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Ilustración de Leandro Mangado

Síntomas mórbidos y obituarios prematuros

Traducción: Valentín Huarte

Aunque hoy Estados Unidos aparezca como hundido en la decadencia social y democrática, sería apresurado firmar su certificado de defunción imperial.

La globalización, que ahora se nos presenta como una fatalidad, se veía bastante distinta en la primera mitad del siglo veinte. Entonces, ante el espanto de dos guerras mundiales y la interrupción del libre mercado durante la Gran Depresión, el capitalismo mundial parecía algo imposible. Quedó en manos de Estados Unidos, respaldado por el dinamismo de su industria y de sus finanzas, la tarea de crear y difundir un orden capitalista mundial factible. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, casi un tercio del planeta estaba fuera del capitalismo o —como era el caso de muchos movimientos de liberación— intentando abandonarlo. Pero a fines del siglo veinte, la lista de países fuera del capitalismo incluía solo a Cuba y a Corea del Norte.

Contra lo que indicaría este éxito capitalista, el país responsable de haberlo organizado está hundido en un lodazal mórbido de decadencia social y democrática. Estados Unidos es hoy una ciénaga de gobierno disfuncional y frustraciones populares polarizadas y putrefactas, que lleva a muchos intelectuales de izquierda a afirmar que el imperio está en las últimas.

La primera sección de este artículo enfatiza esta cuestión disputada, profundizando en la naturaleza del orden mundial de la posguerra y en la relación entre las contradicciones sociales nacionales y la persistencia del imperio estadounidense. Las otras dos secciones analizan, respectivamente, los fundamentos económicos actuales del liderazgo estadounidense y el supuesto desafío de China contra su dominio. La conclusión está centrada en las consecuencias políticas de los argumentos presentados.

01.

El capitalismo globalizado no derivó mecánicamente de la «lógica» del capitalismo sino que fue un resultado contingente que hubo que crear. Los Estados Unidos estuvieron en el centro de esta creación y ahora su presunta decadencia está en el corazón de su disolución. 

Marx y Engels son hasta cierto punto responsables de haber concebido la globalización como un proceso contenido en los genes del capitalismo. Sabemos que cuando el capitalismo estaba todavía en su infancia, Marx y Engels destacaron el impulso estructural del capital a expandirse: «Por todas partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones». Sin desmerecer la clarividencia de esta tesis, dejó de lado un factor muy crucial: el rol de los Estados y de las fuerzas sociales que los influencian. Incorporar los Estados al análisis vuelve problemáticas las expectativas respecto del funcionamiento fluido del capitalismo mundial, dado que abre la puerta a la politización de la competencia por los mercados y por las ganancias, en la que cada Estado actúa de manera parcial en función de sus propios capitalistas y del particularismo nacionalista de su fuerza de trabajo. A esto hay que sumar el hecho de un desarrollo económico desigual —algunos Estados son más fuertes, otros son más débiles— y la perspectiva de conflictos y de rivalidades constantes.

Cuando la Segunda Guerra Mundial estaba llegando a su fin y la mera posibilidad de un capitalismo mundial estable parecía una quimera, los Estados Unidos, después de haber tomado nota de la catastrófica historia reciente del capitalismo y de la posición singular en la que habían salido de la guerra, sentaron las bases de un nuevo tipo de imperialismo. Había que eliminar los imperios territoriales y reemplazarlos con un imperio universal de Estados formalmente soberanos abiertos al capital de todos los países y cada vez más interdependientes. La ley, orientada esencialmente a la conservación y a la expansión de los derechos de propiedad privada y del dominio de los mercados liberalizados, debía gobernar la distribución del trabajo, de los recursos y del capital.

Cada Estado era responsable de crear condiciones favorables a la acumulación mundial en sus propios territorios, incluso la del tratamiento igualitario del capital extranjero y del nacional. Estados Unidos —con sus extraordinarias capacidades económicas, financieras, administrativas y militares— asumió el rol de Estado representante mundial para la creación y supervisión de esta totalidad. Las intervenciones militares no desaparecieron pero se volvieron distintas a las del pasado, en el sentido de que su función ya no era principalmente la de saquear y explotar por la fuerza. En cambio, de forma mucho más parecida al funcionamiento «voluntario» del capitalismo a nivel nacional, el rol de los militares era preservar y expandir las condiciones para que un mundo mercantilizado y fundado en normas hiciera sus negocios en paz. 

