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(Foto: AFP 2022 / Martin Bernetti)

Espectros de Allende

El triunfo de la coalición Apruebo Dignidad en Chile conduce a una reflexión acerca de los modos de heredar la experiencia del gobierno de la Unidad Popular y, ante todo, a revisar las lecturas dominantes acerca de su derrota. 

En su discurso del 19 de diciembre de 2021, el electo presidente de Chile invitaba a hombres y mujeres a volver a sus casas «con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada». Así, Gabriel Boric volvía suyas las palabras pronunciadas por Salvador Allende ante la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile hace poco más de medio siglo. Una conjura que para muchos habrá pasado inadvertida, puesto que el joven mandatario alude a su predecesor sin nombrarlo. ¿Cuánto se juega en esa ausencia de nombre propio? Proponemos leer en ella un síntoma, un signo de todo aquello que no anda en nuestro modo de heredar la experiencia de la Unidad Popular y de tramitar su derrota. Pensar en estas tensiones y desde ellas es el propósito de este escrito: intentar una conversación con el pasado, un «ajuste de cuentas« con el legado en el que nos reconocemos. 

Soy una pregunta empecinada

No fue solo Chile lo que cayó el 11 de septiembre de 1973. El golpe militar de Pinochet marcó el hito de una derrota que se extendería dramáticamente por todo el continente. Con el objetivo de disciplinar al movimiento obrero y sofocar la rebeldía juvenil, se cernió sobre el pueblo latinoamericano un terror que no conoció límites. Quienes lograron evitar la desaparición forzada o el asesinato, se dispersaron en el exilio.

Además de la denuncia a la sistemática violación a los derechos humanos cometida por las dictaduras, el trabajo simbólico de elaboración sobre lo que sucedía adquirió ribetes de «autocrítica» y se organizó alrededor de un interrogante: ¿pudo haberse evitado? Una pregunta trágica, orientada a reflexionar sobre los errores cometidos. Así, en varios países del Cono Sur emergieron voces que reprobaban el «dogmatismo» y el empleo de la violencia política por parte de las fuerzas revolucionarias.

En el caso chileno, las miradas se concentraron en los problemas tácticos y estratégicos que inmovilizaron al gobierno de Allende. Sobre ellos versan innumerables trabajos, como los de Clodomiro Almeyda, Sergio Bitar, Luis Corvalán, Joan Garcés, Carlos Matus o Tomás Moulian, por nombrar algunos. En sus formas más conocidas, esta «autocrítica» considera la imposibilidad para ampliar las bases sociales hacia los sectores medios, construir consensos con los adversarios políticos (ante todo la Democracia Cristiana) o quebrar la lealtad corporativa de las Fuerzas Armadas.

Carlos Matus, por ejemplo, edifica toda su planificación estratégica situacional sobre la base de lo que considera un error político crucial: haberse conducido de manera «normativa», desconsiderando la creatividad del adversario en la propia estrategia. No pocos lamentan la intransigencia del ala más radicalizada de la Unidad Popular, que habría impedido una negociación que consideraban necesaria. En el extremo opuesto, en el que podríamos situar a Carlos Altamirano, Agustín Cueva o Ruy Mauro Marini, se sostiene que fue precisamente la moderación del proyecto el factor que debilitó en forma decisiva al gobierno. En esta lectura, no se trataba tanto de «frenar y consolidar», sino decididamente de «avanzar sin transar», como rezaba la consigna. Dos interpretaciones que se necesitan una a la otra para situar en su contraria la «explicación» a posteriori de la derrota.   

No nos interesa aquí tomar partido por una u otra, aunque es necesario destacar que la primera ha sido considerablemente más difundida, aunque no por ello más certera. ¿En qué momento hubiera sido posible y efectiva, una estrategia de «frenar y consolidar»? La brutalidad de las dictaduras en toda la región hace difícil pensar que el golpe de Pinochet podría haberse evitado con una moderación del proyecto. Aún si hubo un error de apreciación —costoso, decisivo— en cuanto al terror que sería desplegado luego por oscuros poderes cívico-militares, ¿alcanza este costoso y decisivo error de apreciación para afirmar que se incurrió de manera general en una desconsideración de las capacidades creativas del adversario?

