La irracionalidad y la incompetencia del sistema en el que vivimos no se había manifestado con tanta claridad desde la grotesca crisis financiera de 2008. Por supuesto, no tenía por qué ser así.
Muchos niegan el problema. Argumentan que el apartheid de las vacunas no es el causante de la situación, pues Sudáfrica, que alertó antes que nadie sobre la amenaza de la variante Ómicron, ahora tiene dosis en exceso y no las aplica debido a la reticencia que muestra su población a la hora de vacunarse. Sostienen que el problema no estuvo en la insuficiencia de la exportación y producción local de vacunas, sino en la exportación y en la producción local de información falsa. El problema real no es el capitalismo, sino los «covidiotas».
Por otro lado, en ciudades como Bruselas, Ámsterdam y Viena miles de manifestantes se enfrentan con la policía por los intentos de promover la vacunación mediante restricciones por sector, pasaportes sanitarios y otras medidas más coercitivas. Incluso quienes están de acuerdo hasta cierto punto con las restricciones en medio de una emergencia sanitaria, pues consideran que es necesario alcanzar índices de vacunación más altos, no están del todo cómodos con la magnitud de la violación de derechos civiles que implican las medidas más radicales adoptadas en lugares como Austria, donde es probable que las personas no vacunadas no puedan salir de su casa, o Australia, que instaló campos de cuarentena distantes de los centros urbanos.
En otros lugares, una población exhausta después de dos años de restricciones que atentan contra las libertades individuales, proclama la supuesta levedad de la nueva cepa en función de los datos preliminares sobre los focos de contagio en Sudáfrica, que muestran una disminución de las infecciones y de los casos letales. Argumentan que los patógenos tienden a atenuar su virulencia con el tiempo y que si la variante Ómicron produce efectivamente una enfermedad más suave, tal vez sea la cepa que estábamos esperando.
Ojalá estos optimistas tengan razón. Pero la creencia de que los virus siempre evolucionan hacia una fatalidad menor no se adecúa a lo que nos dice la teoría, y el aplanamiento de la curva en los focos de Sudáfrica contradice otros datos preliminares de Dinamarca, Noruega y el Reino Unido, que están experimentando un aumento de casos muy superior a los picos anteriores. Debemos evitar que nuestro comprensible deseo de que la enfermedad se vuelva más leve nos lleve a un razonamiento interesado que atiende solo a la evidencia que apunta en la dirección conveniente.
Al mismo tiempo, el índice de contagios dejó de coincidir con el índice de internaciones y muertes. ¿No son estos últimos datos los que importan? Es verdad que un estudio reciente sobre la situación en Sudáfrica sugiere una reducción significativa de los casos graves. ¿Queda espacio para una pizca de esperanza en medio de tanto enojo y desesperación?
¿Qué está sucediendo? ¿Por qué leemos conclusiones y argumentos contradictorios? Y, más importante, ¿qué tipo de políticas deberíamos defender? No cabe duda de que la situación es complicada, incluso cuando se trata de definir con certeza si el apartheid de las vacunas está vinculado a la reticencia de la población o de poner a prueba nuestros conocimientos sobre la evolución viral.
Si pretendemos terminar con la pandemia y con las restricciones que pesan sobre nuestra vida cotidiana, la mejor arma que tenemos a disposición es comprender la situación.
¿El apartheid de las vacunas causó la variante Ómicron?
Pocos días después de que Sudáfrica alertó al mundo sobre la emergencia de una nueva variante que se propagaba a una velocidad inédita y de que las Naciones Unidas la bautizaron «Ómicron», Gordon Brown, ex primer ministro británico, un tipo de carácter más bien reservado, denunció sin pelos en la lengua el «neocolonialismo de la Unión Europea».
Brown, que también es embajador del área de financiamiento de sistemas de salud de la OMS, se enteró con furia de que en agosto, momento en que, a causa de la ola de contagios más letal que haya azotado a África hasta ahora, el espacio escaseaba en las morgues de países como Zimbabue, la Unión Europea había frustrado la campaña de vacunación mediante la incautación de diez millones de dosis de Johnson & Johnson, producidas parcialmente en Sudáfrica. Con el 70% de los europeos completamente vacunado, cabe concluir que la confiscación obedeció al interés de Europa de armarse con dosis de refuerzo, aun cuando naciones como Burundi ni siquiera habían iniciado sus campañas.
