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El escritor John Le Carré era el maestro indiscutido de la novela de espionaje (RDB-Getty Images/Getty Images).

Paco Ignacio Taibo II recuerda a Le Carré


Paco Ignacio Taibo II recuerda al gran novelista John Le Carré en el aniversario de su muerte. Según Taibo, el maestro de la novela de espionaje narró los detalles más sórdidos de la Guerra Fría y retrató con su mirada sardónica la decadencia del imperio británico.

Nacido como David John Moore Cornwell en 1931, con un padre estafador («cuando engañaba a la gente también se engañaba a sí mismo») que terminó encarcelado y una madre ausente, estudioso de la literatura alemana del siglo XIX, fue reclutado en Oxford por los servicios secretos británicos y terminó trabajando en los años de la Guerra Fría en oscuras labores de contraespionaje. Sus superficiales narradores, y a falta en mis manos de una buena biografía (apenas sus notas en Volar en círculos), hablan vagamente de interrogatorios a desertores alemanes y soviéticos, de su estancia en Viena, de la omnipresencia de Berlín, la gris ciudad fragmentada de los interminables complots. Lo harán, confesará John, «de manera inexacta».

Ser espía no es suficiente. Escribe una novela, a mano, como lo hará siempre, que a causa de la ley de secretos oficiales tendrá que publicar bajo seudónimo obligándose a enmascarar sus anécdotas. La firma de un documento de «confiabilidad», que lo obligará a enterrar su pasado en el anonimato, se extenderá hasta sus futuros hijos. Así surge en el ‘61 John Le Carré y Llamado para el muerto, donde la acción enfrenta a un espía británico (George Smiley) y uno soviético (Dieter Frey), compañeros de la guerra contra el nazismo y hoy con la Guerra Fría de por medio. La novela aporta a un personaje que será inseparable del autor a lo largo de los años: George Smiley, de apellido equívoco –Smiley (sonriente)– cuando lo que parecía era ser un hombre profundamente triste.

En un capítulo de apertura titulado la «Breve historia de George Smiley» su bellísima esposa, Lady Ann, lo definiría como «tremendamente vulgar», antes de abandonarlo por un piloto de carreras automovilísticas cubano. Le Carré en 10 páginas francamente magistrales lo define a través de pluma, chisme y los más estrambóticos comentario de la fauna que lo rodea como «sentimental», apasionado amante de Inglaterra a causa de sus prolongados periodos en el extranjero, huyendo de las «tentaciones de la amistad», hijo de Oxford, donde había sido reclutado por sus maestros eméritos, docente en Alemania, recuperado por los servicios al final de la guerra. Mucho de Smiley se lo había prestado Le Carré, no su gordura, su apariencia de «rana» y su condición de insomne, pero sí una buena parte de su pasado. Años más tarde John diría: «Un buen escritor no es experto en nada salvo en sí mismo. Y sobre ese tema, si es listo, cierra la boca». La historia irá más tarde al cine como The Deadly Affair, dirigida por Sidney Lumet.

Luego siguió Asesinato de calidad, que sus lectores calificarían como una novela «policiaca con espías» impura, porque para eso están los puristas genéricos, para sacar libros de un lado a otro del canon. Ahí se narraba la historia de un asesinato en la británica institución de un colegio mayor «fundado por unos oscuros monjes». Sería hasta su tercera novela en 1963 cuando llegará el gran éxito: El espía que llegó del frío.

Con el Berlín dividido y el muro como sujeto narrativo, Le Carré logra una visión desencantada. Los espías en boca del personaje central «solo son un montón de andrajosos, escuálidos bastardos como yo, hombrecitos, borrachos, excéntricos, maridos agraviados, funcionarios jugando indios y vaqueros para iluminar sus podridas pequeñas vidas. ¿Piensas que se sientan como monjes en una celda, balanceándose y observando la lucha del bien contra el mal?» En una posterior confesión John fue más parco: «Esta profesión no vive en el mudo real, tan sólo lo visita». George Smiley en lo que Graham Greene calificó como «la mejor novela de espionaje que he leído» sería un personaje secundario. El éxito de la novela y posteriormente la película de Martín Ritt  protagonizada por Richard Burton, le permitió a Le Carré dejar atrás su viejo oficio, profesionalizarse y comprarse una casa de campo en los Alpes suizos.

Los ingleses han sido adictos desde el siglo XIX al «Gran juego». En una sociedad aristocrática que frecuentemente desprecia el trabajo intelectual no académico, curiosamente el espionaje no es arte menor. Kipling, originalmente, Graham Green, Eric Ambler, lo han narrado. ¿En el duelo mortal entre las agencias de inteligencia queda algo de ideológico? Poco en el lado soviético, quemado tras las interminables purgas, el cínico doble lenguaje,  el autoritarismo, la sociedad del privilegio burocrático. Poco quizá del lado británico, con su desastre del racismo colonial, el maltrato de su clase obrera; quizá  la defensa del té de las cinco y el modelo pequeño burgués de la libertad. Por eso y probablemente el sostén de ambos está en la memoria inmediata, un abundante nacionalismo surgido de las cenizas de los bombardeos de Londres por las V2 y el heroísmo bélico, la resistencia maravillosa contra el nazismo y la memoria del exterminio del pueblo llano en las zonas ocupadas rusas. Lo que si permanece es un suave cinismo y el juego de máscaras, los engaños, el amor al «Gran juego» por sí mismo. 

