Era esperable: el fin del mandato de Donald Trump abrió un universo de balances, interpretaciones y debates sobre lo que implicó su gobierno y, ante todo, su excéntrica figura. Las causas son diversas. En primer lugar, no podía ser de otra forma al tratarse del presidente de la que sigue siendo aún la primera potencia mundial. Pero también debe mencionarse que fue una presidencia de lo más atípica, una especie de bisagra entre la defunción del Consenso de Washington tal y como fue formulado originalmente (un proceso que tuvo otros puntos críticos como el atentado del 9-11, la guerra de Irak o la crisis financiera mundial de 2008) y un mundo con mayores tensiones geopolíticas debido, principalmente, al ascenso de potencias como Rusia o China.
Pero, como si esto fuera poco, la propia política a escala global se construye y transita de formas que eran inimaginables hace pocos años, en gran parte debido a las nuevas modalidades de relación entre seres humanos. En última instancia, la política es la actividad relacional por excelencia, y es impensable que una revolución en los medios de comunicación no implique un salto en la forma de hacer política. En este último aspecto, Trump recorrió el ciclo completo: su desembarco en la opinión pública se debió, principalmente, a su reality show, gran parte de su comunicación durante su mandato eludió canales más tradicionales para concentrarse en sus redes sociales (principalmente Twitter) y, como todo el mundo sabe, su ocaso fue casi teatralizado por el cierre de su cuenta en esa plataforma. Exagerando un poco, podríamos afirmar que Trump es el tipo ideal de magnate-político de nuestros tiempos.
Más allá de todas estas particularidades del contexto y de su propia personalidad, a Trump se le asignó un problemático calificativo que ya lleva varios siglos dentro de la esfera política: el de populista. El lector podrá argumentar, con mucha razón, que dicho término se le aplica a diestra y siniestra a una gran cantidad de personalidades y fenómenos políticos totalmente dispares. Su propio significado es difuso; como veremos, esto no es solo una dificultad académica en la definición de los términos, sino el reflejo de una característica concreta en la forma de construir el discurso y el movimiento de masas.
En el colmo del estiramiento conceptual, y debido a la dinámica de disputa en los medios de comunicación, muchas veces se clasifica a distintos fenómenos como populistas sin demasiado fundamento o apoyándose en una dudosa acepción normativa («el populismo es malo y, por ende, todo lo malo en política es populista»). En muchos casos, dependiendo las coordenadas de tiempo y lugar, el término «populista» se usa como sinónimo de «derechista», «izquierdista», «neofascista», «comunista», «corrupto»… y la lista podría seguir.
Sin embargo, en el caso de Trump la categoría es apropiada. El populismo es una forma específica de constituir lo político determinada por la combinación de las características propias del entorno y la estrategia elegida por determinada figura pública o partido (porque no es una condición necesaria la concentración de la atención sobre una única figura, aunque esto sea lo más frecuente y lo que ha ocurrido, de hecho, en el caso que queremos analizar). Entender por qué y hasta qué punto corresponde enfocar al presidente saliente de Estados Unidos bajo esta luz puede ser un aporte para comprender qué fue lo que pasó estos últimos cuatro años en el país del norte y en sus relaciones con el resto del mundo, pero también cómo se llegó a ese punto y qué podemos esperar de Trump y su movimiento en el futuro. Además, es una reflexión necesaria desde la izquierda, cuyos esfuerzos por generar movilización política bajo su signo se chocan sistemáticamente contra la pared desde hace varios años.
Una tendencia mundial llegó a suelo fértil
El concepto de populismo no es nuevo, pero ha vuelto a cobrar relevancia desde comienzos del siglo XXI y, mucho más marcadamente, durante la última década. Su significado es escurridizo. Más allá de su uso abusivo con fines mediáticos, es aplicado más o menos correctamente para agrupar fenómenos que serían opuestos (e imposibles de ser ubicados en la misma bolsa según cualquier otro criterio). Solo dentro de la familia del populismo podemos encontrar algún tipo de parentesco entre Donald Trump, Hugo Chávez, Cristina Kirchner, Viktor Orbán, Narendra Modi… El término no especifica ni permite predecir si determinado gobierno o movimiento será de derecha o izquierda. Esto no le quita profundidad analítica, pero nos coloca frente a una realidad incómoda, ya que tanto la derecha como la izquierda pueden contar con el arma del populismo en sus respectivos arsenales. Más aún, quien descarte la estrategia populista a priori comete un grave error equivalente, por ejemplo, a ir a un combate de puños con la premisa de no utilizar nunca una de las manos.
