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Un verdadero revolucionario

A pesar de ser un miembro vital del partido bolchevique, el legado intelectual del disidente comunista Víctor Serge fue apropiado por los liberales occidentales. Sin embargo, lejos de ser un precursor de la ideología de la Guerra Fría, sus escritos tardíos en México revelan un revolucionario comprometido hasta sus últimos días con el horizonte emancipatorio.

La obra de Víctor Serge ocupa un lugar central en la historia intelectual de la izquierda del siglo XX. Partícipe de la revolución rusa y víctima de los excesos estalinistas, su voz nos llega desde el corazón del torbellino que azotó Europa en las primeras décadas del siglo y sirvió de vehículo para el triunfo del comunismo en Rusia. 

Serge fue un testigo de implacable lucidez. La potencia testimonial de su obra se adelanta a la de autores como Primo Levi, y los claroscuros de su vida podrían servir de modelo para Winston Smith, el protagonista de la novela de George Orwell 1984. Al mismo tiempo, su devoción por la libertad antecede, de distintas formas, a los postulados liberales que durante la segunda mitad del siglo XX convirtieron al anticomunismo en un nuevo sentido común del debate ideológico internacional.

Tras su muerte en 1947, muchos de sus colaboradores e interlocutores se alejaron del socialismo y transitaron hacia el campo del liberalismo de la guerra fría. Éste último —marcado por el desencanto con el autoritarismo soviético y erigido sobre la convicción absoluta de que no había futuro para el socialismo después de los abusos estalinistas— se convirtió en el núcleo de un nuevo sentido común en los circuitos intelectuales de élite del Atlántico Norte que permaneció intacto hasta fechas muy recientes. Leída a través del prisma del anticomunismo, la obra de Serge fue entendida y promovida como uno de los alegatos más potentes a favor del liberalismo y celebrada por su lucidez moral y valor intelectual. 

Sin embargo, una lectura detenida de sus escritos durante su estancia en México (1941-1947) devela que, a pesar de los esfuerzos de algunos de sus seguidores por declararlo un antecesor del liberalismo de la guerra fría, Víctor Serge fue siempre un bolchevique convencido. El análisis de sus diarios —inéditos en castellano— sugiere con firmeza que su devoción revolucionaria debe ser retomada para contribuir a la conformación de un nuevo horizonte para la izquierda. 

Las cenizas del estalinismo

En julio de 1945, Natalia Sedova recibió a Víctor Serge en su casa al sur de la Ciudad de México. Fue un encuentro marcado por el asombro. Ante la presencia de la viuda de Trotsky, el escritor belga pasó largo rato absorto mirando los lomos de los volúmenes que poblaban los libreros de la casa: en sus estantes reconoció viejos textos que había disfrutado, analizado y discutido durante su juvenil y frenético tránsito por la catástrofe europea de principios del siglo XX. Eran, consigna en sus Cuadernos, «libros del pasado, libros que fueron destruidos, cuyos autores fueron destruidos, libros de una generación que sacudió al mundo» y a la cual ambos exiliados —y el fantasma de Trotsky que recorría la casa de Coyoacán— pertenecían con orgullo. 

La ocasión estuvo también marcada por el desconsuelo. Aquella visita inauguró un largo diálogo entre Serge y Sedova que cristalizó en la publicación del libro escrito a cuatro manos: La vida y muerte de León Trotsky. Para Serge, la colaboración con la viuda de su antiguo camarada bolchevique sirvió para cimentar su certeza de que «las ideas de la Revolución» habían muerto. «Es tan extraño», consignó Serge en sus Cuadernos, «ser los últimos sobrevivientes de tal catástrofe histórica». 

Perseguido por Stalin —cuyos secuaces mexicanos y españoles habían atacado la casa en la que se celebró su encuentro en varias ocasiones—, Serge comenzaba ya a elaborar un diagnóstico de la enfermedad que había carcomida a la revolución de 1917. Para Serge, los procesos de Moscú, la persecución de millones de comunistas y la violencia internacional desatada por Stalin confirmaban una realidad desoladora: «la hoz y el martillo», escribía en enero de 1942, «ya no representaban el símbolo glorioso de la revolución, sino la insignia de un fraude inhumano». El avejentado exiliado confirmaba el diagnóstico del marido asesinado de Natalia plasmado en su famoso libro de 1937: la revolución, en efecto, había sido traicionada. 

La accidentada trayectoria vivencial de Víctor Serge reflejaba la del asesinado Trotsky. Habiendo forjado su devoción política en el fuego del anarquismo insurreccional y el vendaval de la revolución bolchevique, el joven escritor había acompañado a Trotsky en su temprana y virulenta crítica frente a la contrarrevolución de Stalin iniciada en 1924. Partidarios del Nuevo Curso promovido por la Oposición de Izquierda al interior de la nueva URSS, Serge y Trotsky articularon potentes críticas a la creciente burocratización y autoritarismo del régimen de Stalin. 