Por supuesto, muchos sectores se apuraron a responder que se trataba de una acusación moral desinformada para la tribuna, pues en Sudáfrica las vacunas desbordaban y el problema era la reticencia de la población. ¡Ojalá fuese tan sencillo —decían— como prescindir de los derechos de propiedad intelectual y financiar la transferencia tecnológica en beneficio del Sur Global! La UE, que se opone a las liberación de las patentes, aprovechó el congreso de la OMS realizado en Génova para reiterar su posición sobre la inutilidad de relajar los derechos de propiedad intelectual, pues teóricamente no contribuiría en ninguna medida a mejorar la distribución de vacunas en los países en vías de desarrollo.
Sin embargo, Brown tiene razón cuando dice que nada de esto debería sorprendernos. Y el hecho de que esta charla de la OMS sobre la liberación de patentes haya tenido que posponerse debido a la propagación de la variante Ómicron, que es en parte un resultado de la política defendida por esas mismas élites, no deja de ser una ironía que Brown seguramente captó.
Es importante notar que, aunque fue el primer país en alertar al mundo sobre la propagación de la nueva cepa, identificada en un grupo de diplomáticos que habían viajado a Botsuana, de eso no se sigue que Sudáfrica sea el país de origen de la mutación. Deberíamos agradecer a la región por el excelente control epidemiológico que hace y por su infraestructura de secuenciación genómica, legados de una larga historia de lucha con enfermedades como el VIH, la tuberculosis y el Ébola. Los datos posteriores mostraron que la variante Ómicron había empezado a propagarse en los Países Bajos una semana antes, es decir que el virus estaba circulando sin ser descubierto.
No obstante, la circulación fuera del sur de África tampoco permite concluir que el virus no haya emergido en esa zona. Simplemente no lo sabemos. Y si asumimos que la variante evolucionó en alguna parte de Sudáfrica, deberíamos recordar que, aun si es verdad que el gobierno de ese país solicitó a Pfizer y a Johnson & Johnson que retrasaran la entrega de vacunas en noviembre, a causa de la desaceleración de la campaña, el suministro recién se había estabilizado en agosto.
Los especialistas en filogenia y otros investigadores afines pueden rastrear la evolución de las cepas de SARS-CoV-2, mediante la comparación de sus genomas en centros de procesamiento de datos virtuales. El más importante es Nextstrain, proyecto de código abierto diseñado por el equipo de Trevor Bedford, epidemiólogo y biólogo computacional de la Universidad de Washington. Los científicos que trabajan en Nextstrain monitorean en tiempo real cada cambio del código genético del virus. De esa manera, logran construir un árbol genealógico que muestra la relación evolutiva entre las distintas variantes. Bedford dice que los parientes más cercanos de Ómicron no son las variantes más recientes, sino cepas que empezaron a circular a mediados de 2020. Pero más allá de esa semejanza, las mutaciones hacen que la nueva variante sea muy distinta de aquellas.
¿Cómo es posible? Los especialistas dicen que hay tres alternativas. Tal vez un tiempo atrás el virus infectó a otros animales y después volvió a pasar a los humanos. O tal vez la cepa estuvo en circulación en una región con bajo control y se propagó hace poco a Botsuana y Sudáfrica, donde finalmente fue identificada. Sin embargo, el escenario más probable es que la variante Ómicron haya evolucionado en el cuerpo de una persona inmunodeprimida, por ejemplo, alguien infectado con VIH que no estaba recibiendo tratamiento. En ese caso, el sistema inmunológico ataca el virus pero no logra derrotarlo. Los viriones (partículas individuales del virus) que sobreviven son los menos afectados. Por lo tanto, el proceso se repite muchas veces en la misma persona, llevando a una iteración de las mutaciones y consecuentemente a la evolución.
