En pleno Día Internacional de la Mujer trabajadora, Brasil fue sorprendido con la anulación de las condenas al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva dictada por Edson Fachin, ministro del Supremo Tribunal Federal (STF). Lula gozaba de libertad condicional desde 2019, pero seguía procesado y condenado en instancias inferiores, lo que –de acuerdo con la legislación brasileña– lo inhabilitaba para participar de las elecciones. Esta nueva decisión tiene un peso enorme en la medida en la que hace recomenzar los procesos prácticamente de cero. Esto significa que Lula podrá ser candidato en las elecciones presidenciales de 2022. Resta esperar la anulación definitiva de los procesos.
A pesar de que el impacto de las revelaciones de Vaza Jato, que expusieron el complot judicial detrás del arresto del expresidente, tuvieron algún peso sobre la decisión, su vínculo con la liberación de Lula luego de 580 días de cárcel no es directo: los ministros del STF prácticamente no modificaron su interpretación acerca de la posibilidad de que alguien condenado en segunda instancia pueda responder al proceso en libertad. En realidad, esto es lo que establece la Constitución brasileña. El STF modificó su posición al respecto en 2018, lo cual difícilmente sea una coincidencia si se tiene en cuenta que lo hizo antes de las elecciones presidenciales y bajo presión explícita de los militares.
La decisión de liberar a Lula solucionó, por decirlo de algún modo, dos cuestiones. Por un lado, eximió a la justicia brasileña de la incomodidad que le generaba mantener a Lula en la cárcel luego de que un hacker reveló que Sérgio Moro, juez en ese entonces, había acordado la condena con los acusadores. Por otro lado, le ahorró un problema a Moro, en aquel momento ministro de Justicia de Bolsonaro, quien fue sin lugar a duda quien más se benefició del encarcelamiento de Lula. Entonces, si bien sirvió de telón de fondo, el complot judicial no fue la razón principal para la liberación de Lula.
La decisión reciente es más bien una batalla perdida. De nuevo, fue el medio que el STF encontró para no tratar directamente los abusos de la operación Lava Jato. De esta manera, el fundamento de la decisión es que Lula no podría haber sido juzgado en una jurisdicción penal federal de Curitiba y no que fue víctima de abusos por parte del juez y de los fiscales. Tanto es así que la tentativa del ministro Gilmar Mendes de tomar una decisión final sobre la cuestión este 9 de marzo, fue bloqueada por el ministro Kassio Nunes Marques, primer nominado de Bolsonaro a la corte suprema brasileña. El nuevo ministro pidió analizar el proceso, lo que en la práctica paraliza cualquier decisión sobre la actuación de Moro.
Una decisión liberadora y una verdad a medias
La decisión del ministro Edson Fachin es simple: la defensa de Lula presentó una moción de habeas corpus y el ministro –en soledad, lo cual está permitido en estos casos– decidió que no correspondía a una jurisdicción de la Justicia Federal de Curitiba juzgar estos procesos. La decisión es absolutamente correcta, pero también irónica, dado que, hablando con rigor, el célebre Juzgado Federal N° 13 de Curitiba actuó en toda una serie de denuncias que tenían vínculos demasiado remotos –y dudosos– con los casos de corrupción de Petrobras, tratados como si fuesen una gran estafa única, aun cuando Petrobras no está radicada en Curitiba, sino en Rio de Janeiro.
Por otro lado, las supuestas coimas que Lula habría aceptado –sobre las cuales el juez Sérgio Moro dijo desconocer a cambio de qué las reibió–, no tienen ninguna relación con Curitiba, ciudad en la que, por cierto, Lula nunca vivió ni emprendió ningún tipo de emprendimiento. Tal como recuerda el abogado Lênio Streck, la jurisdicción de Curitiba, que en ese entonces estaba dirigida por Moro, siempre fue incompetente para juzgar a Lula.
Mucho antes de discutir eventuales abusos policiales en la conducción de la operación Lava Jato y aun sin considerar la información filtrada –que probó que existieron–, el simple hecho de que el omnipotente y omnipresente Juzgado Federal N° 13 de Curitiba actuara en todo lo que, desde su punto de vista, estaba ligado con la corrupción en Petrobras, era de por sí algo absurdo.