Al menos, habría que juzgar de otro modo a un gobierno que intentó alcanzar niveles de participación popular hasta el punto en que le fue sumamente difícil su contención (los trabajos de Franck Gaudichaud son un buen abordaje de esta cuestión). También podríamos mencionar los intentos por la construcción de consensos que se erigieron alrededor del Plan de la Economía Nacional 1971-1976. No deja de ser curioso que también el argentino Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional 1974-1977 se destacó por sus esfuerzos en tal sentido (ver al respecto la tesis doctoral de Claudia Bernazza).

Pero, aún si tales intentos no hubieran sido suficientes, hay otro problema con aquella lectura: el asunto no es tanto si existió un delirio de omnipotencia referido a las propias fuerzas, sino que el adversario también pareció considerar que la potencia era tal que sería necesario el despliegue más brutal, descarnado y salvaje de fuerza para sofocarla. En este sentido, el olvido del carácter real y actuante de las fuerzas revolucionarias requiere de una renegación del Terror que fue desatado para aniquilar esas mismas fuerzas. Si esto cabe para lo sucedido en la región, resulta aún más dramático para el caso chileno.

Disponemos hoy en día de incontables pruebas de la enorme preocupación de la derecha norteamericana por la llegada de un presidente marxista al poder por voto popular. ¿Cuáles serían los errores que, de haber sido evitados, habrían impedido la reacción del imperialismo? Es difícil creer en una supuesta sobreestimación de la fuerza propia por parte del movimiento revolucionario cuando fueron sus mismos enemigos quienes actuaron como si la revolución hubiera estado ya en pleno acto de realización.  

La derrota produce efectos, pero también produce —y más dramáticamente— modos de interrogarla. Si el modo en que fue elaborada está tan especularmente dividido entre la convicción de que faltó prudencia y la convicción de que faltó audacia, el problema no es tanto cuál de las dos opciones haya que tomar por verdadera sino cuál es la verdad que organiza esa división, a saber: el dramático aplastamiento de una pregunta por el futuro. Si es posible sostener que había entonces una excesiva confianza en que las fuerzas revolucionarias finalmente triunfarían, también es preciso notar que habrá luego una obstinada creencia en la imposibilidad de retomar el camino, en la caducidad de sueños que se revelaban ingenuos y debían ser resignados.

Como observa Diego Giller (Espectros dependentistas, 2020), la derrota fue pensada no tanto desde una preocupación por el futuro de la revolución —es decir, sosteniendo a esta última como futuro— sino más bien como instancia para evaluar las razones por las cuales se había fracasado. Entonces, el problema no es tanto si tal o cual lectura de los errores cometidos es verdadera, sino el hecho de que sea la pregunta trágica por el pasado lo que está ocupando plenamente el centro de la escena, desplazando a la pregunta política por el futuro. «¿Será posible?» pregunta por la viabilidad futura de una estrategia. «¿Pudo haberse evitado?» pregunta por los errores del pasado. ¿No hay una ponderación exagerada de la tragedia en este derrotero de autocríticas? Parece que las utopías del pasado designarían entonces una posibilidad ya siempre derrotada. Quizás sea este un riesgo digno de ser emprendido en toda autocrítica, pero es preciso advertir que es también el momento en que el prefijo «auto» desvanece a la crítica misma. 

Qué hermosas son las callampas 

Los entrados años ochenta serían «los días del arcoíris», según la expresión con que Antonio Skármeta (2012) tituló la ficción acerca del plebiscito que posibilitó la salida del poder de Pinochet. En sus borradores se inspiró la película No, de Pablo Larraín, hoy disponible en la plataforma Netflix. El pegadizo jingle de la campaña por el «No» rezaba: «la alegría ya viene». No la revolución, no el socialismo… la alegría. Los días del arcoíris serían los tiempos de olvidar el color rojo, de olvidar todo aquello que quedaba comprometido por la transición negociada.

