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Foto: F Gaudichaud

Voces de la «vía chilena al socialismo»

A cincuenta años de la elección de Salvador Allende, Franck Gaudichaud recupera algunos testimonios del Chile de la Unidad Popular. Mil días que conmovieron al mundo y que aún lo siguen conmoviendo.

«Suena casi raro hablar hoy de todo esto, a veces me parece como si se tratara de un sueño…». En 1972-1973, Mario Olivares era un joven obrero metalúrgico, militante en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y delegado del cordón industrial Vicuña Mackenna. Efectivamente, vivió un sueño despierto, una fiesta popular, una esperanza colectiva en movimiento, compartida por millones de mujeres y hombres, trabajadores y trabajadoras, jóvenes, campesinos, sindicalistas, intelectuales, activistas de la izquierda chilena. En esa época, Hernán Ortega, presidente de la Coordinadora de los cordones industriales de Santiago –coordinaciones territoriales obreras y organizaciones de base clasistas surgidas en reacción a la gran “huelga patronal” de octubre de 1972–, militaba en el Partido Socialista. «Para mí, así como para todos los chilenos, la Unidad Popular significaba la aspiración a una sociedad distinta, más democrática, más igualitaria, que permitiera a los trabajadores alcanzar un crecimiento pleno y cabal, no sólo desde el punto de vista económico sino también del desarrollo integral del ser humano».

Hace 50 años, un 4 de septiembre 1970, la Unidad Popular, coalición de partidos de izquierda, llevaba al poder al médico, parlamentario marxista, masón y dirigente socialista Salvador Allende Gossens. Esta misma noche, el nuevo presidente del país andino pronunció un emocionante discurso desde los balcones de la Federación de los estudiantes de Chile (FECH):

Yo sé que ustedes, que hicieron posible que el pueblo sea mañana gobierno, tendrán la responsabilidad histórica de realizar lo que Chile anhela para convertir a nuestra patria en un país señero en el progreso, en la justicia social, en los derechos de cada hombre, de cada mujer, de cada joven de nuestra tierra. Hemos triunfado para derrocar definitivamente la explotación imperialista, para terminar con los monopolios, para hacer una profunda reforma agraria, para controlar el comercio de exportación e importación, para nacionalizar, en fin, el crédito, pilares todos que harán factible el progreso de Chile, creando el capital social que impulsará nuestro desarrollo.

Comenzaban mil días de movilización, organización y construcción de la «vía chilena hacia el socialismo», en plena guerra fría, desafiando la hegemonía estadounidense y haciendo temblar a la vieja oligarquía chilena: un tránsito al socialismo que la izquierda parlamentaria prometía como “pacifica” y no armada (a la diferencia de la revolución cubana), democrática y legalista, antimperialista y popular.

En la memoria de muchos actores de la época, y a pesar de la violencia de 16 años de dictadura cívico-militar y de más de tres décadas de democracia neoliberal, permanecen aún hoy los recuerdos difusos de la fuerza telúrica de estos tres años de creatividad social, cultural y política. En muchos planos, el gobierno Allende, la Unidad Popular y el movimiento obrero innovaron, experimentaron, mostraron que –efectivamente– otro mundo era posible en un pequeño país del “tercer mundo” como Chile, detentor de la más grande reserva de cobre del mundo pero que tenía a su pueblo sumido en condiciones de pobreza y precariedad indignantes. 

El programa de las «40 medidas», el aumento generalizado de los sueldos obreros, la profundización de la reforma agraria, la nacionalización del cobre sin indemnización al capital “yankee” y de casi el 100% del sector bancario, la creación de una economía donde los asalariados podían participar de la cogestión de la producción, la nueva relación entre arte y política, la política internacional solidaria y «no alienada», la reflexión sobre los derechos de los niños y el papel protagónico de las mujeres en la construcción del socialismo, etc. Se trataba de pensar la revolución en muchos planos a la vez y atreverse a transformar el papel del Estado, del mercado, de la democracia, aunque siguiendo la apuesta estratégica allendista de una transición respetuosa de la constitución de 1925, de las instituciones liberales y de… las Fuerzas Armadas.  Buena parte de la dirigencia comunista, socialista o cristiana de izquierda de la coalición gubernamental creía, con fervor, en la “excepcionalidad” de la tradición democrática de Chile, en el “profesionalismo” de su ejército, en el “constitucionalismo” de la mayoría de sus generales o en la “flexibilidad del Estado burgués”. Para el MIR, pequeña organización revolucionaria político-militar (fundada en 1964), si bien había que apoyar la experiencia de la Unidad Popular y tratar de defenderla, también era urgente denunciar las ilusiones reformistas del nuevo Ejecutivo: para el movimiento de Miguel Enríquez, Allende encabezada un gobierno de carácter democrático e antimperialista, pero dominado por «el reformismo obrero y pequeño-burgués». 