Esto viola la garantía constitucional del juez natural y, por extensión, viola los criterios del derecho procesal penal brasileño que se utilizan para fijar en qué lugar puede presentarse –y juzgarse– una denuncia determinada, es decir, la denominada competencia territorial.
A causa de la decisión del ministro Fachin, los procesos que involucran al departamento de Guarujá, la finca de Atibaia o el Instituto Lula, deberán ser enviados a la Justicia Federal de Brasilia, que deberá analizar de nuevo los procesos, a menos que la Procuración General de la República (PGR) decida apelar, lo cual obligaría a que la decisión de Fachin sea sometida a un nuevo juicio a manos de los otros 11 ministros del STF.
Sin embargo, si bien el ministro Fachin acertó al apuntar contra el pecado original de Lava Jato, al menos en lo que respecta a Lula, lo cierto es que mediante esta decisión evitó lidiar con el asunto principal: el hecho de que el entonces juez Moro y los fiscales federales, que son quienes presentan los cargos, mantuvieron una comunicación permanente para acordar operaciones y hasta condenas, lo cual incluyó presionar a acusados y testigos con el gran objetivo de encarcelar a Lula.
Una filtración inconclusa
El gran hecho periodístico de Brasil en 2019 fue lo que se denominó «Vaza Jato». En este marco circularon documentos filtrados, publicados en un primer momento en el sitio de The Intercept Brasil, que mostraron que jueces y fiscales de la operación Lava Jato mantuvieron conversaciones privadas por medio de la aplicación Telegram, en las cuales acordaban las condenas, decidían las delaciones premiadas –es decir, las confesiones que debían hacer los detenidos en las operaciones a cambio de la disminución de sus penas– y otras cosas por el estilo.
Estaba claro que había en todo esto una gran obsesión que nada tenía que ver con ponerle fin a los sobornos: se trataba de arrestar a Lula que, aun cuando las encuestas lo situaban en primer lugar, terminó en la cárcel sin posibilidad de disputar las elecciones de 2018. La historia es conocida. Condenaron a Lula en segunda instancia, lo encarcelaron, lo declararon inelegible e, incluso, le prohibieron participar de entrevistas desde la prisión. Jair Bolsonaro ganó las elecciones y nombró al principal juez de la operación como su ministro de Justicia.
Vaza Jato cambió todo. Brasil vivió los meses que siguieron a las revelaciones de Vaza Jato como un ejercicio orwelliano, un preanuncio de lo que solo empeoró durante la pandemia, mientras Moro –en ese entonces ministro y aliado de Bolsonaro– atacaba con descaro a los medios de comunicación que divulgaban los documentos filtrados y ponía en duda la veracidad del material argumentando que había sido víctima de un hacker.
El periodista Glenn Greenwald, en ese entonces editor principal de The Intercept Brasil, fue víctima de una enorme campaña de difamación y tuvo que recurrir a una decisión del STF para no ser investigado por la información filtrada.
Con premura se encarceló a Walter Delgatti, el hacker responsable de divulgar el material en los medios, como si el crimen fuese divulgar conversaciones clandestinas sobre procesos públicos y no el contenido de estas. Es decir, fue encarcelado de forma ilegal, tal como anticipó en Jacobin Brasil el abogado Pedro Serrano. El escándalo escaló rápidamente y se hizo imposible mantener a Lula en prisión.
Bolsonaro y sus redes protegieron a Moro, por medio de distintos ataques contra los denunciantes de Lava Jato. Sin embargo, en paralelo y entre bastidores se generaban importantes roces entre las dos figuras, motivados principalmente por intereses personales, por las pretensiones presidenciales de Moro y por la disputa de la dirección de la derecha radical. La pandemia finalmente quebró el vínculo entre Moro y Bolsonaro, con lo cual se cortó el cordón umbilical que unía Lava Jato a la nueva extrema derecha.
