Press "Enter" to skip to content
El presidente Donald Trump participa en una conferencia de prensa con Elon Musk, asesor saliente de DOGE, el viernes 30 de mayo de 2025 en el Despacho Oval. (Foto oficial de la Casa Blanca por Molly Riley)

Los nacionalibertarianos: Trump, Musk y el neoliberalismo autoritario

Un diagnóstico completo sobre el giro autoritario de esta segunda presidencia de Donald J. Trump y sobre la emergencia de una nueva forma de extrema derecha.

A finales de mayo del 2025 Elon Musk anunció con un matiz de fracaso que daba por finalizada su colaboración con Donald J. Trump al frente del departamento DOGE. En los cuatro meses en que ha estado al frente de esta institución Musk ha servido de vanguardia de una contrarrevolución neoliberal extrema de carácter autoritario al que he denominado como nacionalibertarianismo. La salida de Musk del gobierno marca un hito en esta contrarrevolución de extrema derecha que, sin embargo, está lejos de acabar. Este artículo analizará en profundidad en qué consiste el nacionalibertarianismo y cómo ha evolucionado la derecha trumpista, así como el sentido y las consecuencias que está teniendo esta segunda presidencia de Donald Trump.

Tras cuatro tumultuosos años de pandemias, inflación, guerras de ocupación, limpiezas étnicas y emergencia de las inteligencias artificiales generativas, Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca. Y lo hace en el contexto de un mundo en crisis: inestabilidad global, resquebrajamiento del orden internacional, incertidumbre por el futuro y auge de la extrema derecha.

Cuando Trump venció sorpresivamente las elecciones del 2016 el mundo se recuperaba aún de la crisis económica del 2008 y de las políticas de ajuste con las que el orden neoliberal pretendió que las clases populares pagasen los costos de limpiar el sistema financiero y con las que reiniciar el ciclo de acumulación de capital. En esa época, el orden neoliberal combatía ferozmente a movimientos populistas de izquierdas que transitoriamente fueron capaces de canalizar y representar la indignación contra el sistema, planteando que el 1% más acaudalado debía pagar los costos de la crisis y que era necesario un cambio de modelo económico, ecológico y social. Esta publicación, Jacobin Magazine, nació en esos años con el propósito de informar sobre los cambios que se anhelaban y para denunciar tanto las injusticias sociales como las lógicas de explotación.

Las diversas experiencias nacionales de estos movimientos de contestación populista de izquierdas fueron diversas, tanto en sus planteamientos, como en su grado de éxito o en el impacto que tuvieron en la política del momento. Pero tras cinco años de auge, de intensa movilización social y de furibunda criminalización de sus miembros por parte de los medios de comunicación de masas, estas experiencias contestatarias populistas de izquierda comenzaron a acusar agotamiento y fueron apagándose en un lento declive que comenzó con el sometimiento del presidente griego Alexis Tsipras por la Troika en verano del 2015 y terminó por cerrarse con el boicot a la candidatura de Bernie Sanders durante las primarias demócratas del 2020.

Sin embargo, la ola contestataria no terminó con la derrota del populismo de izquierdas, pues la crisis económica se había cerrado en falso sin atajar sus problemas de raíz. El malestar continuaba anidado en la sociedad, pero se encontraba huérfano de referentes. Esta fue la oportunidad que supo aprovechar la extrema derecha para empezar a crecer y a establecer un proyecto de transformación social que solo ahora comienza a germinar como una lógica de gobierno protofascista, el nacionalibertarianismo.

La victoria del Brexit en Gran Bretaña fue un primer toque de atención sobre lo que estaba por venir, augurando una victoria de Trump que no dejó de pillar a muchos por sorpresa. Incluido al propio Trump, quien en otoño del 2016 carecía de un plan y equipo de gobierno real más allá de sus proclamas y bravuconadas de campaña. Esto se tradujo en una primera presidencia que, más allá de los continuos titulares y provocaciones, resultó caótica, errática y relativamente ineficaz en sus intentos de transformar las instituciones políticas estadounidenses. Con la excepción del Tribunal Supremo, que resultó colonizado con una nueva generación de jueces trumpistas, el resto de las instituciones resistieron en distinto grado las directivas del presidente y el caos político resultante de su estilo de gobierno. En los primeros años de su primera presidencia junto a Trump ascendió también una nueva forma de extrema derecha autodenominada Alt-Right, que en la casa blanca se encontraba representada por Steve Bannon como consejero áulico del presidente y principal representante de la revolución reaccionaria alentada por Trump.

La Alt-Right

En el año 2017 publiqué en la revista CTXT un artículo con un cierto impacto en el que analizaba en profundidad el fenómeno emergente de la Alt-Right. En ese momento definí la Alt-Right como un movimiento político de vanguardia surgido de internet como reacción al feminismo, a la izquierda cultural y con tendencias abiertamente machistas, islamófobas y xenófobas. Este movimiento se conformó de manera descentralizada en las redes sociales y foros de internet, siendo especialmente popular entre jóvenes millennials y entre los mayores de la generación Z.

La Alt-Right estaba compuesta por dos facciones. En primer lugar, había una facción dura que tenía a Richard Spencer entre sus máximos referentes y que propugnaba teorías racistas como la construcción de etnoestados racialmente homogéneos, así como posiciones contrarias a la globalización y alineadas con la política de «America First» de Donald Trump. Frente a esta facción dura de la Alt-Right apareció otro bando más amplio y heterogéneo compuesto por influencers de la machosfera y conservadores radicalizados que fueron apodados por la facción dura como «Alt-Light». Frente a la Alt-Right dura centrada en el discurso racista, la Alt-Light hizo hincapié en las guerras culturales, denunciando la existencia de una supuesta cultura de la cancelación, se centraron en la lucha contra el feminismo con la excusa de que discriminaba a los hombres, así como en la defensa de la cultura occidental frente al relativismo y al Islam.

La Alt-Right actuó como una suerte de fuerza de vanguardia del trumpismo durante los inicios de su primer mandato, agitando el discurso en las redes sociales, movilizándose en las calles y ejerciendo una gran influencia a nivel institucional por medio de Steve Bannon, quien jugó un papel central en definir el aparato normativo de los primeros cien días del primer mandato, acto determinante de toda presidencia. Sin embargo, en julio de 2017 miembros notables de la Alt-Right como Spencer participaron en una gran concentración en la ciudad virginiana de Charlottesville, un acto conocido como «Unite the Right» que, con la excusa de defender la estatua del general confederado Robert E. Lee reunió a extremistas de todas las facciones de la derecha, incluyendo a neonazis y a miembros del Klan. Para la Alt-Right el acto pretendía ser un punto de partida para el relanzamiento y la unificación de la extrema derecha estadounidense bajo su batuta. Múltiples grupos antifascistas y el movimiento Black Lives Matters se reunieron en la ciudad para oponerse a la manifestación y, durante los altercados, la activista Heather D. Heyer fue atropellada y asesinada por un neonazi.

Durante los meses y años anteriores la Alt-Right se había cuidado de alejarse de la estética y la retórica más marcadamente neofascista con el objetivo de blanquear sus posiciones y presentarse como una fuerza irreverente pero respetable en el debate público. Sin embargo, el acto de Charlottesville dinamitó todo ese trabajo. La Alt-Right comenzó a ser considerada neofascista incluso dentro de los círculos conservadores, lo que acabó obligando a Trump a cesar a Bannon como consejero personal ante las presiones de sus aliados. Este evento supuso el fin de las carreras políticas de Bannon y Spencer (las dos principales figuras del movimiento), así como un punto de inflexión para la Alt-Right que, al no contar con la aquiescencia de Trump, fue diluyéndose como movimiento contracultural en las redes, quedando fuera del foco público y volviéndose irrelevante. El propio Spencer fue abandonando posiciones de la Alt-Right hacia una visión de nacionalismo conservador anti-Trump que le llevaría a pedir el voto para Joe Biden en 2020 y para Kamala Harris en 2024. Y es que entre la Alt-Right también hubo un proceso de desencantamiento con Trump y su primer mandato que llevó a un alejamiento de algunos de sus miembros con respecto al magnate, tal y como discutieron Spencer y Nick Fuentes tras la victoria de Trump en 2024.

Sin embargo, esto no supuso el fin del auge de la nueva extrema derecha. La Alt-Right podía haber quedado debilitada en los Estados Unidos, pero su maco discursivo y repertorios de acción colectiva estaban siendo imitados en todo el mundo. Su discurso y tácticas políticas se globalizaron junto al ejemplo político de Trump, ofreciendo un espejo en el que se verá reflejada la derecha global. La elección de Jair Bolsonaro en Brasil, los excelentes resultados de José Antonio Kast en Chile, el breve experimento de un gobierno populista trasversal en Italia con Salvini y Conte, así como el ascenso de Marie Le Pen en la política francesa son solo algunos ejemplos que mostraron en aquellos años que el ascenso de la extrema derecha no era un fenómeno exclusivo de los Estados Unidos y Gran Bretaña, sino que era un movimiento emergente de carácter global.

El nacionalpopulismo

El concepto que se acuñó para referirse a estas diversas formas de derecha radical fue el de «nacionalpopulismo» Roger Eatwell y Matthew Godwin lo describieron en su libro Nacionalpopulismo: Porqué está triunfando y de qué forma es un reto para la democracia (2018) como un nacionalismo conservador radical que ha abandonado el liberalismo político para abrazar un estilo y repertorio populista, presentando a la nación como la víctima de unas élites globalistas desapegadas de las tradiciones, así como de las aspiraciones y necesidades de la gente común. La élite política y cultural habría permitido que el feminismo, el ecologismo y el marxismo cultural (sea lo que sea esto último) adoctrinen a la población sobre lo que es legítimo decir y pensar en público, creando una dictadura de lo «políticamente correcto». Al mismo tiempo, sus políticas aperturistas permitirían la entrada masiva de inmigrantes no europeos que amenazarían la cultura local y robarían los trabajos a los nacionales. Los nacionalpopulistas plantearán un discurso antiglobalización que desplazará el foco desde el anticapitalismo originario de este movimiento hacia el anti-multiculturalismo, trasladando el eje de protesta antiglobalizador desde la crítica económica a las guerras culturales.

Ahora bien, a pesar de que los nacionalpopulistas se definan discursivamente por su oposición a la globalización del orden liberal y por reclamar un nacionalismo tradicionalista, este movimiento político es hijo innegable de la globalización. Sus repertorios de acción y sus marcos discursivos han sido copiados de la derecha radical estadounidense, adaptándolos a cada casuística local. Por otra parte, su crecimiento y éxito sólo ha sido posible gracias a que, por medio de las redes sociales, actúan como un movimiento derechista global que trasciende las fronteras nacionales, a la par que se encuentran obsesionados por el control y endurecimiento de dichas fronteras físicas.

Los seguidores de esta ideología son diversos, aunque con algunos perfiles marcados. Es predominantemente masculino como reacción a la ola feminista que ha recorrido el mundo tras el movimiento Me Too (2017), si bien también compele a algunas mujeres que se adhieren a una visión heteropatriarcal de los roles de género y a un ideal de la familia tradicional; enarbola un nativismo que lleva a que sea predominantemente blanco, aunque también consigue apelar a comunidades migrantes asentadas que pueden verse seducidas por su mensaje de ley, orden y antiinmigración, al percibir a los nuevos inmigrantes como competidores potenciales para sus puestos de trabajo. Gracias al cultivo de la nostalgia se está volviendo muy popular entre varones jóvenes, quienes idealizan un pasado perdido en el que creen que disfrutaban de oportunidades y estatus que les han sido robados, una hipotética edad de oro contrapuesta a un presente sin expectativas y marcado por la pérdida de su identidad frente al empoderamiento de las mujeres. Irónicamente, ese mismo uso político de la nostalgia ha provocado que en ciertos países como Gran Bretaña este movimiento sea especialmente popular entre los mayores, viviendo muchos de ellos en la fantasía de recuperar una grandeza nacional e imperial perdida.

Finalmente, este movimiento se ha hecho popular en las zonas rurales y en lugares afectados por la deslocalización industrial: los perdedores de la globalización. Zonas y población que han perdido relevancia económico-política frente a las crecientes metrópolis globales y los países emergentes. Sin embargo, este no es un movimiento de clase trabajadora. Entre sus filas se encuentran grandes sectores de la clase media que se han sumado al giro reaccionario debido a la incertidumbre del futuro y a la hipotética existencia de una izquierda woke hegemónica que les estaría dictando cómo vivir sus vidas. Así mismo, sectores del empresariado y el capital se han sumado también a este movimiento viendo la oportunidad de acabar con el marco regulatorio existente desde hace décadas. Las grandes fortunas de Silicon Valley se han visto especialmente seducidas por este movimiento con la aspiración de utilizarlo como ariete contra la regulación estatal en pos de implantar utopías tecnológicas en donde los algoritmos y la IA (desarrollados y controlados por ellos) rijan nuestras vidas.

Como queda patente, la base social de los nacionalpopulismos es amplia y trasversal entre las diversas clases y sectores sociales. Lo que une a todos estos grupos es un sentimiento compartido de afrenta por la percepción de que sus valores y estilo de vida están amenazados, por participar de una conciencia temporal caracterizada por la incertidumbre sobre el futuro, la insatisfacción con el presente y la idealización del pasado, así como por la creencia de que existen diversas fuerzas y colectivos que son los culpables de sus problemas y del estado de crisis social. En su cosmovisión victimista el nacionalpopulismo ha creado un hombre de paja al que culpabiliza de manera paranoide de todos los males. Este hombre de paja adquiere una fisionomía de distintos rostros, pero en lo esencial representa siempre lo mismo: el traidor a la nación.