La conclusión que debemos sacar de todo esto es, en primer lugar, que el tratamiento del VIH no es un proceso «paralelo» al de la lucha contra el COVID-19, sino que es una parte integral. En efecto, deberíamos señalar que los procesos que impiden el acceso al tratamiento del VIH no son tan distintos de los que tienden a la perpetuación del apartheid de las vacunas. En segundo lugar, con respecto a la denuncia de Brown y otros sobre el rol del apartheid, más allá del hipotético individuo inmunodeprimido, la línea de tiempo que traza la emergencia de la variante Ómicron (entre mediados de 2020 y las últimas semanas) implica un largo período de muchos meses en el que no se distribuyeron vacunas por motivos políticos.
Sudáfrica pudo comenzar su programa de vacunación recién en mayo. Eso no significa que si se hubieran distribuido vacunas en el país y en la región, y que si la población hubiera sido menos reticente a aplicárselas, la variante Ómicron no habría surgido. Sin embargo, en ese caso se habrían reducido drásticamente las probabilidades de que surgiera una nueva cepa.
Pero el suministro y la reticencia no son los únicos problemas en Sudáfrica y en el continente. La distribución también puede ser un desafío: muchas personas no logran vacunarse debido a los altos costos que conlleva viajar hasta las clínicas. Los cuellos de botella en la distribución contribuyen tanto al apartheid de las vacunas como la propiedad intelectual, la transferencia tecnológica y la insuficiencia de la producción local.
Por lo tanto, todo indica que debemos seguir presionando a los sectores dominantes, pues nuestra denuncia no es moral ni gratuita.
La reticencia a la vacunación en el Sur Global
Todo lo dicho no implica que no debamos preocuparnos por la creciente reticencia a la vacunación en Sudáfrica y en el resto del Sur Global. Los índices de vacunación del país indican que la población que completó el esquema apenas supera el 55% entre los mayores de 55 años y el 20% entre los menores de 50.
En última instancia, el apartheid de las vacunas y la reticencia a la vacunación tienen el mismo efecto: producen una larga cohorte de personas en la que el virus es capaz de seguir mutando, hasta convertirse en una amenaza para las personas vacunadas y eventualmente para las personas que reciban los tratamientos alternativos que se están desarrollando. Debemos superar ambas situaciones.
Pero una es más difícil que la otra. Por más dificultades que plantee el apartheid de las vacunas, debido a los intereses financieros de las empresas farmacéuticas y el blindaje que les brindan sus defensores diplomáticos, en principio podría terminarse en un instante. Por otro lado, si bien en términos históricos la reticencia a la vacunación fue siempre un problema menos relevante en el Sur Global que en el mundo desarrollado, la evidencia sugiere que la situación está cambiando. Y la solución no es fácil.
Las encuestas recientes que rastrean la fuerza, la magnitud y los motivos detrás del sentimiento de reticencia o de oposición abierta a las vacunas muestran que, salvo excepciones, esas actitudes tienden a estar mucho menos arraigadas en los países en vías de desarrollo que en los países ricos. Los autores de las encuestas afirman que la causa es que las vacunas, los antibióticos, la higiene moderna y el saneamiento permitieron controlar muchas enfermedades infecciosas. La idea de un mundo lúgubre y oscuro, donde la peste nos espera en cada esquina, prácticamente había desaparecido del mundo desarrollado hasta el surgimiento del COVID-19. Pero en los países subdesarrollados, muchas de estas enfermedades, y otras que son endémicas de esas regiones, siguen formando parte de la vida cotidiana. Por eso el beneficio de las vacunas es percibido inmediatamente.
En gran medida, la reticencia a la vacunación es un mal de los ricos, no de los pobres.
Y Sudáfrica es un país que en cierto sentido está en el límite, pues sus niveles de desarrollo son muy desiguales. De hecho, la reticencia es mayor entre los blancos que gozan de ingresos relativamente altos. Una encuesta conjunta del Consejo de Investigación de Ciencias Humanas y la Universidad de Johannesburgo publicada en agosto, de la que participaron casi ocho mil personas, indica que tres cuartos de la población adulta negra deseaban recibir una dosis de la vacuna, mientras que entre los adultos blancos solo 52% tenía la misma actitud. En general, los argumentos de este último grupo apuntaban a los posibles efectos secundarios o a la falta de efectividad.
