El artículo que sigue es una reseña de My Three Dads: Patriarchy on the Great Plains, de Jessa Crispin (University of Chicago Press, 2022) y Of Boys and Men: Why the Modern Male Is Struggling, Why It Matters, and What to Do about It, de Richard V. Reeves (Brookings Institution Press, 2022).
Tanto si se trata de los Proud Boys que asaltan el Capitolio como de los Shamed Men que se disculpan públicamente por sus atroces conductas sexuales inapropiadas, no siempre es fácil salir en su defensa. Sin embargo, dos libros recientes escritos por dos improbables aliados —el primero de la crítica y ensayista feminista Jessa Crispin y el segundo del comentarista político liberal Richard Reeves— hacen precisamente eso: mirar más allá de las formas en que los hombres causan problemas para observar que están en problemas.
Desde el principio, My Three Dads: Patriarchy on the Great Plains, de Crispin, y Of Boys and Men: Why the Modern Male Is Struggling, Why It Matters, and What to Do About It de Reeves prometen tener poco en común. Crispin es una agitadora feminista estadounidense con sensibilidad literaria, mientras que Reeves se describe a sí mismo como un «cerebrito preocupado» que abandonó su carrera como asesor de los demócratas liberales británicos para trabajar en la Brookings Institution. Pero comparten la convicción de que los hombres —no solo la masculinidad tradicional, sino los hombres vivos de verdad— están en crisis, y ambos observan que esta crisis es especialmente aguda entre los hombres de clase trabajadora.
En los círculos profesionales de élite puede resultar difícil percibir esta crisis, y mucho menos reunir la energía necesaria para preocuparse. Después de todo, las mujeres siguen luchando por romper el techo de cristal en casi todos los campos profesionales y, como demostró el movimiento #MeToo, innumerables hombres con poder han hecho todo lo posible por abusar de él para su gratificación personal.
Las personas socializan principalmente dentro de su propia clase y, en consecuencia, las mujeres privilegiadas que establecen la agenda para el feminismo dominante no están dispuestas a mirar más allá de estas desigualdades de género en los escalones superiores. Cuando piensan de forma abstracta en el grupo demográfico mucho mayor de hombres sin educación de élite ni ventajas económicas, sus mentes pueden recurrir a burdos arquetipos de guerra cultural. Para las mujeres profesionales criadas en los medios liberales, los hombres blancos de clase trabajadora en particular son propensos a evocar imágenes de conspiracionistas que escupen saliva y trumpistas que se golpean el pecho… figuras que difícilmente puedan generar empatía.
Pero Crispin y Reeves insisten en la simpatía de todos modos. Aunque ambos autores dejan claros sus propios principios feministas, se niegan a ignorar las formas en que las tendencias culturales y económicas están convergiendo para crear una crisis para los hombres de clase trabajadora, que postulan que es un problema de todos.
Basado tanto en la experiencia personal de Crispin como en pruebas cualitativas extraídas de la investigación, My Three Dads es un tercio de memorias sobre la realidad y las secuelas de crecer en un pequeño pueblo de Kansas y dos tercios de comentario social sobre las manifestaciones del patriarcado estadounidense, especialmente en el Medio Oeste y en el «flyover country», con su «versión de la masculinidad que es todo estreñimiento emocional y aún así extrañamente cautivadora (…) masculinidad que te hace pensar que el amor es algo que hay que ganarse mediante el sacrificio y la mejora del rendimiento».
El libro de Crispin, que cuestiona esta construcción, es desafiantemente antinostálgico y desconfía profundamente de cualquier sentimentalismo hacia la autoridad paterna. La familia nuclear patriarcal es perjudicial no solo para las mujeres y los niños, afirma Crispin, sino también para los hombres, quienes al carecer incluso de las rudimentarias estructuras de socialización de que disponen las mujeres y los niños, acaban con demasiada frecuencia atomizados y alienados en herméticos paisajes infernales domésticos. «A pesar de que durante siglos las mujeres hemos defendido que deberíamos tener otras formas de estructurar nuestras familias, nuestras ciudades, nuestras vidas amorosas, nuestras casas», escribe, «siempre acabamos volviendo a la familia encerrada en un hogar». Con la presión constante de ser cabeza de familia y la disminución de las oportunidades para hacerlo, los hombres se sienten cada vez más solos y sin rumbo, a menudo deprimidos y a veces violentos.