Este sería, por una parte, la clase política y la izquierda woke, que actuarían como el enemigo interior que intentarían subvertir el orden natural de las cosas aplicando una agenda de trasformación social, dictando los límites de lo que es legítimo decir en público y la forma de hacerlo. Si la izquierda woke y la clase política serían el enemigo interior por antonomasia, sus políticas no serían posible sin un enemigo interior exteriorizado, que tomaría la forma de una clase globalista desafecta de la nación y que en la práctica se comportaría como una clase apátrida, que para avanzar en su agenda política apoyaría las causas de la izquierda con el objetivo de subvertir la nación para su propio beneficio económico. Junto al enemigo interior exteriorizado y resultante de sus políticas destructoras de la fortaleza nacional, aparecería el inmigrante como enemigo exterior interiorizado. Este aprovecharía el debilitamiento de la nación y sus fronteras para invadirla, robando los trabajos a los nacionales y aprovechándose de las ayudas sociales para vivir a costa del país receptor, desnaturalizando su cultura con su negativa a integrarse en las costumbres del lugar. En este sentido, para el nacionalpopulista contemporáneo el inmigrante representa lo mismo que el judío para el nacionalsocialismo de entreguerras: Un elemento patógeno y extraño a la nación que se resiste a la asimilación, lo que le convertiría en un enemigo existencial que justificaría su vejación y expulsión a cualquier precio. Finalmente, habría un enemigo puramente exterior representado por los competidores extranjeros de la nación, los países emergentes del Sur global y el mundo islámico. En este sentido, el nacionalpopulista tiene una visión geopolítica de carácter darwinista propia del siglo XIX, donde los distintos Estados-nación compiten en una lógica de suma cero por espacios de influencia sin que exista lugar para la cooperación internacional o las metas colectivas.

El discurso victimista frente a este enemigo nacional de múltiples rostros es un poderoso elemento unificador y movilizador de los nacionalpopulismos que tiene por objetivo último la defensa de privilegios adquiridos que se sienten amenazados. Pero este movimiento sólo alcanza notoriedad y empuje cuando aparece un líder capaz de articular y representar las demandas plurales de esta base social diversa. El líder nacionalpopulista es un centauro carismático posmoderno (por utilizar la expresión de Alberto Cañas de Pablos) mitad caudillo, mitad showman, que escenifica una política del agravio a partir de un discurso disruptivo en las redes sociales y en los medios de comunicación de masas.

Con las redes sociales el líder nacionalpopulista tiene una relación de simbiosis necesaria, pues para la red social él es una fuente constante de interacciones, fundamental para la economía de la atención que fundamenta su modelo de negocio, propulsando la actividad en redes tanto entre sus seguidores como entre sus detractores y generando con sus intervenciones la apariencia de una relación directa con su base de seguidores que se siente cercana y representada por su líder. La relación con los medios de comunicación de masas es algo más compleja pero también de dependencia mutua: el líder nacionalpopulista es fuente constante de titulares, lo que se traduce en mayor atención para los medios, más ventas, suscripciones y cuotas de pantalla. Aunque el líder nacionalpopulista tiene medios afines (cuyo apoyo es adamantino) dicho líder entra en una relación de conflicto con los medios de comunicación de masas para escenificar su carácter antisistema. Bajo el principio goebbelsiano de que toda noticia aunque negativa es buena, el líder nacionalpopulista consigue de los medios de comunicación de masa una notoriedad y exposición social que sería difícil de lograr sólo con la actividad en unas redes, las cuales se encuentran gobernadas por el efecto de cámara de eco.

El fracaso del primer trumpismo y el asalto al capitolio

La primera presidencia de Trump y los muchos líderes de la derecha radical global que surgieron en imitación suya responden en buena medida a la forma nacionalpopulista anteriormente descrita que, si bien tomó muchos elementos ideológicos de la Alt-Right, consiguió formular un proyecto más serio y organizado que el planteado por los trolls de internet en los años precedentes. El nacionalpopulismo posibilitó a partidos y líderes de la extrema derecha tradicional reinventarse bajo una nueva forma de hacer política mucho más competitiva y adaptada a los nuevos tiempos.

En el caso de Trump, durante su primera presidencia intentó concretar sin mucho éxito su política de «America First» amagando con una guerra comercial con China que nunca llegó a materializarse, la construcción de un muro en la frontera mexicana que tuvo más de discurso que de realidad por la dificultad de conseguir los fondos para ejecutarlo, así como por el incumplimiento de su promesa de renovar el deficiente estado de las infraestructuras. Sin embargo, su política de deportaciones fue draconiana y con ella aplacó a sus seguidores concernidos con las dificultades de construir el muro. Durante su mandato desmanteló los pocos avances sociales logrados por la presidencia de Barack Obama y consiguió nombrar a tres jueces para la Corte Suprema, siendo este el que probablemente sea el legado más duradero de su primer mandato. Por otra parte, su masiva política de recortes fiscales a los más ricos fue aplaudida por la derecha e impulsó en el corto plazo el crecimiento económico, pero a costa de disparar el déficit y debilitar las ya de por sí maltrechas políticas sociales de los Estados Unidos.

Fue en estas circunstancias que irrumpió el coronavirus a nivel mundial durante el último año del primer mandato de Trump y con la campaña de reelección a punto de comenzar. El presidente intentó, en primer lugar, instrumentalizar la pandemia proveniente de China en su conflicto geopolítico contra Pekín. Pero pronto la situación adquirió una magnitud y gravedad que sobrepasó la capacidad de los Estados para contener la pandemia. Impopulares medidas de confinamiento se pusieron en marcha para frenar el imparable número de muertes mientras se desarrollaba una vacuna en un clima de incertidumbre, tensión social y crecientes teorías de la conspiración. Los seguidores de Trump se negaron en muchos casos a seguir las indicaciones de las autoridades públicas, denunciando que los confinamientos atentaban contra su libertad. El propio Trump alentó a sus seguidores en su desobediencia civil y socavó el trabajo de los expertos sanitarios difundiendo bulos, remedios milagrosos e información falsa sobre la pandemia. Para Trump, el mayor problema del coronavirus no eran los cientos de miles de muertes que se estaba cobrando la enfermedad en su país, sino que esta pudiera dañar sus posibilidades de reelección.

La gestión fue tan caótica y desastrosa que supuso un factor importante en su derrota en noviembre del 2020. Pero Trump no la aceptó y comenzó a difundir bulos sobre un presunto pucherazo electoral perpetrado por los demócratas, quienes habrían alterado las cifras de voto manipulando las máquinas de votación y el voto por correo. Sin embargo, su equipo jurídico no fue capaz de presentar ninguna evidencia al respecto. Cargos locales y estatales del partido republicano en los distritos disputados, como el de Maricopa en Arizona o el Estado de Georgia, negaron en todos los casos que los resultados estuvieran amañados y, finalmente, el Fiscal General de los EEUU, William Barr, quien se había destacado como un firme trumpista, tuvo que conceder que los resultados eran legítimos y que no había evidencias de pucherazo electoral. Trump, sin embargo, no cejó en sus acusaciones, lo que le condujo a encontrarse cada vez más aislado perdiendo el apoyo de muchos de sus antiguos colaboradores.

Tras el fracaso en los juicios de impugnación electoral su causa parecía perdida, pero entones recibió la visita en la Casa Blanca del constitucionalista John Eastman, quien llevaba trabajando con Trump desde que este rechazase los resultados en noviembre, y quien le contó que el vicepresidente Mike Pence tenía la potestad de revertir los resultados electorales deteniendo su proceso de certificación en el senado como presidente de dicha cámara el 6 de enero del 2021 (esta teoría no ha sido apoyada por ningún otro constitucionalista). En los días 22 y 23 de diciembre del 2020 Eastman, Rudy Giuliani, Michael Flynn y Roger Stone comenzaron la «Operation Pence Card» diseñada para presionar a Pence con el objetivo de que detuviera el proceso de certificación y en donde ya se planteó ocupar el exterior del Congreso. Eastman habló con Pence el 5 de enero, pero no consiguió convencerle de que detuviera el proceso de certificación. Pero el plan siguió adelante.

El 6 de enero del 2021 los restos de la administración Trump intentaron perpetrar un autogolpe presionando desesperadamente al vicepresidente Pence para que conculcase el orden constitucional. Ese día, en la Freedom Plaza a pocos metros de la Casa Blanca, Trump y varios de los miembros implicados en la «Operation Pence Card» participaron en un acto de protesta contra lo que ellos denominaban como el robo de las elecciones (Stop the Steal) que reunió a miles de seguidores de Trump. Entre los asistentes había muchos ciudadanos comunes seguidores del presidente, pero también asistieron en masa miembros de distintas organizaciones radicales como los conspiracionistas de QAnon, militantes de la machosfera organizados a través de Proud Boys y milicias paramilitares de extrema derecha vinculadas a los Outhkeepers, por nombrar solo a los grupos más prominentes que durante un tiempo se englobaron en la Alt-Right y que constituían en estos momentos sus sucesores más representativos. Alentados por el discurso de Trump, estos grupos capitanearon el asalto al Capitolio con el objetivo de realizar un último intento de parar la certificación de los resultados electorales y presionar a Pence para que anulase sus resultados. Tras una tarde de enfrentamiento con la policía del Capitolio, los insurgentes consiguieron irrumpir en la sede del legislativo forzando la evacuación del edificio. En los altercados murieron cuatro asaltantes, un policía y otros cuatro agentes se acabaron suicidando por los eventos vividos.

Sin embargo, esta acción desesperada no consiguió sus objetivos y Biden fue certificado por el Congreso como el ganador de las elecciones del 2020. Tras esto se emprendieron acciones legales contra los insurgentes detenidos, contra Trump y el resto de los conspiradores. Este vio como muchos de sus colaboradores directos le abandonaban, incluida Ivanka Trump y su marido Jared Kushner, quienes habían jugado un papel fundamental durante la primera presidencia como asesores del más alto nivel.

Los altercados del 6 de enero del 2021 marcaron un antes y un después para Trump. El trumpismo había cruzado el Rubicón hacia el autoritarismo, iniciando una serie de eventos que afianzarán su transformación en un líder y movimiento antidemocrático. Pero en el corto plazo el fracaso en el autogolpe le aisló y separó de muchos de sus colaboradores y personal más cercano de su primer mandato y le radicalizó más si cabe en sus posiciones anti-establishment, en su paranoia y en sus teorías de la conspiración. Durante cuatro años de juicios constantes por los actos de su presidencia Trump fue endureciéndose y exigiendo lealtad incondicional a sus seguidores. Lejos de perder el control sobre el partido republicano, lo retuvo y aumentó gracias a la popularidad que tenía entre las bases republicanas, lo que le permitió influir en la elección de candidatos afines con los que ir colonizando el partido. Consiguió así mismo abortar el intento del gobernador de Florida Ron DeSantis de arrebatarle el control del trumpismo y encontró en el magnate Elon Musk el aliado perfecto para su retorno a la política. Una nueva forma de extrema derecha estaba surgiendo en el seno de su movimiento, el nacionalibertarianismo.

El nacionalibertarianismo y sus raíces libertarianas

De manera sintética, podríamos definir el nacionalibertarianismo (nazilib) como una nueva forma de nacionalpopulismo surgido tras la pandemia del Coronavirus, y que aspira instaurar un nuevo pacto político que, en lo económico, profundiza en el neoliberalismo como una revolución desreguladora de libre mercado, defensora del privilegio económico, de la desigualdad y dirigida a desmantelar los restos agónicos del Estado social. Mientras que en los cultural e institucional el nacionalibertarianismo aspira a capitanear una contrarrevolución reaccionaria que desmantele los logros alcanzados en materia de igualdad de género, reconocimiento de la diversidad sexoafectiva e identidad de género, así como con respecto a los lentos avances en términos de protección ambiental. Por otra parte, esta contrarrevolución reaccionaria se sirve de los mecanismos de la democracia liberal para subvertirla, sustituyendo el Estado de derecho por un autoritarismo mediático de carácter plebiscitario.

El nacionalibertarianismo es, como su nombre indica, una mutación libertariana del nacionalpopulismo. El libertarianismo estadounidense es una ideología política surgida a mediados del siglo XX como reacción al incremento del estatismo y de las políticas sociales resultantes del New Deal propugnadas por Franklin D. Roosevelt. El libertarianismo emergió durante la Guerra Fría como un proyecto que pretendía recuperar el ideal político de la vieja derecha republicana previa a la segunda guerra mundial, cuyo ideario se basaba en la defensa de la tradición, el aislacionismo en política exterior, el individualismo, el libre mercado y el espíritu pionero (hoy diríamos emprendedor). Para los primeros libertarianos el partido republicano de la Guerra Fría habría renunciado a sus principios al aceptar el marco político y regulativo del New Deal, traicionando de esa manera su propia tradición y la promesa del sueño americano. El libertarianismo defiende una idea del estado mínimo conocida como «minarquismo» que aspira a volver al estado gendarme propugnado por el liberalismo decimonónico, objetivo que lograrían mediante la abolición de la mayoría de los impuestos, el adelgazamiento drástico de la burocracia estatal y mediante la desregulación de la economía y las relaciones sociales. Todo ello con el supuesto objetivo de devolver la libertad a los individuos.