No obstante, el material que puso en circulación Delgatti terminó en manos del STF que, recientemente, autorizó a los abogados de Lula a acceder a los extractos que hablan del expresidente. Vale en este caso el principio de derecho según el cual una prueba ilegal no sirve para condenar a alguien, pero sí para absolverlo, aun cuando las pruebas ilegales forman parte de la larga trayectoria brasileña de encubrir crímenes de Estado.
Pero debe notarse que el repentino cambio del STF con respecto a Lula oculta otros motivos: según las entrevistas realizadas por Delgatti, la operación Lava Jato utilizó su influencia para aislar a ministros del STF y hasta estaba en los planes encarcelar a algunos. Estas revelaciones generaron una nueva amenaza de llevar a la cárcel alhacker, que se encuentra en prisión domiciliaria y responde a sus procesos monitoreado mediante una tobillera electrónica.
El contenido más general de estos documentos filtrados y divulgados por la prensa, es más grave que el que circuló en 2019. Demuestra una colaboración absolutamente ilegal entre los fiscales brasileños y autoridades extranjeras, entre las cuales está involucrado hasta el Departamento de los Estados Unidos.
El STF lucha por su supervivencia en un momento en el cual está siendo atacado incluso por Bolsonaro, pero aun así el espíritu corporativista de la justicia brasileña –una de las más elitistas del mundo– tiene más peso. Esto fue lo que llevó a que Fachin buscara –y encontrara– una salida por la tangente, a tal punto que fue ironizada como una forma de proteger a Moro por Arthur Lira, el presidente conservador de la Cámara de Diputados.
¿Un golpe a la vista?
La justicia tardía muchas veces implica una pena simbólica. La situación empeora de acuerdo al tiempo que demora en corregir sus propios errores. Pero la decisión del ministro Fachin sobre la anulación de las condenas, más que una lección jurídica, es un síntoma del momento político del país. El STF está contra las cuerdas y debió adoptar medidas duras, como por ejemplo, la de arrestar a un diputado bolsonarista que amenazó públicamente a sus ministros. A su vez, Bolsonaro no esconde el odio que le genera el hecho de que los ministros de la Suprema Corte limiten su poder.
La aceleración de los contagios y las muertes por COVID-19, la indiferencia del gobierno frente a las miles de vidas perdidas, el atraso de la vacunación y el preanuncio de un colapso económico hacen que Lula sea visto cada vez más como una solución. Después de todo, en 2009 el expresidente vacunó a 80 millones de personas en 3 meses, con lo cual Brasil se convirtió en el país cuyo sistema público tuvo el mayor índice de vacunación mundial contra el H1N1.
Tal vez es demasiado pronto para saberlo, pero el desarrollo de la crisis brasileña, en un momento en el que hasta los hospitales de élite están colapsando, parece estar llevando a los sectores oligárquicos a considerar que el vale todo contra el PT que definió los últimos años tal vez dejó de ser un buen negocio. Declaraciones como las del expresidente Fernando Henrique Cardoso, que se arrepiente de la neutralidad que mantuvo durante la segunda vuelta de las últimas elecciones, forman parte de este marco de transformaciones del equilibrio de fuerzas en la política brasileña.
Debe destacarse que la liberación de Lula y la victoria en esta batalla le deben mucho también al intenso movimiento de solidaridad internacional y a la amplia movilización de la militancia de izquierda brasileña, que pusieron en cuestión las decisiones de la justicia y que argumentaron desde el comienzo que Lava Jato es, en realidad, una gran campaña macartista con repercusiones a nivel internacional (lo cual puede verse en el uso que se hace de los mismos mecanismos en contra de expresidentes progresistas en toda América del Sur).
Todavía es muy pronto para decir hasta dónde pueden llegar las cosas, pero el contexto de emergencia de Brasil y la liberación de Lula parecen remitir a un nuevo ciclo latinoamericano, en el marco del cual presenciamos nuevas victorias electorales de la izquierda y la (re)emergencia de los movimientos sociales. A Lula lo esperan otras largas batallas, cuya resolución dependerá del compromiso y de la presión populares frente a instituciones que son poco transparentes y no son nada democráticas. Pero no se trata de una lucha personal del expresidente: se trata de la resistencia de la clase trabajadora brasileña –y mundial– contra las nuevas y mortíferas formas del fascismo.