Muchos observadores, al abordar este problema, recomiendan que los hombres construyan una comunidad masculina. Pero para Crispin, que los hombres confraternicen en masa no es una solución obvia. Entre otros problemas, no todas las comunidades se crean igual; una liga de baloncesto o de bolos es algo muy distinto a una milicia de derechas. «La idea de comunidad no es suficiente», afirma. Es «demasiado floja (…) demasiado nostálgica (…). Lo que necesitamos es sociedad».
Las cargas del sistema actual, argumenta Crispin, recaen sobre los hombros de los hombres de clase trabajadora porque carecen de los recursos emocionales y monetarios para coser parches donde el tejido social se ha vuelto raído —«desde un sistema escolar que crea pequeños buenos trabajadores y no humanos con un rico mundo interno, a una vida romántica basada en la competición, a un sistema médico que nos dice que cualquier incapacidad para funcionar en un mundo enfermo es patología y que el comportamiento debe ser contenido mediante medicación y un diagnóstico».
Contrario a la compasión, el interés de Crispin por los hombres traspone los límites de la ingenuidad. Su libro es un ejercicio de lo que me gustaría llamar «empatía provocativa», que perturba intencionadamente nuestro sentido convencional de quién es vulnerable. En una evocadora e impresionista reflexión sobre la masculinidad de la clase trabajadora blanca, el dolor y la violencia, Crispin se detiene en temas tan arriesgados como las acusaciones de agresión sexual de Axl Rose, líder de Guns N’ Roses, y la campaña de terror doméstico de Timothy McVeigh. Entrelaza sus reflexiones sobre los orígenes de su violencia con sus memorias personales. «Si hubiera sido un poco más dura», escribe especulativamente, «si me hubieran educado como a un niño y me hubieran animado a expresar el dolor hacia fuera en forma de ira y violencia, en lugar de hacia dentro como autolesiones y depresión, podría haber acabado siendo el maltratador en lugar de la maltratada».
Mientras que los liberales de élite ven cada vez más a los hombres blancos pobres y de clase trabajadora como intrínsecamente inadaptados, Crispin se esfuerza por interrogar a la cultura patriarcal capitalista que confunde el ganar el pan con la masculinidad, pero niega a enormes franjas de hombres en edad de trabajar los medios para ganarse el pan. Esa sociedad es nuestra creación común, y los hombres que caen por sus rendijas —e intentan frenar su propia caída con comportamientos antisociales desesperados, desde las drogas a la violencia, pasando por el extremismo de derechas— son nuestro problema. «Cada uno de nosotros construyó, apoya y elige un sistema que crea (…) hombres atormentados y furiosos… les debemos el mantenerlos vivos, sostener sus cuerpos, cuidarlos», escribe Crispin. Son «nuestra responsabilidad», incluida la de las feministas, sobre todo porque la violencia de los hombres suele implicar a las mujeres.
En Of Boys and Men, Reeves aborda la cuestión de los hombres con problemas desde un ángulo bastante diferente, menos como crítico cultural que como investigador de un think tank de Beltway. Aunque no comparte el impulso anticapitalista de Crispin, Reeves fundamenta continuamente su análisis en la desconexión entre las costumbres sociales y las realidades económicas.
Aunque Reeves comparte parte del escepticismo de Crispin —si no su desprecio— hacia el modelo de familia nuclear, cree que el modelo al menos funcionaba como «institución social» que ofrecía estabilidad a los hombres (si bien es cierto que a expensas de la autonomía de las mujeres). Tras señalar que cuatro de cada cinco estadounidenses con estudios secundarios o inferiores creen que para ser un buen padre o marido es necesario ser capaz de «mantener económicamente a una familia», Reeves defiende con rotundidad que «los hombres menos capaces de ser el sostén de la familia tradicional son los que tienen más probabilidades de ser juzgados por su potencial como sostén de la familia».
En este frente cultural, la respuesta para Reeves no es restaurar el retrógrado modelo del proveedor, sino ampliar el alcance de lo que significa ser padre y hombre. «Al igual que las mujeres se han liberado en gran medida del antiguo y estrecho modelo de maternidad, los hombres necesitan escapar de los confines del modelo de paternidad del sostén de la familia», escribe Reeves. Pide una «reinvención de la paternidad basada en una relación más directa con los hijos».
