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Foto: Andressa Anholete / Getty

“Gripezinha”

Traducción: Valentín Huarte

El neofascista Bolsonaro frente a la pandemia.

Uno de los fenómenos más inquietantes de los últimos años es el espectacular ascenso, en todo el mundo, de gobiernos de extrema derecha, autoritarios y reaccionarios, que en algunos casos tienen rasgos neofascistas: Shinzo Abe en Japón, Modi en India, Trump en EE. UU., Orban en Hungría y Bolsonaro en Brasil son los ejemplos más conocidos. No es sorprendente que varios de ellos reaccionen a la pandemia del coronavirus de forma absurda, negando o subestimando drásticamente los riesgos. Fue el caso de Trump durante las primeras semanas, y también el de su discípulo inglés, Boris Johnson, que llegó a proponer que el conjunto de la población se infecte con el virus para “inmunizar colectivamente” a todo el país (pagando, por supuesto, un costo de millones de muertos). Pero los dos tuvieron que retroceder frente a la crisis. Boris Johnson lo hizo luego de ser él mismo gravemente afectado por el virus.

Entonces el caso de Brasil es especial, porque el personaje del Palacio de la Alvorada persiste en su actitud “negacionista”, caracterizando al coronavirus como una “gripezinha”: una definición que merece ingresar en los anales, no de la medicina, sino del delirio político.  Pero este delirio tiene su lógica, que es la del neofascismo.

El neofascismo no es la repetición del fascismo de los años treinta: es un fenómeno nuevo, con características del siglo veintiuno. Por ejemplo, no toma la forma de una dictadura policial, sino que respeta algunas instituciones democráticas: elecciones, pluralismo partidario, libertad de prensa, existencia de un Parlamento, etc. Naturalmente, intenta limitar, en la medida de lo posible, estas libertades democráticas apelando a medidas autoritarias y represivas. Tampoco se apoya en grupos de choque armados, como las SA alemanas o el fascio italiano. 

Algo semejante puede decirse de Bolsonaro: no es Hitler ni Mussolini, y no tiene como referencia a la versión brasilera del fascismo de los años treinta, el integralismo de Plinio Salgado. Mientras que el fascismo clásico defendía la intervención masiva del Estado en la economía, el neofascismo de Bolsonaro se identifica completamente con el neoliberalismo, y tiene como objetivo imponer una política socioeconómica favorable a la oligarquía, sin ninguna de las pretensiones “sociales” del viejo fascismo.  

Uno de los resultados de esta versión fascista del neoliberalismo es el desmantelamiento del sistema de salud pública (SUS, por sus siglas en portugués), que ya estaba bastante debilitado por las políticas de los gobiernos anteriores. En estas condiciones, la crisis sanitaria que produjo el coronavirus podría tener consecuencias trágicas para las capas más pobres de la población. 

Otra característica propia del neofascismo brasilero es que, a pesar de su retórica ultranacionalista y patriotera, está completamente subordinado al imperialismo norteamericano desde el punto de vista económico, diplomático, político y militar. Esto se manifestó también en relación con el coronavirus, cuando Bolsonaro y sus ministros, imitando a Donald Trump, culparon a los chinos por la pandemia. 

Lo que Bolsonaro tiene en común con el fascismo clásico es el autoritarismo, la preferencia por las formas dictatoriales de gobierno, el mito del culto al líder como salvador de la patria y el odio a la izquierda y al movimiento obrero. Sin embargo, no ha logrado organizar un partido de masas, ni grupos de choque uniformes. Tampoco tiene condiciones, al menos por ahora, de imponer una dictadura fascista ni un Estado totalitario, lo que implicaría cerrar el Parlamento y proscribir a los sindicatos y a los partidos de la oposición. 

