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¿Universal o nacional-popular? ¡Sí, por favor!

A propósito del Mariátegui de Martín Bergel (y de Omar Acha).

La nueva antología de textos de Mariátegui curada por Martín Bergel ofrece varios planos de lectura. Un primer nivel, que podríamos pensar como «estrictamente» mariateguiano, no tiene más que méritos: ordenada de manera original, combinando sustancia con cronología, el libro muestra la enorme potencia de la heterogeneidad de temas abordados por el socialista peruano y pone de relieve la singularidad de su figura, capaz de pensarlo todo con una agudeza excepcional. 

Hay una intención manifiesta en dar cuenta de la pluralidad de asuntos abordados por Mariátegui, así como de las variadas geografías que se pueden reconocer en ellos: de ese modo se coloca a su cosmopolitismo, esto es, su deseo de participar de una conversación universal, como motor de la antología. 

Un segundo nivel, que es el que verdaderamente nos interesa discutir aquí, discurre en torno de cómo y desde dónde Mariátegui participa de esa conversación universal. Y por esa vía, el libro se introduce de lleno —y con vocación polémica— en la historia de las lecturas latinoamericanas de Mariátegui. El objeto controversial de Bergel (explicitado en su Introducción a la Antología) son las interpretaciones «nacional-populares» del socialista peruano que, apoyadas de manera unilateral en aquella figura del socialismo que no sería «calco ni copia» sino «creación heroica», auspiciarían una mirada gobernada por «estímulos a una autosuficiencia cultural» y, por ello, incapaces de salir de formaciones culturales nacionalistas «asfixiantes». 

En un pequeño adelanto de ese estudio que también se publicó en esta misma revista, Bergel desarrolla un poco más esta idea: se trata de romper con las lecturas que colocan a Mariátegui como un «campeón» de causas como el indigenismo, el latinoamericanismo y el socialismo nacional. Contra todo ello, entonces, se defiende a un Mariátegui habitado por el «deseo cosmopolita» de resistir y fugar de ese opresivo clima particularista. De manera que allí estaría la principal característica del mariateguismo: es un antiparticularismo.  

Adelanto: estoy absolutamente de acuerdo con esta última afirmación (el antiparticularismo) pero no con las premisas teóricas y políticas desplegadas para llegar a ella. Como decía, no creo que sea tan relevante discutir la «justeza» o no de las tesis de Bergel respecto de la textualidad mariateguiana. De hecho, quisiera pensar en el mismo terreno una discusión con esta antología —en especial con su estudio preliminar— y con el comentario que recientemente le dirigió otro calificadísimo lector de Mariátegui: Omar Acha

Acha acepta las tesis bergelianas del socialismo cosmopolita de Mariátegui, aunque con alguna ambivalencia sobre la que luego diré algo. Y comparte también la necesidad de desenlazar a Mariátegui de un acumulado de lecturas que habrían conducido a los problemas interpretativos arriba señalados. Bergel —acompañado entonces por Acha —se desmarca decididamente de lo que considera un «sobredimensionamiento» de la temática de la nación en las lecturas de Mariátegui, en la que habrían incurrido «José Aricó, Carlos Franco, Alberto Flores Galindo, Robert Paris, el primer Oscar Terán y, en menor medida, Antonio Melis». Como el propio Bergel lo dice, se trata del conjunto de protagonistas del «redescubrimiento» de Mariátegui, con centro entre fines de los setenta e inicios de los ochenta. 

Es totalmente atendible la tesis según la cual la cuestión de la nación ocupaba un lugar importante en esas lecturas. Lo que es menos claro es que eso sucediera en desmedro del plano internacional, universal o cosmopolita. De hecho, justamente lo que organiza en parte esas lecturas (por demás no uniformes entre sí) es la apuesta por una colocación singular de Mariátegui, consistente en sostener una tensión entre lo nacional y lo internacional o, dicho de otro modo, en perseguir la traducción del marxismo en suelo peruano, esto es, la combinación entre su potencia crítica —universal— y una realidad histórica singular, irreductible. Pero no irreductible porque sea absolutamente particular, sino porque no puede ser reenviada a una serie de a priori filosóficos que resolverían sus dilemas específicos. 

