Mediante una campaña masiva y articulada, la derecha presenta las elecciones del 17 de agosto como la derrota inevitable del «proceso de cambio». Saben que no es así y, precisamente por eso, su ofensiva para clausurar el ciclo político adopta un tono furibundo. Existe todavía un amplio caudal de voto popular que antes gravitaba en torno al MAS —que no se ha evaporado— y que podría inclinarse por Andrónico Rodríguez, hoy la única alternativa situada fuera del arco derechista.
El desenlace sigue abierto. No hay, sin embargo, un contrapeso ideológico sólido frente a la narrativa neoliberal y privatizadora que enarbolan los candidatos de derecha, porque la campaña de la única opción distinta carece de filo político. En ese vacío, sólo la lucidez de las masas bolivianas podría bloquear el avance reaccionario mediante un voto defensivo por Andrónico. Si, en cambio, la desmoralización se ha instalado en el ánimo popular, lo que se prepara es un gobierno de derecha encabezado por un personal rancio que hace apenas cinco años era políticamente inelegible, incluso para el electorado conservador.
El consorcio político de la derecha
La derecha boliviana se presenta con cuatro frentes electorales competitivos, encabezados por Samuel Doria Medina, Tuto Quiroga, Manfred Reyes y Rodrigo Paz. Por primera vez en veinte años, aspira a alcanzar el poder sin recurrir a un golpe de Estado. Su fortalecimiento se debe, en gran medida, a la pésima gestión del gobierno de Luis Arce, que agravó la situación económica de forma dramática.
De acuerdo con los últimos sondeos, Doria Medina y Tuto Quiroga encabezan las preferencias electorales, ubicándose en primer y segundo lugar respectivamente. No obstante, el voto nulo y la indecisión mantienen aún un peso significativo dentro del electorado.
Samuel Doria Medina desempeñó un papel relevante en los gobiernos privatizadores de los años noventa y fue parte de la red de políticos y empresarios beneficiados por el desfalco estatal. Ya en el siglo XXI, se posicionó como opositor al gobierno de Evo Morales, y esta es su quinta candidatura presidencial. Nunca, en su extensa —y rentable— trayectoria política, había estado tan cerca de llegar al poder. En 2025, con 67 años, por primera vez vislumbra esa posibilidad. En la presente campaña, y aunque utiliza una retórica moderada en cuestiones concretas, comparte la misma orientación que el resto del arco derechista: privatizar lo público, reducir el Estado, favorecer a las élites económicas y alinearse con Estados Unidos.
Tuto Quiroga fue vicepresidente del gobierno de Hugo Banzer en 1999 y asumió la presidencia en 2001 por sucesión. Como tal, participó activamente del saqueo neoliberal, impulsando negociados como la privatización de las refinerías. Más tarde se postuló dos veces sin éxito. Aunque no ocupaba cargos institucionales, jugó un papel activo en el golpe de 2019, participando en las negociaciones que permitieron la proclamación de facto de Jeanine Áñez. En la campaña actual su función es desplazar el discurso hacia la extrema derecha: es quien más abiertamente reclama privatizaciones, acuerdos con el FMI, el regreso de la DEA y privilegios para los grupos agroindustriales y ganaderos. Desde el inicio de su carrera, mantiene vínculos estrechos con el Partido Republicano de Estados Unidos.
Más allá de las tendencias que registran las encuestas —cuyo margen de error, cabe recordar, siempre ha sido elevado en Bolivia—, son el desmembramiento del MAS y la proscripción de Evo Morales lo que permite prever que las elecciones del 17 de agosto producirán mayorías precarias, definidas en segunda vuelta, y un parlamento fragmentado. Esa fragmentación, sin embargo, será más aparente que real, ya que todo indica que se está gestando una gran coalición derechista que agrupará a los distintos frentes con representación en la Asamblea Legislativa.