Además, debe notarse que la reticencia a la vacunación está creciendo entre la población sudafricana blanca, pero tiende a mermar en la población negra. (Y, sin embargo, aunque tengan más reticencia, los blancos siguen siendo los que más acceden a las vacunas).
Por otro lado, en el mundo desarrollado, la reticencia a la vacunación no solo se da entre hippies y magos de la medicina alternativa, sino también entre comunidades más pobres que, por motivos históricos, desarrollaron una falta de confianza en las autoridades sanitarias.
En Sudáfrica los motivos del miedo obedecen a una lógica similar. Si bien no es tan riguroso en términos cuantitativos como el estudio de la Universidad de Johannesburgo, un artículo de France 24 publicado hace unos meses, cuando recién comenzaba la campaña de vacunación, contiene citas de médicos y personas reticentes que nos brindan un buen marco de análisis cualitativo. Por ejemplo, un doctor que enfrenta cotidianamente la reticencia a la vacunación, cuenta el impacto que tuvo la revelación de que Wouter Basson, cardiólogo que dirigió el Proyecto Coast —programa de guerra químico y biológico que, entre otras actividades, investigó una «vacuna» contraceptiva que sería administrada clandestinamente a los negros para reducir su tasa de reproducción— todavía estaba ejerciendo la medicina.
Y la desigualdad mundial en la distribución y producción de la vacuna contra el COVID-19 está colaborando con esta desconfianza. Considerando el apartheid de las vacunas, los gobiernos occidentales y las empresas deberían estar cediendo en su negativa a colaborar con los países en vías de desarrollo, dijo Mbali Tshabalala, de 35 años, antes de preguntar: «¿Qué pasará si la mayoría de la población recibe una vacuna de segunda?».
Por lo tanto, derrotar el apartheid de las vacunas contribuye a derrotar la reticencia a la vacunación en los países más pobres; o mejor, garantizar el apartheid de las vacunas acelera la propagación de la reticencia en el Sur Global.
¿Fin de la pandemia?
¿Pero qué importa todo esto? Los datos preliminares de Sudáfrica sugieren que la tasa de letalidad en la provincia de Gauteng —epicentro del brote de Ómicron en el país— bajó a 1 caso sobre 200. Es la tasa más baja de la pandemia y es aproximadamente diez veces menor que la de septiembre de 2020, cuando el país estuvo en el puesto número diez del ranking que contabilizaba los casos acumulados a nivel mundial. El primer estudio, que se funda en las tres semanas de investigación posteriores a la identificación de la variante Ómicron y que sigue a la espera de ser revisado por pares, sugiere que las tasas de hospitalización bajaron rápidamente de 101 internados por cada 1000 infectados —con la variante Delta— a 38 internados por cada 1000 infectados. Los pacientes hospitalizados padecieron una enfermedad mucho más leve y tuvieron que permanecer mucho menos tiempo en el hospital. Mientras tanto, la efectividad de la vacuna Pfizer-BioNTech contra la infección bajó a un 33%.
Y las vacunas no son las únicas que sufrieron el impacto. Es cierto que el coctel de anticuerpos Evusheld, tratamiento de profilaxis prexposición diseñado por AstraZeneca para individuos con sistemas inmunodeprimidos, que no responden bien a la vacunación, parece estar pasando la prueba de Ómicron. Lo mismo sucede en el caso de la terapia de anticuerpos de GlaxoSmithKline. Pero las soluciones de Eli Lilly y Regeneron son menos efectivas. Ómicron está limitando las opciones de tratamiento para los pacientes enfermos.
Con todo, la aparente levedad y la efectividad reducida de las vacunas frente a la infección no son motivos que puedan esgrimirse contra la vacunación: la efectividad de la vacuna Pfizer contra la enfermedad grave y la hospitalización sigue siendo relativamente alta (70%). La mayoría de los pacientes que necesitan oxígeno o que pasan a terapia intensiva no estaban vacunados. Otros investigadores informaron que la dosis de Moderna también perdió efectividad, aunque el refuerzo restaura la respuesta a niveles similares a los que muestra contra Delta.
