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Trabajadores envasando jarabes y dulces de fruta en jarros de vidrio en una planta embotelladora, alrededor del año 1890 (Archivo Hulton/Getty Images)

Cómo los filósofos analíticos entendieron el capitalismo

Traducción: Matías Demarchi

La filosofía analítica, una rama de la disciplina que hace énfasis en la argumentación rigurosa, a menudo se descarta como un conjunto de juegos de rompecabezas abstractos. Pero los filósofos analíticos han reinterpretado el marxismo para ofrecer una crítica radical de la sociedad capitalista.

El legado de la teorización marxista de este siglo y del anterior es contradictorio. El propio Karl Marx desarrolló una visión totalizadora del capitalismo como un sistema global que transformaba las relaciones sociales humanas basándose en la teoría económica más avanzada de su época y en la información sobre el funcionamiento del capitalismo del siglo XIX recopilada por las instituciones burguesas. Por ejemplo, los inspectores de fábricas empleados por el Estado británico desde principios de la década de 1830, aunque pocos en número y en gran medida impotentes, proporcionaron a Marx y Friedrich Engels un tesoro de datos sin los cuales el desarrollo de los argumentos empíricamente fundamentados de El Capital habría sido imposible. Tan entusiasmado estaba Marx con el valor de una burocracia armada con las herramientas de la objetividad científica, que describió al jefe de la inspección de fábricas, Leonard Horner, como el «censor de las fábricas».

La ironía es que el compromiso pragmático del propio Marx con la «ciencia burguesa», a menudo no ha sido compartido por sus seguidores. Mientras que los economistas de izquierda desarrollaban sofisticadas interpretaciones de los efectos del cambio tecnológico sobre la rentabilidad y los filósofos reflexionaban seriamente sobre el equilibrio adecuado entre el poder de la libertad individual y la autoridad de las instituciones sociales, los marxistas dogmáticos, a menudo se aislaban en guetos teóricos. Allí desarrollaban con frecuencia explicaciones a priori de los fenómenos económicos y sociales que se ajustaban como ropa holgada a la realidad.

La economista marxista Joan Robinson fue quizá la que más duramente respondió a esta corriente de «marxismo zombi»:

Cuando digo que entiendo a Marx mejor que tú, no quiero decir que conozca el texto mejor que tú. Si empiezas a lanzarme citas me tendrás desconcertada en un santiamén. De hecho, me niego a jugar antes de que empieces. . . . Lo que quiero decir es que yo tengo a Marx en los huesos y usted lo tiene en la boca. [Si] cada uno de nosotros quiere recordar algún punto complicado de El Capital, por ejemplo el esquema del final del Volumen II. ¿Qué se hace? Tomas el volumen y lo buscas. ¿Qué hago yo? Cojo el dorso de un sobre viejo y lo resuelvo.

Esta hostilidad hacia el pensamiento no dogmático ha llevado a que dos problemas centrales de la política radical en particular -la agencia humana y la justicia- hayan sido enterrados bajo una explicación oscurantista, como en la teoría de la sobredeterminación de Louis Althusser, que pretende explicar un fenómeno que está determinado por una miríada de causas, o descartados por completo como moralina burguesa «perfectamente compatible con la propiedad privada de los principales activos productivos de la sociedad», como ha afirmado el sociólogo Dylan Riley.

Pero estas objeciones no dan en el blanco. A lo largo del siglo pasado, se desarrolló una tradición de teoría marxista, el marxismo analítico, que corría paralela al pensamiento dogmático que aún prevalece entre sectores de la izquierda. Intentó enfrentarse a las complejidades de las relaciones sociales capitalistas, armado (como lo hizo el propio Marx) con las herramientas conceptuales más sofisticadas disponibles, ya fueran de la economía burguesa o de la filosofía. A pesar de las afirmaciones en contra, sus ideas siguen siendo indispensables para cualquiera que intente comprender lo que está mal en el capitalismo y trazar un camino hacia una sociedad más justa.