Aunque fortalecida por la dinámica ascendente de las luchas obreras, campesinas y de los «pobladores», la Unidad Popular (UP) estuvo atrapada, desde los primeros momentos, en múltiples contradicciones y enfrentada a enormes obstáculos. En el plano institucional, cabe recordar que el allendismo era minoritario en el parlamento después de haber obtenido solo la «primera minoría» de los votos en la elección presidencial (36,6%), frente a la derecha (35.3%) y a la democracia-cristiana (28,1%). Aunque en las elecciones municipales de abril 1971, la izquierda supo capitalizar un poco más de 49% del apoyo de los electores, esa situación de minoría institucional se mantuvo durante todo el periodo, frente a una Democracia Cristiana cada vez más dirigida por sus sectores más conservadores y a un Partido Nacional llamando abiertamente a la intervención militar frente al “peligro marxista”. La UP tampoco controlaba el aparato judicial, ni el sistema mediático y amplios sectores de la economía estaban en manos de un empresariado paternalista, muy hostil frente a ese gobierno que reivindicaba como bandera el socialismo.

En el seno del campo popular también las tensiones y turbulencias fueron crecientes, a medida que los conflictos de clases se agudizaron, que la crisis económica empezaba a despuntar, que las capas medias se alejaban y que la apuesta institucional transformadora del «compañero-presidente» mostraba sus flaquezas. Sectores movilizados de la clase obrera comenzaron a criticar la debilidad de la UP frente a la ofensiva de la oposición, de la burguesía industrial y de la extrema-derecha. También presionaban a la dirigencia de la Central Única de los Trabajadores (CUT) (5), dominada por el Partido Comunista, primer partido obrero del país y representante del ala moderada dentro del gobierno. La Central se afianza como la correa de trasmisión del Ejecutivo, en especial apoyando el «sistema de participación de los trabajadores» dentro de las empresas nacionalizadas, y dos de sus máximos dirigentes nacionales integraron ministerios en 1972, pero carecía de estructuras a nivel comunal y territorial.

Globalmente, la mayoría de los trabajadores se encontraba fuera de la influencia directa de la CUT, por no tener derecho –o posibilidad real– de sindicalizarse, ni perspectiva de integración al sistema de cogestión (inicialmente restringido a noventa grandes empresas nacionalizadas o “intervenidas” por el Estado). La fracción más radicalizada del movimiento obrero, amenazada por el desarrollo del mercado negro y de los lock-out patronales y opuesta a la pasividad de la “revolución por etapas”, comenzó a desbordar los cauces legales como también las directivas nacionales (partidarias, sindicales, gubernamentales). Esta dinámica de “desborde” se tradujo en un número creciente de empresas ocupadas, en un aumento notable de las huelgas ilegales, en diversas formas de autoorganización y, en el campo, en la extensión de las tierras tomadas y expropiadas (con “corrida de cercos”), que iban mucho más allá de las reformas anunciadas por Salvador Allende. En las empresas, los militantes de la izquierda del Partido Socialista, del Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU) y de la Izquierda Cristiana propagaban la idea que era necesario de «avanzar sin transar» para no retroceder. Además de esos partidos (miembros de la coalición oficialista), el MIR se volvió el paladín de la consigna «¡crear, crear poder popular!», llamando a una ruptura del Estado liberal-oligárquico. Posiciones fuertemente criticadas por el PC como “ultraizquierdistas” e incluso “contrarrevolucionarias”: el partido fundado por Luis Emilio Recabaren consideraba que era urgente «consolidar para avanzar». En 1972, el plan Prats-Millas llamaría incluso a devolver decenas de empresas ocupadas a sus dueños, provocando un claro descontento en las bases obreras de la izquierda. «Era un período muy rico, durante el cual muchos simpatizantes de la Unidad Popular se rebelaron contra ella y se incorporaron a la coalición de los cordones industriales», recuerda José Moya, que era miembro del MIR y obrero de una industria electrónica de casi mil asalariados. «Recuerdo haber estado en asambleas donde representantes de la CUT venían a discutir con los cordones ¡y se iban ‘con la cola entre las piernas’!».

A pesar de estos múltiples roces, el impulso del poder popular y obrero no surgió fundamentalmente en contra del gobierno, considerado como el “gobierno del pueblo” por la mayor parte del movimiento popular. Pero, el pueblo de izquierda reclamaba más “mano dura” y decisiones radicales en contra de los patrones que propugnaban el boicot económico, en contra del periodo El Mercurio que alentaba el golpe de Estado, en contra de las “hordas” fascistas de Patria y Libertad que atacaban con armas cortas las sedes sindicales y las fábricas ocupadas… Luis Ahumada, estudiante socialista en ese entonces, militaba activamente en el seno de las industrias de Santiago:

Lo más importante de lo que impulsamos a través de los cordones industriales fue la solidaridad, de pared a pared, entre las fábricas. Nosotros contribuimos a que esa solidaridad, ‘innata’ en los obreros, se manifestara en términos concretos: una fábrica se solidarizaba con las luchas de otra fábrica vecina. Y como los Cordones lograron conseguir una respuesta popular bastante amplia, se convirtieron a continuación en una referencia para la población del sector, de modo que cuando había una empresa en conflicto, recibía también la solidaridad de las organizaciones sociales de los alrededores.

