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Cadena de montaje de una fábrica de General Motors en Gliwice, Polonia, 2015. (Marek Ślusarczyk / Wikimedia Commons)

Lo que un clásico marxista puede enseñarnos sobre la inteligencia artificial

Traducción: Florencia Oroz

Hace casi 50 años, el obrero metalúrgico y economista Harry Braverman publicó Trabajo y capital monopolista. En él mostraba cómo los empresarios utilizan la tecnología para desempoderar a los trabajadores, pero que al tomar el control del proceso laboral, los trabajadores pueden liberarse de la monotonía.

Hasta hace poco tiempo, la inteligencia artificial era todavía material de ciencia ficción; ahora, proyecta una sombra portentosa sobre el futuro del trabajo. Dependiendo de a qué comentarista exaltado se crea, la inteligencia artificial promete aliviarnos de los aspectos tediosos de nuestro trabajo o amenaza con privarnos por completo de nuestros empleos. Buscando una perspectiva histórica, recurrí al relato clásico de la evolución del proceso laboral bajo el capitalismo, Trabajo y capital monopolista, de Harry Braverman (1974).

El libro de Braverman va más lejos y ve más profundamente de lo que podría sugerir su contundente subtítulo «La degradación del trabajo en el siglo XX». Al igual que su reconocida referencia, la descripción de Marx de la transformación del proceso de producción en El capital, Braverman ofrece una meticulosa investigación del inquieto hacer y rehacer de la organización del trabajo en el capitalismo. Pero nunca pierde de vista el impacto de estos trastornos en serie sobre la clase obrera.

Braverman rechaza las interpretaciones simplistas de Marx como determinista tecnológico. Por el contrario, señala que un nuevo invento siempre presenta un abanico de posibilidades. A corto plazo, las relaciones sociales dominantes determinan cuáles de estas posibilidades se cultivan y cuáles se excluyen activamente. Las relaciones de producción capitalistas muestran un «impulso incesante por ampliar y perfeccionar la maquinaria, por un lado, y por disminuir al trabajador, por otro». Esta dinámica refleja la tendencia más amplia del capitalismo a separar la concepción de la ejecución: el trabajo del cerebro y el trabajo de la mano. El resultado es un pequeño estrato de profesionales altamente formados (y muy bien pagados) por un lado y una masa creciente de trabajadores proletarizados condenados a tareas sin sentido por otro.

Braverman aportó una perspectiva singular a su investigación. Había sido aprendiz de calderero y posteriormente encontró empleo en la industria siderúrgica, ganándose la vida como artesano durante catorce años antes de cofundar un periódico, el American Socialist. Pasaría el resto de su carrera en el mundo editorial, dirigiendo el célebre sello socialista independiente Monthly Review Press hasta su muerte, en 1976. A pesar del rápido declive del oficio de calderero en el que se formó, Braverman se enfadó ante la inferencia de que sus críticas reflejaban nostalgia por un pasado anticuado: «Más bien, mis opiniones sobre el trabajo se rigen por la nostalgia de una época que aún no ha llegado». Los antecedentes de Braverman en los oficios, así como su implicación durante décadas en el activismo socialista, le dotaron de una preparación única para tomar el testigo de Marx y extender el análisis de El capital sobre el proceso laboral al siglo XX.

La figura central en la narrativa de Trabajo y capital monopolista es Frederick Winslow Taylor (1856-1915), el excéntrico fundador del movimiento de gestión científica. Desde su infancia, Taylor había msotrado signos de trastorno obsesivo-compulsivo extremo, contando sus pasos y buscando formas cada vez más eficientes de realizar las actividades más mundanas. «Estos rasgos le encajaban perfectamente en su papel de profeta de la gestión capitalista moderna», exclama Braverman, «ya que lo que es neurótico en el individuo es, en el capitalismo, normal y socialmente deseable para el funcionamiento de la sociedad».

Mientras los trabajadores dirigieran el proceso laboral, sostenía Taylor, nunca realizarían «una jornada de trabajo justa», que él definía, naturalmente, como la cantidad máxima que podían realizar sin lesionarse. Por tanto, los capitalistas no debían contentarse con poseer los medios de producción y las mercancías que el trabajo producía: necesitaban controlar el propio proceso de trabajo. Taylor tiende a ser recordado por exprimir una mayor productividad de los trabajadores prescribiendo cada uno de sus movimientos de acuerdo con los dictados de su «ciencia». Pero, sugiere Braverman, su hazaña más importante consistió en recopilar sistemáticamente los conocimientos artesanales que hasta entonces habían pertenecido a la mano de obra y transferirlos a la dirección.

Pronto, los trabajadores quedaron realizando un trabajo de detalle simplificado que se había descontextualizado del proceso de producción en su conjunto; mientras tanto, la dirección disfrutaba del monopolio de los conocimientos técnicos que, históricamente, habían sido patrimonio de los oficios cualificados. La separación permanente entre la concepción y la ejecución del trabajo que caracteriza a la producción bajo el capitalismo había alcanzado un nuevo umbral. Este proceso se repitió posteriormente en la gestión, creando un puñado de ejecutivos de oficina y un ejército de asistentes administrativos y mandos intermedios.

Trabajo y el capital monopolista cuenta una historia aleccionadora, pero en modo alguno desesperanzadora. Braverman detectó señales de los límites históricos del capitalismo en el hecho de que la nueva tecnología con frecuencia reúne y automatiza los pasos del proceso laboral que la división del trabajo había fragmentado. En su última conferencia, pronunciada en la primavera de 1975, Braverman instó a que «los trabajadores pueden convertirse ahora en maestros de la tecnología de su proceso a nivel de ingeniería y pueden repartirse entre ellos de forma equitativa las diversas tareas relacionadas con esta forma de producción que se ha vuelto tan fácil y automática». Liberado de la monotonía de las tareas repetitivas gracias a la automatización, un equipo de productores asociados podría recuperar la unidad del proceso de producción de la que antaño disfrutaban los artesanos en un plano superior.

La IA ofrece una posibilidad similar de reunir, en forma automatizada, muchas de las habilidades y cuerpos de conocimiento que la división capitalista del trabajo ha pulverizado en su implacable búsqueda de control y eficacia. Si las predicciones de que la IA inaugurará una era de ocio universal son salvajemente optimistas, la perspectiva de que los trabajadores socializados puedan dirigir la totalidad del proceso de producción con su ayuda no lo parece tanto.

Pero tendremos que luchar por ello. El capitalismo suele aprovechar los avances tecnológicos despidiendo a los trabajadores y exigiendo una mayor productividad a los pocos que no despide. Braverman nos informa de que el verbo «gestionar» «significaba originalmente adiestrar a un caballo en sus pasos, hacerle hacer los ejercicios de la mansión». La dirección siempre ha considerado el proceso laboral como un lugar de lucha, y está decidida a mantener las riendas. Si queremos que la IA mejore nuestros empleos en lugar de sustituirlos o degradarlos aún más, una lectura de Braverman sugiere que debemos estar preparados para llevar la batalla al propio proceso laboral.

 

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Publicado en Artículos, homeIzq, Libros and Trabajo

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