Xiomara Castro de Zelaya ganó las últimas elecciones presidenciales de Honduras con un amplio margen y será la primera mujer en liderar su país. Su gestión se inclinará a la izquierda. A pesar de que hasta Estados Unidos reconoció la victoria, el lento proceso de escrutinio y una ley electoral hecha para favorecer el fraude prolongarán la ceremonia formal. No hay que olvidar que en 2017 ese mismo sistema habilitó el fraude descarado mediante el que la derecha conservó el poder.
De hecho, la derecha oligárquica no gobierna hace solo cuatro años: en 2009, la misma Xiomara Castro, entonces primera dama de Honduras, fue expulsada de su país junto a su marido, Manuel Zelaya. En aquella ocasión, el presidente fue destituido por un golpe de Estado de nuevo tipo, en el que los militares aparecieron solo en el cierre de una escena montada por los poderes Legislativo y Judicial. A partir de entonces, el método empezó a recorrer toda América Latina.
Aunque tanto Xiomara como su marido venían de las filas liberales, durante el mandato presidencial (2006-2009) se acercaron a los gobiernos progresistas. Entonces, Zelaya quiso abrir un proceso constituyente en su país, despertando el desprecio de la oligarquía hondureña y de Estados Unidos, que decidieron disfrazar su participación en el proceso golpista.
Durante los últimos años, Xiomara se convirtió en militante activa, candidata y dirigente de Libre, fracción del tradicional Partido Liberal que, junto al conservador Partido Nacional, domina la política hondureña hace más de cien años.
Cada vez más radicalizada, reivindicando el socialismo democrático y refiriéndose a la necesidad de la cooperación Sur-Sur, al multilateralismo y a un nuevo proceso constituyente, Xiomara triunfó en la hazaña de derrotar un golpe de Estado que había adquirido un carácter aparentemente inmutable. Así llegamos a una victoria que tendrá múltiples consecuencias en toda América Latina, pues la pequeña y pobre —pero estratégica— Honduras es el gran laboratorio del neogolpismo latinoamericano.
Un golpe estratégico
En 2009, mientras un complot entre los poderes Judicial y Legislativo removía de su cargo en Honduras al presidente Manuel Zelaya, una buena parte de los países latinoamericanos elegía gobiernos de izquierda y hacía crecer su economía en el marco de una importante redistribución de los ingresos.
El proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) había sido sepultado, los países del continente estaban integrándose y los Estados Unidos de George W. Bush estaban atrapados en Iraq y Afganistán. Mientras tanto, la crisis económica más importante que se haya visto desde 1929, hacía temblar los fundamentos del neoliberalismo. Se respiraban aires de cambio y el ejemplo latinoamericano servía de inspiración a la izquierda mundial.
La integración regional era la regla: nació la Unión de las Naciones Suramericanas (UNASUR), marco de la solidaridad internacional del período. Mientras Estados Unidos y Europa patinaban, los países de la región enfrentaban adecuadamente y de forma coordinada la gravísima crisis de 2008.
Todo eso era parte de la ola iniciada en 1991 con la elección de Hugo Chávez en Venezuela, potenciada después por la llegada al poder de Lula en Brasil, en 2002, de Néstor Kirchner en Argentina, en 2003 y de Tabaré Vázquez en Uruguay, en 2004. Esa ola abrió las puertas a la victoria electoral de otros líderes y sirvió de impulso a procesos políticos que unían ideas socialistas y pensamiento nacional-popular.
Las políticas moderadas de capitalismo social del período, bautizadas posteriormente como «marea rosa», terminaron despertando la preocupación de las potencias occidentales. El viejo imperialismo salió de su letargo y las derechas y Washington retomaron su colaboración. En 2009, años después de la llegada de Chávez al poder, a pesar de la intervención golpista en Haití y del intento de golpe en Bolivia —sofocado por la acción de Brasil y de la recién nacida UNASUR—, se percibía cierta estabilidad política en el horizonte. Por eso nadie anticipó que, como había sucedido en los años 1970, los vientos de cambio traían una ofensiva reaccionaria.
Golpe for export
En 2008, cuando Barack Obama ocupó la presidencia de Estados Unidos, mucha gente esperaba que la superpotencia mundial adoptara una nueva posición. Sobre todo en un contexto de crisis económica mundial, donde los países latinoamericanos mostraban alternativas que evitaban la austeridad económica y funcionaban a base de solidaridad internacionalista.
Sin embargo, a pesar de la simpatía inicial de Obama, el escenario se definió rápidamente en el sentido contrario. Aunque en aquel momento no fuese tan evidente, la remoción de Zelaya inauguró ese nuevo período: «La época de los golpes terminó», exclamaban algunos, «No hay tanques en las calles, ¡no puede ser un golpe!», «Estados Unidos condenará el golpe», decían otros. El hecho es que Washington no hizo nada a favor de Zelaya, sino que afirmó a la brevedad que el país necesitaba «nuevas elecciones con fines de pacificación».
Zelaya fue expulsado durante un proceso sumario iniciado por la Corte Suprema con el apoyo del Congreso. El motivo real detrás de esa maniobra fue el intento de impulsar una consulta popular con el fin de abrir un proceso constituyente. La tentativa de resistencia del presidente constitucional terminó cuando, sin mucho preámbulo, las Fuerzas Armadas irrumpieron y forzaron a Zelaya a abandonar el país (imagen que recuerda a la que vimos en 2019 en Bolivia).
Tres meses después del golpe y sin apoyo de Washington, Zelaya volvió a su país y se refugió en la Embajada de Brasil durante varios meses, pero tuvo que exiliarse nuevamente después de que la oposición triunfara sin mucha resistencia en el marco de unas elecciones extraordinarias. Esas elecciones realizadas en condiciones dudosas sirvieron como argumento de normalización internacional del golpe.
