática, aunque solo sea una democracia de átomos que chocan unos contra otros en el mercado mundial: un hachazo técnico al problema del capitalismo tardío. Y, por desgracia, este tecnopopulismo sigue siendo una corriente particularmente vibrante del discurso político contemporáneo. 

Corresponde a la izquierda imaginar un mundo en el que las personas puedan vivir y prosperar al margen de las relaciones de mercado. Históricamente, esa ha sido su parte; en el futuro, esa es su responsabilidad.

 

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