Ahora bien, si la nueva cepa resulta ser súper transmisible pero súper leve, y supera adaptativamente a la variante Delta, ¿podríamos alcanzar la inmunidad de rebaño sin vencer la reticencia y el apartheid? ¿Es el mejor escenario y —como preguntó hace poco un periodista— terminará siendo Ómicron la «variante perfecta», la «luz al final del túnel»? ¿Es el fin de la pandemia?
Definitivamente es algo que todos deseamos: que la variante Ómicron, que según confirmó la OMS se propaga más rápidamente que la hipertransmisible Delta o cualquiera de las anteriores, termine causando una enfermedad mucho más leve en las personas que la contraigan. Pero deberíamos tener mucha cautela antes de asumir que eso es así. Es posible que, en vez de indicar que la variante es menos virulenta, los datos de Sudáfrica reflejen simplemente una tasa de infecciones previas más alta en la región y una demografía definida por una población joven. En otros lugares los índices podrían variar. Es importante notar también que el escape antigénico debería llevar a una propagación más rápida, aun si la variante no tiene una transmisibilidad inherente más elevada.
El escape antigénico de Ómicron obedece a múltiples mutaciones. Es como un personaje de una película que cambia constantemente de ropa o color de pelo para que la policía no lo atrape. Las mutaciones implican que aun cuando la «cámara de seguridad» del sistema inmunológico todavía es capaz de reconocer el virus, cada vez tiene más dificultades para hacerlo.
Desde el comienzo de la pandemia todo el mundo empezó a interesarse por la evolución viral. Muchas personas estudiaron el tema y aprendieron mucho. No debemos despreciar esta ola de virología y filodinámica autodidacta. Pero, al mismo tiempo, circuló mucha información falsa y «epidemiología de salón».
Un enunciado típico de ese tipo de «análisis» es que existe una ley que fuerza a todos los virus a volverse más transmisibles y más leves a medida que el huésped y el patógeno evolucionan hacia una relación mutua más benévola. (Hay que decir que también existe el miedo infundado a las mutaciones, como si la palabra «mutación» precipitara inmediatamente visiones derivadas de esas películas de terror donde monstruos letales se reproducen rápidamente y atentan contra la población).
Como sea, combatir la propagación de la desinformación es frustrante, pues la evolución de los patógenos es compleja y obedece a la interacción con toda una serie de factores que impactan en el desarrollo de la pandemia. Por ese motivo la mayoría de los expertos destacan que es imposible hacer predicciones exactas sobre la evolución de un virus en particular. Al mismo tiempo, como argumentan en un artículo reciente Elisa Visher —bióloga evolutiva— y su equipo, intentar definir los límites de lo que podemos decir con certeza sobre la evolución viral en medio de tanta desinformación no significa que no sepamos nada del tema en general.
Los autores destacan que los científicos creyeron durante mucho tiempo que la tendencia hacia enfermedades más leves («avirulencia») era correlativa a la propagación de un patógeno, pero eso no es cierto y no sirve de nada reafirmarlo en este momento. Theobald Smith, epidemiólogo de vanguardia del siglo diecinueve, postuló la «ley general de atenuación de la virulencia». En términos intuitivos, tiene sentido. Si un virus ataca y mata muchas células del huésped en el proceso de replicarse, además de producir un gran número de toxinas y ser en sí mismo tóxico, causará enfermedades graves (alta virulencia) y mantendrá al enfermo postrado en la cama, lo que terminará impidiendo su propagación. El huésped incluso podría llegar a morir rápido y eso hace que la propagación sea todavía más difícil. Pero si el virus es más «inteligente» y evoluciona a formas menos virulentas, es menos probable que el huésped quede postrado en la cama o muera, motivo por el que el patógeno seguirá propagando sus réplicas en muchos huéspedes nuevos, que a su vez propagarán más copias, etc.
Sin embargo, la comunidad científica de los años 1980 puso en cuestión ese saber convencional. Al menos no es lo que dicen la teoría de la evolución viral ni la evidencia contemporáneas.