Sin duda, el fracaso del reagrupamiento progresista latinoamericano a la hora de detener el proceso de Honduras tuvo un costo más alto del que se suponía en aquel entonces. Lo mismo que 1973 en Chile, el golpe apuntaba más allá de sus fronteras originales, pues con él surgió un nuevo modelo de régimen de excepción. Y eso fue terrible. El ciclo progresista, iniciado diez años antes del golpe hondureño, tenía en frente desafíos que nunca había anticipado.
Caja de pandora
Tres años después del golpe de Honduras, Fernando Lugo se convirtió en el primer presidente de izquierda de Paraguay. Pero no pasó mucho tiempo hasta que un complot entre la Justicia y el Congreso provocaron la segunda destitución relámpago del continente. Esta vez el alboroto y los intentos de bloquear el proceso golpista fueron sensiblemente menores que en 2009 o 2008.
Cayó Lugo y la derecha tomó el poder, que conserva hasta la fecha a pesar de las múltiples expresiones de descontento social, intensificadas por la crisis pandémica. Durante los años siguientes, múltiples operaciones judiciales, que presuntamente apuntaban a combatir la corrupción, atacaron gobiernos de izquierda y consintieron a las derechas en Brasil, Argentina y Ecuador.
En el caso brasileño, la combinación de la estrategia de lawfare y una ofensiva parlamentaria, asistidas por la vista gorda del Supremo Tribunal Federal (STF), culminaron en el golpe contra la presidenta Dilma Rousseff. Su vice, Michel Temer, asumió el gobierno en 2014 después de derrotar a la derecha en las urnas, pero aplicó íntegramente la política neoliberal de austeridad económica y sometimiento al imperialismo promovida por la oposición.
La detención de Lula y la elección de Bolsonaro fueron solo la frutilla del postre. Por si fuera poco, el juez que condenó al expresidente fue premiado con el Ministerio de Justicia y hoy es uno de los candidatos presidenciales de la derecha.
En Argentina, está probado que el breve gobierno de Mauricio Macri actuó a los fines de movilizar el aparato judicial contra la izquierda y los movimientos sociales. La gestión caótica de la economía hizo que sus intentos fracasaran, pero mientras el sistema financiero internacional sofoca al gobierno popular electo durante la primera vuelta de 2019, el partido de derecha del fugaz expresidente no deja de acumular fuerza.
En Ecuador, a pesar de la victoria de 2017, la persecución judicial desplegada contra la izquierda no se hizo esperar y Lenin Moreno, presidente electo en dicho proceso, rompió con Rafael Correa, su padrino político, y adoptó la agenda de la derecha.
En 2019, la presión militar vestida con ropajes institucionales, confeccionados especialmente por la Organización de los Estados Americanos (OEA) que denunció un supuesto fraude electoral, forzó a Evo Morales a renunciar después de haber triunfado en su carrera presidencial durante la primera vuelta y por cuarta vez consecutiva. Una legisladora de la oposición de minoría tomó el gobierno de forma ilegal y prolongó cuanto pudo la convocatoria a nuevas elecciones mientras reprimía en las calles a los movimientos sociales. El gobierno de Donald Trump no tardó en reconocer al gobierno golpista.
Gracias a la presión popular, el partido de Evo logró revertir el golpe y forzar la realización de nuevas elecciones, que el MAS ganó —de nuevo— en primera vuelta, aunque nada de eso evitó una nueva trama golpista más «clásica», felizmente desbaratada. Sin considerar los estragos humanitarios producidos por el breve gobierno de la derecha golpista, los mismos sectores que lo impulsaron no cesan en sus intentos de voltear al gobierno electo en 2020.
Honduras como símbolo
Haber conseguido dividir por izquierda al viejo Partido Liberal en función de una práctica y un discurso alineados con las masas, y establecer una línea clara de defensa del multilateralismo fueron elementos esenciales en la victoria de Xiomara Castro.
Durante los doce años que duró el proceso golpista, Honduras, uno de los países más pobres del continente, padeció el empeoramiento de la calidad de vida de una población ya precaria, acelerado por los efectos de la pandemia de COVID-19, que, por supuesto, no fue abordada de manera adecuada.
Con una victoria amplia de más del 50% y una coalición que tiende a ocupar más de la mitad del Congreso, existen grandes probabilidades de que por fin comience el nuevo proceso constituyente hondureño. Salir del caos del subdesarrollo requiere políticas sociales e integración internacional, pero ese no parece ser el interés de una oligarquía opulenta, vinculada al crimen organizado y sirvienta de los intereses estadounidenses.
¿O acaso vimos una campaña internacional que denunciara el «autoritarismo» hondureño o un escándalo mediático referido a la narcocracia promovida por la derecha del país? Es evidente que el olvido de lo que sucedió en Honduras está bien articulado en nombre de los peores intereses geopolíticos.
Igual que muchos de sus vecinos centroamericanos, Honduras es un territorio estratégico: rico en recursos naturales, emplazado en una franja de las más estrechas entre el Pacífico y el Mar del Caribe, ocupa un área literalmente central en el continente. Tampoco debemos olvidar su proximidad estratégica con Nicaragua, Cuba, Venezuela y Colombia. Como en 2009, Honduras parece poco importante, aunque no lo es. En un momento de la historia latinoamericana marcado por la batalla electoral chilena, las posibilidades reales de una victoria inédita de la izquierda en Colombia y el combate de Lula contra el neofascismo brasileño, Honduras podría ser el símbolo de un giro en una dirección exactamente opuesta a la del pasado. Si pretende realizar su destino de emancipación, deberá contar con toda la solidaridad internacional.