Esta perspectiva anti estatista les ha acercado a los postulados anarco-capitalistas de la Escuela Austriaca de economía, tal y como propone Quinn Slobodian en su nuevo libro Hayek’s Bastards: Race, Gold, IQ, and the Capitalism of the Far Right, si bien su individualismo no llega a ser tan radical como la de estos últimos, pues a través del conservadurismo los libertarianos defienden la necesidad de jerarquías sociales que estructuren la sociedad para compensar la retirada del Estado. En el proyecto libertariano la familia se alza como la esfera primaria de socialización del individuo, para cuya defensa es necesario que este sea propietario de armas con las que defender su esfera de privacidad: sus posesiones y familia. Este ideal del individuo armado explica el alto porcentaje de libertarianos que son miembros de la Asociación Nacional del Rifle. Otro aspecto importante del libertarianismo es su apoyo a las asociaciones voluntarias como vertebradoras de la vida social y como alternativa al Estado, en donde la noción evangélica de iglesia como asociación de individuos libres unidos por la fe cobra una gran relevancia en su imaginario social. Esta sintonía entre libertarianismo y evangelismo ha dado lugar a una alianza histórica entre ambos que ha estado detrás de la radicalización del conservadurismo estadounidense, en especial tras la presidencia de George W. Bush, dando lugar a la aparición del Tea Party.

Los filósofos Robert Nozick, Ayn Rand y Murray Rothbard fueron sus principales teóricos. Este último escribió en 1992 un texto de una enorme actualidad para entender el fenómeno del nacionalibertarianismo titulado «Right-Wing Populism: A Strategy for the Paleo Movement» (agradezco a Javier Zamora que llamase mi atención sobre el mismo). En este texto Rothbard criticaba la estrategia del libertarianismo y del paleoconservadurismo de su época al intentar hacer entrismo institucional, pretendiendo colonizar las instituciones por medio de tecnócratas y expertos afines a sus ideas que llevasen a cabo el programa libertariano en los órganos de decisión política. Frente a esta estrategia elitista promovida por los Think-Tanks del momento, Rothbard abogaba por construir un movimiento populista reaccionario de base que resultase igualmente atractivo a la clase media como a los trabajadores de cuello azul. Según Rothbard, solo con un movimiento de estas características sería posible terminar con décadas de regulación estatal y costosas políticas sociales.  El programa propuesto por Rothbard en esta suerte de manifiesto es perfectamente reconocible en las políticas de la segunda administración Trump:

  1. Abolir o reducir drásticamente todos los impuestos posibles, así como terminar con el Servicio Interno de Impuestos (IRS, la agencia tributaria federal de los EEUU)
  2. Cercenar las políticas del bienestar para librar a la sociedad del peso de los grupos que la parasitarían.
  3. Terminar con los privilegios de discriminación positiva por cuestión de raza o género. Así como con los sistemas de cuotas para minorías.
  4. Recuperar las calles mediante una política dura y expeditiva contra el crimen.
  5. Recuperar las calles librándose de los vagabundos a cualquier precio.
  6. Abolición de la Reserva Federal.
  7. America First como doctrina de política exterior. Terminar con la globalización, con las políticas de ayuda internacional y centrarse en los problemas de América y de las familias americanas cuyo nivel de vida se habría estancado.
  8. Defensa de los valores familiares, luchar por la privatización de la enseñanza y fortalecer el control parental en la educación de los hijos frente a la injerencia estatal.

Este programa escrito en 1992 muestra una enorme actualidad en 2025, pues si a estos ocho puntos le sumamos la política antimigratoria y el asalto y cooptación de las instituciones tenemos la agenda política nacionalibertariana de la segunda administración Trump. Hay, sin embargo, dos grandes diferencias entre el texto de 1992 y la actualidad. La primera es el contexto político. En 1992 la democracia liberal y la globalización neoliberal lejos de encontrarse cuestionada se encontraban en su momento de mayor esplendor y legitimidad tras la caída de la URSS, lo que dificultaba plantear alternativas políticas o la posibilidad de que se diera un momento populista. La segunda diferencia radicó en la propia figura de Trump, que era la pieza maestra que le faltaba a Rothbard a principios de los años 90 para comenzar un movimiento populista. En su texto Rothbard nombraba al supremacista blanco y líder del Ku Klux Klan David Duke como ejemplo de líder populista que podría encabezar su proyecto. Sin embargo, la idea de que un miembro del Klan pueda convertirse en un referente político a nivel federal estadounidense es una idea estrafalaria incluso hoy, no digamos a principios de los 90. En 1992 Rothbard carecía de un líder carismático para su proyecto, le faltaba Trump, al igual que a Trump en el 2017 carecía de cuadros y organización que hicieran efectivas sus promesas durante su primer mandato. Y esa es una de las principales diferencias entre el Trump del 2017 y el del 2025. Este no solo se ha radicalizado en sus propuestas, también ha mejorado cualitativamente en la organización de su apuesta política. El nuevo Trump nacionalibertariano cuenta ahora con unas herramientas de trasformación social de las que carecía en su primera presidencia.

Del trumpismo nacionalpopulista al trumpismo nacionalibertariano

Como se ha podido comprobar en los primeros meses de su segundo mandato, el regreso de Trump a la Casa Blanca está suponiendo transformaciones históricas en la política estadounidense y en las relaciones entre Estados Unidos con el resto del mundo que ni tienen precedentes, ni se compadecen con la política trumpista del primer mandato. Esto no implica que no existan continuidades con su anterior presidencia, sobre todo en lo referido a la figura de Trump, cuyo estilo matonil, chabacano y mentiroso compulsivo se mantienan como una constante y seña de identidad. Como también lo hace su discurso racista, machista y reaccionario, así como sus formas autoritarias, arbitrarias, su estilo populista y anti institucional.  La «marca Trump» y su estilo de hacer política es posiblemente el mayor rasgo de continuidad entre su primera y su segunda presidencia.

Pero junto a estos elementos de continuidad también podemos encontrar importantes cambios: la segunda administración Trump está mejor organizada que la primera y cuenta con cuadros de especialistas para llevar a cabo su plan de gobierno. Existe de hecho una agenda política que estructura la política de Trump y la define ideológicamente, la Agenda 2025 formulada por la Heritage Foundation, lo que marca una importante diferencia con el primer mandato, que se condujo principalmente en base a los designios caprichosos y las ocurrencias del magnate. Todo esto no implica que la nueva administración Trump no esté atravesada por problemas y disfuncionalidades, resultante tanto por el estilo caótico y arbitrario del presidente, como por la falta de profesionalidad de su equipo de gobierno, caracterizado por haber sido escogido entre leales incondicionales y aduladores, lo que ha dado lugar a escándalos y amateurismo como el demostrado por el caso de la brecha de seguridad en el grupo de Signal desde el que el equipo de Trump coordinó su ataque a Yemen.

Esta transformación del trumpismo aconteció durante la presidencia de Joe Biden y fue el resultado de dos dinámicas diferenciables pero interconectadas: las resultantes de la crisis de liderazgo del trumpismo y las derivadas del cambio de época derivado de la crisis del Coronavirus.

Como comenté en el anterior apartado, Trump tuvo que enfrentar una crisis de liderazgo resultante de no reconocer su derrota electoral y por su intento fallido de autogolpe con el asalto al capitolio en enero del 2021. En ese momento experimentó el abandono de muchos de sus principales colaboradores, pero ninguno fue tan importante y devastador como el de Ivanka Trump. No es ningún secreto que Trump, como muchos otros millonarios, juega con sus vástagos a una política dinástica y nepotista colocándoles en puestos clave en The Trump Organization. Sin embargo, cuando el magnate dio el salto a la política en 2015, de toda su progenie fue Ivanka la que ascendió a mano derecha y confidente en el poder de su padre junto a su marido Jared Kushner. Ambos fueron nombrados asesores seniors del presidente, con oficinas en la Casa Blanca y acceso directo al despacho Oval. Tras la caída en desgracia de Steve Bannon en julio del 2017, el matrimonio Kushner-Trump se convirtió en la fuerza con más influencia en la Casa Blanca, moderando el carácter del presidente y racionalizando en la medida de lo posible su acción de gobierno al más puro estilo de una eminencia gris.

La lealtad del matrimonio Kushner-Trump hacia el presidente fue incondicional hasta que comenzaron las alegaciones de fraude electoral tras la derrota en 2020, a las que Ivanka no se sumó. Con el asalto al Capitolio y el silencio de Ivanka algo profundo se rompió entre la que era la heredera aparente y su padre, en contraste con las muestras de apoyo a Trump por parte de muchos de sus seguidores. El caso de Ivanka y Kushner constituye el ejemplo más importante de la desbandada que sufrió Trump de su círculo personal tras el asalto al capitolio, pero no fueron los únicos. Para que sirva como referencia, ninguna de las personas del primer gabinete de Trump (su equipo de gobierno) ha participado en su segundo gabinete. Sin embargo, esta crisis de liderazgo no supuso la pérdida de apoyo de su base social que permaneció fiel a su líder durante los años de la presidencia de Joe Biden. Sus seguidores no le abandonaron durante los numerosos juicios que tuvo que enfrentar por el asalto al Capitolio, por atesorar documentos clasificados en su mansión de Mar-a-lago, así como por los sobornos que habría pagado a la actriz porno Stormy Daniels por su silencio durante la campaña electoral de 2016. Su equipo legal consiguió retrasar y boicotear el desarrollo de estos juicios hasta que Trump fue reelegido y recupero la inmunidad legal.

En el proceso Trump tuvo que enfrentar el ascenso en popularidad del gobernador de Florida Ron DeSantis quien desplegó durante su gobernaduría una agresiva agenda de lucha contra lo que definió como el dominio en su estado de la cultura woke y del marxismo cultural, lo que le llevó a enfrentarse entre otras instituciones a The Walt Disney Company. Esta guerra cultural otorgó a DeSantis bastante notoriedad en el trumpismo llevándole a ser reelegido durante las elecciones de mitad de mandato del 2022 disparando rumores sobre sus ambiciones presidenciales y la posibilidad de que arrebatase el trumpismo a un Donald Trump en horas bajas, jurídicamente asediado y cuyos candidatos para las midterm se revelaron como un fracaso relativo por la ausencia de una «ola roja» (victoria republicana como voto castigo a Biden) durante dichas elecciones.

Sin embargo, fueron elegidos suficientes candidatos afines a Trump, así como miembros de la facción ultraconservadora «Freedom Caucus» como para permitirle retener el poder en el partido y ahondar en el giro reaccionario que había protagonizado años atrás. Trump contraataco criticando duramente a DeSantis al que apodó «DeSanctimonius» (jugando con la palabra inglesa de mojigato-santurrón) hasta hundir su popularidad entre la base conservadora del partido, reafirmando así su legitimidad y monopolio en el mando sobre la derecha estadounidense. Un año después Trump se impuso sin dificultad en las primarias republicanas revelando que no existía alternativa ni recambio a su figura dentro del partido. La incapacidad de la facción moderada de presentar una alternativa a Trump unido a la laminación de DeSantis como candidato alternativo de la línea dura permitió a Trump terminar de barrer toda oposición interna a su figura dentro del partido, sobre el cual ejercerá un control total del que no disfrutaba ni siquiera durante su primera presidencia. Esta experiencia de crisis de legitimidad, unida al abandono de parte de su círculo de colaboradores íntimos, sumada a los procesos judiciales, todo ello contribuyó a endurecer el carácter de Trump haciéndole mucho más implacable y radical en sus planteamientos respecto a su primera presidencia. Otro efecto colateral de esta travesía por el desierto ha dado lugar a que Trump priorice la lealtad incondicional como valor fundamental a la hora de promocionar a sus seguidores a un puesto de responsabilidad.

En estos años no solo cambiaron Trump y su movimiento, también el propio mundo como consecuencia de la crisis sanitaria del Coronavirus: con sus restricciones de movimiento y acción para contener la pandemia, por el aumento de la inflación como consecuencia de la disrupción en las cadenas de valor global y el aumento del precio de los hidrocarburos por la guerra de Ucrania, así como por el auge de la intervención estatal en la vida pública y en la economía para revertir la crisis económica, sanitaria y social. En esta situación de creciente inestabilidad social, actores políticos oportunistas retornaron al expansionismo territorial utilizándolo como un mecanismo político de cohesión interna y legitimación política, como quedo ejemplificado con la invasión rusa de Ucrania para anexionarse el Donbás o con el genocidio perpetrado en la franja de Gaza por parte de Israel, en ambos casos haciendo un uso político del anexionismo territorial como no se había visto desde el fin de la Segunda Guerra mundial.

En un mundo crecientemente complejo e inseguro, donde las antiguas certidumbres de la globalización neoliberal se han desvanecido sin que hayan surgido nuevas utopías que ofrezcan metas colectivas, grandes sectores sociales se han replegado hacia el individualismo y el nacionalismo en busca de certidumbres y autoafirmación. Durante la crisis del Covid y en los años posteriores, las teorías de la conspiración han resurgido como un mecanismo compensatorio con el que dar sentido y coherencia a un mundo confuso e incierto movido por fuerzas impersonales que sobrepasan al individuo y a su capacidad de acción.

