Este texto es el editorial del #10 de Revista Jacobin, «La izquierda ante el fin de una época», segundo semestre de 2024.
En enero de 2015, un editorial de The Economist señalaba: «Tsipras lanzó el mayor desafío hasta la fecha para el euro, y también para Angela Merkel, canciller de Alemania, quien lideró el camino a la austeridad en el continente». El breve comentario sintetizaba la inquietud de las élites occidentales en ese periodo: Syriza estaba al borde del poder en Grecia, pero no era el único problema. Pocos meses antes, Podemos había irrumpido explosivamente en España, Jeremy Corbyn desafiaba el liderazgo del Partido Laborista desde una posición hasta entonces marginal dentro de la izquierda británica y, al otro lado del Atlántico, Bernie Sanders iniciaba su notable campaña en las primarias demócratas de los Estados Unidos.
Las turbulencias no se limitaban a los países capitalistas desarrollados; por el contrario, en la periferia las movilizaciones sociales y políticas llevaban más tiempo. En América Latina, el ciclo progresista, que no se refería únicamente a una serie de gobiernos heterodoxos sino también a movimientos sociales fuertes y a relaciones de fuerzas parcialmente favorables, aún mostraba vitalidad. Mientras tanto, aunque la Primavera Árabe experimentaba reveses, la situación en la región seguía pareciendo abierta.
Sin embargo, en pocos meses comenzó un cambio significativo en el panorama político global. En julio de ese mismo año Syriza capituló ante la Troika y aceptó aplicar un nuevo programa de austeridad, lo que representó un golpe devastador para la mayor esperanza de la izquierda europea en una generación. Podemos, por su parte, sintió este impacto y transitó desde una radicalidad inicial —quizás superficial— hacia un programa cada vez más moderado, que culminó en un cogobierno con el PSOE en España.
En América Latina el ciclo progresista que había tomado impulso a principios de siglo empezaba a perder fuerza. En Brasil, un golpe parlamentario iniciado en diciembre de 2015 destituyó al PT e instaló un gobierno neoliberal, culminando tres años después con la elección del neofascista Bolsonaro. En Argentina, la derecha obtuvo su primera victoria en 2015, con Mauricio Macri, y en 2023, tras un frustrado interludio peronista, fue la ultraderecha la que asumió el relevo. En Venezuela, la crisis económica se profundizó, exacerbando una situación humanitaria crítica. En Ecuador la derecha ganó sucesivas elecciones. En El Salvador, Bukele consolidó un régimen político autoritario y se convirtió en referente de las derechas centroamericanas. El subcontinente latinoamericano es el más disputado, puesto que estas tendencias se contrapesan con las recientes victorias electorales progresistas en Colombia, Brasil y México; pero no está exento de la ola reaccionaria global.
En el mundo árabe, la desilusión con el ciclo de protestas iniciado en 2011 se hizo finalmente evidente de manera trágica, con países hundidos en regresiones autoritarias, guerras civiles tribales y masacres a gran escala. Por su parte, Jeremy Corbyn y Bernie Sanders concluyeron sus aventuras en 2020, facilitando el regreso al business as usual en los partidos laborista y demócrata en sus respectivos países.
Estamos presenciando el cierre de un largo ciclo en la historia de la izquierda a nivel global. Varios eventos suelen señalarse como los puntos de partida de este ciclo: el levantamiento zapatista de 1994, las huelgas de noviembre y diciembre de 1995 en Francia o la movilización antiglobalización en Seattle en 1999. Tras la derrota estratégica representada por las contrarreformas neoliberales y el colapso de la Unión Soviética, comenzó un lento resurgimiento de la resistencia social. Presenciamos desde entonces una serie de oleadas de movilización: en América Latina a finales de los años 1990 y principios de los 2000, coincidiendo con las protestas antiglobalización y antiguerra en Europa y Estados Unidos; en el mundo árabe, Estados Unidos y el sur de Europa en 2011; seguido por el ciclo de 2018 y 2019, que abarcó casi todos los continentes de manera sincronizada.
Periodizar un momento político en el tiempo presente es difícil. Sin embargo, existen numerosos indicios de que nos encontramos ante una nueva etapa. Uno de estos signos es la crisis global de la izquierda en sus diversas formas, que ha visto deteriorarse su alianza histórica con las clases populares. Las frustraciones y los límites de las experiencias recientes han llevado a un momento de creciente desmoralización y desafección política. Al mismo tiempo, la extrema derecha se muestra cada vez más fuerte y capaz de capitalizar las frustraciones populares hacia la política neoliberal, adoptando un enfoque autoritario, racista, sexista y homófobo.
Muchos pensaron que la crisis capitalista de 2008 sería el momento que impulsaría a la izquierda radical al centro de la escena, en un contexto de crisis de la política neoliberal y los partidos tradicionales. Como hemos visto, no faltaron intentos. Sin embargo, hoy la izquierda se encuentra al límite de su fuerza, no solo en el ámbito político sino también en el sindical y social, mientras que la extrema derecha avanza, mostrando resiliencia frente a sus propias derrotas, las cuales se transforman en etapas parciales de su progreso.