Lo irreductible es, en realidad, otro nombre para sugerir que lo universal solo existe en el modo concreto en que se realiza territorialmente, y no como una tendencia ideal que sobrevuela todas las realidades. Digamos algo más sobre esto: Aricó afirma, en más de una ocasión, que los Siete Ensayos constituyen el único texto de marxismo latinoamericano que ha conocido la región. Desmesurada afirmación, y seguramente discutible en varios planos. 

Pero retengamos lo que quiere indicar en relación con los temas aquí tratados: la singularidad de Mariátegui está en su capacidad de situar el análisis marxista, entendiendo por ello no la reducción particularista que busca mostrar el «color local» (para usar la expresión, por demás afín a Mariátegui, de Borges), sino el reconocimiento de que los grandes problemas universales se juegan en cada territorio. Por eso no son excluyentes las preocupaciones infinitas de Mariátegui con la vocación por descubrirlas en cada singularidad. Ser marxista, para el Mariátegui de Aricó, sería pensar al mismo tiempo a Chaplin, al fascismo y al drama del gamonalismo. A todo eso, Aricó lo nombra nada menos que como «verdadero marxismo»: «el mismo hecho de que planteara en términos de “peruanización” la reflexión crítica y la acción práctica lo colocaba en el campo lamentablemente restringido de los verdaderos marxistas» [1].

De modo que la nación es clave, sí, pero no por guardar una esencia particularista (indigenista o no), sino por ser el espacio donde se prueba la capacidad crítica del marxismo. Este esquema de interpretación del marxismo es el que, en un paralelismo tantas veces realizado, encuentra a Mariátegui con Gramsci. Ese es el tema del ensayo fundamental de Robert Paris sobre ambas figuras y la cuestión de la «traducibilidad» del marxismo [2]. Y la cuestión de la nación como territorio de validación de la teoría es también, a su modo, el centro de la dramática controversia de Mariátegui con la Tercera Internacional, que de un modo tan potente narra Flores Galindo en La agonía de Mariátegui [3]. 

¿No es, acaso, esa discusión indirecta —solapada a través de delegados, de desprecios, de intervenciones y de no respuestas— una discusión sobre cómo la gran tarea universal del socialismo se puede realizar en las naciones latinoamericanas? Las respuestas posibles a esa gran tarea, de un lado y del otro, se pueden sintetizar en la opción por permanecer atentos al suelo nacional como territorio donde se sitúa el marxismo (la de Mariátegui), o por obviarlo (la de la Tercera Internacional). Si la nación es un concepto y no una esencia (por lo demás, esto es obvio en Mariátegui, para quien la relación con la tradición es, en sus propias palabras, «heterodoxa»), aquella discusión no era sobre el territorio donde luchar (la nación o el mundo), sino sobre la forma de despliegue del universal capitalista, cuyas fracturas internas (y eso es, finalmente, otro modo de nombrar la nación) no son accesorias ni irrelevantes, sino el centro de los dilemas teóricos -y por ende estratégicos- a dilucidar para una estrategia socialista universal.

Desde mi perspectiva, la antología en cuestión se diferencia de todo lo anterior no tanto porque oponga una perspectiva universal a otra que sería particularista (o nacionalista), sino por el tipo de universalismo que ofrece. Quizá la clave esté en la centralidad que asume el término cosmopolita, que ocupa el lugar teórico que podrían ocupar, en términos más clásicos, el internacionalismo o, de nuevo, el universalismo. Esta antología —y en esto el comentario de Acha va en la misma dirección—, aun cuando pretende renovar lecturas, no deja de plantear una discusión acerca de los sentidos originales de la letra mariateguiana, pero hay que decir que para ello acude a una palabra cuya fuerza está fundamentalmente dada por su peso en la agenda académica contemporánea, como prueba el lugar de inspiración explícita que toma el estudio de Mariano Siskind sobre el «deseo cosmopolita» y la literatura latinoamericana. 

Si bien Acha celebra la introducción de esta palabra como contraataque a las apropiaciones presuntamente nacionalistas de Mariátegui, reconoce también que se trata de un término apenas utilizado por el peruano, quien prefería la conjunción «socialismo indoamericano». Es el propio Acha quien nos recuerda esto, pero extrañamente no desarrolla la aparente inconsistencia que de ello surge, pues se trata de dos palabras (cosmopolita e indoamericano) bastante distantes entre sí. Tan solo pasa rápidamente de largo el asunto, apoyado en la presencia del término «mundial» en los textos mariateguianos. 