En este mundo de Estados soberanos, un Estado —el de Estados Unidos— era más soberano que los otros. Esa autonomía especial era un requisito esencial a la hora de actuar en función de los intereses del todo. Otros Estados terminaron reconociendo, aunque no sin tensiones periódicas, la importancia funcional de aceptar la reproducción del papel dirigente de Estados Unidos como «Estado indispensable». Las finanzas, aunque extendían sus alas por todo el mundo, permanecían arraigadas en los Estados Unidos. Esto les garantizaba los privilegios que surgían del hecho de estar ancladas en el dólar estadounidense, del marco regulatorio de la Reserva Federal y del Tesoro, de la asistencia fundamental de la FED durante las crisis financieras —es decir, el papel que cumple efectivamente una y otra vez como banco central del mundo— y del rol servicial del Estado a la hora de allanar caminos de ingreso en el extranjero y de protegerlas de amenazas populistas. 

Aunque este orden mundial incluía instituciones internacionales que facilitaban la expansión y la profundización del capitalismo mundial y gestionaban disputas entre Estados, el fundamento de su autoridad provenía de los Estados individuales y sobre todo del de los Estados Unidos. En ese sentido, la legitimación del orden mundial no surgía de instituciones externas sino de la responsabilidad de cada Estado, lo que transmitía el mensaje de que participar en el capitalismo mundial y aceptar su disciplina garantizaba la prosperidad nacional.

El hecho de que generalmente las promesas de prosperidad común se desdibujaran para las clases obreras era inseparable de las presiones competitivas que actuaban sobre los Estados con el fin de priorizar la acumulación de capital por sobre las necesidades sociales. En los Estados Unidos, este hecho generó tensiones adicionales porque mientras los privilegios del imperio beneficiaban al capital estadounidense, las cargas fiscales y comerciales implicadas en la supervisión del capitalismo recaían principalmente sobre la clase obrera (por ejemplo, el desvío de gasto estatal de programas sociales hacia programas militares y la localización de los empleos en otras partes del mundo). De aquí la pregunta, bien aprovechada por Trump, de por qué, si Estados Unidos era la potencia dominante a nivel mundial, sus trabajadores no estaban recibiendo una proporción más grande de los beneficios.

En cuanto el profundo malestar de la sociedad estadounidense fue tomado como evidencia de un malestar imperial, una buena parte de la izquierda alentó el «declinismo». Después de todo, si el poder de Estados Unidos es una fuerza represiva, su debilitamiento tiene que ser algo bueno. Esta tesis tiene dos problemas. El primero es que, en ausencia de una izquierda eficaz, es tan probable que el énfasis en el declinismo conduzca tanto a una respuesta conservadora como a una progresista. El declinismo puede, por ejemplo, conducir a la exigencia de fortalecer las empresas estadounidenses para hacerlas más competitivas, con el corolario de que los trabajadores deben aceptar restricciones. Y para muchos trabajadores que están arreglándoselas como pueden para sobrevivir y que no tienen ninguna alternativa o fuerza de oposición claras, volver a lo que en retrospectiva tal vez no se ve como tan malo podría, aunque con cierto desgano, terminar siendo algo aceptable. O, como sucedió con el trumpismo, las frustraciones podrían ser captadas por la extrema derecha aun si sus máximas nacionalistas son simplistas en cuanto a la resolución de sus problemas (a pesar de todas las promesas de Trump de recuperar empleos mediante el aumento de los aranceles a China, el resultado final de sus acciones performativas fue que China abrió más sus mercados a empresas financieras y de alta tecnología estadounidenses mientras que los empleos industriales siguieron languideciendo).

El segundo problema es que —de nuevo, en ausencia de una izquierda fuerte— el imperio estadounidense no depende de la satisfacción de necesidades sociales sino de su capacidad material para llevar más lejos la expansión rentable del capital. A menos que lo social desafíe a lo económico, el capitalismo —aun si es un capitalismo horrible— se mantendrá con vida. Es esta capacidad material, dimensión principal del declinismo, la que analizaremos a continuación.