En este sentido, aquella ficción está orientada a mostrar los efectos en el presente de las concesiones que posibilitaron la salida de la dictadura chilena. Ellos se sentirán cuando, ya en el siglo XXI, Chile no pueda acompañar la ola de los llamados «gobiernos posneoliberales» que irán conquistando Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador y Paraguay. En el país de Allende, el mismo que supo ser faro y esperanza de todos los movimientos de liberación de los años sesenta y setenta, el nuevo siglo no traería más que un tímido cambio de liderazgo en la Concertación.

Hoy, veinte años después, cuando las fuerzas populares chilenas recomponen su vigor y, ¡por fin!, la izquierda recupera el Estado, ¿no es preciso entonces asumir la herencia de la Unidad Popular y revisar el modo en que nos hemos contado su derrota? Es este presente, chileno y latinoamericano, el que reclama una nueva conjura. 

Los años ochenta son aquellos en que las ciencias sociales problematizan la democracia y también los tiempos en que cobran vigor las discusiones acerca de la «buena gobernanza». El problema del gobierno en democracia, entonces, pasa a ser pensado como un asunto de búsqueda de consensos y establecimiento de contratos. No es difícil notar la afinidad entre la lectura de la derrota que venimos describiendo y esta problemática. Leída en clave de «no sabíamos gobernar», la derrota deja la tarea de profesionalizar a los consejeros, de formar el estrato tecnopolítico que sería capaz de asesorar al Príncipe con fundamento científico, tal como proponía por entonces Carlos Matus.

Pero la insistencia en perfeccionar las capacidades de gobierno divorciada de una pregunta por el proyecto corre el peligro de convertirse en una aceptación del futuro que se impone como probable. Y es que la democracia de los años ochenta, como bien observa Giller, será el punto de llegada, el tablero dispuesto y las reglas de un juego en el que ya no habrá lugar para pensar en la revolución. Claro que para fundar esta democracia será necesario presentar como no-democráticos todos los intentos por alcanzar el socialismo, ¡incluido el intento presidido por Allende! La experiencia chilena queda entonces en un lugar paradojal, sintomático y es esto mismo lo que la vuelve un punto de vista privilegiado para interrogarnos. 

Estos tiempos de reflexión acerca del «buen gobierno« serán, claro está, también los de abandonar el marxismo. Requerirán, por tanto, de la construcción de un marxismo maniqueo, reducido a la más simplona «determinación económica« y presentado como incapaz de comprender el fenómeno político. Pero, ¿no existían trabajos extraordinarios que habían pensado este problema, tales como los de Agustín Cueva, Norbert Lechner o René Zavaleta Mercado, que aún se inscribían en el universo conceptual marxista? Un reciente libro de Andrés Tzeiman presta oídos a estos textos escritos en los albores de la derrota (La fobia al Estado en América Latina, 2020). Incluso el Matus de Planificación de situaciones (1980) se inscribe, aún con importantes rectificaciones, en el universo conceptual del marxismo (aunque sorprende lo poco que ha querido ser reconocida por parte de sus lectores contemporáneos).

Parece entonces que, para poder levantar lo que sería edificado sobre la derrota, encima de sus ruinas, sería necesario silenciar todo aquello que se produjo en y desde ella hacia fines de los años setenta y en los albores de los ochenta. Aunque sin inscribirse expresamente en el marxismo pero en constante diálogo con él, Oscar Varsavsky venía insistiendo con el problema del cálculo de viabilidad desde mediados de los años sesenta, con el atento interés de figuras como Alfredo Eric Calcagno, Pedro Sáinz y el mismo Carlos Matus. ¿Por qué sostener entonces que lo político habría permanecido impensado hasta después de la derrota?

La construcción de esta temporalidad produce efectos demoledores: las inquietudes que venían conjurándose con esfuerzo serían sepultadas al museo de los intentos fallidos, allí donde van a parar los desechos, lo caduco que debe ser abandonado. Es claro entonces que la derrota del marxismo como universo conceptual no se explica por razones propiamente teóricas, sino por la derrota del horizonte político que cobraba vida en él. Como señala Eduardo Rinesi en su Prólogo a Espectros dependentistas (2020), su reemplazo por otros modos de pensar no tributa tanto a un análisis riguroso de sus virtudes o defectos sino a la decisión política de «dar vuelta la página».