En vez de una tendencia hacia la atenuación, el «modelo de compensación» actual define una «virulencia óptima», que equilibra la virulencia y la transmisión según la relación entre el huésped y el patógeno. Ese nivel óptimo puede cambiar con el tiempo, a medida que esa relación se modifica. Por ejemplo, una virulencia atenuada podría resultar en una recuperación demasiado rápida, que al igual que la fatalidad acelerada, podría entorpecer la propagación y replicación del virus. O un virus que se replica más rápido podría causar más daño al huésped y a la vez producir una población viral más grande. En ese caso habría una tasa de transmisión más elevada. Por lo tanto, la existencia simultánea de una transmisión acelerada y una mayor virulencia es posible.
Es lo que sucede en las familias o en otras situaciones donde existe una alta densidad de personas. Porque aun cuando el patógeno llegue a ser tan virulento como para matar a su huésped, los miembros de la familia suelen permanecer cerca. Por otro lado, un patógeno con el mismo nivel de virulencia tal vez no alcanzaría niveles equivalentes de transmisión si las condiciones estuvieran definidas por grupos de personas más desconectados. En fin, lo que hay que retener es que la virulencia óptima de un patógeno en condiciones determinadas puede no ser la virulencia óptima cuando esas condiciones cambian. Por ejemplo, el dengue nos acompaña desde el siglo dieciocho y con el tiempo evolucionó a niveles de virulencia relativamente bajos (por más dolorosa que sea la enfermedad). Sin embargo, es probable que los cambios en el tamaño y en la movilidad de las poblaciones humanas hayan impulsado un incremento de la virulencia durante las últimas cinco décadas.
Visher y sus colegas también destacan que, al comienzo de cualquier derramamiento zoonótico (cuando un patógeno salta de un huésped animal a un huésped humano por primera vez), el patógeno suele tener poca experiencia con los humanos y no está bien adaptado a una transmisión adecuada. Eso podría significar que, al comienzo de cualquier epidemia o pandemia, toda mutación que mejore la transmisión representaría un beneficio enorme. Pero sucede que en estas primeras etapas, el incremento de la tasa de contagios podría no tener un costo, es decir, tal vez no exista una compensación en términos de virulencia.
Todo esto es muy general y no considera los matices de la biología del SARS-CoV-2 ni el régimen evolutivo que lo determina. Todavía no sabemos en qué momento estamos. ¿Habremos llegado a un punto bastante avanzado del proceso?
Además, como dijo Trevor Bedford, la mayor transmisibilidad de la variante Ómicron no significa que desplazará inmediatamente a la variante Delta, como hizo esta última hizo con las otras cepas. Si la cantidad de mutaciones de Ómicron termina haciendo que se adapte a un nicho ecológico ligeramente distinto (un conjunto de condiciones humanas distintas) que la Delta, ambas variantes podrían coexistir sin competir. Bedford nos brinda el ejemplo histórico de la gripe, donde el desplazamiento no tiende a ser la regla. Recuerda que dos linajes de influenza B (que solo infectan a humanos y focas) descendieron de la misma fuente y divergieron en los años 1980, pero circulan desde entonces sin que uno desplace al otro.
Entonces, aunque sea plausible que el SARS-CoV-2 evolucione hasta producir una forma de enfermedad más leve, similar a la que causan otros coronavirus y los rinovirus, el proceso no es inevitable. Además, aun si evoluciona a una forma más leve, no hay garantías de que esa levedad sea permanente, o que la variante más leve será finalmente capaz de desplazar a la más virulenta.
Tal vez Ómicron, u otra variante futura, termine con la pandemia, pero es algo de lo que no tenemos certezas. Por lo tanto, la lucha para terminar con el apartheid de las vacunas y por convencer a todo el mundo de que se vacune debe continuar (esto último tal vez con más dulzura y menos castigo, dado que en caso contrario el tiro suele salir por la culata). Debemos reducir la oportunidad de que se desarrollen variantes «Houdini» capaces de evadir completamente el sistema inmunológico y de causar enfermedades más graves que lleven al colapso de los sistemas sanitarios.
Si fracasamos, todo lo que hicimos durante los últimos dos años habrá sido en vano, pues la campaña sanitaria tendrá que empezar de cero. Tenemos que convencer a los ciudadanos de que obedezcan las cuarentenas y acepten las nuevas vacunas cuando lleguen.