Los límites de un periodo
Los momentos de estancamiento, derrota o retroceso suelen ser ocasiones tanto de reflexión y autocrítica como de confusión y desorientación. Pueden convertirse en terreno fértil para el desánimo y la apatía, así como para el repliegue sectario o la adaptación oportunista. Es preciso mantenernos lúcidos.
Algunos podrán argumentar que el mundo sigue atravesado por luchas y movilizaciones, incluidos estallidos sociales como la notable secuencia de 2019, que Beverly Silver consideró el año de mayor movilización social global desde 1968. No les falta razón; la situación internacional sigue siendo inestable y dinámica. Sin embargo, tras las experiencias fallidas recientes, la crisis de la izquierda se convierte en una crisis global de alternativa política, más aguda que en el pasado reciente. La incapacidad de conectar las luchas con un horizonte alternativo redefine el panorama en su conjunto. En este contexto, la extrema derecha comienza a ser un competidor real para capitalizar no solo el malestar popular, sino las mismas movilizaciones sociales (como sucedió en Brasil en 2014, en las protestas de la plaza Maidán en Ucrania o en la Primavera Árabe).
Otros responsabilizan exclusivamente al reformismo por sus capitulaciones y traiciones. Estaríamos entonces ante una situación clásica de «crisis de dirección». Sin embargo, el problema va más allá. Tras los fracasos del reformismo, la izquierda radical sigue siendo tan impotente como antes. No solo no se beneficia cuando las desilusiones reformistas quedan expuestas, sino que es arrastrada por el espiral depresivo de su crisis. El reformismo no es simplemente una corriente política más; es la tendencia política «espontánea» de la clase trabajadora. Nadie se propone una guerra civil para conseguir un aumento de salario. Las clases trabajadoras buscan mejorar su calidad de vida por medio de los instrumentos institucionales a disposición y sin grandes convulsiones o costos sociales.
Por eso, aunque en algunos momentos el margen objetivo para la política reformista se estreche y los partidos de este tipo pierdan gradualmente su base material para una política de conciliación de clase, no existe un equivalente a la caída del Muro de Berlín que produzca un colapso definitivo del reformismo. Los frecuentes pronósticos sobre su crisis final han sido desmentidos sucesivamente y no han servido como una guía política eficaz.
Los clásicos del socialismo tendían a pensar que la clase trabajadora era instintivamente revolucionaria y que solo factores coyunturales podía llevarla a un letargo reformista transitorio. Pero la realidad resultó ser más compleja. Solo en circunstancias de crisis excepcionales y con una gran acumulación de fuerzas es posible superar la hegemonía reformista en la clase trabajadora. Además, esto no se logra únicamente denunciando al reformismo como una ilusión y anticipando capitulaciones.
Los procesos revolucionarios no surgieron de la pérdida de ilusiones reformistas, sino de llevar esas ilusiones más allá de sus propios límites. La revolución rusa, como es sabido, se realizó bajo el lema «paz, pan, tierra», y no con el llamado directo a la expropiación de la burguesía. A fin de cuentas, un revolucionario es un reformista hasta el final, que no se detiene ante el límite impuesto por la acumulación de capital. La tarea de los socialistas, entonces, no es tanto desenmascarar ilusiones, como pasar exitosamente a través de ellas.
Las debilidades de la izquierda son también las debilidades de un periodo histórico: la fragmentación de la clase trabajadora, la desarticulación de los partidos obreros de masas, el retroceso de la afiliación sindical, la ausencia de una conciencia socialista en las masas. Se siguen produciendo explosiones de cólera social en el mundo; el problema es que estas ocurren en un contexto caracterizado por la pérdida de referencias políticas y por el retroceso de las fuerzas orgánicas de la izquierda (partidarias, sindicales, asociativas). En este escenario, ¿es el hiperliderazgo populista (como el de Hugo Chávez, Pablo Iglesias o Jean-Luc Mélenchon) un reemplazo funcional inevitable de la organización de masas en momentos de debilidad «por abajo»? ¿Las ganancias que producen estos hiperliderazgos compensan las pérdidas? ¿Podríamos prescindir de ellos mientras reconstruimos las organizaciones y la cultura socialista de masas?
El ciclo político reciente ha evolucionado rápidamente «de la protesta a la política», pasando de movimientos que promovían una cultura de resistencia y abstencionismo político a formaciones populistas de izquierda en torno a figuras fuertes. Este cambio puede interpretarse como una respuesta a la situación de estancamiento alcanzada por las revueltas de 2011, influenciadas por concepciones autogestivas y antielectorales. Sin embargo, otra interpretación también es posible. Entre considerar que lo verdaderamente importante se juega en el terreno de los movimientos sociales y asumir que es preferible una victoria electoral progresista puede haber, más que una polarización drástica, apenas un desplazamiento de énfasis.