La ideología neoliberal dominante en las últimas décadas había entronizado al individuo emprendedor como el arquetipo mítico de sujeto que ejemplificaba la fuerza que teóricamente movía el mundo y lo conformaba a su imagen y semejanza. Sin embargo, tras dos grandes crisis económicas, una crisis socio-sanitaria y el derrumbe del orden internacional heredado de la caída del Muro de Berlín no han sido los individuos heroicos y emprendedores, sino los Estados los agentes que han traído un mínimo de estabilidad y orden en estos tiempos convulsos. Si hay algo que ha quedado patente en estas dos últimas décadas es que las sociedades no son el resultado de la acción de individuos heroicos carlyleanos, sino de agregados sociales movidos por dinámicas colectivas, en muchos casos desconocidas para los propios individuos que operan inmersos en ellas. Es por esta razón que el intento de pensar soluciones individuales para problemas sociales suele dar lugar a la perplejidad y a una sensación de impotencia que conduce a la frustración y a la apatía.

Sin embargo, esta crisis del individualismo neoliberal se da en sus condiciones objetivas, no en las subjetivas. Es la crisis de un modelo de individualidad que se muestra impotente en su materialidad para dar respuestas a los problemas del mundo, pero que, tras décadas de hegemonía neoliberal, sigue entronizado como el sentido común de nuestra época. Es por este motivo que, paradójicamente, esta crisis del ideal carlyleano de individuo heroico representado por el arquetipo del sujeto emprendedor neoliberal no ha dado lugar a su abandono o rechazo, sino a una reafirmación de su figura y mito. Las redes sociales han jugado un papel capital en este proceso, pues su arquitectura y dinámicas internas refuerzan la imagen de un mundo construido por sujetos emprendedores que ejercen su influencia sobre miles o millones de seguidores a través de la construcción de una marca personal exitosa. Ante la falta de perspectivas personales y de alternativas sociales a los problemas de los sujetos, surge con fuerza el mito del emprendedor visionario que es capaz de prosperar en los márgenes del sistema gracias a su talento natural y a su perseverancia. En la actualidad este mito se traduce en dos figuras económicas que han irrumpido con fuerza como los modelos aspiracionales de referencia para muchas personas, sobre todo entre los jóvenes: el influencer y el crypto trader. Ambos perfiles son la traducción económica de la figura del emprendedor aplicado a las tecnologías de la información, y se erigen en la promesa posdemocrática de que cualquier individuo por medio del talento y del esfuerzo puede lograr la fama, el éxito y la riqueza, si trabaja para ello y sin necesidad de depender del mercado laborar tradicional.

Este mercado laboral se presenta dominado por viejas jerarquías y encabezado por la generación del Baby Boom que, por lo general, vive acomodada y desconectada de las nuevas tecnologías y de la precariedad en la que viven inmersas las nuevas generaciones. Es posible que esta sea la razón por la que muchos entre las nuevas generaciones sienten tal fascinación por las figuras de los influencers y del mundo crypto: su existencia ofrece la promesa de éxito y prosperidad que el mercado de trabajo convencional les niega, entre otras cosas porque muchos viven con la incertidumbre sobre su inserción exitosa en el mercado laboral. Esta mentalidad es especialmente predominante entre los jóvenes varones, que ven su estatus tradicional cuestionado tras la última ola feminista y encuentran consuelo y fraternidad en comunidades digitales de la machosfera dominada por este sistema de valores.

Esta es una tendencia que viene lentamente construyéndose desde la época de Obama y que tuvo un primer coletazo con la victoria de Trump en el 2016. Pero no ha adquirido volumen y se ha impuesto como fuerza histórica hasta la crisis del Covid, que al confinar simultáneamente a toda la humanidad en sus hogares la hizo sincrónica y universalmente dependiente de las tecnologías de la información y de las redes sociales. Aquellos que aún vivían al margen de dichas tecnologías terminaron por adoptarlas, mientras que quien ya las utilizaban intensificaron su uso y para toda una generación en su etapa formativa (el último corte de la generación Z y los primeros alfas) ha terminado por erigirse en la forma predilecta de vivir y socializar.  Las tecnologías de la información han ayudado a construir un mundo en que, paradójicamente, la gente se encuentra mucho más interconectada, pero a la vez existe una mayor sensación de soledad, pues las tecnologías de la información y en especial las redes sociales multiplican las interacciones sociales con extraños a costa del tiempo que invertimos en las relaciones con las personas más próximas. Permiten construir comunidades digitales globales a la par que debilitan las comunidades presenciales en las que viven inmersos los sujetos en su cotidianidad. Dotan a las personas de habilidades comunicativas ante públicos no presenciales a la par que descualifican en las habilidades comunicativas interpersonales. Y como último giro de la globalización, uniformizan las modas, los gustos y los discursos a la par que ponen en valor y entroniza la autenticidad.

Todas estas dinámicas previas al Coronavirus se intensificaron durante la pandemia y han contribuido a reforzar tanto el individualismo como una idea de libertad egoísta e irrestricta cuyo significado último consiste en reclamar la irresponsabilidad del individuo frente a la sociedad, así como la impunidad con respecto a sus declaraciones y acciones. En esencia, el nuevo ideal nacionalibertariano de libertad tiene por significado la defensa del privilegio y de la impunidad del individuo en sus declaraciones y acciones frente a la responsabilidad social. La crisis del Covid y su resolución trajo consigo una importante intervención estatal en la vida de los individuos en nombre de la salud pública, la seguridad colectiva y el bien común. Muchas de estas políticas y su ejecución son seguramente cuestionables, pero la derecha populista aprovechó las circunstancias para movilizar los miedos, frustración y hartazgo de parte de la población enarbolando un discurso nacionalibertariano (nazilib) con el que denunciaban la intromisión del Estado en la vida de los individuos, un excesivo marco regulatorio que impedía al emprendedor prosperar y la existencia de una cultura de la cancelación y de lo políticamente correcto que buscarían promover el pensamiento único. El momento para este discurso era propicio debido a la fatiga pandémica, el aumento del coste de vida por la inflación y el agotamiento hacia cierto discurso progresista moralizante que responsabilizaba a los individuos por sus acciones en un marco en que muchos individuos se sentían constreñidos, impotentes y ninguneados. Como bien identificó Pablo Stefanoni años atrás, la rebeldía se había vuelto de derechas, erigiendo el proyecto nazilib como el principal ariete con el que canalizar el malestar social.

Nuevos vientos soplaban con fuerza desde la derecha. En Argentina Javier Milei conquistó la presidencia en noviembre del 2023 y, al igual que el Brexit auguró la victoria de Trump en 2016, la victoria de Milei era un indicio sobre la posibilidad de su retorno en 2024. Milei representa el proyecto nacionalibertariano incluso de manera más pura que el propio Trump, pues en su caso existe una adhesión doctrinaria al libertarianismo que guía fanáticamente su acción de gobierno. Motosierra en mano, Milei prometió al pueblo argentino recuperar una prosperidad perdida por obra del peronismo y del estado interventor. La solución promovida por Milei consistía en acabar con toda regulación que entorpeciera la acción empresarial, el adelgazamiento masivo del Estado mediante la eliminación de toda agencia y ministerio que no estuvieran relacionados con el mantenimiento del orden público para, con ello, recuperar la estabilidad del peso argentino, acabar con la inflación galopante y sanear las cuentas públicas. En lo social Milei adoptó un discurso de confrontación con el feminismo y las universidades, declarando una cruzada cultural para promover los valores tradicionales y, desde un punto de vista de memoria histórica, minimizó los horrores del periodo de la dictadura de Videla, a la par que celebraba y reclamaba el periodo de la República Oligárquica Argentina (1880-1916) como la edad de oro y referente al que la nueva Argentina milerista aspiraba a emular.

El nacionalibertarianismo de Milei auguraba lo que iba a ser el nacionalibertarianismo de la segunda administración Trump: un proyecto de clase dirigido a rescatar y beneficiar a la parte más privilegiada del país a costa del bienestar colectivo, utilizando los mecanismos de la democracia liberal para conquistar el poder para acto seguido instituir un régimen iliberal. El proyecto nazilib de Milei favorece al sector agropecuario exportador sobre los intereses del sector industrial, y protege el estatus de la facción más privilegiada de la burguesía bonairense y los caciques rurales a costa del nivel de vida de la clase trabajadora y los más desfavorecidos. En una sociedad marcada por la desigualdad, la política del «sálvese quien pueda» supone en la práctica condonar la depredación del débil por el privilegiado y la promoción de intereses privados sobre el bien colectivo.

El discurso antiestatal del proyecto nazilib no se opone al Estado como institución de mantenimiento de orden público y de opresión de clase, solo al carácter redistributivo del Estado social. Es por este motivo que cuando el demagogo nazilib llega al poder se apresta a desmantelar los restos asediados de un Estado social que ha sido previamente esquilmado y deslegitimado tras décadas de políticas parasitarias neoliberales. Pero a la par que aplica la motosierra al esqueleto raquítico del Estado social, refuerza los mecanismos de control y represión del Estado gendarme, aumentando su arbitrariedad y carácter discrecional, debilitando con ello su carácter garantista y el imperio de la ley, todo en nombre de la protección del orden público y de la lucha contra las políticas progresistas, que son tildadas de amenaza comunista, aunque esta acusación sea carente de todo fundamento. En este sentido, podemos encontrar un antecedente de este giro autoritario nazilib en la lucha de Bukele contra las Maras en El Salvador, acción política que le ha legitimado ante la opinión pública salvadoreña para establecer un régimen personalista que se caracteriza por el autoritarismo en la gestión del orden público y un proyecto económico crypto-desregulado, lo que le convierte en otro antecedente y referente de la ola nacionalibertariana.

En los Estados Unidos quien representa mejor este proyecto es el multimillonario Elon Musk. Hasta el año 2022 Musk se auto adscribía como demócrata, si bien había donado fondos a ambos partidos según sus intereses en cada momento. Pero durante la presidencia de Joe Biden Musk comenzó un proceso de viraje personal hacia el conservadurismo y la ideología nazilib. Durante la crisis del Covid las acciones de Tesla se dispararon actuando como valor refugio para los inversores ante la caída de los precios del petróleo y con la perspectiva de que los fondos postpandémicos favorecieran políticas de inversión en tecnologías verdes por parte de los Estados, siendo ambas dinámicas favorables a la industria de los coches eléctricos. Esto convirtió a Musk en el hombre más rico del mundo, lo que contribuyó a ampliar su leyenda personal como genio empresarial y visionario tecnológico. Este nuevo estatus no hizo más que alimentar sus delirios de grandeza, su autopercepción como forjador de mundos y su sueño de colonización de Marte para, como explica Jaime Caro, crear una utopía tecnológica  dirigida a salvar a los ricos de las múltiples crisis ecológicas, económicas y sociales que asolan el mundo pues, desde su visión catastrofista, Musk considera que estas son irresolubles. Esto le ha llevado a ir construyendo una imagen tecno-mesiánica de sí mismo y sobre la necesidad de su intervención en la política para preservar la humanidad. A este delirio narcicista hay que unir que en los años de Biden tuvo discrepancias con su gobierno sobre la asignación de los fondos federales de recuperación y múltiples agencias federales comenzaron a investigar diversas violaciones de la ley y usos cuestionables de fondos federales por parte de las empresas de Musk, sobre todo Space X. De acuerdo con uno de sus biógrafos, Walter Isaacson, otro elemento relevante en la tránsito de Musk hacia la extrema derecha fue su negativa de aceptar la transición de género de su hija Vivian Jenna Wilson, culpando a la izquierda y a la universidad de envenenar la mente esta con la ideología queer y arrebatándosela en el proceso.

Al ser de origen sudafricano, el articulo II sección 1 de la constitución estadounidense impide a Musk postularse a la presidencia de los Estados Unidos. Sin embargo, su recién adquirido estatus como hombre más rico del mundo le otorgaba múltiples posibilidades de influir en la política estadounidense. En octubre de 2022 Musk se hizo con Twitter (al que rebautizó como X) con la excusa de restaurar la libertad de expresión, comprándolo por medio de un inmenso crédito obtenido utilizando las acciones de Tesla como garantía (por esta razón, la actual depreciación de las acciones de Tesla derivada del desprestigio público de Musk por su actuación en el gobierno de Trump le coloca en una posición financiera muy delicada). Una vez tuvo Twitter en su poder, Musk ensayó con la empresa la que sería su intervención en el gobierno estadounidense, reestructurando la red social con la excusa de hacerla más eficiente financieramente. Despidió al 80% de la plantilla y alteró el algoritmo para otorgar visibilidad a cuentas de extrema derecha que, junto con su propio perfil, comenzaron a poblar el feed de todos los usuarios (les siguieran o no) extendiendo ideas reaccionarias y teorías de la conspiración. De esta manera Musk comenzó a condicionar el debate público y a desplazarlo a la derecha. En el terreno de la política institucional, Musk se alió en un primer momento con Ron DeSantis, pero el colapso de su candidatura tras los ataques de Trump llevó a que Musk reconsiderase sus alianzas y decidió convertirse en mano derecha del expresidente, restituyendo su cuenta suspendida de Twitter y otorgándole durante la campaña presidencial del 2024 un apoyo propagandístico y financiero que fue vital para su victoria.