Hay dos elementos clave del estudio preliminar donde el cosmopolitismo parece revelar su sentido, esto es, el modo específico de comprender lo universal que implica: por un lado, las referencias al problema que aparecen en el Manifiesto de Marx y Engels, donde se sostiene que la dominación burguesa en el mundo da un carácter cosmopolita a la producción, al consumo y, en un sentido convergente, a los productos intelectuales que en virtud del mismo proceso expansivo y global del capital, superan las limitaciones de lo nacional y lo local; de allí la celebrada figura de la «literatura mundial». El otro momento, más decisivo aun, es aquel en el que, celebrando la capacidad de Mariátegui de tomar todos los temas (el surrealismo y el socialismo en Japón, entre ellos), se señala que «actúa como si el mundo fuera un espacio liso y sin estrías ni jerarquías culturales, como si fuera lo mismo escribir desde París que desde Lima». 

En su conjunto, estas dos cuestiones componen una firme contraposición entre universal (o cosmopolita) y nacional, de modo que se excluyan mutuamente: existe la literatura mundial como superación de la nacional, tanto como escribir sobre temas universales implica sostener que no hay diferencias entre Lima y Paris (o actuar como si no las hubiera, que en términos concretos es lo mismo). Este universalismo significa, fundamentalmente, que el mundo se produce en tanto tal como un espacio plano e indiferenciado: hay universalidad porque por primera vez está todo allí conectado (esta es efectivamente la tesis marxiana acerca de la «misión histórica» del capitalismo), pero la clave es que parece estarlo bajo la forma de un continuum sin sobresaltos. 

En este punto, la sensación que deja la antología de Bergel, y que el comentario de Acha refuerza, es que en la crítica de las declinaciones «nacional-populares» del mariateguismo, el bastón se ha contracurvado —para usar la metáfora de Lenin—, y el cosmopolitismo llega para prácticamente suprimir la preocupación nacional. Creo que esto es injusto con la textualidad mariateguiana, pero ya dijimos que no se trataba tanto de discutir en ese nivel [4]. 

Lo que es interesante señalar es que este modo de ordenar la balanza entre lo internacional y lo nacional también estaría reñido con otra lectura ilustre de la figura de Mariátegui, casi canónica, pero difícilmente pensable como «nacional-popular». Se trata de la célebre introducción a El marxismo en América Latina de Michael Löwy, donde se despliega la clásica «doble tentación» que habría acechado al marxismo latinoamericano y que solo pocas figuras —entre ellas, claro, Mariátegui— habrían podido sortear: el excepcionalismo, que «tiende a absolutizar la especificidad de América Latina y de su cultura, historia o estructura social» y el eurocentrismo, «que se limita a trasplantar mecánicamente hacia América Latina los modelos de desarrollo socioeconómico que explican la evolución histórica de Europa a lo largo del siglo XIX» [5]. 

Bergel parece ciertamente más preocupado por la primera tentación que por la segunda. Y, para seguir caminando en un terreno paradojal, en la informada lectura reciente de esta misma antología que hace Juan Dal Maso desde el troskismo, se celebra el espíritu internacionalista que anima el cosmopolitismo de Bergel, pero se reclama precaución para no dejar de atender el efectivo énfasis en lo nacional-popular que termina prevaleciendo en la aproximación mariateguiana a la cuestión del socialismo.

Ahora bien, es muy discutible que se pueda sostener, como tesis de Marx, la figura de un mundo liso, carente de heterogeneidad interna. Pero no se trata de hacer filología marxiana tampoco. De lo que se trata es de preguntarnos si no son precisamente las lecturas de Marx sindicadas como «nacional-populares» las que basan toda su potencia en subrayar el carácter discontinuo de la universalidad propuesta por Marx. En ese caso, no se trataría de reivindicar un Mariátegui «particularista» frente a uno «cosmopolita», sino de sugerir que la atención a lo particular (es decir, a la nación), no es otra cosa que un modo de ser universal, y esto es así porque se asume que el modo en el cual el capitalismo bate su marcha universalista no es alisando el mundo, sino produciendo diferencias, heterogeneidades y, sobre todo, asimetrías internas, conectadas e interdependientes entre sí. 