En octubre 1972, pese al bloqueo de los sindicatos de camioneros y del transporte público dirigidos por la oposición, pese a la huelga patronal y de comerciantes, esos trabajadores consiguieron hacer funcionar varias fábricas y abrir el centro de distribución bajo su control. «Salíamos a expropiar los ómnibus con armas de mano, con pistolasrecuerda Mario Olivares–y los llevábamos adentro de las fábricas en manos de los trabajadores. Así, garantizábamos que la producción no se detuviera. También íbamos a buscar a los trabajadores y los transportábamos». Y con el mismo fervor que mostraba en otro tiempo, en las asambleas sindicales, agrega: «Empezábamos a hablar de un poder real de los trabajadores (…). ¡Tal vez no tuvimos toda la claridad desde un punto de vista ideológico, pero exigíamos una mayor participación en todas las áreas, no sólo en la producción!». Cordones industriales como los de Cerrillos-Maipú o de Vicuña Mackenna, en Santiago, se volvieron así ejemplos para todo el país de la capacidad de organización obrera “desde abajo”. Este tipo de iniciativas de control social y de democracia directa también surgieron en el campo, en las poblaciones o a través de experiencias de abastecimiento directo. A menudo con el apoyo de estudiantes y de la juventud militante.

Para Neftalí Zuñiga, viejo obrero textil, exdirigente sindical de la gigante Pollack y militante comunista, el recuerdo más intenso del periodo fue ante todo el de la «batalla de la producción». El objetivo era defender al país contra el boicot, el racionamiento, contrarrestar la inflación y volver realidad las promesas de Allende de crecimiento económico y redistribución de las riquezas. Don Zuñiga evoca también, con altivez y orgullo, los trabajos voluntarios que movilizaban a miles de personas: «¿Qué hacíamos nosotros, los trabajadores concientizados? Todos los domingos, íbamos (…) a las grandes plantaciones a cortar maíz para poder alimentar a mayor cantidad de aves. Y esa es la conciencia política que tendríamos que haber generado en el seno de la gran masa de trabajadores de este país».

Después del “paro de la burguesía” de 1972, Allende consiguió retomar el control de la situación mediante la creación de un gabinete cívico-militar: los militares entraron de lleno en el juego político, ocupado ministerios claves. En paralelo, en los meses siguientes, la creatividad popular experimentó un rebrote de actividad. Con el primer ensayo de golpe, en junio 1973, apareció de nuevo como fundamental la función de resistencia de los cordones industriales. El proyecto de unificar a los sectores populares organizados en el seno de los “comandos comunales” parecía ser el camino para un sector de los revolucionarios. Pero los comandos no tuvieron tiempo de desarrollarse ampliamente y los partidos de izquierda estaban muy divididos sobre la estrategia a seguir. Aun así, nacieron efectivamente algunas coordinaciones con un fuerte potencial transformador, como por ejemplo, en el cordón industrial Vicuña Mackenna y el comando comunal de La Florida, formado en torno al campamento Nueva La Habana, dirigido por el MIR. Abraham Pérez, por entonces obrero de la construcción, fue uno de los dirigentes de ese campamento, auténtico territorio autogestionado, en Santiago. «Cada manzana elegía libre y democráticamente a un delegado», y estos decidían desde la administración del abastecimiento del campamento hasta la seguridad del barrio, a través de “milicias populares”, como también el apoyo a las fábricas ocupadas del cordón vecino. Después del golpe, Abraham siguió viviendo en un barrio pobre, surgido de una ocupación de terreno. Sin embargo, la situación cambió mucho desde entonces y él rememora con nostalgia aquellos tiempos: «Había mucha participación y todo eso de común acuerdo con los habitantes del barrio. En esa época, no conocíamos la delincuencia. Nos protegíamos entre nosotros dentro del campamento; si un vecino salía, dejaba la puerta abierta…».

Cuando Edmundo Jiles, sindicalista del cordón Cerrillos, conversa sobre este período lo invade una fuerte emoción y respira hondo: «La mayoría de nosotros era joven, pero los más viejos sabían transmitir su experiencia, su sabiduría, para de tanto en tanto hacer bajar el nivel de adrenalina y moderar un poco las acciones. Pero nos apoyaban con mucho entusiasmo. Por eso pudimos hacer todo aquello».