Podemos afirmar que todos estos fenómenos encontraron su ambiente más propicio en la desintegración del orden neoliberal que imperó en el mundo en las últimas décadas del siglo pasado. Sin dudas, es muy llamativo que ese terreno fértil se haya presentado en latitudes que no cumplieron el mismo rol dentro de aquel orden y que, por lo tanto, atravesaron su resquebrajamiento en condiciones muy distintas. Pero hay un denominador común que salta a la vista y que se define por la negativa: el adelgazamiento de los discursos global-institucionalistas que prometían una suerte de sociedad mundial autorregulada (claro está, bajo los estrictos parámetros de la libre concurrencia).
Estos discursos, resumidos en el célebre binomio «democracia liberal – economía de mercado» que unificó a la economía y a la ciencia política en los años dorados del neoliberalismo globalista, llevaban una promesa en sus entrañas: la disolución gradual del conflicto social y, por consiguiente, una participación ciudadana permanente pero de baja intensidad. Mediante ambas vías (el voto y la acción económica individual capaz de agregarse en corrientes de oferta y demanda), la ciudadanía mundial sería capaz de participar sin la necesidad de movilizarse o de poner sus intereses en colisión con los de otros. El sujeto central de este relato era el individuo. La acción política colectiva quedaba, de hecho, descartada.
Dos hechos –el atentado del 9-11 al núcleo de la economía de mercado y sede de la democracia que se vendía a sí misma como emblema y la crisis de las subprime, en 2008– jalonaron el inicio de la agonía de ese modelo. El populismo de nuestra época, en todas sus variantes, es síntoma de ello, ya sea para ofrecer nuevas recetas de cuño nacionalista, de integración regional, neoliberales o estatistas. Centralmente, refleja una nueva promesa de participación que funciona como un canto de sirena ante masas desencantadas con un mundo que prometía riqueza sin preocupaciones y que, por el contrario, ha generado una acumulación obscena en una exigua minoría a expensas de la miseria generalizada de miles de millones de personas.
La participación populista
Como señala María Esperanza Casullo en su sugerente libro ¿Por qué funciona el populismo? (Siglo XXI, 2019), el centro de gravedad de este discurso es el mito populista. Se trata de una suerte de plantilla donde los espacios están vacíos y reclaman ser llenados según las características sociales, políticas y las tradiciones determinadas en cada tiempo y espacio, y donde lo determinante son las relaciones que se establecen entre dichos casilleros. Lo esencial es la presencia de un héroe desdoblado en una faceta colectiva (el pueblo) y otra individual (en general, el líder, aunque también puede ser el partido); en contraposición, un enemigo que también es dual, siendo un enemigo externo a la comunidad política (muchas veces identificado con el extranjero o con las minorías étnicas o sexuales) y un traidor interno, que fácilmente puede ser asimilado a las élites políticas locales, por lo cual hay gran afinidad entre el discurso populista y el de los outsiders que provienen de la sociedad civil y no están contaminados por la traición; por último, el mito siempre implica la vuelta a un pasado de grandeza y esplendor o el avance hacia un futuro similar a una Tierra Prometida.
Es en toda esta ambigüedad que el populismo puede articular discursos tan diversos: ser reaccionario, reformista o revolucionario, pero siempre procurando la necesidad de movilización. En él, siempre está latente la movilización popular (y a veces se convierte en acto, como atestigua el reciente ejemplo del asalto al Capitolio el 6 de enero en Washington D.C.). Por el contrario, suelen estar ausentes, o solo muy vagamente definidos, los discursos tecnocráticos que enaltecen la eficacia por encima del enfrentamiento. Algo que tiene mucho sentido, porque fueron precisamente esos discursos los que fundamentaron el orden neoliberal al cual el populismo, en todas sus formas, dice enfrentar.
La clave del poder de movilización de este tipo de discursos, por lo tanto, se debe a su capacidad de llenar el espacio de una promesa incumplida: el involucramiento de las sociedades en sus destinos. Desde luego, muchas veces esto es incongruente con los fines que persiguen ciertos movimientos políticos. Por ejemplo, durante el gobierno de Donald Trump la desigualdad y la acumulación de la riqueza dieron importantes saltos, y es indudable que fue un gobierno para los ricos, lo cual se contrapone automáticamente con la incorporación de aquellos sectores que históricamente quedaron por fuera. Precisamente, el discurso populista permite una operación en la cual los que no tienen parte sienten que pueden acceder a dicha participación y, de hecho, pueden llegar a participar de forma física a la vez que el conjunto del sistema los ubica, cada vez más, en una situación de subordinación.
Make America Great Again
Es muy fácil hallar todos los ingredientes del mito populista en la narrativa de Trump. En su discurso inaugural del 20 de enero de 2017, rompiendo con una tradición en la cual cada presidente enfatizó la continuidad democrática con su antecesor y su pertenencia a un sistema institucional con acuerdos básicos, el magnate neoyorquino puntualizó que no se trataba de una transición rutinaria, ya que ese día «el poder [se estaría] transfiriendo desde Washington D.C. [es decir, desde las élites] hacia el pueblo». Según el flamante presidente, dichas «élites globalistas» (bajo cuyo mando, cabe recordar, la familia Trump se volvió multimillonaria) eran el caballo de Troya: los agentes locales del poder transnacional.
