Tras años de inercia provocada por una sucesión de derrotas traumáticas, algo comienza a moverse en la izquierda británica. A pesar de su titubeo inicial —y de algunas disputas internas ventiladas, increíblemente, en la prensa burguesa— cerca de 650.000 personas ya se inscribieron para manifestar su interés en el nuevo partido de izquierda anunciado por Jeremy Corbyn y Zarah Sultana. Si una mayoría de ellas se convierten efectivamente en afiliados una vez que el partido se constituya formalmente, el nuevo partido Corbyn-Sultana se convertirá en la fuerza con mayor militancia del país.
Por ahora, el partido no es más que una estructura minimalista, pero la impopularidad del gobierno reaccionario de Keir Starmer —a poco más de un año de haber obtenido una mayoría aplastante en los Comunes, con menos del 34 % de los votos— ha abierto una oportunidad generacional en la política británica. Starmer, probablemente alentado por su maligno jefe de gabinete, Morgan McSweeney, se ha dedicado sistemáticamente a hostigar a la izquierda cada vez que tuvo ocasión: se sacudió las «pulgas» y los «parásitos» abandonaron la nave. Rachel Reeves acusó a Corbyn de intentar destruir al Partido Laborista, pero lo cierto es que el partido sólo tiene que culparse a sí mismo.
Starmer se negó a aplicar cualquier tipo de reforma social y aumentó el gasto militar para complacer a Donald Trump. Los electores progresistas y musulmanes, que históricamente constituían la base del Partido Laborista, se han alejado del partido tras su apoyo activo y práctico al genocidio israelí en Gaza; probablemente esos votos estén perdidos para siempre. Con Reform UK al frente de algunas encuestas, el Partido Laborista corre serio riesgo de ser derrotado en las próximas elecciones. Sin embargo, los diputados de Starmer —la mayoría de ellos dóciles y obedientes— no muestran señales de rebelión. Un mal resultado en las elecciones locales del año próximo podría desatar una disputa por el liderazgo, pero cambiar a Starmer por Angela Rayner o Wes Streeting no implicaría ninguna modificación sustantiva.
Lo que queda de la izquierda laborista es débil. Para competir en una elección interna por la conducción del partido, un candidato necesita el apoyo del 20 % del grupo parlamentario, un umbral que hoy está fuera del alcance del menguante Socialist Campaign Group. Resulta poco probable que algún diputado decida nominar a un dirigente de izquierda, como ocurrió en 2015 con Corbyn. John McDonnell, Diane Abbott y Clive Lewis, dirigentes destacados del grupo, siguen comprometidos con el Partido Laborista; pero su influencia se ha reducido a medida que sus compañeros de ala han ido desapareciendo.
Hay, por supuesto, razones comprensibles para no «abandonar el barco». La historia reciente del Reino Unido está plagada de partidos de izquierda fracasados (Independent Labour Party, Socialist Labour Party, Respect). Las encuestas sugieren que el nuevo partido Corbyn-Sultana podría captar parte del voto laborista, pero no está claro si eso se traducirá en representación parlamentaria. Mientras no haya reforma electoral, el sistema mayoritario a una sola vuelta constituye un obstáculo para las fuerzas insurgentes; aunque esa situación puede modificarse si el duopolio Partido Laborista-Partido Conservador sigue resquebrajándose.
El establishment político y mediático intentará aislar y deslegitimar al nuevo partido incluso antes de que logre algún avance electoral. Los partidos tradicionales y sus aliados en los medios lo presentarán como una fuerza extremista, incapaz de gobernar o incluso de integrar una coalición. Las acusaciones de antisemitismo —una de las armas más corrosivas utilizadas contra Corbyn durante su paso por la conducción del Partido Laborista— probablemente se reutilicen si el nuevo partido, como debería, respalda la lucha del pueblo palestino. Bajo ningún concepto debe repetirse el error de ceder ante los actores de mala fe vinculados al lobby israelí o intentar apaciguarlos.