 

Clase, agencia individual y acción colectiva

Un dogma del pensamiento de izquierda es que intentar comprender la sociedad desde la perspectiva del individuo mistifica de algún modo las relaciones sociales capitalistas más amplias. Basar un análisis del capitalismo en los intereses, actitudes y comportamientos de los agentes individuales, dice el razonamiento, transforma una explicación estructural del capitalismo en algo no más sofisticado que un estudio de mercado. El intento de explicar fenómenos sociales a gran escala, como la clase, en términos de «microfundamentos» individuales es presentado a veces por defensores y detractores por igual como un anatema para el marxismo. Sin embargo, este enfoque es indispensable para cualquier análisis marxista plausible de la clase y la dinámica de la formación de clases.

De hecho, el pensamiento más sofisticado sobre la clase en la segunda mitad del siglo XX, los escritos de Erik Olin Wright, buscaban fundamentar la dinámica del capitalismo en los microfundamentos de la agencia individual. Para Wright, la clase es una cuestión de tu relación con los medios de producción (tierra, edificios, máquinas, etc.); esa relación determina qué tipo de ingresos obtienes y cómo los obtienes. «Lo que tienes determina lo que obtienes», argumentaba Wright, y «lo que tienes determina lo que tienes que hacer para obtener lo que obtienes».

Los capitalistas deben contratar trabajadores para producir bienes, que luego venden en el mercado; el beneficio es lo que queda después de pagar los costes de producción (incluidos los salarios), que proporciona a los capitalistas sus ingresos. Los trabajadores, por supuesto, deben vender su trabajo a cambio de un salario, que constituye su renta, de la que deben depender para sobrevivir. Dado que los trabajadores sólo pueden reproducirse participando en un contrato salarial, están sujetos a la explotación y la dominación, lo que hace que su relación con los patrones sea fundamentalmente antagónica. Lo fundamental de la teoría de Wright es que, utilizando un concepto sociológico supuestamente «burgués», elaboró una teoría social que apuntaba a uno de los principios clave de la economía liberal: que los trabajadores suscriben libremente el contrato laboral.

La clase, tal y como Wright la entendía, es enteramente una cuestión de intereses, actitudes y comportamiento de los agentes individuales. Los hechos de la explotación y la dominación capitalistas surgen porque los individuos con la propiedad de los medios de producción ejercen poder sobre los que carecen de esa propiedad, con consecuencias sistemáticas para los miembros individuales de cada clase.

El enfoque riguroso -o positivista, si se quiere ser despectivo- de Wright para entender la clase le ayudó a él y a sus compañeros de viaje, como Adam Przeworski y Jon Elster, a proporcionar al marxismo algo de lo que carecía urgentemente: una teoría de por qué, a pesar de la proletarización de la mayoría de la sociedad, no se produjo la revolución socialista. Gran parte del trabajo de Wright se dedicó a averiguar cómo clasificar a las personas que no caían limpiamente en la clásica dicotomía capitalista-proletario, y a rastrear las consecuencias de caer en una «ubicación de clase contradictoria».

Las consecuencias de la propia situación de clase son algo diferentes de lo que Marx y muchos de sus primeros seguidores predijeron: no es cierto que los trabajadores, en virtud de la conciencia de su posición de clase común y de sus intereses compartidos, se organicen necesariamente para resistir a su explotación, y mucho menos para hacer una revolución socialista. De nuevo, tenemos que mirar a los intereses de los agentes individuales para ver por qué es así. Aunque los trabajadores tienen un interés compartido en luchar colectivamente contra la clase capitalista, también existen muchas barreras para la acción colectiva. Polémicamente, desde la perspectiva de los marxistas dogmáticos, los marxistas interesados en aclarar las causas de la inacción obrera llegaron a utilizar las herramientas teóricas de la teoría de juegos, un enfoque utilizado por la industria de defensa para comprender la amenaza de la guerra nuclear.