No es nada demasiado original lo que se sigue de estas palabras: es la interpretación de Mariátegui que ensayan los autores arriba mencionados, pero también es, sintéticamente, el corazón de las teorías de la dependencia, para ir a otro capítulo de los marxismos latinoamericanos: el capitalismo es universal, pero si no entendemos las diferencias internas de ese universal (esto es, que desarrollo y subdesarrollo no son punto de una línea de tiempo sucesiva, sino momentos sincrónicos —y mutuamente dependientes— de una misma estructura), quedamos atrapados en las redes de, precisamente, la dependencia. 

Frente a este panorama, este breve texto es efectivamente una defensa de las lecturas «nacional-populares» de Mariátegui, pero con la siguiente condición, que es también un trabajo pendiente, para el cual el diálogo con intervenciones como las de Bergel y Acha es fundamental: aquello que las lecturas «nacional-populares» de Mariátegui podrían aportar precisa ser, por decirlo de algún modo, elevado a concepto: si la lección mariateguiana es capaz de retener la vocación universalista de Marx y del marxismo, pero con la estricta condición de comprender también la necesaria heterogeneidad interna de esa universalidad, el efecto teórico (y político) será sustancial. 

Se trataría de un marxismo que se desenlaza de una filosofía lineal de la historia (una en la cual las barreras nacionales se borran «progresivamente») para pensarse más bien como una serie de indicaciones teóricas que se prueban en cada territorio o, dicho de otro modo, en cada coyuntura. Y en cada una de esas «pruebas» es la teoría en su conjunto la que gana espesura. De filosofía de la historia a teoría de la traducción, para volver una vez más a esa palabra tantas veces asociada a Mariátegui, que gana algo para sí cada vez que se traduce

Así, no se trataría tanto de pensar la nación como un punto de partida telúrico del marxismo latinoamericano, sino como su conclusión epistemológica: se piensa la nación porque se la considera un espacio de condensación singular de la dominación capitalista, especialmente en la periferia. Y, en tal sentido, eso podría cambiar como efecto del análisis (y seguramente hoy no podemos hablar de la nación del mismo modo que lo hacía Mariátegui, o que lo hacían sus redescubridores en los años setenta y ochenta del siglo pasado). El problema central, en todo caso, es el de dar lugar a un marxismo capaz de trabajar en la singularidad de la coyuntura, y por eso de alojar en su perspectiva las manifestaciones impuras, asincrónicas y desajustadas que la historia y la política latinoamericana han producido —y producen—, sin condenarlas histórica o moralmente (este, y no otro, es también el viejo tema del desencuentro entre marxismo y movimientos populares en la región, tan caro a Aricó y demás redescubridores de Mariátegui). 

Nada de lo universal, internacional o cosmopolita queda fuera de esta perspectiva, pero sí precisa ser pensado de manera situada, y sin ninguna fe en una tendencia uniformizadora del mundo, ya sea que ella marche en buena o mala dirección. Lo que sí es necesario subrayar, y con énfasis, es que esta operación no tendría por objeto producir «marxismo latinoamericano» (y aquí, por una vía inesperada, hasta coincido con Acha en sus sospechas sobre la aparente potencia de este par de palabras), sino simplemente marxismo

Dicho de otro modo: si la apertura hacia fenómenos desajustados y asincrónicos funcionara solo como un modo de iluminar la realidad de territorios también desajustados y asincrónicos (como sería el caso América Latina), seguiríamos hundidos en el farragoso terreno de la excepcionalidad que, en el mejor de los casos, interrumpe la regla. Pero se trata, en realidad, de ofrecerle al mundo la imagen de su propia asincronía y desajuste, muy especialmente a los territorios cuyo desarrollo se desplegó bajo la fantasía ideológica de la sincronía y la correspondencia. De modo que también Europa necesita un pensamiento de lo asincrónico, pero le cuesta mucho más encontrarlo en su propio arcón de los recuerdos, y en ese sentido se abre también el viejo tema —que también es mariateguiano— del privilegio del punto de vista periférico para interrumpir los relatos del progreso y del universalismo sin heterogeneidad interna. Es esta una tarea absolutamente alejada de cualquier pasión localista; por el contrario, es la más universal de las tareas, la de pensar un socialismo a la altura de un mundo tan interconectado como fracturado.  