Nació así una relación de interdependencia entre los dos magnates que pondría las bases del gobierno nacionalibertariano de la segunda administración Trump: Musk necesitaba a Trump para poder acceder al gobierno y aplicar su programa nazilib de recortes masivos en la administración y desregulación radical. Trump, por su parte, necesitaba que Musk siguiera utilizando la plataforma X como un arma de propaganda de su gobierno y que su cuenta siguiera activa para que su mensaje llegase sin interferencia de la prensa a sus seguidores. Sin embargo, como en toda relación de interdependencia esta es problemática. Si hay algo que Trump no tolera es que alguien le dispute el foco mediático y Musk lleva haciéndolo desde que empezase a hacer campaña para él en verano del 2024. Por otra parte, Musk y Trump difieren fundamentalmente en su visión del libre comercio. Como se ha comprobado en la crisis mundial de los aranceles de abril del 2025, Musk es partidario del libre comercio, sobre todo en lo referido a Europa como mercado para Tesla y el resto de sus compañías, y no ha dudado en criticar la política arancelaria de Trump y a su gurú económico Peter Navarro. Para finales de mayo del 2025 la alianza entre los dos magnates se encontraba prácticamente finiquitada debido a los escasos resultados de DOGE, a la política arancelaria de Trump y a su desastroso manejo del déficit público. Con el fin del mandato estipulado de Musk al frente de DOGE y la propuesta de la «One, Big, Beautiful Bill Act» (BBB) por parte de Trump y sus aliados en el congreso la alianza entre Musk y Trump ha llegado a su fin, entrando su relación en una nueva fase que plantea muchas incógnitas sobre el futuro del nacionalibertarianismo como proyecto. Pero para entender mejor la implicación de su alianza y posterior ruptura es necesario considerar los resultados de su política exterior y de la contrarrevolución de un neoliberalismo autoritario que están llevando a cabo en los Estados Unidos

Un nuevo orden internacional y el declive del poder americano: America first, America alone

En estos primeros meses de la segunda administración Trump hemos sido testigos de transformaciones históricas en el orden internacional y en la posición de los Estados Unidos en el mundo. Es pronto aún para calibrar qué impacto tendrá la política internacional de los últimos meses para la posteridad, pero no es descabellado afirmar que con sus decisiones Trump ha encaminado a los Estados Unidos a profundizar en la pendiente declinante en la que se encuentra desde hace dos décadas.

Un elemento central y consustancial al trumpismo es su discurso e ideología declivista, que se encuentra formulada en el lema de campaña que da nombre a su vez al movimiento político que aupó a Trump al poder, el movimiento MAGA, Make America Great Again. El declivismo es una doctrina y percepción política que considera que una nación se encuentra en declive y que, de seguir por la misma senda, perderá su estatus de gran potencia. Desde un punto de vista psicológico el declivismo es un sesgo de confirmación que tiende a considerar el presente en términos negativos a costa de presentar el pasado nostálgicamente como una época idílica y mejor. Se trata de un mecanismo psico-político eminentemente conservador que puede presentarse en cualquier ideología (tanto en la izquierda como en la derecha), pero que resulta especialmente atrayente para la mentalidad reaccionaria.

Esta no es la primera vez que el discurso declivista juega un papel importante en la historia de los Estados Unidos, tal y como he explicad en trabajos anteriores. Sin embargo, es la primera vez que una doctrina declivista guía la política internacional de los Estados Unidos, conduciendo a la paradoja de que las acciones de Trump, pretendiendo revertir el declive americano, muy seguramente lo aceleren.

Como he explicado anteriormente, durante la década pasada comenzó a resurgir un nuevo discurso sobre el declive americano ligado a la sensación de la pérdida del control sobre la globalización: el fin de la unipolaridad tras la Era Bush, la crisis del 2007 y el ascenso de China fueron leídos por muchos como muestras del ocaso del poder americano, lo que condujo a parte de la élite económico-política estadounidense a desear replantear la globalización en unos nuevos términos que les fueran favorables. Sin embargo, esto no era tan sencillo, pues los Estados Unidos y China se encuentran en una situación de interdependencia: la prosperidad y crecimiento económico de una de las partes se sustenta en la reproducción de las condiciones sistémicas de la otra parte.

China ha conseguido convertirse en la fábrica del mundo gracias a la deslocalización industrial de las empresas que anteriormente producían en Europa y en los Estados Unidos. Dicha deslocalización industrial comenzada en los años 80 del siglo XX supuso la pérdida de cientos de miles de trabajos industriales, pero abarató el precio de los productos gracias a que bajaron en picado los costos de producción. Fue la precondición para la terciarización de la economía en Occidente y el crecimiento del sector servicios. Sin embargo, la deslocalización industrial también dañó irremisiblemente la capacidad negociadora de los sindicatos y la presión del mundo del trabajo para aumentar los salarios. Desde los años 80 se han disparado los beneficios empresariales gracias a la globalización, pero el poder adquisitivo de la clase trabajadora y las clases medias se ha estancado. Esto fue compensado transitoriamente por dos tendencias: acceso fácil al crédito para compensar el estancamiento salarial y un flujo constante de mercancías baratas producidas a coste de saldo en el sureste asiático. La revolución neoliberal de los 80 disparó los beneficios empresariales a costa de pauperizar a la clase trabajadora occidental, pero esto quedó enmascarado gracias al crédito y al fácil acceso a las mercancías baratas.

La primera burbuja, la del crédito, pinchó en el 2007 con el desplome del sistema financiero arrastrado por el escándalo de las hipotecas subprime. La segunda burbuja, la de las mercancías baratas, es sin embargo más difícil de abordar. Una de las cuestiones que dejó patente la crisis financiera fue que la fortaleza de una economía se constataba en base al poder del sector exportador. No en vano, fueron las potencias exportadoras las que salieron fortalecidas de la crisis. Esa fue la época en que China experimentó su auge y en lugares como Europa, Alemania vivió su edad de oro mientras el sur del continente debía negociar su rescate con la Comisión Europea. Es en esta época cuando comienza a calar con fuerza la idea de que el declive de los Estados Unidos radica en que ha permitido deslocalizar su industria, volviéndola dependiente de terceros países e hipotecando su futuro. Trump se convirtió en uno de los portavoces por excelencia de esta teoría y esta fue una de las ideas fuerza que le ha permitido conquistar la presidencia tanto en el 2016 como en el 2024. Por otra parte, esta es una hipótesis que Trump viene defendiendo desde mucho antes, desde finales de los 80 y principios de los 90. Es por este motivo que su reclamo resultó genuino en la década pasada. Porque lejos de parecer oportunista se presentaba como una idea consistente defendida desde largo tiempo atrás y que resonaba con el sentir de una buena parte de los estadounidenses.

El problema, sin embargo, se presenta a la hora de tener que mediar con un competidor con el que se tiene una relación de interdependencia. Es difícil que una agresión no se te vuelva en contra como un bumerán dañándote en el proceso. En el caso de las relaciones sinoestadounidenses la complejidad radica en que la externalización de la industria ha sido una precondición para mantener bajos los salarios en los Estados Unidos, lo que ha sido muy lucrativo para su élite económica. No es posible por tanto relocalizar las industrias sin que esto repercuta bien en el bolsillo de los consumidores, o bien en la cuenta de resultado de las empresas productoras. En la mente de Trump esta paradoja se resolvería a través de los aranceles. Trump vive con la hipótesis de que puede pasarle la factura de la reindustrialización de los Estados Unidos al resto del mundo, desde la creencia de que el resto de países necesitan las exportaciones estadounidenses más de lo que los Estados Unidos requiere importar productos ajenos. De manera que podría utilizar los aranceles como un arma de presión económica en un proceso de negociación bilateral con el resto de países del mundo, en donde los Estados Unidos, al ser un país fuerte y pretendidamente autosuficiente, puede imponer condiciones ventajosas al resto de países, consiguiendo así nuevos recursos y oportunidades con los que materializar la reindustrialización de los Estados Unidos y una mejor posición en la nueva globalización.

En abril del 2025 las teorías arancelarias de Trump se pusieron a prueba. Un mes antes el mandatario estadounidense había ensayado su ofensiva arancelaria con los países del NAFTA: México y Canadá, con la excusa de frenar el contrabando de fentanilo. El experimento fue por entonces un desastre, pues se hizo patente que los aranceles comprometían la viabilidad de las empresas estadounidenses (en especial el sector de la automoción), pues en muchos casos el proceso productivo de la industria estadounidense se encuentra fraccionado en fábricas localizadas en los tres países. La presidenta mexicana Sheinbaum amagó además con dejar de cooperar en el control de la frontera mexicano-estadounidense, lo que supuso un aliciente adicional para que Trump pusiera una moratoria sobre los aranceles. Comienza entonces un baile de imposición y moratoria arancelaria que se va a reproducir un mes después cuando el 2 de abril Trump replique a nivel mundial el desastre internacional que había ensayado con sus vecinos del NAFTA.

Como expuse con anterioridad, los aranceles tienen una importancia capital para Trump por tres motivos: En primer lugar, son una pretendida herramienta de financiación alternativa del Estado con la que justificaría bajadas de impuestos masivas a los ricos. En segundo lugar, son un arma con la que presionar a terceros países para obtener condiciones ventajosas en una negociación bilateral. En tercer lugar, se presenta como una herramienta macroeconómica con la que intervenir en el mercado global para cambiar las reglas de la globalización y reindustrializar los Estados Unidos, con el objetivo de recobrar una autonomía económica y preeminencia política perdidas.

Con todo esto en mente, el 2 de abril Trump anunció de manera presuntuosa y rimbombante el «Liberation Day», imponiendo a todas las naciones del mundo un arancel base del 10% y escalándolo en base a lo que él llamó «aranceles recíprocos», igualando con aranceles americanos supuestos aranceles previos impuestos por terceros países. Ahora bien, si se revisa la fórmula compartida por la Casa Blanca para calcular esos supuestos aranceles recíprocos, lo que se descubre rápidamente es que dichos aranceles foráneos no existen. Son por el contrario el déficit comercial que los Estados Unidos tienen con dicho país, de manera que, a mayor déficit comercial con un país, mayor el arancel impuesto por Trump. Por supuesto, el hecho de que los Estados Unidos tengan un déficit comercial con un tercer país no es responsabilidad de este. Por ejemplo, los Estados Unidos tienen déficits comerciales con países en desarrollo que venden materias primas a precio de saldo a los Estados Unidos, pero que carecen de la riqueza para comprarle sus productos manufacturados. Sin embargo, el principal grupo de países afectados por esta fórmula es el sudeste asiático, el objetivo real de esta estrategia comercial.

Las bolsas de todo el mundo reaccionaron a este anuncio con un pánico bursátil sin precedentes desde la crisis de las subprime, con pérdidas económicas millonarias incluso para los estadounidenses. Millones de ellos perdieron parte de sus ahorros y vieron depreciados sus planes de pensiones en cuestión de horas. Además, el golpe afectó con fuerza a la élite oligárquica trumpiana. Multimillonarios declaradamente trumpistas como Elon Musk o Bill Ackman vieron parte de sus fortunas volatilizarse en cuestión de días y empresas americanas como Apple encajaron pérdidas bursátiles sin precedentes. Que las medidas de Trump dañasen de manera tan directa a su principal grupo de apoyo hizo cundir el pánico en la Casa Blanca. Pero el mayor golpe llegó por parte de China y Japón.

Ambas naciones reaccionaron en un primer momento de manera antitética, con China adoptando una actitud beligerante imponiendo aranceles similares a los Estados Unidos, mientras que Japón se ofreció sumisamente a negociar con Washington. Sin embargo, desde la trastienda ambos países desplegaron la misma arma mortal y comenzaron a vender masivamente bonos de deuda estadounidenses inundando el mercado de bonos, depreciando su valor y disparando su prima de riesgo, lo que en la práctica se tradujo en que la deuda estadounidense fuera menos segura como valor refugio para los inversores, por lo que a los Estados Unidos le costaría muchísimo más endeudarse. La razón por la que esto supone un problema capital para los Estados Unidos descansa en el abultado déficit público estadounidense. El gobierno americano funciona desde hace décadas gracias a la emisión de ingentes cantidades de deuda pública, la mitad de ella comprada por China y Japón para reciclar los excedentes de dólares que obtienen mediante las exportaciones y que, si no las destinasen a comprar deuda estadounidense, amenazaría con apreciar excesivamente el valor del Yen y del Yuan, dañando la competitividad comercial de sus productos. Es por este motivo que ambos países asiáticos llevan décadas acumulando deuda estadounidense. Su venta masiva y depreciación supone la pérdida de miles de millones de fondos invertidos por ambos países, pero ponen en cambio a los Estados Unidos en una posición insostenible para sus cuentas públicas y su viabilidad como país.

En último término este es el problema de la interdependencia con un competidor: no puedes agredirle sin salir dañado en el proceso, y los Estados Unidos tienen mucho más que perder que China en esta confrontación, pues China exporta a muchos más países,  por lo que tiene margen para capear una recesión derivada de un descenso de sus exportaciones americanas. Pero los Estados Unidos no pueden confrontar simultáneamente una recesión provocada por el aumento de la inflación mientras lidia con problemas de financiación del déficit derivados del aumento de su prima de riesgo. La inflación venidera afectará tanto a consumidores como a empresas americanas que dependen para su supervivencia de la compra de productos baratos importados de China. Muy probablemente esto supondrá una ralentización de la economía americana que derivaría en una recesión, o incluso en una depresión económica. El cierre subsiguiente de empresas y el aumento del paro supondrá no solo una tragedia social para los Estados Unidos, sino además una pérdida masiva de ingresos para el Estado. Si a esto le sumamos que la depreciación de sus títulos de deuda encarece su endeudamiento, tenemos que Trump ha introducido a los Estados Unidos en una tormenta perfecta en la que los americanos tienen mucho más que perder que China.