02.

Evaluar la base material de Estados Unidos es en última instancia una cuestión empírica. Sin embargo, hacerlo en términos económicos estrechos no nos llevará muy lejos. Los «hechos» económicos casi nunca son independientes. De manera similar, señalar los incidentes repetidos de las crisis como si fueran presagios de un colapso material más profundo conlleva sus propias ambigüedades. El tema no es que existan alteraciones —el desarrollo del capitalismo mundial es un proceso histórico complejo y desigual con baches inevitables— sino si, una vez que aparece un «mar de problemas», el Estado estadounidense tiene la capacidad de responder de formas que los contengan y los resuelvan, como hizo otras veces en la historia reciente.

Estados Unidos tuvo déficits comerciales todos los años desde 1976. Esto coincidió con la pérdida de áreas significativas de la base industrial del país. ¿Es evidente que esto insinúa la existencia de debilidades imperiales acumuladas? No necesariamente. Un dato particular —como los déficits comerciales recurrentes— puede tener distintas consecuencias en Estados que ocupan distintas posiciones en el todo. 

En el caso de todos los Estados que no son Estados Unidos, los déficits comerciales repetidos generan una presión hacia la implementación de respuestas difíciles. Sin embargo, en el caso de un Estado extraordinario como el de Estados Unidos, la presión es moderada. Estados Unidos puede cómodamente y durante largos períodos importar más de lo que exporta y subvencionar la brecha con los fondos que los inversores internacionales colocan con impaciencia en los mercados financieros del país. Por eso, en vez de indicadores de un fracaso económico, los déficits comerciales son de hecho indicadores de la fortaleza de Estados Unidos. Los déficits comerciales continuos de los Estados Unidos destacan el acceso privilegiado del país a la fuerza de trabajo y a las finanzas mundiales.

Pero aun así los déficits conllevan la destrucción de la industria estadounidense. El proceso aparece en cierto sentido mitigado si medimos las tendencias según el cálculo capitalista de valores en dólares en vez de empleos. La producción industrial de Estados Unidos creció 64% durante los últimos 25 años, incluso teniendo en cuenta la inflación (el crecimiento es más lento en los años recientes, pero no obstante persiste). Y los beneficios nominales de las empresas no financieras, que colapsaron durante la crisis de 2008-2009, se recuperaron y en 2021 sumaron un total de un billón seiscientos mil millones de dólares ($1 600 000 000 000), es decir, estuvieron un 86% encima de su pico precrisis de 2006).

Mucho más significativo, no obstante, es que aun cuando muchas plantas estadounidenses cerraron, hubo expansiones y brotaron muchas industrias nuevas en otros sectores y regiones. Esta reestructuración cualitativa de los negocios enfatizó bienes y servicios que estaban en la cima estratégica de la pirámide económica mundial: productos y plataformas de alta tecnología (Apple, Google, Pharma); redes de distribución masiva (Amazon, Walmart) y servicios comerciales que ayudaron al capital en todo el mundo (servicios de ingeniería, jurídicos, contables, de publicidad, de consulta y por supuesto financieros). Para quienes perdieron sus trabajos, todo esto representó una compensación mínima o inexistente; para la reproducción del poder económico de Estados Unidos, fue crucial.

El factor decisivo en la evaluación del debilitamiento de Estados Unidos fue la flexibilidad y la creatividad del Estado a la hora de responder a las crisis recurrentes. Consideremos la evidencia. A comienzos de los años 1970, las grandes inversiones estadounidenses en ultramar, los enormes gastos militares en el extranjero y los crecientes déficits de importación llevaron al exterior muchos más dólares de los que entraron. Esto creó un exceso de dólares en el extranjero que condujo al colapso de los acuerdos de Bretton Woods, establecidos en la posguerra. Sin embargo, el resultado de esta crisis fue un incremento de la dependencia internacional del dólar que otorgó todavía más maniobrabilidad a Estados Unidos en sus actividades internacionales.