En términos más generales, para Reeves, las ideas culturales modernas y las realidades económicas se han combinado para crear un vacío de significado. Explora cómo el declive del papel tradicional de proveedor ha dejado a muchos hombres, especialmente en los escalones económicos más bajos, luchando por encontrar un propósito. «La mayoría de los hombres no forman parte de la élite», subraya Reeves, «y aún menos jóvenes están destinados a ocupar ese lugar». Para ellos, es difícil encontrar un sentido de pertenencia a la sociedad, lo que puede explicar en parte por qué un porcentaje mayor de hombres que de mujeres tienen dificultades en la escuela, abandonan la vida laboral y recurren al suicidio.
Según las cifras, el panorama para la gran mayoría de los hombres es realmente desolador, incluso cuando se tiene en cuenta el peso relativo del privilegio masculino. Cuando a casi una cuarta parte de los chicos se les diagnostica una «discapacidad del desarrollo», es difícil no plantearse al menos la cuestión de si nuestro sistema educativo está maltratando a los chicos, en lugar de limitarse a detectar una deficiencia inherente en la mitad del alumnado. Cuando los hombres son tres veces más propensos a someterse a «muertes por desesperación», algo va muy mal.
Como señala Reeves, por cada cien mujeres que obtienen una licenciatura, son setenta y cuatro varones los que la alcanzan. Un hombre con un título de bachillerato gana ahora un 14% menos que en 1979. Y menos hombres que mujeres obtienen ese título en primer lugar: en 2018, «el 88% de las niñas se graduaron de la escuela secundaria a tiempo (…) en comparación con el 82% de los niños». La brecha se amplía cuando se trata de escuelas de bajos ingresos, donde la tasa promedio de graduación es del 80% en general. Durante la pandemia, en 2020, la «disminución en la matrícula universitaria fue siete veces mayor para los estudiantes varones que para las mujeres». Siete veces.
Dado que esta enorme disparidad no se reflejaba en absoluto en las cifras de mi universidad de investigación elitista, me hizo reflexionar seriamente. ¿Hasta qué punto no estoy viendo sufrir a los hombres debido a mi actual estatus de clase? ¿Me sorprenderían estas cifras si siguiera en contacto con mis amigos de la infancia de clase trabajadora? ¿Si mi propio padre hubiera seguido siendo cartero en lugar de ascender a puestos más remunerados de cuello blanco? ¿Qué nos dice la invisibilidad de esta disparidad en mis propios círculos sociales y profesionales acerca de la ceguera del feminismo elitista ante las tendencias más amplias en juego en la relación entre los sexos y la cultura del desprecio que viene a sustituir a la cultura del cuidado?
Crispin se abstiene de ofrecer soluciones políticas concretas, mientras que las de Reeves son característicamente extravagantes: por ejemplo, que los niños empiecen la guardería un año más tarde que las niñas, o incentivar a los hombres para que realicen trabajos en los campos de la salud, la educación, la administración y la alfabetización, del mismo modo que se ha animado a las mujeres a entrar en los campos de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas.
Sin embargo, lo que Reeves y Crispin tienen en común es su provocadora empatía, su negativa a patologizar la masculinidad y lavarse las manos. «Mi esperanza es que (…) podamos llegar a un reconocimiento compartido de que muchos de nuestros chicos y hombres tienen verdaderos problemas, que no son causados por ellos mismos, y necesitan nuestra ayuda», escribe Reeves, haciéndose eco del llamamiento de Crispin «a sostener sus cuerpos, a cuidar». Atribuyendo el «malestar masculino» a «profundos desafíos estructurales» más que a un «colapso psicológico masivo», Reeves critica la patologización de la masculinidad como contraproducente para el objetivo de ayudar a los hombres a cuidar tanto de sí mismos como de los demás.
A la luz de estas enormes disparidades, limitarse a etiquetar la masculinidad, o a los hombres en general, como «tóxicos» no es una medida productiva. Si nos preocupa la igualdad de género, debemos abandonar la suposición de que todos los hombres gozan de los mismos privilegios. Debemos ser capaces de mantener dos verdades en nuestra mente: que un pequeño puñado de hombres de élite controlan casi por completo la sociedad, y que la gran mayoría de los hombres no hacen más que flaquear. La igualdad de género no es una suma cero, y la empatía tampoco debería serlo.