Únicamente el verdadero pueblo norteamericano (es decir, la población blanca y conservadora) sería capaz de retornar al estado de gloria perdido y solo a condición de seguir su propio liderazgo: una suerte de mesías llegado desde afuera de la política. La conclusión implícita es evidente: esta división de la sociedad en bandos, a partir de lo que Ernesto Laclau llamaba «frontera interna», implica una toma de posición. Todo aquel que no se alineara con su figura, incluso dentro del Partido Republicano, pasaría a formar parte automáticamente del bloque de los traidores. Y, como decía un reconocido populista latinoamericano setenta años atrás, «a los traidores, ni justicia».
Siguiendo las cifras, resulta indefendible la idea de que el mandato de Trump logró frenar la decadencia en cámara lenta de la que fue, hasta hace pocas décadas, la potencia mundial indiscutida. Es cierto que la pandemia del COVID-19, el hecho reciente más dramático que enfrentaron los Estados Unidos (y el resto del mundo) fue algo inesperado y que si no hubiera ocurrido la reelección de Trump hubiera sido, como mínimo, mucho más probable.
Pero la mala respuesta a esta situación inédita, generada en parte a la propia lógica discursiva del trumpismo, enmarcada en una batalla contra China y las élites (entre las cuales se incluye a la intelligentsia y los organismos científicos nacionales e internacionales) no hizo otra cosa que dejar en evidencia que el país del norte no está ni cerca de retomar el esplendor pasado que el discurso populista postula. Aún así, este último tiene la capacidad de inscribir incluso los fracasos dentro de su propia lógica: el sector más radicalizado de la base electoral de Trump no interpreta la derrota como una desmentida a la política y el discurso de su líder, sino como la confirmación de que él tenía razón al denunciar a los traidores, corriendo esta frontera para incluir a miembros del establishment tradicional del Partido Republicano. En los límites de esa frontera se juega en estos días la suerte futura del proceso de impeachment y la posibilidad de Trump de buscar un segundo capítulo presidencial en el 2024.
Zonas grises, oportunidades y peligros
El populismo, entonces, es una elección estratégica para la construcción política dadas ciertas circunstancias: crisis, desencanto de un sector de las masas con el sistema, sociedad desigual. Innegablemente, tanto en Estados Unidos como en gran parte del resto del mundo estas condiciones están presente y tienden a profundizarse. Las grandes mayorías no percibimos la «luz al final del túnel». Queramos o no, debemos afrontar un mundo en el cual fuerzas con las que rivalizamos recurrirán a la estrategia populista.
Coyunturalmente, un discurso tecnocrático puede dar réditos electorales ante el fracaso de la política precedente, como ocurrió con el triunfo de Joe Biden. Pero creo que la persistencia de las condiciones mencionadas hace difícil que podamos recostarnos en una salida tan sencilla. Trump perdió, en primer lugar, no gracias a la brillantez del candidato demócrata –bastante insulso y poco convocante– sino debido a sus propios errores a la hora de desarrollar políticas públicas en el último tramo de su mandato, que fue el más complicado objetivamente. El llamado a la unidad nacional que descarta cualquier tipo de «frontera interna», desde este punto de vista, difícilmente pueda resolver la accidentada topología de la sociedad y la opinión pública.
Desde la izquierda es necesario pensar qué elementos de la construcción discursiva populista pueden ser una invitación a la movilización de masas, gran cuenta pendiente desde hace décadas. El camino es estrecho, porque también se debe lidiar con los peligros que la ultraderecha puede utilizar sin contradicciones pero que son difícilmente compatibles con nuestro proyecto. Me refiero, en primer lugar, a evitar la construcción de liderazgos demasiado personalistas que, tarde o temprano, obstruyan la participación política real.
Queda planteado como un interrogante a futuro que, humildemente, creo que debe ser abordado desde nuestras trincheras: ¿no es necesario que tensionemos más nuestra intervención pública hacia un mito menos tecnocrático (en el cual, a fin de cuentas, muchas veces cae el marxismo y su promesa de una sociedad sin clases como resultado lógico del progreso técnico) e incorporemos una dimensión de conflicto actual y permanente? ¿No podemos construir dicho mito, sobre una base igualitarista, para aumentar nuestra capacidad de movilización, proponiendo el futuro para las mayorías en lugar de un retorno a un ilusorio pasado de grandeza? En definitiva, ¿no es hora de desplegar algunas armas del arsenal del populismo para inclinar la balanza en nuestro favor?