A mediados de los años 1970, el país atravesó una estanflación: inflación y desempleo. Después de un período de una década de malestar social y soluciones fallidas, el Estado renovó su modo de acumulación: liberalizó las finanzas, aceleró la globalización y en gran medida aplastó al movimiento obrero. La reestructuración que siguió fortaleció el dólar, restauró las ganancias y Estados Unidos recuperó su trono mundial.

La Crisis Financiera Global de 2008 fue la crisis más amenazante y profunda desde la Gran Depresión. Originada en Estados Unidos, parecía desacreditar el «financiamiento cowboy» estadounidense, señalar el fin del neoliberalismo y hasta amenazar la supervivencia del capitalismo. Fue la intervención sin precedente del Estado, que esencialmente asignó a la Reserva Federal el rol de banco central del mundo, la que salvó el sistema financiero estadounidense y mundial. Estados Unidos volvió a sus negocios con normalidad y los ahorros extranjeros aceleraron su desplazamiento hacia la seguridad, respaldada por el Estado, de los mercados financieros estadounidenses.

El peso creciente de las finanzas en la economía estadounidense fue interpretado muchas veces como un indicador convincente de debilitamiento industrial. Pero las finanzas estadounidenses, más que un desvío, fueron un elemento fundamental del progreso económico (comprender esto explica la conformidad, cuando no el respaldo activo, de la industria a la «financiarización»). Las finanzas facilitan la globalización acelerada brindando un seguro de riesgo sobre los tipos de cambio fluctuantes. Su fluidez acelera la distribución del capital en los sectores más prometedores y en negocios nuevos y refuerza medidas más «racionales» para las decisiones de inversión corporativa internas. Y a pesar de toda la inestabilidad que conllevan las finanzas, también brindan un respaldo macro de la economía a través de la deuda, al tiempo que integran y disciplinan más rigurosamente a las clases obreras a las prioridades de la acumulación de capital.

03.

China —con su población de 1300 millones de personas, un crecimiento del PIB, de la industria y de las exportaciones que está entre los más altos del mundo, una capacidad de desarrollo tecnológico impresionante y una potencia militar en alza— aparece como la única alternativa posible a la dominación estadounidense.

El capitalismo globalizado no derivó mecánicamente en la «lógica» del capitalismo sino que fue un resultado contingente que hubo que crear. 

Hace por lo menos una década que China viene anunciando que reducirá su dependencia del dólar. Pero en los años que siguieron a la crisis financiera de 2008- 2009 duplicó sus compras al Tesoro de Estados Unidos y disputa con Japón el puesto de mayor comprador (el Reino Unido está tercero, cerca de un 40% menos que China). Como en el caso de Japón, la tenencia china de dólares estadounidenses sirve en parte para mantener su moneda a un precio más bajo y, en consecuencia, hacer sus exportaciones más competitivas, y en parte como precaución para limitar las reacciones proteccionistas de Estados Unidos.

China tampoco pudo revertir la composición de las reservas de divisas en posesión de los bancos centrales. Cerca del 60% de los fondos están en dólares estadounidenses, el euro está en segundo lugar, con poco más del 20%, y la libra y el yen más abajo, con aproximadamente un 6% cada uno. El yuan está a la zaga con un 3% (apenas por encima del dólar canadiense). Nótese que la importancia creciente del euro, lejos del yuan, prácticamente no amenazó al dólar estadounidense y hasta ayudó a estabilizar su rol actuando como una divisa complementaria. (John Grahl argumentó persuasivamente que el euro está anclado al dólar y a la FED y que depende de ellos).

En cuanto al uso del dólar en transacciones internacionales (reservas oficiales de divisas, transacciones de divisas, instrumentos de deuda en divisas, depósitos internacionales y créditos internacionales), un índice elaborado por la Reserva Federal muestra la dominación inequívoca del dólar estadounidense y la estabilidad de esa dominación. Aunque el yuan creció considerablemente en términos porcentuales, sigue siendo marginal, mucho más abajo, no solo del euro, sino incluso de la libra y del yen.