«Ahora que ya eres rico gracias a nosotros, podrías dejarnos tranquilos», le dirá a Le Carré un agente del MI6. No será así. En el ‘65 llega El espejo de los espías (The Looking Glass War) y en el 68 Una pequeña ciudad en Alemania, otra historia de espías, quizá sin el gancho de El espía que llegó del frío. 

Los artículos, como los perros y las novelas, tienen vida propia. Y a estas alturas lo que sería un registro de varias fuentes para una breve reflexión, se estropeó. La línea completa del librero dedicada a Le Carré comenzó a  desplazarse al mueblecito al lado de la cama, primero uno, luego dos libros y la pila de ejemplares de pasta dura iba creando una torre que amenazaba con caérseme en la cabeza a mitad del sueño.

Y ahí llegó para el humilde servidor que teclea el beso de la araña, envenenada, muy envenenada, lo que parecía una exploración superficial de un narrador, que he seguido con fidelidad lectora desde hace 40 años, se volvió una obsesión. A mitad de la noche expurgaba los librerías de novelas policiacas del piso de abajo, repasando la colección completa de John Le Carré, y encontrarlas, hojearlas, descubrir entre sus páginas boletos de metro de hace 40 años, fue el inicio de empezar a releerlas. Durante dos semanas he pasado de El topo, a El honorable colegial llegando a Los chicos de Smiley, regresando a Llamado para el muerto  y de postre leyendo sus memorias: Volar en círculos. Mil seiscientas páginas robando horas al sueño, y de pasada ver tres de sus películas, confirmando algo que sabía, pero que no brillaba fresco en la memoria: Aquí hay literatura mayor.

El anzuelo que me atrapó totalmente estaba en la trilogía de Karla (el director del centro de espionaje de la KGB soviética). Iniciando con El topo, publicada en el ‘74 (titulada en inglés con las palabras de una rima infantil Tinker Taylor, Soldier, Spy), que recogía la imposible tarea de Smiley para desenmascarar a un infiltrado soviético en el más alto nivel de los servicios ingleses que, de pasada, le ponía los cuernos. 

La novela vivía de los ecos de la década de los años 50, cuando se descubrió una potente red de infiltración rusa encabezada por Kim Philby («Stanley»), Donald Maclean («Homer»), Guy Burgess («Hicks») y Anthony Blunt («Tony» y «Johnson»). Le Carré lo acepta: «Cuando escribí El topo la turbia lámpara de Kim Philby iluminaba mi camino».

A pesar del éxito de Smiley, el resultado era el desmantelamiento del «Circus» [la agencia de inteligencia ficcional de Le Carré] y la pérdida de credibilidad y confianza con los «primos norteamericanos». Siguió en el ‘77 El honorable colegial, donde el duelo con Karla recorre la mitad del planeta persiguiendo los «negativos» que las actuaciones del topo han dejado (no lo que hizo, lo que dejó de hacer). De agente en retiro luego recuperado, a una visión espléndida de Hong Kong, pasando por los paisajes de la debacle norteamericana en el sudeste asiático, Le Carré entra en los laberintos del mundo de la desinformación. Al romper la infiltración y devolverla, la venganza recuperaría prestigio ante los norteamericanos, cosa que para Smiley, en el fondo, parece importarle un bledo.

Cerraría el tema en el ‘78 con La gente de Smiley, cuando George sale del retiro y crea un cerco en torno a Karla hasta su defenestración. Le Carré aplicará su propia máxima: «Nada hay tan peligroso como un viejo espía con prisa». Y claro, la historia terminará en la línea de demarcación entre Berlín Este y Oeste.

Pero la trilogía no es aunque lo parezca una serie de dos grandes personajes confrontados. Karla, cuyo nombre no sabremos, es un hombre sin voz que aparece sólo dos veces en las novelas: durante un flashback en Nueva Delhi que registra al interrogador Smiley y el interrogado –un agente soviético que puede ser purgado al regresar a la URSS y que no se rinde– que termina con el ruso quedándose con un encendedor del británico. Reaparecerá fantasmal y derrotado en la tercera novela en Berlín. A lo largo de la trilogía Smiley lo intuye, lo adivina, lo ve a través de una borrosa foto de pasaporte ampliada, que cuelga en la pared sin cuadros de su oficina en Londres.

Ni siquiera será, siéndolo, una serie de un solo personaje, porque, tras las historias secundarias, George Smiley rehuye la luz. Smiley visto desde lejos es el mito, es la sombría sombra relativamente confiable para devolverle al imperio el orgullo perdido. No serán tampoco novelas de acción, aunque la hay, ni literatura de intrincados debates ideológicos. «Dar tiempo para pensar es peligroso», dirá Le Carré, sin que quede muy claro si se refiere al oficio de los personajes o a la textura de sus libros. 