Este enfoque más riguroso permitió a los marxistas aclarar los obstáculos a la resistencia obrera masiva al capitalismo. Uno de ellos es que los trabajadores dependen de un empleo estable para su subsistencia (y la de sus familias), por lo que organizarse contra el patrón conlleva el riesgo de ser despedido. Otro es el problema del «free rider», muy discutido en la teoría de juegos: los individuos se benefician de la acción colectiva aunque ellos mismos no participen en el esfuerzo, lo que genera un incentivo para eludirla y dejar que otros asuman la carga. Pero el peligro es que, si un número suficiente de personas se deja llevar, los esfuerzos colectivos fracasarán. A pesar de sus intereses de clase compartidos, deberíamos esperar que la resistencia colectiva al capitalismo sea una situación excepcional y no típica, como ha argumentado recientemente el sociólogo Vivek Chibber en su libro The Class Matrix, que desarrolla en parte las ideas de su mentor Wright.

Los socialistas deben abordar seriamente estos problemas, en lugar de esconderse tras explicaciones complicadas que conciben la resistencia de forma voluntarista. Si no prestamos atención a la estructura de la sociedad capitalista, y a los incentivos y presiones que esta estructura crea para los agentes individuales, seremos incapaces de revertir décadas de disminución de la afiliación sindical, y de reavivar los movimientos políticos masivos de la clase obrera. No nos hacemos ningún favor asumiendo que la atención a las motivaciones individuales y a la racionalidad es inherentemente liberal o antimarxista, o descartando teorías supuestamente burguesas por estar fundamentalmente ligadas a la ideología procapitalista.

El socialismo y la filosofía moral

En las respuestas socialistas a la filosofía moral se puede encontrar una aversión instintiva similar al pensamiento serio. Los intentos explícitos de teorizar sobre la justicia, el bien y el mal, y la buena vida, a menudo se chocan contra la réplica de que la elaboración de recetas para las cocinas del futuro se interpone en el camino de un análisis de la explotación capitalista.

Pero los socialistas necesitan principios morales que les guíen en la construcción de una visión de futuro. Necesitamos ser capaces de explicar a los demás cómo y por qué esa visión del futuro es moralmente deseable. «Una concepción socialista de la justicia», escribió recientemente la filósofa Lillian Cicerchia en Jacobin, «debería ofrecer buenas razones para una gran apuesta existencial: ¿Por qué debería la gente apostar por una transición más allá del capitalismo?». Dados los riesgos que entraña y la incertidumbre del destino, la izquierda tiene que ser clara, en beneficio de los demás y en el nuestro propio, sobre lo que está moralmente en juego en nuestro proyecto de transformación fundamental de la sociedad. (No es de extrañar que G. A. Cohen, que se hizo un nombre reconstruyendo minuciosa y rigurosamente la teoría del materialismo histórico de Marx, pasara la mayor parte de su carrera posterior evaluando argumentos morales a favor y en contra del capitalismo y el socialismo).

Aceptar la necesidad de la filosofía moral significa hacer el trabajo de evaluar cuidadosamente las afirmaciones y los argumentos morales por sus propios méritos. Lamentablemente, gran parte del trabajo que se produce en los departamentos de filosofía angloamericanos no resiste el escrutinio, por decir lo menos, ni es de mucha utilidad práctica para la izquierda. Aún así, debemos cuidarnos de la oposición reflexiva a los enfoques filosóficos que se apoyan en ideas que se consideran «liberales». Se trata de un reflejo que puede impedir una comprensión adecuada de pensadores que, aunque no sean explícitamente de izquierda, pueden ofrecer contribuciones útiles al pensamiento socialista.

Un ejemplo típico de esta actitud despectiva puede encontrarse en una reciente andanada contra la filosofía analítica, de parte de Christoph Schuringa. En ella afirma que el clásico del filósofo político John Rawls, Una teoría de la justicia, es «una apología ampliada del liberalismo estadounidense». Pero aquí corre el riesgo de equiparar el hecho de que los liberales hayan abrazado las ideas de Rawls con la idea de que estas mismas ideas son hostiles a la política socialista. Un estudio atento de Rawls revela que él creía que una sociedad justa iría más lejos que incluso los estados de bienestar escandinavos en la redistribución de la riqueza y el poder, siguiendo líneas igualitarias.