Y tu nombre flotando en el adiós

Volvamos ahora a aquella ausencia de nombre propio con la que iniciábamos este camino. Es curioso que uno de los libros más conocidos de Carlos Matus también refiera al expresidente sin nombrarlo. Escrito desde el exilio en Caracas y publicado un año antes de la salida de Pinochet, Adiós, Señor Presidente (1987) muestra una disposición a convocar a Allende en un tiempo en el que no pocos querían olvidarlo. Pero ese Señor Presidente está precedido por un «adiós» que parece anunciar una despedida. «Descansa, descansa, espíritu perturbado» (Rest, rest, perturbèd spirit). La línea de Hamlet suele ser recordada por Rinesi, quien juega con la familiaridad entre rest y resto, entre el descanso (rest, en inglés) y los restos (lo que queda después de una derrota, arrojado a un costado de la ruta) que son, a su vez, llamados a descansar (Restos y desechos, 2019).

Los espectros asedian. Por más sepultura que quisiéramos darles, por mucho que nos gustaría que los restos descansen en su sitio, ellos se resisten a restar. Para Carlos Matus, decirle «adiós» a Allende es también decir «adiós» a esa parte de sí mismo que necesita dejar al costado. Esa es, dice Rinesi, la otra cara del resto, la del desecho, es decir, lo que queda de alguien después de que aceptó rebanar una parte de sí para seguir tomando parte en el juego. No es extraño entonces que lo escrito por el exministro de Allende en tiempo de derrotas lleve consigo cierta pretensión fundadora de novedad: «hasta ahora, las dirigencias políticas (…) no se han capacitado para gobernar», dice en el Prólogo a la segunda edición de Adiós, Señor Presidente (1993).

¿Cuáles son los efectos políticos de esa pretensión? El problema de tales gestos fundadores es que nos impiden reconocernos en el pasado. Quizás podemos comprenderlos, como testimonio de quienes necesitaron continuar para no quedarse ellos mismos en ruinas, a un costado de la ruta. Pero la lectura es política no por lo que comprende sino por lo que busca. Y justamente porque queremos heredar a Carlos Matus y heredar a Salvador Allende, porque nos interesa reconocernos en su legado, es que no podemos reproducir ese gesto. 

Más temprano que tarde, sin reposo

En sus últimas palabras, Allende mostraba (¿o conjuraba, clamaba?) confianza en el futuro de la revolución: «mucho más temprano que tarde, de nuevo, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor«, reza una de sus frases más conocidas. El Presidente asume un sacrificio confiando en que no será en vano, llamando a que no lo sea. La pregunta que cabía entonces podría formularse así: ¿qué estrategia necesitamos para lograr que en el futuro, más temprano que tarde, se abran nuevamente las grandes alamedas? Pero el terror desatado por las fuerzas militares en toda la región parece haber desplazado la pregunta, tornando inaudible el llamado, el clamor, la conjura de Allende. O más bien, tornando imposible que sus palabras fueran oídas como una conjura, como un clamor. En cambio, se las leyó como la expresión de confianza de un soñador, de un utópico en el sentido puro.

No es posible leer un llamado, una invitación allí. Solo parece ser posible el más cruento desconcierto ante lo traumático. ¿No es lo que aquí hemos llamado «pregunta trágica» una forma algo más racionalizada de lidiar con el trauma, un intento de simbolización ante el desconcierto? Ante el horror, las preguntas básicas: ¿qué sucedió?, ¿qué es esto?, ¿dónde estamos?, ¿cómo llegamos aquí? Un paso más adelante: ¿pudo haberse evitado? El dramatismo del caso chileno está embebido del destino de aquél hombre nacido en Valparaíso y bautizado Salvador Allende Gossens.

Poco importa quién efectuó el disparo, Allende anuncia su negativa a renunciar: «pagaré con mi vida la lealtad del pueblo». Elige para su propio cuerpo aquél acto que no puede fallar, apostando acaso por las posibilidades que ello abriría para el cuerpo colectivo y popular. Pero, ¿cuál es la vía que queda después de aquél acto que tanto tiene de valeroso, admirable y heroico como de irreversible, trágico y fatal? Aunque sin dudas ello estaba fuera de toda intención del Presidente, su muerte durante el bombardeo al Palacio significará el fin de la estrategia, la interrupción de la política.