Nada de esto niega la importancia de la influencia que tiene China en la trayectoria del capital y de la geopolítica mundiales. El punto es más bien que China no tiene capacidad de desafiar seriamente el rol del dólar estadounidense y por lo tanto el liderazgo imperial de Estados Unidos. No es solo una cuestión de tiempo: es estructural. Para garantizar el florecimiento de una moneda mundial dominante, los mercados financieros de un país no solo deben ser profundos, líquidos y sofisticados, sino también estar suficientemente liberalizados como para superar el miedo a las intervenciones arbitrarias del Estado y las amenazas a los derechos de propiedad privada. Esto es algo que el Partido Comunista de China nunca considerará: el control centralizado de las finanzas es uno de los fundamentos de su control sobre la economía y de su consecuente legitimación.

Más importante todavía es que aquellos que conducen sus análisis siguiendo el mantra de la competencia interimperial tienden a asumir erróneamente que el interés estratégico y las ambiciones de China están puestas en reemplazar a Estados Unidos. Sin embargo, los desafíos y el interés principales de China son la acumulación originaria y la modernización económica, fundamentales en su transición de sociedad campesina y en la legitimación de su régimen. Los medios que eligió pasan por la integración, a un nivel sin precedente histórico, a un capitalismo mundial supervisado por Estados Unidos. En ese marco, busca reconocimiento y respeto como uno de los principales jugadores a nivel mundial con la exigencia legítima de mejorar su estatus dentro de la jerarquía de los Estados capitalistas. Derribar a Estados Unidos y asumir las enormes cargas del imperio no es su objetivo estratégico. Con esta perspectiva, China no desafió la autoridad imperial de Estados Unidos, sino que lo convocó a actuar como una potencia imperial «responsable», y no —es una referencia indirecta a Trump— como una que desobedece arbitrariamente las reglas cuando lo cree conveniente.

De nuevo, aquí no solo cuentan las contradicciones del imperio estadounidense sino también las de China. Los logros recientes de China no pueden proyectarse desaprensivamente hacia el futuro. Su crecimiento encontrará el límite del medioambiente; en los debates sobre si orientar el desarrollo hacia fuera o hacia dentro surgieron divisiones intraclase y regionales y la expansión de China hacia el extranjero no siempre es recibida con gratitud.

Sin embargo, todavía más importantes son las tendencias en la formación de clase opacadas por la ideología oficial, que pone el foco en la base productiva como condición esencial en la preparación para el socialismo. El modelo de desarrollo de China creó una clase capitalista poderosa con vínculos internacionales y con cierta autonomía del PCCh y del Estado (las amenazas constantes de contener a los oligarcas, redistribuir su riqueza y terminar con su corrupción siguen siendo esencialmente performances). Al mismo tiempo, la dependencia extrema de China de la competencia mundial reforzó estándares nacionales y presiones que socavan las condiciones de trabajo y las prioridades sociales. Aunque el nivel de vida mejoró en cuanto a consumo individual, las frustraciones en temas de vivienda, salud y otros servicios sociales, junto con la reforma democrática, siguen siendo puntos de irritación social. Más significativa y contrastante con el desarrollo de una clase capitalista es la supresión de todas las medidas que apuntan a nutrir a una clase obrera independiente y coherente.

04.

Entre los complejos problemas que la invasión de Rusia a Ucrania le plantea a la izquierda mundial, hay dos más relevantes a los fines de este artículo. ¿Estamos asistiendo a un renacimiento de la competencia interimperial? ¿Qué sugiere la guerra en cuanto al «declinismo» estadounidense?

La invasión rusa de un país formalmente soberano fue un acto imperialista. Pero aunque puso en cuestión el alcance de la dominación unipolar de Estados Unidos, no planteó un desafío al hecho del imperio estadounidense. Rusia probó tener la capacidad de actuar independientemente del imperio estadounidense, pero ni se acerca a la capacidad implicada en el sentido tradicional de la competencia interimperial: reemplazar el poder imperial existente. Ni tampoco está lista China —cuyo desarrollo sigue dependiendo de su integración al capitalismo mundial liderado por Estados Unidos— para unirse a Rusia en un bloque de poder con ese programa.