Pero, en las sombras, otros actores hicieron todo para ahogar y destruir este entusiasmo revolucionario que amenazaba sus intereses. Hoy sabemos, con muchos detalles y gracias a numerosos archivos desclasificados, de qué manera el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, dio orden a la CIA de “hacer chillar” la economía chilena y cómo se constituyó entre Santiago y Washington un eje de la intervención y de la sedición, donde se codeaban Henry Kissinger, representantes de empresas multinacionales como la ITT, Agustín Edwards dueño de El Mercurio o Richard Helms, entonces director de la CIA. Los contactos tomados con la derecha, las conversaciones con generales hostiles a Allende, los millones de dólares generosamente ofrecidos para alimentar una campana de desprestigio en contra de la izquierda, el bloqueo financiero internacional, el apoyo al caos económico interno, pavimentaron el camino que conducía al golpe de Estado. El adelanto al día 11 de septiembre del bombardeo de La Moneda (el palacio donde muere el presidente armas en manos), respondió a la voluntad de los militares opositores de no dejar anunciar a Allende su proyecto de referéndum y de asamblea constituyente, ultima tentativa para salir de la trampa en la cual estaba empantanada la Unidad Popular. 

«Los obreros me reclamaban armas», recuerda la exministra de trabajo comunista Mireya Baltra, que el día del golpe de Estado se dirige al cordón Vicuña Mackenna. Haciéndose eco, José Moya cuenta cómo esperaba ansioso con sus compañeros en su fábrica:

Habíamos pasado toda la noche del 11 de septiembre de 1973 esperando armas que nunca llegaron. Oíamos disparos del lado del cordón San Joaquín; allá tenían armas -al menos los de la empresa textil Sumar. Nuestro sueño era que en cualquier momento podían llegar armas y que íbamos a hacer lo mismo que ellos. Pero no pasó nada.

Contrariamente a la propaganda del general Augusto Pinochet (nombrado Jefe de las FF. AA. en agosto 73), nunca existió un ejército de los “cordones de la muerte” o un “plan Z” destinado a destruir el ejército. De hecho, si bien hubieron actos de resistencia heroica y algunos enfrentamientos armados, el poder popular y la izquierda – sin plan de respuesta político-militar preparado – tuvieron que pasar a la clandestinidad o someterse rápidamente bajo las implacables botas de la represión.

«El día del golpe había muertos en la calle, los traían incluso de otros sitios y los tiraban aquí». Así cuenta Carlos Mujica, trabajador de la planta metalúrgica Alusa. «¡Y no podíamos hacer nada! Creo que lo más duro fue el período 1973-1974. Después, en 1975, los servicios secretos vinieron a buscarme a Alusa. Me detuvieron y me llevaron a la famosa Villa Grimaldi: ahí, pasaban a la gente por la ‘parrilla’, es decir, sobre una cama de hierro donde aplicaban corriente eléctrica en las piernas, etc. Sabían que yo era delegado del sector…». Se iniciaba la larga y triste noche de la tiranía pinochetista y la brutal transformación del país en “paraíso del neoliberalismo”.

Producto del terrorismo de Estado y de la “amnesia forzada” a la que el pueblo chileno fue sometido por la junta militar (1973-1990), la historia de la Unidad Popular se mantuvo durante mucho tiempo ignorada por amplias mayorías. Una memoria colectiva destrozada que no pudo recomponerse bajo los gobiernos social-liberales de la “Concertación” (1990-2010), cuya política económica e institucional fue, en muchos aspectos, una continuación del régimen anterior. En esas condiciones, los recuerdos siguieron vivos en los espacios militantes o familiares, pero en forma atomizada.

No obstante, en los últimos años, Chile estuvo cambiando en forma acelerada: desde el 2011, una nueva generación que no ha conocido la dictadura está encabezando movilizaciones masivas en contra del modelo neoliberal autoritario. Y la impresionante rebelión popular que ha comenzado en octubre 2019 todavía está activa, como un volcán, bajo la pandemia y la represión del gobierno actual. Con este gran levantamiento social, figuras como las de Salvador Allende y de Miguel Enríquez, el ejemplo de los obreros de los cordones industriales, el sacrificio de los que lucharon en contra del régimen de Pinochet o la histórica resistencia del pueblo Mapuche volvieron a irrumpir en la escena política, en las pancartas de las manifestaciones, en los debates de las asambleas territoriales o en las discusiones en torno a las ollas comunes.

«El pasado siempre es importante», recalca Luis Pelliza, obrero que mantuvo su actividad dentro del movimiento sindical, contras vientos y mareas, desde los 70 hasta años recientes. “Forma parte de una historia que vivimos. Conocer la experiencia de nuestra derrota es necesario para comprender cómo podremos afrontar el futuro».

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