Tomás Moulián capta este problema en una entrevista reciente: «¿Qué se recuerda de Allende? Su suicidio». Desenlace fatídico para un político del que solía destacarse su «muñeca», como llaman en Chile a la habilidad para la negociación, a lo que en Argentina solemos denominar «cintura». Desenlace fatídico también para un proceso que se caracterizó, precisamente, por la originalidad de su estrategia. Porque, en efecto, una de las características más importantes de la llamada «vía chilena al socialismo» fue su insistente carácter democrático, sus marcados esfuerzos de consenso plasmados en el Plan de la Economía Nacional 1971-1976 y el impulso a la participación, organización y movilización popular.

En el concierto de «autocríticas» que sonaría después, es como si la complejidad de estos esfuerzos hubiera sido sepultada en el olvido. Como si la suspensión de la estrategia que significó la muerte de Allende hubiera sido proyectada hacia atrás para ser vista como estando ausente desde el comienzo. Nos parece que aún no se ha reflexionado lo suficiente sobre el lugar que ocupa su muerte entre los efectos que conjuraron para producir una lectura de la derrota de la que todavía resulta demasiado trabajoso despegarnos. Trágicamente, ella pasa a la Historia como un elemento más entre los que operarían (¡cuánto nos duele decirlo!) junto al terror como forjador de irreversibilidad.

La política es una apuesta por el futuro, no puede cristalizarse en un eterno presente. Si la derrota queda marcada por la irreversibilidad, estamos entonces ante el fin de la política. Así lo quisieran, claro está, los vencedores. ¿Acaso les daremos el gusto?

Heredarás estas flores, ven a curarte con ellas

En nuestra temporalidad del puro presente, es el futuro lo que se ha vuelto un espectro y es por esto que creemos necesario ir al pasado: para volver al futuro, como reza aquella simpática película de 1985. Pero no para advertir sobre las supuestas consecuencias catastróficas de los usos de la máquina del tiempo, es decir, de cualquier forma de modificación del pasado (que, en rigor y de acuerdo a las tecnologías actualmente disponibles, solo puede ser la modificación del modo en que nos contamos el pasado, ¡vaya casualidad!). Antes bien, procuramos conjurar los fantasmas del pasado para posibilitar una nueva conspiración de cara al futuro.

Buscar entre los restos aquello que puede «relampaguear en un instante de peligro», como aquella vez que alguien encontró y atesoró los famosos anteojos del Presidente en las ruinas de La Moneda, cuestión que Patricio Guzmán recupera amorosamente en uno de sus films (Salvador Allende, 2004). Y ese alguien fue una mujer, ¡vaya si esto no es significativo a la luz del protagonismo que tienen los feminismos en el actual movimiento popular chileno! 

Lo que hay de trágico en la historia es lo que toda derrota tiene de irrecuperable. Que eso no lo es todo es lo que venimos tratando de decir en este escrito. Pero es necesario decir también que sabemos que lo que vuelve, no puede volver igual. Que hay en la historia pérdidas absolutas, como supo decir una vez Louis Althusser. Pero entonces es preciso no sucumbir a la tentación que haría elegir entre dos polos, entre un pensar que no está dispuesto a resignar nada y un pensar que se deja arrastrar por lo que cada nuevo «contexto» le ofrece. Antes que de elegir, se trata más bien de situarse en el intersticio, que lejos está de ser un «punto medio» sino más bien un punto donde ambos pensares se chocan y sacan chispas. Pensar «con el ojo mocho» sería entonces un pensar entre los pliegues, como el pensar que intentaba la revista que llevaba el mismo nombre. Al formular las dos preguntas entre las que oscilamos a lo largo de este escrito, hemos intentado algo semejante. Situarnos en el punto en que la pregunta política —¿será posible?— logre astillar a una demasiado omnipresente pregunta trágica —¿podría no haber sucedido?—.

Asumir entonces la herencia en la que nos reconocemos y proyectar con audacia el futuro que deseamos. Nos parece que allí se juega la suerte de nuestra región en esta nueva ola de gobiernos populares de la que, felizmente, Chile participa.

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Publicado en Artículos, Chile, Historia, homeIzq and Política

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