En cuanto al debilitamiento de Estados Unidos, aunque la invasión de Rusia evidenció los límites de esta potencia, también mostró el control que Estados Unidos sigue ejerciendo sobre sus a veces nerviosos aliados, el rango y la escala impresionantes de las sanciones que puede imponer para complementar su potencia militar y el alcance singular de su maquinaria propagandística. Y sin embargo esto también implica ciertas contradicciones en el poder estadounidense que todavía están desarrollándose. Estas abarcan las barreras al involucramiento directo de las tropas de infantería de la OTAN, el contragolpe frente a las sanciones que está dañando a «Occidente» tanto como a Rusia y la renuencia de una buena parte del Sur Global a respaldar el papel de Estados Unidos en Ucrania. Esto último responde a un duro aprendizaje sobre el cinismo de Estados Unidos, que ahora pretende vestir la túnica de defensor de la soberanía estatal, y al miedo justificado de estos países a que las sanciones aplicadas terminen volviéndose en su contra en caso de manifestar su propia soberanía y «pasarse de la raya».

Aquí el punto principal para quienes somos de izquierda es que no debemos intentar aliviar nuestro trabajo depositando su peso en la competencia interimperial o en el «declinismo». Las divisiones y los conflictos entre Estados capitalistas (incluido el de Rusia) no son el lugar donde debemos buscar un nuevo espacio político para la izquierda. Como destaqué antes, en ausencia de una izquierda nacional fuerte, si efectivamente se desencadenara una intensa competencia interimperial no jugaría necesariamente a nuestro favor y de hecho es poco probable que lo haga. Es más probable que genere caos y haga crecer los peligros del nacionalismo y de una guerra nuclear. Lo mismo vale en el caso de las tendencias hacia el «declinismo» que pueden generar contramedidas para corregir esa trayectoria mediante ataques más intensos contra la clase obrera.

Por ahora, podemos hacernos eco de la respuesta de Mark Twain cuando descubrió su obituario en un diario: las declaraciones de muerte del imperio estadounidense son «enormemente exageradas». Mientras la clase obrera estadounidense acepte su destino y deje tiempo y espacio político para que el Estado lidie con sus problemas, el imperio sobrevivirá.

No podemos desafiar la trayectoria imperial que conlleva gasto militar, libre mercado, movimientos de capital y sumisión a las prioridades empresariales a menos que confrontemos también la cuestión práctica de desacoplarnos del capitalismo mundial y de su disciplina mientras seguimos viviendo por el momento dentro de sus límites. Esto apunta a poner más énfasis en el desarrollo interno, en la creación de espacios dentro del capitalismo que desafíen inherentemente la lógica capitalista y que no sean marginales (el medioambiente, los servicios públicos), en la democratización de las finanzas y en la distribución del plusvalor social, así como en la expansión de las incursiones en la propiedad pública y la planificación democrática.

Aquí nos topamos con una sobria lección de las conclusiones que las élites capitalistas sacaron durante la crisis de los años 1970, que siguen definiendo el momento actual: no bastó con salir del paso. Profundizar drásticamente el capitalismo se convirtió en algo necesario. En contraste, el movimiento obrero nunca captó esta realidad de alternativas polarizadas y ese fracaso es lo que define ahora la crisis del mundo del trabajo. Desde entonces, el capital dejó de ofrecernos un punto medio y las estructuras capitalistas —trabadas en una lucha competitiva por la supervivencia— son incapaces de concedérnoslo. Nuestra única alternativa genuina es desarrollar las fuerzas sociales que pueden generar un cambio radical.

Es tentador luchar contra la internacionalización capitalista contraponiéndole un internacionalismo de la clase obrera. Por supuesto, es posible realizar actos específicos de solidaridad internacional y la sensibilidad internacionalista es fundamental. Pero no podemos actuar consistentemente en la escena internacional si no somos fuertes en casa. Si no podemos desarrollar una solidaridad genuina entre la clase obrera dentro de nuestros países, es una ilusión pensar que podremos saltarnos este paso y construirla a través de las fronteras. Como dice con tanta claridad el Manifiesto del Partido Comunista, «Por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado contra la burguesía comienza siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía».

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