Es por este motivo que Trump retiró al poco tiempo los llamados «aranceles recíprocos» al resto del mundo para ganar algo de oxígeno (manteniendo el tipo base del 10%). Mantuvo sin embargo los aranceles a China, si bien las presiones de Silicon Valley le obligaron a retirar los aranceles a los productos electrónicos fabricados por empresas estadounidenses en China. Sin embargo, mantuvo los aranceles a los componentes necesarios para producir dichos aparatos electrónicos, por lo que cualquier empresa que quiera fabricarlos en los Estados Unidos se verá en una situación de desventaja competitiva con respecto a los que lo fabriquen en China. Esta es una muestra de la irracionalidad económica de las decisiones de Trump y una de las múltiples razones por las que su política de aranceles indiscriminados seguramente no consiga su objetivo de reindustrializar los Estados Unidos.

A finales de mayo el tribunal estadounidense de comercio internacional declaró los aranceles del «Liberation Day» como ilegales debido a que su implementación mediante una orden ejecutiva supone una invasión competencial al Congreso, por lo que fueron suspendidos de manera cautelar, para ser posteriormente reinstaurados por un tribunal de apelación. Es probable que la batalla jurídica sobre la legalidad de estos aranceles acabe llegando al Tribunal Supremo.

Como consecuencia de este tira y afloja interno y externo Trump ha logrado destruir la reputación comercial e internacional de los Estados Unidos, realizando un acto de agresión económica a todos los países del mundo de manera simultánea e indiscriminada, fueran aliados o competidores y sin importar los efectos que fuera tener dicha acción. Peor aún, mediante esta acción ha demostrado los puntos débiles del sistema americano, así como su incapacidad para mantener los pulsos económicos que él mismo comienza, lo que sitúa a los Estados Unidos en una situación diplomática muy precaria.

Aunque esto sea suicida desde un punto de vista hegemónico, esta línea de acción es consecuente con el enfoque aislacionista que Trump está implementando en su política exterior. Con la única excepción de Israel, Trump está abandonando alianzas históricas y relaciones bilaterales especiales que las administraciones norteamericanas precedentes cultivaron desde la Guerra Fría. La guerra arancelaria con Canadá ha roto una relación de cooperación fronteriza y buena vecindad con una de las naciones más pacíficas y colaborativas del mundo. El abandono de ucrania y la humillación realizada a Zelenski en el Despacho Oval el 28 de febrero del 2025 supuso un antes y un después en la relación bilateral de Estados Unidos con la Unión Europea. La ruptura de los protocolos en el proceso de hostigamiento al mandatario ucraniano llevada a cabo por Trump y el vicepresidente JD Vance en el propio Despacho Oval destruyeron la «gravitas» del poder americano, una imagen de profesionalidad, epicidad y trascendencia vinculada a los símbolos políticos estadounidenses que la propaganda americana ha ido construyendo esmeradamente durante décadas y que quedó borrada de un plumazo ante la escenificación de matonismo de Trump y su vicepresidente.

Trump está desplegando además una retórica expansionista que ningún presidente estadounidense había utilizado abiertamente desde los tiempos de William McKinley. Trump ha expresado su deseo de anexionar Canadá, refiriéndose a la nación vecina frecuentemente como el Estado 51 y a su primer ministro como «gobernador» (en referencia a los líderes de los estados que conforman la Unión). A pesar de las es improbable que esta anexión se lleve a término, pues el propio Trump ha descartado una intervención militar en el país vecino y sus constantes amenazas arancelarias han alienado a una población históricamente muy proamericana. Trump ha amenazado también con recuperar el Canal de Panamá, cedido por el presidente Carter a Panamá en 1977. Trump ha expresado repetidamente que las autoridades panameñas están permitiendo que China lo controle y esto constituye su particular casus belli. No sería la primera vez que los EEUU toman el Canal desde que lo cedieran (1989), sin embargo, con todos los frentes que tiene Trump abiertos por la guerra arancelaria no parece que esta amenaza se vaya a concretar en el corto plazo.

Finalmente, está el caso de Groenlandia, un territorio que Trump ambiciona desde su primer mandato por sus recursos naturales, energéticos, minerales y de tierras raras, así como por su posición estratégica como puerto principal de acceso al Paso del Noroeste, que conecta por medio del Ártico los océanos Atlántico y Pacífico. Si bien esta ruta lleva siendo explorada desde el siglo XVI, alcanzando una cierta importancia en el siglo XIX, su verdadera relevancia se está revelando en la actualidad con el deshielo de los polos derivada del cambio climático. Las principales naciones ambicionan controlar sus rutas de paso y recursos naturales, y su cercanía al territorio americano hace que los Estados Unidos lo considere un punto geoestratégico de primer nivel. Trump ha amenazado en múltiples ocasiones a Dinamarca sobre la soberanía de este territorio, lo que supone una agresión diplomática sin precedentes de un miembro de la OTAN a otro. Da la casualidad, además, que dentro de la UE Dinamarca se ha destacado como uno de los miembros más atlantistas y comprometidos con la OTAN, lo que ha conducido a una sorpresa mayúscula para su población que no puede entender por qué se le paga de esta manera tantas décadas de lealtad y vasallaje. Por el momento es incierto si estas amenazas de anexionar Groenlandia terminarán por materializarse, pues la propia población local tampoco ha mostrado ningún interés al respecto, pero de llegar a ocurrir supondrá una crisis diplomática sin precedentes en la historia de los Estados Unidos.

Si bien Trump ha declarado que el objetivo de su política internacional es lograr un desacople con respecto a China, lo cierto es que por el momento sólo ha conseguido desacoplarse diplomáticamente de su mayor aliado geopolítico: la Unión Europea. La alianza atlántica entre Europa occidental y los Estados Unidos fue uno de los movimientos más trascendentes en la constitución de la hegemonía americana, pues consiguió incorporar a los antiguos hegemones europeos y sus zonas de influencia colonial bajo control americano directo, obteniendo en el proceso una enorme ventaja geopolítica frente a sus competidores soviéticos, además de acceso preferente a uno de los mercados más importantes del mundo.

Considerado en perspectiva, resulta patente que Trump no comprende la fuente del poder internacional americano y la base de su legitimidad. Si hay algo que ha caracterizado el ejercicio de la hegemonía americana en los últimos ochenta años ha sido la habilidad de los Estados Unidos de esconder una estructura imperial global tras mecanismos e instituciones de poder blando. A principios de la Guerra Fría los Estados Unidos crearon un orden internacional basado en la aplicación del derecho internacional y la gestión de conflictos por medio de instituciones multilaterales. Por supuesto, esto no impedía que los Estado Unidos aplicase zonas y casos de excepción en su patio trasero y en numerosos conflictos invocando la seguridad colectiva y el interés nacional. Sin embargo, reinaba la apariencia de que todos los países contaban con diversos foros donde intervenir para ser escuchados y participar de la gobernanza global (con los EEUU actuando siempre como un «primus inter pares»). Este orden permitía a los EEUU ejercer su hegemonía sin que lo pareciera (o ayudaba al menos a disimularla) y ejerció como una importante fuente de legitimidad internacional para los EEUU.

Con la II Guerra de Irak y el desprecio de George Bush al mandato de la ONU aconteció una primera ruptura en este consenso global que desprestigió enormemente a los EEUU. Donald Trump ha terminado por liquidar esta fuente de legitimidad del poder americano, dando fin a 80 años de construcción hegemónica en el proceso. No sabemos qué ocurrirá en un hipotético escenario post-Trump, pero resulta difícil imaginar que el resto de las naciones vuelvan aceptar sin cuestionamientos el liderazgo americano de las relaciones internacionales.

Lo que subyace a estos cambios históricos es un proceso de reestructuración imperial por parte de los EEUU ante la evidencia de que la unipolaridad y el poder global americano no volverán. En este sentido, las decisiones de Trump de romper las obligaciones y buenas relaciones con sus aliados históricos podrían explicarse como un proceso de reorganización de la esfera de influencia americana, que de tener un alcance y ambición global se estaría reconfigurando como un gran poder hemisférico. Trump debe pensar, como buena parte de su élite, que mantener una hegemonía global es demasiado costo y se encuentra redistribuyendo sus recursos en dos teatros estratégicos que les resultan de gran importancia: el hemisferio americano y el eje Asia-pacífico. Con la excepción de Israel, el resto de regiones y aliados históricos son abandonados, sustituyendo las grandes alianzas y los compromisos mutuos por relaciones bilaterales ad-hoc de las que los Estados Unidos intentará sacar el máximo provecho posible.

Tras esta mentalidad lo que subyace es una vuelta a los patrones imperiales del siglo XIX, donde un conjunto de grandes potencias en competición se repartían zonas de influencia y depredaban a su antojo al resto de países. En este sentido, el océano pacífico y el continente americano en su conjunto son la zona de influencia inviolable de los Estados Unidos, lo que supone un retorno a la Doctrina Monroe y a la Doctrina Mahan como imperativos rectores de la política exterior americana. Esta es la premisa con la que Trump se ha aproximado a negociar el fin de la Guerra de Ucrania con Putin, con quien mantiene una plena sintonía sobre este enfoque de las relaciones internacionales. La capitulación americana de Ucrania solo se entiende si consideramos que Trump ha renunciado a Europa como un teatro de operaciones relevante para los intereses estadounidenses. Lo que Trump y Putin están negociando no es solo el destino de Ucrania y sus territorios, es una nueva forma de concebir el orden global, en donde el mundo se comprende como un conjunto de zonas de influencia y patios traseros sobre los que las grandes potencias tienen derecho a intervenir y sobre las que el resto debe abstenerse. Trump está reconociendo la Europa del este como el patio trasero ruso a cambio de que Putin se aleje de Pekín, no interfiera en la guerra comercial de los Estados Unidos con China y no abra nuevos frentes que obliguen a Washington a desviar recursos de su frente principal.

La gran paradoja de la Doctrina Trump para la política exterior consiste en que el presidente pretende hacer América grande de nuevo achicando su esfera de influencia, aislándola de sus aliados históricos y renunciando a las herramientas que han posibilitado la hegemonía americana durante décadas. La ironía macabra tras la política exterior trumpista consiste en que, si bien esta se despliega como un intento desesperado por salvar la primacía americana, en su miopía nacionalista acabará por liquidarla. Trump, al declarar al mundo «America First», puede encontrarse con el resultado de «America Alone», y el vacío que deja en su soledad lo ocupará China.

La autocracia oligárquica de Trump y su asalto a la constitución americana

Todas estas transformaciones en la política exterior y constitución imperial de los Estados Unidos se están viendo acompañadas por transformaciones igualmente profundas en la política interna y en el orden constitucional estadounidense. Un giro autoritario del neoliberalismo al que he denominado como una «autocracia oligárquica». Tal y como expuse en el tercer apartado, el gobierno del segundo mandato de Trump muestra una marcada diferencia con respecto a su primer mandato por su creciente autoritarismo, así como por el carácter irrestricto y arbitrario de su acción de gobierno. Esto se debe a que Trump gobierna en esta ocasión sin ningún tipo de contrapeso o contención, interna o externa, que module su carácter, ambición y proyecto.

Durante su primera legislatura el poder legislativo actúo como un foco de contención del trumpismo, entre otras razones porque su control se encontraba dividido entre demócratas (senado) y republicanos (congreso), y el líder republicano del congreso era el libertariano Paul Ryan, quien a pesar de haber sido un candidato del Tea Party no guardaba grandes simpatías hacia Trump. Por otra parte, no fue hasta el final de su primer mandato que Trump lograse controlar al Tribunal Supremo, con la elección de tres jueces que aseguró una mayoría republicana por décadas. Por otra parte, Trump no contaba aún con el control absoluto del partido republicano, por lo que debía enfrentar también una oposición interna por parte de los moderados de su partido. Pero quizás el contrapeso más importante se encontraba dentro de su propio gobierno. Ya he mencionado anteriormente la importancia que tuvieron Ivanka Trump y su marido Jared Kushner a la hora de moderar y amortiguar los excesos del presidente, pero no fueron los únicos. El general John Kelly fue otra pieza de contención clave en calidad de jefe de personal de la Casa Blanca, la figura más importante en la gestión cotidiana del gobierno. Fue común durante el anterior mandato que Trump escogiera militares para puestos gubernamentales desde la creencia de que estos seguirían ciegamente las órdenes de su superior en la cadena de mando, llegando a comentar  a varios de ellos (incluido Kelly) que deseaba tener el tipo de generales que tenía Hitler, hombres totalmente leales a él y que siguieran ciegamente sus órdenes.