La gracia del estilo Le Carré no está en las grandes anécdotas sino en el recorrido de un paisaje humano que ve a los agentes poseídos por el amor a la adrenalina o al peligro, la fidelidad más abstracta posible o el profesionalismo de los diletantes, los funcionarios intrigantes, los burócratas de la Guerra Fría.

La genialidad de la aproximación carreriana a la narración está en el centenar de anécdotas de 20 páginas o dos líneas con la que arma sus novelas. No hay personajes funcionales ni secundarios; si alguien abre una puerta no es para que el personaje central la cruce: el abridor de puerta tiene nombre e historia y a cual más vulgar o más exótica, y ahí John desparrama magistral el sentido del humor, la metáfora perfecta. Un personaje subsecundario –la hija, de un personaje igual de secundario– le tomará describirla cinco páginas, todo ellas para obtener y ofrecer al lector una información menor. Es el rey de las aproximaciones periféricas. Nunca busques el centro si puedes evadirlo. 

Si Carlos Fuentes en Cristóbal nonato busca el barroco por la senda de la palabra, Le Carré buscará su equivalente al exceso, no menos inteligente, por la vía de la armazón anecdótica, sus ritmos, sus tiempos de evasión de la trama esencial, la búsqueda de lo secundario que por serlo, no dejará de ser tremendamente significativo. Al igual que Peter Berling, Stratis Tsirkas, Peter Weiss y Phillip José Farmer, es parte de una escuela de arquitectos de rompecabezas anecdóticos.

En la trilogía de Karla es capaz de abandonar el hilo de la trama (es que, ¿tal cosa existe? Víctor Hugo diría que no) para dedicar siete páginas a una reunión del gabinete de seguridad que controla al «Circus» (nombre que no tiene que ver con el circo, sino con una glorieta en Londres donde está la sede de los servicios de inteligencia), y crea un magistral retrato de la alta burocracia del imperio británico, formada mayoritariamente por burócratas imbéciles, pedantes, o ambas cosas al mismo tiempo. En México diríamos cuenta chiles, que cuidan oscuros y funcionariales presupuestos e intereses. 

Fuera de los citados británicos, solo Len Deighton y a ratos Julian Semionov alcanzan la habilidad y el talento de Le Carré para hacer gran literatura en los refugios de la novela de espionaje. El género ha estado mayormente poseído por visiones maniqueas y lugares comunes, perdido en héroes de cartón sofisticados, que a lo más que aspiran es a tener dos aceitunas en el Martini.

Tras el éxito, una vez al año se encerraba en Cornwall para escribir otra novela. «No soy parte de la burocracia literaria», dirá de sí mismo. Pero lo odian los servicios secretos ingleses. Julio Cortázar dice que sus novelas son ladrillos. Las revistas financiadas por la CIA abominan su desprecio por el bobalicón imperio gringo. Las revistas literarias soviéticas tampoco lo quieren.

Le Carré volverá a Smiley con El peregrino secreto en 1991. Invitado por Ned (personaje de La casa Rusia) a impartir una conferencia en una escuela de formación del servicio de inteligencia británico, las cenas de fin de curso se vuelven el pretexto donde se cruzan reflexiones, autobiografía de ficción y numerosas historias de espionaje reales. Y todavía en El legado de los espías, de 2018, Smiley, tras 25 años de ausencia, retorna a la literatura.

En los años dos mil no es que crezca más el mundo de John Le Carré, pero sí los personajes: los hijos de un imperio que ya no existe serán substituidos, desplazados. En enero de 2003 la guerra de Iraq lo enfurece y Le Carré declara: «Los Estados Unidos de Norteamérica se han vuelto locos». Si los banqueros nunca le gustaron, ahora le gustan menos. Aparece la mafia rusa, los traficantes de armas y las trasnacionales farmacéuticas que en una novela estupenda (El jardinero fiel) son el sujeto de una trama en las que las grandes empresas de medicamentos hacen pruebas en África con medicinas defectuosas. Le Carré dirá que será parcialmente la influencia política de sus hijos la que lo dotará de un pensamiento que pasa de crítico a hipercrítico sobre el mundo occidental.

Por las mismas razones que Maigret será siempre Jean Gabin y Holmes, Basil Rathbone, pese a las reiteradas alusiones de Le Carré a su gordura, no podré evitar cuando lo leo quedarme con la imagen de la versión magistral  de  Alec Guinness (en El topo y Los hombres de Smiley), vulnerable, incansable, lúcido y muy triste, que no olvida desempañar los lentes con el borde de la corbata; lástima por Gary Oldman, que a pesar de todo su talento llegó tarde en la segunda versión de El topo.

Por todo esto, más que un artículo, este texto es un agradecimiento a los editores por haberme obligado a retornar a Smiley. Volveré a dormir.

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