En 1928 —pocos meses antes de que Trotsky huyera de Rusia rumbo a Turquía— Serge fue expulsado del Partido Bolchevique y enviado a Oremburgo, la antesala del exilio siberiano. En 1936, el belga finalmente abandonó la Unión Soviética y, tras 4 años de errar por una Europa fustigada por el espectro de una nueva guerra, partió hacia México a mediados de 1940. Después de una travesía que lo llevó a Martinica, La Habana, Casablanca y Ciudad Trujillo, el exiliado bolchevique desembarcó en suelo mexicano en septiembre, apenas un año después de que la vida de Trotsky se extinguiera tras el brutal ataque del asesino estalinista Ramón Mercader. 

Sin embargo, Serge nunca fue un seguidor de Trotsky ni militante de la Cuarta Internacional. A pesar de su diagnóstico compartido respecto al virus del estalinismo, los caminos del escritor belga y el ideólogo ucraniano se separaron durante sus años de persecución y exilio. La primera etapa de su desencuentro se gestó a raíz de sus posiciones encontradas respecto al papel del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) en los albores de la Guerra Civil española. Para Trotsky y sus seguidores, el POUM representaba una agrupación «centrista» que servía de fachada para el estalinismo. En contraste, para Serge, colaborador cercano del POUM y de su órgano impreso La Batalla, los ataques de la Cuarta Internacional en contra de los comunistas españoles no hacían más que replicar los peores vicios del autoritarismo soviético. Para Trotsky, que reaccionó iracundo a estas acusaciones, Serge era culpable de querer infectar al impulso revolucionario internacional con un «moralismo» que no podía más que llevar a la reacción. En un texto profundamente hiriente, el viejo general describió al escritor como un hombre capaz de «escribir poemas» sobre la revolución, pero incapaz de entenderla realmente. 

Tras haber coincidido en el rechazo temprano al estalinismo y haber emprendido la ruta militante del exilio en paralelo, Serge y Trotsky se alejaron irremediablemente. Ambos acabaron muriendo en México —Trotsky en 1940, Serge en 1947—, en los albores del nuevo orden intelectual y geopolítico de la segunda posguerra. Forjadas en las guerras ideológicas de la primera mitad del siglo XX en Europa, las ideas de ambos siguieron caminos muy diferentes tras su muerte. La Cuarta Internacional y el trotskismo se convertirían en el núcleo de una opción internacionalista de izquierda. Las ideas y la figura de Serge, por otro lado, serían retomadas para articular la crítica al totalitarismo que estructuraría el amplio universo ideológico del anticomunismo de la segunda mitad del siglo XX.

El eterno bolchevique

Durante su estancia en México (1941-1947), Serge articuló una incipiente crítica al «totalitarismo», término que pasaría a ocupar un lugar central en el anticomunismo liberal de la posguerra. Para autores asociados con las redes tejidas por publicaciones como New Leader, Socialist Call y Partisan Review, su obra daba fe del desencanto vivido por miles de entusiastas del comunismo tras el giro autoritario del gobierno de Stalin a partir de la década de 1930. Su denuncia del estalinismo nutrió el desencanto y la nueva intransigencia anticomunista de autores como Daniel Bell, Arthur M. Schlesinger Jr. y Arthur Koestler.

El núcleo de la crítica de Serge al estalinismo irradiaba de la denuncia de la abierta agresión encabezada por el heredero de Lenin a las libertades individuales en la Unión Soviética. Retomando los ideales de sus inicios anarquistas, durante su estancia en México el escritor desarrolló una vasta obra en la que encumbró la libertad individual como uno de los pilares centrales de la praxis revolucionaria. En sus comentarios al libro de Erich Fromm El miedo a la libertad (1941) consignados en sus Cuadernos, Serge desarrolló una «nueva teoría de la libertad» basada en la posibilidad de armonizar un régimen de producción colectivizado con el reconocimiento de la «innegociable libertad individual del trabajador». 

En sus textos escritos en México (entre los que se cuentan las novelas El caso Tuláyev y Los años sin perdón, La muerte de León Trotsky, su autobiografía Memorias de un revolucionario y sus memorias Treinta años después de la Revolución rusa, publicado poco antes de su muerte en 1947), el exiliado plasmó una apasionada defensa de la libertad individual, intelectual y artística, alimentada por un vehemente rechazo a todo intento por dirigir las energías del pensamiento mediante la represión y la imposición política. 

Durante los primeros meses de 1942, Víctor Serge desarrolló una de las primeras reflexiones en torno al tema del totalitarismo escritas desde una perspectiva de izquierda. En enero de 1942, en sus Cuadernos describe al totalitarismo como una enfermedad que parasitaba al impulso revolucionario y desembocaba en el sectarismo y la excesiva burocratización del estalinismo. En un texto titulado «El futuro del socialismo», aparecido en Partisan Review en septiembre de 1947, Serge redondeaba este análisis lamentando el error común en el que caían los revolucionarios comunistas —incluyendo a Trotsky— de dejarse seducir por el «sentimiento de poseer la verdad». Esta soberbia revolucionaria desembocaba, a su modo de ver, en la violenta negación de una libertad básica: la libertad de equivocarse y aprender de los propios errores. 