Ese entramado se viene articulando en reuniones con poderes económicos nacionales e internacionales. Un ejemplo fue la publicitada reunión en Boston (Estados Unidos), donde coincidieron directivos del Banco Mundial, empresarios de Gas Energy y Lithium Argentina, dirigentes de la derecha venezolana y argentina, el poder agroindustrial y los cinco frentes neoliberales que, previsiblemente, obtendrán representación parlamentaria.
Los ultimátum de Evo Morales
Evo Morales batió récords de continuidad en el gobierno (2006-2019) y, pese a una intensa campaña en su contra desde distintos frentes, no ha sido derrotado políticamente. Se trata de un fenómeno resiliente, aunque arrastra errores graves que han erosionado su fortaleza. Tras haber sido proscripto mediante operaciones corruptas e ilegales que involucran al gobierno de Luis Arce, al Órgano Electoral y a sectores del poder judicial, hoy llama al voto nulo e intenta canalizar una tendencia de rechazo generalizado hacia todos los candidatos que registran las encuestas.
Desde el momento en que convirtió su candidatura en un principio absoluto, Evo comenzó a desconectar su lectura del escenario real de fuerzas. Aunque conserva un arraigo significativo en organizaciones populares —en particular rurales y campesinas—, su apuesta a que un eventual triunfo derechista le devolvería protagonismo a través de la resistencia social, convierte al otrora estadista en un espontaneísta de baja ralea.
Andrónico, cerca del centro y cada vez más lejos de la segunda vuelta
La táctica ultimatista del evismo —apostar al todo o nada para presentarse como el único representante legítimo de las masas plebeyas— ha acumulado varios fracasos y provocado fisuras incluso en su círculo más próximo. De una de esas grietas emerge Andrónico Rodríguez: dirigente joven, formado en las organizaciones cocaleras, pero influido por el clima político de las nuevas generaciones. Su trayectoria está ligada menos a la movilización callejera y más a dinámicas de asamblea, reuniones institucionales y negociaciones informales.
Andrónico tomó distancia de Evo cuando percibió en su liderazgo una obstinación que lo hacía políticamente inviable. Intuyó que esa ruptura le abría una oportunidad para presentarse como una opción renovada, capaz de capitalizar el símbolo de lo popular-indígena como vehículo para atraer el «voto duro« del MAS —una base electoral nada despreciable, situada entre el 25 % y el 30 %. En ese diagnóstico sobre Evo acertó; en el cálculo sobre sí mismo, no tanto.
Más allá de su desfavorable posición en las encuestas, Andrónico transmite la imagen de un candidato que, mientras sus adversarios apelan a una retórica abiertamente orientada a desmontar el «proceso de cambio» e incluso el propio Estado Plurinacional, opta por evitar el conflicto y refugiarse en discursos cuidadosamente medidos sobre su «origen humilde». Esos mensajes suenan más retóricos y forzados que genuinas posturas combativas. Sus intervenciones no generan entusiasmo: parecen diseñadas para no incomodar, para no comprometerse, para no alterar el terreno bajo los pies de nadie.
El eje de la campaña boliviana gira en torno a una cuestión decisiva: ¿quién pagará la crisis? La derecha lo plantea sin ambigüedades: serán las masas quienes carguen con el costo. Andrónico, en cambio, propone medidas técnicamente razonables —algunas con viabilidad real— pero las presenta enmarcadas en una narrativa de «negociación y consenso» con sectores empresariales que, en la práctica, fugan divisas sin restricción y reaccionan con virulencia ante cualquier intento de regulación.
La derecha no disimula su apuesta por la lucha de clases: se propone utilizar al Estado y a sus aparatos coercitivos para imponer un ajuste que recaiga sobre los sectores populares. Andrónico, por el contrario, deposita su confianza en las reuniones de oficina y en el diálogo institucional, como si el conflicto pudiera resolverse sin confrontación. Esa diferencia es sustantiva: mientras unos preparan activamente el terreno para el choque, él lo esquiva, confiando en que todavía es posible administrar la crisis sin disputarla. En medio del fuego cruzado, Andrónico y su campaña anhelan una política sin antagonismos.