Creer que la construcción en los movimientos sociales es el verdadero terreno estratégico puede llevar, sin grandes cambios conceptuales, a aceptar la disputa electoral como un complemento exterior, instrumental y subordinado. Esto puede justificar sutilmente una forma de realpolitik: la conciliación de una retórica radical respecto a la lucha social con una táctica electoral altamente pragmática u oportunista. Si la táctica electoral, y la lucha política en general, se consideran secundarias, la lógica minimalista del «mal menor» puede imponerse sin resistencia.
Esto explica que haya habido una convergencia tan natural entre el activismo de los movimientos sociales y las formaciones electorales populistas, tanto en América Latina como en Europa y Estados Unidos. El populismo no constituye el retorno triunfal de la gran política en la historia, sino apenas una forma reducida de lo político, limitada a su dimensión electoral y a los golpes de efecto tácticos. El movimientismo y el populismo tienen en común dejar de lado aspectos centrales de la lucha política socialista, y por eso son hijos legítimos de esta época: ambos ignoran principalmente la necesidad de construir una organización política sólidamente arraigada en la clase trabajadora, capaz de desarrollar un proyecto estratégico en torno al cual formar y movilizar a sus miembros.
Los nuevos partisanos
¿Qué tenemos por delante? Por supuesto, no lo sabemos con seguridad, pero podemos analizar las tendencias más visibles. El aspecto destacado del nuevo ciclo es el auge de la extrema derecha. En medio de una crisis capitalista de escala histórica, en la que el malestar generado por décadas de políticas neoliberales ha creado un entorno de inseguridad social y anomia mercantil, la demanda de orden (es decir, protección, estabilidad, previsibilidad) parece ser el pegamento de un nuevo bloque político y social en ascenso. Las limitaciones y experiencias fallidas de la izquierda durante el último ciclo hicieron su parte para allanar el terreno a las fuerzas reaccionarias. Pero es fundamental recordar las tendencias de largo plazo: aún estamos lidiando con las secuelas de la crisis subjetiva de la clase trabajadora provocada por la caída del «campo socialista» hace treinta años, como bien describe Henrique Canary.
En este contexto de solapamiento de crisis de distintos tipos (crisis subjetiva de la clase trabajadora, crisis capitalista, crisis de la izquierda), la extrema derecha captura el malestar de la época. Esto abre la posibilidad de una nueva gran ofensiva contra la clase trabajadora, la cual podría poner en peligro las conquistas sobrevivientes del ciclo histórico anterior. Como dijo Angelo Tasca en los años 1930, el fascismo fue una «contrarrevolución póstuma y preventiva». Aunque ahora no hay amenazas revolucionarias, la extrema derecha tiene su propio carácter «póstumo y preventivo»: está ganando terreno en un contexto donde la izquierda y la clase trabajadora se han debilitado, pero aún conservan posiciones y conquistas históricas que representan un obstáculo para una ofensiva capitalista de gran escala.
Esta nueva situación no implica en absoluto, como afirman algunos sectores, la existencia de un radicalismo abstracto que pueda ser canalizado tanto por la izquierda como por la derecha. Quien tiene la iniciativa y está «radicalizada» es la derecha. Nuestro campo social está a la defensiva, intentando mantener sus posiciones. Pretender que la izquierda anticapitalista puede competir en un espacio común «antisistema» con la extrema derecha es una vía muerta, que lleva al aislamiento de un radicalismo desconectado de las realidades concretas. O, en una variante más perversa, a intentos de asimilación con sectores reaccionarios al incorporar temas del conservadurismo social, como lo hacen Sahra Wagenknecht en Alemania o el PC francés, lo cual finalmente contribuye a la normalización y banalización de las ideas de la extrema derecha.
No existe una polarización como la que caracterizó los primeros años de la década de 1930. Es por ello que la reacción política al crecimiento de la extrema derecha con frecuencia se traduce en la recuperación de las organizaciones reformistas o progresistas tradicionales (PSOE, PT, PD italiano, etc.) y no en su hundimiento. Esto no debe sorprendernos. El ascenso de la ultraderecha al poder plantea la urgencia de derrotarla políticamente, y las clases populares recurren a los instrumentos mejor colocados para esa tarea, con independencia de sus limitaciones.
Asumir plenamente las características y tareas de un momento defensivo ayuda a salir de esta situación lo antes posible. Los socialistas debemos cumplir nuestro papel en un período que amenaza los derechos laborales, el sistema democrático y la vida asociativa de la clase trabajadora así como la cultura, la ciencia y los valores de la Ilustración. Si nos mostramos como el sector más fiel y consecuente en la defensa de lo que merece ser conservado, estaremos mejor preparados para impulsar las luchas ofensivas del próximo periodo.