Para cerrar, no quisiera dejar de aludir a cierto fondo político, no del todo explícito, que tiene toda esta discusión, que está mucho más claro en el comentario de Acha que en el estudio de Bergel. Se trata, por decirlo de algún modo, de las opciones estratégicas tomadas en nombre del legado mariateguiano. Es un plano que se solapa, obviamente, con los anteriores —el de las lecturas latinoamericanas de Mariátegui y nuestra relación con ellas— pero que no es reducible a ellos. Y eso está claro en la cautela con la que Bergel se detiene antes de proceder a esas consecuencias políticas, dejando entonces abierta esa puerta al lector (acaso en su crítica mencionada al inicio de este texto del indigenismo, el latinoamericanismo y el socialismo nacional como propiedades del mariateguismo había llegado un poco más lejos). 

Pero es Acha quien entra con entusiasmo por esa puerta. Desde su perspectiva, la antología en cuestión funciona, fundamentalmente, como una resistencia a someter a Mariátegui «a una traducción arbitraria al horizonte posibilista de una estatalidad capitalista incluso progresista». Así, el Mariátegui de Bergel, animado por la noción de «socialismo cosmopolita», está reñido con cualquier hipótesis «nacional-estatal» (Acha no usa «nacional-popular», y ese desplazamiento tiene más de golpe de efecto que de justeza teórica) e incluso con la clásica figura a él asociada, pero aquí también denunciada como esencialista, del «marxismo latinoamericano». 

Por el contrario, el cosmopolitismo mariateguiano puesto de relieve por Bergel trabaja al interior de una crisis «mundial» (o de dos: la de los años veinte del siglo veinte, y la de nuestros años veinte) que requiere una estrategia también «mundial» y, por ende, «incompatible con socialismos nacionales o latinoamericanismos de izquierda». Hace falta mucho espacio para ahondar en este aspecto de la polémica, que será finalmente una discusión de caracterización de los últimos lustros latinoamericanos. A los efectos de este texto, y en consonancia con todo lo dicho, quisiera reafirmar la tesis de que no hay ningún impedimento de principio para que algo así como un «latinoamericanismo de izquierda» sea precisamente el que ofrezca las alternativas más interesantes para la crisis mundial que nos toca atravesar. 

No sin algo de acidez —que siempre hay que celebrar—, Acha se pregunta «¿por qué hacer de Mariátegui un benjaminiano muñeco ajedrecista en cuyo interior se oculta un pequeño y ventrílocuo Haya de la Torre?». Es este un posible deslizamiento de las lecturas nacional-populares, en efecto, aun si habría que clarificar mejor en qué sentido ello implicaría una suerte de peligro. En cualquier caso, la fidelidad a Mariátegui demandará saber conjurarlo en cada ocasión. Sin embargo, todavía con eso, y por todo lo dicho, la vía nacional-popular parece una lectura mejor preparada para alojar las dramáticas contradicciones de la época. Del otro lado, el cosmopolitismo puede garantizar que no hable Haya de la Torre, es cierto, pero ¿quién quiere garantías, y para qué? Por lo demás, aquello que pueda ponernos a resguardo de la desviación nacional-popular seguramente no alcanzará para salvarnos de la desviación contraria. 

Sucede que Mariátegui es tan potente que Haya de la Torre no es el único que pugna por tomar el lugar del ventrílocuo. También Bujarin o, peor, el tenaz Codovilla que fustigó a los delegados peruanos del 29 por aquel extraño librito que hablaba de la «realidad peruana», están al acecho.  

 


Notas

[1] José Aricó “Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano”. En Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano. México, Cuadernos de Pasado y Presente, 1978. Página XXIII.

[2] Robert Paris “Mariátegui y Gramsci: prolegómenos a un estudio contrastado de la difusión del marxismo”, en Socialismo y Participación N 23, Perú, 1983.

[3] Alberto Flores Galindo La agonía de Mariátegui: la polémica con la Komintern. Lima, Desco, 1980.

[4] Una aproximación crítica a esta misma antología fue escrita por Víctor Hugo Pacheco para la revista Intervención y Coyuntura, discutiendo varias de sus propuestas y consecuencias, más enfocada en la centralidad del problema nacional en Mariátegui. https://intervencionycoyuntura.org/es-mariategui-un-cosmopolita/ 

[5]  Löwy, Michael. “Introducción. Puntos de referencia para una historia del marxismo en América Latina.” En El Marxismo en América Latina. Lom, Santiago de Chile 2007. P 10-11.

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