Reconstruir la unidad y la moral de la izquierda no será fácil. Tras la derrota de Corbyn, muchos militantes quedaron exhaustos. La conciencia de clase sigue siendo preocupantemente baja, lo que ha permitido a la derecha reaccionaria galvanizar incluso a sectores del movimiento sindical. Por eso, el nuevo partido no debe concentrarse exclusivamente en la disputa por el gobierno —muy improbable en el corto o incluso mediano plazo—, sino en organizar fuerzas sociales desde abajo, fortalecer la confianza popular y desplazar el centro de gravedad político hacia la izquierda.
Sin una estrategia de largo plazo, el partido corre el riesgo de convertirse en una máquina electoralista en busca de gratificaciones rápidas. Deberá profundizar la conciencia socialista, priorizar la formación política y de cuadros, y generar espacios de discusión, estudio y elaboración ideológica. También será necesario construir un aparato cultural y mediático capaz de difundir ideas entre amplios sectores sociales: se trata de disputar el sentido común e incubar una nueva conciencia socialista que forme a una nueva generación de organizadores.
Las posibilidades de una alianza estratégica siguen abiertas. La candidatura de Zack Polanski —de perfil socialdemócrata de izquierda— a la conducción del Partido Verde de Inglaterra y Gales ha recibido el apoyo de muchos excorbynistas. (Polanski, por ejemplo, ha planteado que el Reino Unido salga de la OTAN, algo que el Partido Laborista de Corbyn nunca se animó a proponer por miedo a una rebelión interna). Si Polanski gana —algo bastante probable— podría establecerse un pacto electoral entre el nuevo partido Corbyn-Sultana y los Verdes para evitar la dispersión del voto. Dado el terreno compartido, esa posibilidad merece ser explorada. No tiene sentido que ambas formaciones compitan por el mismo electorado. Sin embargo, el nuevo partido también debe preservar su identidad y cumplir una función propia: construir contrahegemonía y contrapoder desde abajo, sin ser absorbido.
Ese perfil puede permitirle ganar apoyos donde los Verdes tienen una implantación limitada, como el movimiento sindical. Muchos trabajadores de base, e incluso dirigentes intermedios, se sienten hoy excluidos por el Partido Laborista y podrían ser receptivos a una fuerza con anclaje explícitamente clasista. Una desvinculación masiva de los sindicatos en favor del nuevo partido, no obstante, parece improbable en el corto plazo. Corbyn y Sultana deben intentar construir lazos sólidos con la clase trabajadora organizada y apoyar sus luchas, sin subordinarse a las burocracias.
Pero el nuevo partido también tiene que definir su relación con el electoralismo. Las campañas pueden cumplir una función pedagógica y servir para impugnar los discursos dominantes. La presencia de diputados socialistas coherentes sería sin duda valiosa. Aun así, el Parlamento funciona como una maquinaria de absorción de disidencias por parte del capitalismo británico. La trayectoria de varios exdiputados corbynistas —hoy alineados con el starmerismo— demuestra cuán fácilmente Westminster puede domesticar el disenso y separar a los representantes de su base. El nuevo partido debe aprender a estar dentro y contra Westminster: usar esa plataforma con inteligencia, sin fetichizarla.
Con sólo Corbyn, Sultana y otros cuatro diputados alineados con el nuevo proyecto, el grupo parlamentario es reducido. Los diputados de la Independent Alliance son políticamente heterogéneos y, entre ellos, sólo Corbyn y Sultana mantienen una posición consistentemente de izquierda. También existe la preocupación de que, una vez en el cargo, algunos diputados se aparten del programa del partido. La experiencia del corbynismo mostró que incluso dirigentes de izquierda pueden desplazarse rápidamente hacia el centro cuando se ven atrapados por el aparato institucional. Será necesario establecer mecanismos de control —como la selección abierta de candidatos— para garantizar la disciplina política.
El nuevo partido no es sólo un vehículo para mantener a Corbyn, Sultana u otros diputados en el Parlamento: su sentido es renovar y reimpulsar una política socialista de clase trabajadora. Para tener éxito, deberá transformar el terreno político británico, popularizar las ideas socialistas y desafiar el poder estructural del capital. Eso requiere claridad ideológica y una estrategia paciente de contrahegemonía capaz de reconstruir solidaridad, democracia e igualdad. Es mucho pedir para una organización naciente, pero, en última instancia, su éxito o fracaso dependerá del curso que tome la propia sociedad.