Sin embargo, tanto los generales del Estado Mayor como el propio Kelly no cedieron a sus pulsiones autocráticas y actuaron como un dique de contención ante los caprichos del mandatario estadounidense, dando lugar a que Trump fuera amado por buena parte de la tropa regular pero detestado por los líderes militares del Estado Mayor. Junto al ejército, otro importante elemento de contención fueron los cuadros medios y superiores de la burocracia ejecutiva, que desde una perspectiva de razón de Estado se negaron a aplicar muchas de las iniciativas del presidente. Durante el segundo mandato este ha supuesto uno de los principales puntos de unión entre Trump y Musk: ambos desean librarse del personal gubernamental de carrera; Musk para adelgazar el tamaño del gobierno y tener de esa manera una excusa para bajar los impuestos a los ricos sin aumentar el déficit público (o esa su aspiración). Trump comparte esta razón y a ella se suma la oportunidad de librarse de uno de los cuerpos que más contribuyeron a boicotear su primer mandato, sustituyendo a los funcionarios de carrera por leales incondicionales y volviendo así al Spoil System que caracterizó el gobierno estadounidense del siglo XIX.

Todos los contrapesos anteriormente descritos han desaparecido o están en camino de ser abolidos, a lo que se suma que al inicio del segundo mandato los tres poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) se encuentran en control del partido republicano y este a su vez bajo el control de Trump, por lo que no quedan mecanismos formales ni informales que puedan evitar una acción arbitraria del gobierno y el descenso de los Estados Unidos hacia una autocracia oligárquica.

El término de «autocracia oligárquica» denomina al régimen que está construyendo Donald Trump en sustitución de la democracia liberal americana. Se trata de un régimen capitalista e iliberal en donde el gobierno lo ejerce un líder carismático con poderes cuasi dictatoriales, pero en donde la constitución y el sistema de garantías legales democráticas siguen existiendo formalmente, aunque en un proceso de abolición. Esto es lo que nos impide denominarlo por el momento como dictadura, aunque ese es sin duda el objetivo final de las reformas que Trump está implementando. Este gobierna de forma decisionista, a golpe de órdenes ejecutivas e invadiendo las competencias del legislativo (el Congreso), en tanto que órgano constitucional encargado de elaborar las leyes. Sin embargo, como este se encuentra en manos republicanas, el legislativo está permitiendo que Trump usurpe sus funciones dando lugar a que las ordenes ejecutivas se comporten en realidad como «prerrogativas regias», los poderes especiales con los que estaban investidos los monarcas absolutos para gobernar sus dominios. Las constituciones modernas, comenzando por la estadounidense, surgieron durante los siglos XVIII y XIX para acabar con esta forma de entender la acción de gobierno, de manera que este no fuera el resultado de las decisiones arbitrarias de un hombre. Se intentaría, por el contrario, que la acción de gobierno funcionase como un mecanismo garantista y reglado para la formación de consensos, de manera que el gobierno fuera por consentimiento de los gobernados y de acuerdo con un sistema de leyes iguales para todos. Sin embargo, estos principios básicos del liberalismo político son ajenos a Trump y a los extremistas nacionalibertarianos que le sostienen.

Si bien en el régimen de Trump el gobierno se ejerce de manera autocrática, el poder reside en una oligarquía compuesta por capitalistas financieros y magnates de Silicon Valley, quienes componen la vanguardia del capitalismo estadounidense. Elon Musk o el propio Trump son ejemplos por excelencia de dicha oligarquía, la cual aspira a liquidar el contrato social del capitalismo democrático surgido del New Deal tras la Segunda Guerra Mundial. Esta oligarquía se encuentra dentro de un proceso de ofensiva en su lucha de clases contra los trabajadores estadounidenses, destruyendo los pocos resortes de bienestar y garantías sociales que debían sufragar a la clase trabajadora como parte del pacto social de posguerra. Esa es la razón por la que Musk ha intentado desmantelar la parte social del Estado a través de DOGE. Pero ese no es el único frente abierto por esta oligarquía trumpista. Esta se encuentra en un proceso de contraofensiva intentado preservar sus privilegios ante un mundo cambiante.

El proceso de declive americano abierto tras la crisis del 2007, unido al regreso de la multipolaridad por el auge de China conlleva a que la élite capitalista estadounidense haya perdido su monopolio sobre el control de la globalización. Esto ha dado lugar al inicio de una lucha entre élites emergentes asiáticas y élites declinantes occidentales que ha dado lugar a que desde los Estados Unidos se intente replantear la globalización en términos favorables para ellos, de manera que la élite trumpista está intentando poner fin en sus propios términos al orden internacional surgido tras la Segunda Guerra mundial que otorgó la hegemonía a los Estados Unidos, a la par que replantean las características de la globalización neoliberal surgida tras 1973.

De esto hablaré más detenidamente en el siguiente apartado, por el momento baste decir que este replanteamiento de la globalización para salvar su posición de privilegio ha llevado a que la élite oligárquica trumpista se enfrente también a otra parte de la élite estadounidense: la clase profesional. En el pasado la oligarquía trumpista y la élite profesional habían constituido un frente único y exitoso a la hora de promover y beneficiarse de la globalización neoliberal. Esta élite profesional es una intelligentsia compuesta por la clase política, las burocracias estatales, directivos y administrativos de medianas y grandes empresas, profesores de universidades de prestigio y la élite cultural. Representados por las facciones moderadas de los partidos demócrata y republicano, todos ellos se beneficiaron de la globalización defendiendo una visión cosmopolita de la misma que los llevó a abrazar valores que eran moderadamente progresistas en lo cultural y conservadores en lo económico. Esta clase fue además el núcleo productor de la hegemonía neoliberal y hoy en día siguen defendiendo el viejo orden declinante. Es por este motivo que la oligarquía trumpista necesita subyugarles para llevar a término su revolución reaccionaria.

El nacionalibertarianismo representa el proyecto con el que se pretende realizar esta contrarrevolución reaccionaria que replantee los términos de la globalización e instituya una autocracia oligárquica en los Estados Unidos. Los nazilib instrumentalizan los miedos y ansiedades de la clase media y de una parte de la clase trabajadora damnificada por la globalización para asaltar las instituciones y cambiar el contrato social. Su discurso populista puede resultar verosímil al apuntar contra una de las facciones de la élite estadounidense (la de los profesionales liberales de las costas), pero es capciosa al ocultar que su proyecto pretende beneficiar a otra parte de la élite americana (la oligarquía trumpista) a costa de los derechos de la clase trabajadora. En este sentido, tal y como expuse en el apartado sobre el nacionalpopulismo, es necesario además que los nazilib exploten los miedos de la población ante la amenaza exterior representada por los competidores geopolíticos (China) y el enemigo externo interiorizado, el inmigrante, que invadiría el país para robar las oportunidades a la gente común cambiando la cultura nacional en el proceso.

Este modelo de autocracia oligárquica toma su inspiración en la Rusia de Putin, quien también gobierna autocráticamente en un sistema que formalmente se presenta como una democracia representativa liberal, pero que en la práctica es un régimen autoritario en donde la figura de Putin concentra poderes cuasi dictatoriales compartiendo el poder con una oligarquía formada a partir de las privatizaciones del sistema público soviético realizadas por Yeltsin y Gaidar en los años 90 del siglo XX. Este régimen se ha construido ideológicamente a partir de un irredentismo nacionalista que busca reconstruir su esfera de influencia y poder perdido tras el colapso de la Unión Soviética, a la vez que defiende los intereses de su oligarquía y una visión tradicionalista ortodoxa del paneslavismo, en donde Rusia se imagina como una fuerza histórica resurgente tras décadas de declive y hostigamiento por parte de occidente (esto último cierto), abanderando un bloque geopolítico paneslavo y euroasiático. Todos estos elementos resultan de gran interés para Trump y para la oligarquía que le apoya. El propio Trump no se ha esforzado en esconder su admiración por Putin y por su forma de gobernar y la oligarquía trumpista aspira a concentrar el poder y ascendencia que tiene la oligarquía en Rusia. Por otra parte, la Rusia putinista se presenta como la historia de una potencia anteriormente en declive que ha reconquistado su lugar en el tablero global, lo que resulta también muy atractivo para un trumpismo que aspira a hacer América grande de nuevo.

Trump aspira a liquidar el régimen constitucional estadounidense y a sustituirlo por una autocracia oligárquica por medio de una doctrina conocida como la teoría ejecutiva unitaria. Esta es una doctrina constitucional que ha tenido muchas formulaciones a lo largo de la historia, pero que en esencia defiende que todo el personal y agencias que forman parte del gobierno deben responder y encontrarse bajo mando directo del presidente. Esta idea, que en principio puede sonar razonable, en la práctica supone una expansión sin precedentes del poder presidencial. Entre otras razones porque a lo largo del siglo XX el Congreso de los Estados Unidos ha ido creando agencias independientes para realizar distintas funciones vitales para los Estados Unidos, pero que no necesariamente deben encontrarse bajo control político directo. Estas agencias forman parte del gobierno, pero son autónomas con respecto al presidente de turno para asegurar un funcionamiento apartidista. Entre las más conocidas se encuentran la Reserva Federal, la CIA, la NASA o la Comisión Electoral Federal, por citar algunas de las 19 agencias reguladoras y ejecutivas. Formulaciones más extremas de esta teoría fueron propuestas durante la Era Bush para justificar la Patriot Act y la intromisión del gobierno en la vida de los ciudadanos en nombre de la lucha contra el terrorismo.

El think-tank conservador The Heritage Foundation rescató la teoría ejecutiva unitaria y la ha reformulado autoritariamente para otorgar al presidente un control irrestricto sobre todo empleado federal, acabando así con la idea de cualquier agencia independiente o de un funcionario de carrera ajeno al poder político de turno. Bajo la nueva formulación de la teoría ejecutiva unitaria, la desobediencia a cualquier orden directa del presidente supone un acto de traición y motivo justificado de despido, lo que otorga a Trump un poder ilimitado sobre el gobierno de los Estados Unidos por encima de cualquier discusión competencial.  El ideólogo de esta reinterpretación autoritaria de la teoría ejecutiva unitaria es Russell Vought, quien teorizó esta perspectiva del poder ejecutivo en el «Mandato para el liderazgo 2025», en el segundo capítulo de la primera sección. Vought en la actualidad es director de la Oficina de Administración y Presupuesto, que no solamente prepara y gestiona el presupuesto presidencial, sino además controla los procedimientos de la administración. Vought es un ejemplo destacado de lo que ha supuesto la Heritage Foundation para la segunda administración Trump: está proveyendo al magnate de un programa político y de cuadros de especialistas para implementarlo. El giro autoritario del gobierno de los Estados Unidos sería muy difícil de llevar a cabo sin estos especialistas que conocen los entresijos del poder y de la administración.

La administración Trump no ha tardado en desplegar este uso arbitrario e irrestricto del poder ejecutivo. Como ya he comentado, a través de las órdenes ejecutivas ha abolido de facto la iniciativa legislativa del Congreso, suplantando sus funciones. Adicionalmente, en la orden ejecutiva que aplicaba la teoría ejecutiva unitaria del 18 de febrero, la cual liquidó la autonomía de las agencias independientes, el equipo jurídico de Trump añadió una cláusula en la que se arrogaba al presidente y al fiscal general la prerrogativa de interpretar el sentido de la ley para la rama ejecutiva. Esto es una clara intromisión en las potestades del poder judicial, que en los Estado Unidos es el órgano que debe juzgar sobre el sentido de las leyes y su constitucional, y supone un ataque al Tribunal Supremo y a su potestad como interprete último de la ley reconocido desde Marbury vs Madison (1803).

El Tribunal Supremo controlado por el ala trumpista ha permanecido mayoritariamente pasivo ante este ataque al orden constitucional. Tan solo los jueces federales están presentando una resistencia al asalto del estado de derecho, lo que les ha valido acabar en la diana de la administración Trump y de Elon Musk, quien no solo les ataca frecuentemente desde su cuenta de X sino que además ha llegado a inmiscuirse en la elección de la corte suprema de Wisconsin invirtiendo 90 millones de dólares para beneficiar al candidato trumpista, si bien este terminó por ser derrotado por la candidata demócrata.

Pero esta ofensiva contra el estado de derecho no termina con el asedio al poder judicial. Se reproduce sistemáticamente día a día mediante la detención sin orden judicial de residente legales en los Estados Unidos, los cuales son en muchos casos deportados sin que medie delito, e incluso son encarcelados en gulags para pandilleros de El Salvador sin que se haya celebrado juicio previo. En la frontera, turistas y científicos son retenidos para revisar sus móviles y redes sociales en busca de alguna crítica a Trump hecha en público o en privado y, en caso de encontrarla, se les deporta de vuelta a sus países de origen.  A los estudiantes extranjeros que hayan manifestado alguna simpatía por la causa palestina o que hayan protestado contra el genocidio en Gaza perpetrado por Israel se les detiene en plena calle y se les interna en prisiones federales sin orden de detención o juicio previo, para posteriormente rescindirles su visado de estudio y deportarles a sus países. Todos estos casos tienen algo en común: el uso arbitrario del poder y la suspensión del imperio de la ley. Esto supone la violación del habeas corpus, la conculcación del principio de inocencia, la denegación del derecho a un juicio justo, la ausencia de garantías jurídicas y de un procedimiento de acuerdo a derecho. Y todas estas violaciones de las libertades y de los derechos más elementales lo perpetran una banda de hipócritas que llevan quejándose durante años sobre una supuesta cultura de la cancelación mientras entonaban loas a la libertad de expresión. Ahora todos ellos callan o participan activamente en la destrucción del Estado de derecho.