La preocupación de Serge por la relación entre la libertad y el futuro del socialismo encontró un potente eco en la comunidad de exiliados europeos presentes en México durante los años de la segunda guerra mundial. En los años posteriores al Cardenismo (1934-1940), México se había convertido en un lieu d´exile para políticos, pensadores y artistas que huían de la violencia genocida que azotaba Europa. Entre estos exiliados resaltaban importantes defensores del antiestalinismo de izquierda como los españoles Julián Gorkin y Bartolomeu Costa-Amic, el francés Marceau Pivert, el italiano Leo Valiani —mejor conocido como Paul Chevalier— y los almenanes Otti Rühle, Alicia Gerstel y Gustav Regler. Veteranos de las pugnas ideológicas de la era de entreguerras, encabezaban lo que Claudio Albertani ha denominado el «exilio antiautoritario» y defendían el lema «Socialismo y Libertad» como parte de su activismo político e intelectual.

A través de una frenética actividad editorial, estas figuras nutrieron una naciente esfera de debate antiestalinista alimentada por la denuncia de los crímenes del régimen soviético en Europa y la advertencia de su creciente totalitarismo. Gorkin y Costa-Amic, viejos camaradas del POUM, encabezaron una nueva era en las actividades del sello Ediciones Quetzal, creado por el escritor español Ramón J. Sender. Como editores, encabezaron la publicaciones de libros como Caníbales políticos: Hitler y Stalin en España (1941), de Gorkin, El crepúsculo de la civilización (1944), del anticomunista y humanista cristiano Jacques Maritain, y Hitler contra Stalin: la fase decisiva de la guerra mundial (1941), del propio Víctor Serge. En conjunto, los integrantes de este «exilio antiautoritario» encabezaron también la edición de la revista Mundo, que recibió contribuciones de importantes escritores de la izquierda antiestalinista de la época como el estadounidense Dwight Macdonald y el socialista indio Jayaprakash Narayan. 

A pesar de su reducido impacto en el panorama político europeo de la década de 1940, los planteamientos de estos exiliado —y en especial los de Víctor Serge— dejaron una profunda huella en el escenario intelectual mexicano de la década de 1940. Para integrantes de una joven generación de intelectuales de aspiraciones cosmopolitas, Víctor Serge se convirtió en un poderoso símbolo y un inevitable referente intelectual. A los ojos de figuras como el joven Octavio Paz, que declara haber frecuentado a Serge durante los primeros años de la década de 1940 en la Ciudad de México, la obra del exiliado belga prometía servir como vehículo para la articulación de una crítica al comunismo —y del estalinismo mexicano encabezado por intelectuales como Vicente Lombardo Toledano— que no cruzara por los reaccionarios postulados de la derecha mexicana. Sus ideas brindaban a los jóvenes intelectuales mexicanos obsesionados con afirmar su pertenencia a la «cultura occidental», plataforma ideal para el desarrollo de una visión liberal y anticomunista acorde con las cambiantes coordenadas ideológicas del momento. 

Tras su muerte, ocurrida el 17 de noviembre de 1947, su denuncia del estalinismo nutrió el desencanto y la nueva intransigencia anticomunista de autores como Daniel Bell, Arthur M. Schlesinger Jr., Arthur Koestler y Octavio Paz. En décadas posteriores, los escritos de Serge sirvieron para apuntalar una agenda anticomunista de corte liberal que acabaría por dominar el debate intelectual de élite en México durante la segunda mitad del siglo XX. Su obra —polifacética, potente y revolucionaria— fue secuestrada por el anticomunismo liberal de la Guerra Fría.

Sin embargo, Serge nunca fue un liberal. Siempre fiel a la devoción de sus primeros años, su obra no es un lamento —como quisieron ver algunos liberales— sino una denuncia de la traición estalinista del virtuoso impulso revolucionario. A diferencia de los millones de desencantados de izquierda que a lo largo del siglo XX abrazaron el anticomunismo como el único remedio para los excesos del totalitarismo —y que, de paso, apoyaron el establecimiento de un nuevo dogma basado en la exclusión y la defensa de la jerarquía propias del liberalismo contemporáneo—, Serge nunca renegó de la revolución. 

En ningún lugar de su obra encontramos ese gastado credo según el cual el estalinismo representa el resultado inevitable del impulso revolucionario de 1917. Su voz es la de un bolchevique que celebra el triunfo de Lenin y sus camaradas como el fruto brillante de la unión de una «intelligentsia revolucionaria» y la «energía de las masas en movimiento». Para Serge, el impulso de la revolución de octubre no representaba la semilla de un sistema criminal sino un «triunfo único en el mundo moderno», imposible de equiparar con los horrores del estalinismo. 

Es hora, pues, de reclamar el legado de Víctor Serge para la izquierda y reafirmar que, a pesar de décadas de su asociación con el miedo liberal al comunismo, su obra da muestra de las formas en las que la herencia del socialismo puede empatar con la libertad, la creatividad y la búsqueda de la belleza. 

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Publicado en Artículos, Historia, homeCentro3, Ideología and Política

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