Además, creía que el capitalismo «realmente existente», incluso el relativamente humano de la posguerra, era moralmente inaceptable. Dependiendo de la historia particular de una sociedad y de una evaluación empírica de las consecuencias concretas de los diferentes acuerdos institucionales, la justicia requeriría o bien lo que él llamaba «democracia de la propiedad», en la que la propiedad privada estaba permitida pero radicalmente dispersa para evitar grandes concentraciones de riqueza, o bien un socialismo basado en el mercado que protegiera los derechos individuales de libre expresión y participación política.

Esta caracterización errónea de Rawls quizá se deba a un error más fundamental y común sobre sus premisas. Schuringa acusa al autor de Una teoría de la justicia de «[ignorar] la idea central que el marxismo, la teoría crítica de la raza, el feminismo y otras críticas del orden social» han intentado inculcar a los liberales, que es «que las relaciones de poder estructuran el mercado [de las ideas] antes incluso de que nadie haya entrado en él». En lugar de ignorar las relaciones de poder, el reconocimiento de la distribución desigual del poder es una premisa fundamental de la teoría política de Rawls.

La teoría pretende articular los principios de justicia que rigen la estructura básica de la sociedad, es decir, «la forma en que las principales instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas derivadas de la cooperación social». La razón de centrarse en la estructura básica es que

sus efectos son tan profundos y presentes desde el principio. . . . Esta estructura contiene diversas posiciones sociales y . . . los hombres nacidos en diferentes posiciones tienen diferentes expectativas de vida determinadas, en parte, por el sistema político, así como por las circunstancias económicas y sociales.

El objetivo de la teoría de la justicia de Rawls, en otras palabras, es articular principios que expliquen si, cuándo y cómo pueden justificarse las desigualdades fundamentales de poder y privilegio «de partida». De hecho, el último tercio de Una teoría de la justicia está dedicado a explorar cómo los diferentes tipos de estructura básica afectarían al desarrollo psicológico de sus miembros y, por tanto, asegurarían (o no) la estabilidad social.

Este es el punto del infame experimento mental del «velo de ignorancia», en el que el filósofo nos pide que imaginemos los principios que querríamos que rigieran la sociedad sin ningún conocimiento de nuestro lugar potencial en ella. Este experimento mental probablemente ha generado más confusión que claridad sobre lo que Rawls estaba argumentando exactamente. Pero la idea básica era que las principales instituciones de una sociedad deberían ser igualmente justificables para todos, independientemente de los accidentes de nacimiento o de las visiones idiosincrásicas del bien de cada uno: el credo religioso de una persona, por ejemplo, o sus aspiraciones creativas o artísticas. No es de extrañar, por tanto, que Rawls acabara argumentando que el statu quo capitalista era injusto, o que los pensadores de izquierda sigan encontrando hoy en día poderosos argumentos anticapitalistas en su obra.

La teoría que necesitamos

Una de las frases más citadas de Marx, de sus Tesis sobre Feuerbach, es: «Hasta ahora los filósofos sólo han interpretado el mundo de diversas maneras; de lo que se trata es de cambiarlo». No debemos interpretar esta sentencia como un abandono total del pensamiento claro y sistemático sobre la sociedad. Más bien deberíamos preguntarnos qué enfoque teórico ayudará a los socialistas de hoy a cambiar el mundo.

La respuesta debe ser una que penetre en las apariencias desconcertantes de la sociedad capitalista sin privarse de las herramientas teóricas que esta sociedad ha producido. Hacer esto último, deben reconocer los socialistas, supone un retroceso intelectual más que un avance.

Adoptar lo mejor de la teoría y la filosofía «burguesas» puede permitirnos explicar lo que encontramos moralmente objetable en la sociedad actual y ofrecer una visión atractiva de un mundo mejor. Para avanzar en este proyecto, las ideas de la filosofía analítica y del marxismo analítico serán esenciales para construir la teoría emancipadora que necesitamos.

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