Las universidades se encuentran especialmente amenazadas, pues son unos de los focos de ataque de la administración. Después de haber estado años quejándose de la cultura woke y enarbolando la bandera de la libertad académica, Trump y su camarilla han elaborado una orden ejecutiva en la que prohíben enseñar feminismo, crítica al racismo o teorías que sean crítica con la historia de los EEUU, obligando que el temario se explique desde un enfoque patriótico ensalzando la nación. Con la excusa de combatir el antisemitismo en los campus, la administración Trump está chantajeando a las universidades amenazándolas con cortarles la financiación si se niegan a perseguir a los activistas, si no endurecen su normativa contra las protestas, y exigiendo así mismo la reforma de los planes de estudio para que se alineen con posiciones sionistas. Por supuesto, muchas de las voces que el año pasado hablaban sobre antisemitismo en los campus y sobre amenazas a la libertad académica callan ante este ataque a la educación superior. De entre las grandes universidades de la Ivy Leage la Universidad de Columbia fue la primera en capitular ante las demandas de Trump. Harvard, por el contrario, se ha plantado ante las demandas del presidente y se prepara para dar la batalla.

Junto a todas estas medidas que amenazan con destruir el Estado de derecho en los Estados Unido está aconteciendo otro gran ataque a los pilares de maltrecho Estado social americano surgido del New Deal de los años 30 y 40, así como de la Great Society de los años 60. El asalto a los programas sociales lo ha capitaneado Elon Musk desde su recién creado departamento DOGE (departamento de eficiencia gubernamental). A diferencia de los departamentos constitucionales, creados mediante un acta del congreso, DOGE fue establecido por medio de una orden ejecutiva el 20 enero del 2025. Tal y como se establece en la sección tercera de su acta de creación, DOGE surge a partir de una reestructuración y renombramiento de un departamento anterior creado por Barack Obama en 2014, el Servicio digital de los Estados Unidos. Este último sí fue creado por acta del Congreso de arreglo a derecho, y es por este motivo que Trump tomó el departamento y lo redefinió para que cumpliera el propósito diseñado por Musk. Este aspecto jurídico es importante porque el departamento, al no haber sido creado mediante un acta congresual, carece de base legal para realizar todas sus acciones. Por este motivo, si en el futuro se reinstaura el Estado de derecho Musk podría verse envuelto en numerosos litigios públicos y privados por sus acciones en el departamento.

Cuestiones legales a parte, DOGE ha sido creado por Musk y Trump con el objetivo expreso de realizar recortes masivos en el Estado, reestructurando sus departamentos y agencias mediante el despido masivo de trabajadores federales o mediante la supresión entera de agencias y departamentos. El objetivo declarado de estas acciones consiste en adelgazar el Estado para disminuir el gasto público. Musk y Trump aspiran a realizar bajadas de impuestos masivas a los millonarios estadounidenses, pero con la esperanza de no quebrar por completo las arcas públicas en el proceso. Dado que esas bajadas de impuestos suponen una reducción drástica de los ingresos públicos, es necesario buscar una fuente de ingresos alternativa, así como reducir drásticamente los gastos. Los aranceles de Trump tienen por objetivo lograr esa fuente alternativa de ingresos, mientras que los recortes de Musk por medio de DOGE pretenden reducir significativamente los gastos. Ambas estrategias políticas tienen por tanto el mismo objetivo final y se complementan entre sí: hacer económicamente viable la reducción de impuestos a los ricos.

No existen datos oficiales de cuantos empleados federales han sido despedidos por DOGE. En febrero la Associated Press informaba que cerca de 75000 empleados habrían aceptado el retiro voluntario ofrecido por el gobierno. En marzo del 2025 el departamento anunció a bombo y platillo la clausura de la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID), lo que estimaciones actuales consideran que ha podido suponer la muerte de 300.000 personas (la mayoría niños) por inanición entre los dependientes de esas ayudas para sobrevivir.. En el mismo mes Musk realizó recortes masivos en el departamento de educación, incluido el despido de buena parte de su plantilla, antecediendo la orden ejecutiva para su cierre efectivo. A mediados de abril del 2025 DOGE reclamaba que ahorrará con sus recortes 155 mil millones de dólares en el año fiscal del 2026, lo que supone un 85% menos de los 2 billones que prometió que ahorraría en campaña. Y como denuncia el New York Times gran parte del presupuesto que se reclama haber ahorrado no se encuentra ni si quiera bien justificado en su página web, por lo que hay dudas sobre su efectividad real.

De lo que no cabe duda es que la joya de la corona del proyecto nacionalibertariano es un desastre jurídico de dudosa efectividad económica. Musk ha podido violar numerosas leyes de protección de datos al acceder por la fuerza a los registros de la seguridad social y sus despidos son a todas luces ilegales. En el futuro, si llegara a restaurarse el Estado de derecho, acontecerán miles de litigios contra la administración pública por los miles de despidos improcedentes, cuyas potenciales indemnizaciones podrían suponer una carga onerosa para las arcas públicas cuyo coste podría llegar a ser muy superior a lo ahorrado por Musk.

A finales de mayo del 2025 el experimento de DOGE capitaneado por Musk llegó a su fin tras 130 días de mandato tal y como estaba estipulado en su contrato de empleado especial del gobierno. Musk abandona la administración Trump en una relación que comenzó siendo ambivalente con su antiguo aliado, alabando a Trump y siendo alabado por este, pero a su vez criticando la «One, Big, Beautiful Bill Act», una ley ómnibus que concentra toda la legislación que Trump quiere sacar adelante para su actual mandato. Entre otras cuestiones esta ley pretende elevar el techo de la deuda, realizar la bajada masiva de impuestos a los millonarios estadunidenses, poner las bases para el implemento de la IA tanto en el gobierno como industria estratégica para los Estados Unidos y el programa de endurecimiento del orden público con el que Trump pretende seguir consagrando su proyecto autoritario. Dejando a un lado el nombre ridículo y de inspiración trumpiana de la ley, esta es posiblemente la iniciativa política que va a encarnar la mayor transferencia de riqueza desde la clase trabajadora estadounidense a las clases pudientes americanas. Se estima que durante la década siguiente añadirá 3,8 billones de deuda a las ya colapsadas cuentas federales a la par que recortará un billón de dólares de gasto de políticas sociales. Este acto legislativo deja en papel mojado toda la actuación de Musk al frente de DOGE, convirtiendo su actuación en el gobierno en una colosal pérdida de tiempo que ha dañado la administración sin repercutir en beneficios tangibles para la población.

El debate sobre la aprobación de la BBB ha dado lugar a que, lo que comenzó siendo una despedida agridulce por parte del multimillonario sudafricano, haya acabado por convertirse en un enfrentamiento abierto entre Musk y Trump que puede desestabilizar el proyecto nocionalibertariano y convertirse en una guerra civil en el trumpismo.

La ruptura entre Trump y Musk y el futuro incierto del nacionalibertarianismo

El divorcio entre Trump y Musk va camino en estos momentos en convertirse en una auténtica guerra civil dentro del partido republicano y del movimiento MAGA, con Musk amagando con fundar un nuevo partido en la derecha nacionalibertariana, el America Party, mientras que Steve Bannon ha sugerido a Trump expulsar a Musk del país debido a una potencial infracción que pudo haber cometido cuando llegó a los Estados Unidos con un visado de estudiante. Mientras, los seguidores de la actual administración se encuentran divididos entre las dos figuras y un manto de incertidumbre envuelve su proyecto político ante la posibilidad de que la ley acabe encallando en el Congreso, lo que cronificaría el conflicto entre las dos alamas de la actual administración: la nacionalibertariana liderada por Musk y la nacionalpopulista leal a Trump.

El conflicto comenzó el jueves 5 de junio cuando, tras una crítica de Musk a la BBB y a la traición de Trump de combatir el déficit, el presidente contestó que los ataques del dueño de Tesla se derivaban de una hipotética negativa de incluir subvenciones a los coches eléctricos en la ley. Musk negó esta acusación, así como su conocimiento sobre esta ley, recriminando a Trump de ingratitud por todo el apoyo y financiación ofrecidos desde la campaña electoral, apuntando a que sin su ayuda Trump nunca hubiera obtenido los resultados que consiguió. Trump respondió a las acusaciones de Musk señalando que, si Musk se encontraba tan preocupado por el déficit, lo más sencillo sería cancelar los contratos multimillonarios de la administración con las empresas de Musk. Fue entonces cuando tras intercambiar un par de mensajes más por redes sociales, Musk voló por los aires todos los puentes con Trump publicando un tweet incendiario en el que acusaba a Trump de estar en la lista del millonario y proxeneta infantil Jeffrey Epstein (suicidado en 2019), exigiendo la inmediata desclasificación de la lista por el gobierno. En un tweet posterior Musk amenazó además con finalizar el contrato con la NASA en el uso de sus cohetes modelo Dragón, si bien un usuario de Twitter le convención para que no lo hiciera. El conflicto comenzó a desescalarse el día 6 cuando el multimillonario Bill Ackman publicó en Twitter su apoyo a ambas figuras haciendo un llamamiento a la unidad, petición que fue refrendada directamente por Musk en comentario al tweet, e indirectamente por Trump quien declaró a la prensa que no dedicaba ningún pensamiento a Musk y que no hablaría con él por algún tiempo. Sin embargo, el sábado 7 de junio Musk volvió a avivar el conflicto tras publicar una encuesta en Twitter preguntando a sus seguidores si debía fundar un nuevo partido. Tras un abrumador apoyo a esta idea Musk publicó un segundo tweet con el nombre «America Party», a la vez que borraba su anterior tweet sobre la lista Epstein.

Considerando la importancia que tiene la lealtad incondicional para Trump y que este se afana en destruir a quienes le traicionan es probable que en el futuro veamos un ajuste de cuentas del presidente contra su antiguo aliado. Si este se materializará como una deportación (tal y como defiende Bannon) o con algún otro castigo dependerá del calculo que haga Trump y su jefa de gabinete Susie Wiles, quien en el pasado ya se ha encargado de poner límites al magnate sudafricano. Por otra parte, resulta incierto si la amenaza de Musk de formar un nuevo partido llegará a materializarse. Seguramente dependerá de cuán acorralado se vea políticamente y si encuentra algún republicano desencantado con Trump para enfrentarse a él (pues, como señalé en el aparatado anterior, Musk no puede presentarse a la presidencia por no ser ciudadano nativo estadounidense). No son pocos en el partido que privadamente desaprueban la BBB y si esta encallase en el Capitolio deslegitimando la autoridad del presidente, algunos podrían verse tentados a tomar el dinero de Musk para salvar su carrera política, en especial considerando que el año que viene serán las elecciones de mitad de mandato para renovar el Congreso, momento en que podría materializarse la traición a Trump si sus políticas acabasen por desprestigiar al partido republicano de cara a la opinión pública.

A pesar de todas estas dificultades Trump no parece dispuesto a dejar voluntariamente el poder y ya ha dejado caer que no descarta volver a presentarse a un tercer mandato en 2028, incluso considerando que la vigesimosegunda enmienda de la constitución americana se lo prohíbe. Y no es de extrañar, ya que la cantidad de delitos y catástrofes que está perpetrando él y su administración le obligan a no abandonar la presidencia y su aforamiento, pues es poco probable que en esta ocasión consiga eludir la cárcel en su futura pospresidencia. A esto se suma que Trump tiene una concepción patrimonial del poder, del partido republicano y de la presidencia. Trump piensa como un empresario, en su mentalidad ha conseguido obtener para sí la presidencia del país y del partido y ahora son suyas para disponer de ellas como le plazca. Un empresario de éxito no renuncia a sus mejores activos y Trump no abandonará el poder sin luchar, ni permitirá que lo tenga otro que no pertenezca a su familia o que haya sido designado personalmente por él.

Frente a este autócrata, el establishment demócrata se encuentra paralizado y apático sin presentar resistencia a la destrucción del Estado de derecho y de la democracia americana. Sin embargo, esto no implica que no esté surgiendo una alternativa a Trump. Vinculados al establishment demócrata y al liberalismo de la tercera vía, muchos demócratas neoliberales están gravitando alrededor de la propuesta de Ezra Klein y su libro Abundancia, que se ha erigido en una suerte de manifiesto de la elite profesional para plantear una alternativa a Trump y al declive americano en clave de políticas estatales desarrollistas. Frente a la agenda nacionalibertariana de Trump y a este intento de revivir el neoliberaismo mediante el desarrollismo económico se yerguen Bernie Sanders y AOC, quienes han empezado una gira por todos los Estados Unidos para denunciar y combatir a la oligarquía, realizando encuentros multitudinarios a los que acuden decenas de miles de personas, incluso en Estados firmemente republicanos. El tiempo dirá si conseguirán generar un germen de resistencia al régimen autocrático de Trump o si el establishment demócrata conseguirá aplastarles como hizo en el pasado. En cualquier caso, el lema luxemburgista de «socialismo o barbarie» hacía tiempo que no era tan pertinente.

Como se ha podido comprobar, el nacionalibertarianismo es una deriva autoritaria y reaccionaria del neoliberalismo que ante su fracaso intenta reconfigurar el orden global para preservar los privilegios de una oligarquía económica. la nueva extrema derecha que ha tomado la Casa Blanca está intentando redefinir la globalización neoliberal al más puro estilo de un gatopardismo para las elites económicas occidentales: Cambiarlo todo para que nada cambie.

Cierre

Archivado como

Publicado en Artículos, Conservadurismo, Élites, homeCentro, homeCentroPrincipal2, Ideología and Política

Ingresa tu mail para recibir nuestro newsletter

Jacobin Logo Cierre