El autoritarismo de Bolsonaro se manifiesta en su “manejo” de la epidemia, cuando intenta imponer contra el Congreso, contra los gobiernos de los Estados y contra sus propios ministros, una política ciega de rechazo a las medidas sanitarias mínimas e indispensables para limitar las dramáticas consecuencias de la crisis (confinamiento, etc.). Su actitud también tiene algunos rasgos del darwinismo social típico del fascismo: la supervivencia del más fuerte. Si millones de personas vulnerables –ancianos y gente con problemas de salud– deben morir, es solo el precio que hay que pagar: “¡Brasil no puede parar!” 

Una característica específica del neofascismo bolsonarista es el oscurantismo, el desprecio por la ciencia, en alianza con sus defensores incondicionales: los sectores más retrógrados del neopentecostalismo “evangélico”. Esta actitud, afín al terraplanismo, no tiene equivalente en otros regímenes autoritarios, ni siquiera entre los que adoptan el fundamentalismo religioso como ideología (Irán). Max Weber distinguía a la religión, a la que definió en función de principios éticos, de la magia, que se caracteriza por la creencia en los poderes sobrenaturales del sacerdote. En el caso de Bolsonaro y de sus amigos, los pastores neopentecostales (Malafala, Edir Macedo, etc.), se trata ciertamente de magia o de superstición: pretenden detener la epidemia con “oraciones” y con “ayuno”.

A pesar de que Bolsonaro no logró imponer el conjunto de su programa mortífero, tal vez logre imponer una parte de este –por ejemplo, el relajamiento del confinamiento– a través de las imprevisibles negociaciones con sus ministros militares o civiles. 

A pesar del comportamiento delirante de este siniestro personaje que se ha instalado en el Palacio de la Alvorada, y de la amenaza que representa para la salud pública, una porción importante de la población brasilera todavía lo apoya en mayor o menor medida. Según las encuestas recientes, solo el 17% de sus electores se arrepiente de haberlo votado; y la mayoría de la población se opone a que sea apartado de su cargo. 

El combate de la izquierda y de las fuerzas populares brasileras contra el neofascismo recién comienza; se necesitará mucho más que algunas simpáticas protestas de cacerolas para derrotar a esta formación política teratológica. Tarde o temprano el pueblo brasilero se librará de esta pesadilla neofascista. La pregunta es: ¿cuál será el precio que deberá pagar hasta que llegue ese momento?

 

Post scríptum

El 20 de abril Bolsonaro hizo una declaración significativa: “el 70% de la población será infectada por el COVID-19, esto es inevitable”. Está claro que, si se sigue la lógica de la “inmunización de rebaño” (propuesta inicialmente por Trump y Boris Johnson, y abandonada después), esto podría suceder.  Pero solo sería “inevitable” si Bolsonaro consiguiera imponer su política de rechazo a las medidas de confinamiento: “Brasil no puede parar”. 

 ¿Cuáles serían las consecuencias? La tasa de mortalidad del COVID-19 en Brasil es actualmente del 7% sobre el total de las personas infectadas. Un pequeño cálculo aritmético nos permite sacar la siguiente conclusión: 1) si el 70% de la población brasilera contrajera el virus, estaríamos hablando de alrededor de 140 millones de personas; 2) el 7% de 140 millones es aproximadamente 10 millones; 3) si Bolsonaro consiguiera imponer su orientación, esto tendría como resultado la muerte de 10 millones de brasileros. 

En agosto el número de muertos en Brasil ya superó las 100 mil víctimas. Bolsonaro tiene una gran responsabilidad en esta catástrofe humanitaria. Interrogado hace algún tiempo sobre el número creciente de muertos, respondió: “¿Y entonces? ¿Qué quieren que haga?”. La verdad es que con el siniestro argumento “Brasil no puede parar” hizo todo lo que pudo para bloquear las medidas de seguridad mínimas que podrían impedir la extensión de la pandemia. 

En el lenguaje penal internacional, esto se denomina genocidio. Por un crimen equivalente, muchos responsables del nazismo fueron condenados a muerte durante los Juicios de Núremberg.

 

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Publicado en Brasil, Conservadurismo, homeIzq, Política, Posición and Ubicación

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