Está claro que el resultado de las elecciones alemanas podría haber sido peor. Por primera vez en dos décadas, el campo de la izquierda liberal puede celebrar algunas conquistas: El Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) —bajo liderazgo de Olaf Scholz— y Los Verdes crecieron más del 5% luego de los magros resultados de 2017. Por su parte, la extrema derecha no logró consolidar su avance y perdió algo de apoyo. En simultáneo a las elecciones, se realizó una consulta ciudadana para nacionalizar una parte de las viviendas que monopolizan los grandes propietarios de Berlín. En este caso, los votantes mandaron un mensaje contundente a toda la república. La campaña, que terminó con el 56% de los votos a favor de la nacionalización, dejó en claro los excesos en los que incurre el mercado inmobiliario privado en las grandes ciudades, cada vez más invivibles para la mayoría de los trabajadores.
Con todo, nadie en la izquierda debería estar satisfecho con los resultados. Durante la campaña, las encuestas indicaban que una coalición de centroizquierda que incluyera a los socialdemócratas, a Los Verdes y a Die Linke —posible numéricamente, aunque políticamente improbable— sería capaz de formar gobierno. Al final, la alianza «roja-verde-roja» quedó a cinco escaños de obtener la mayoría en el parlamento. Aunque la jornada electoral fue ligeramente decepcionante para Los Verdes, el mal desempeño de la coalición es culpa de la desafortunada actuación de Die Linke.
El apoyo al partido cayó de 9,2 a 4,9%, es decir, se situó por debajo del 5% necesario para entrar al parlamento. La garantía de su continuidad con 39 diputados —de un total previo de 69— responde únicamente a una peculiaridad de la legislación electoral alemana: al conquistar tres mayorías simples en distritos de Berlín y Leipzig, el partido obtuvo el resto de sus escaños en función de un principio de representación proporcional. En síntesis, unos cuantos miles de votos en dos ciudades del este salvaron a la organización de desaparecer electoralmente a nivel federal. En esos tres distritos, Die Linke ganó gracias al voto fiel que le garantizan figuras queridas y respetadas como Gregor Gysi, expresidente del bloque de diputados y líder de la oposición, que una vez más llevó a cuestas a este partido disfuncional hasta el parlamento.
La dirección respondió a la nítida derrota con sus típicas frases culposas y prometió que se sometería a un cuidadoso proceso de introspección y análisis. Pero está claro que la estrategia electoral del partido fracasó en todos los frentes. Durante los últimos años, Die Linke se contentó con brindar una plataforma relativamente neutral a una serie variopinta de causas militantes. Los defensores de este enfoque siempre dijeron que se trataba de un paso fundamental hacia la modernización, que permitiría acompañar el influjo de nuevos miembros progresistas y politizados que rejuvenecerían un partido añejado, dirigido básicamente por viejos obreros de la ex-Alemania del Este. El mensaje caótico y contradictorio que recibieron los votantes se originó en este viraje estratégico. En vez de hacer campaña con los temas más importantes de la agenda, el partido brindó una imagen pública que reflejaba fallas organizativas y un discurso dirigido a los votantes fieles, incapaz de dialogar con círculos más amplios de la población.
Un millón de militantes no son una clase
El ala militante del partido se apresuró a calificar el triunfo del referéndum de Berlín como una prueba de que el futuro está en manos de la «política de los movimientos». Pero, en realidad, confunde una campaña sobre un tema específico, que tiene sus propias reglas, con la construcción de una organización capaz de garantizar el triunfo electoral y el acceso al poder estatal.
El resultado del referéndum muestra que la política de izquierda —incluso cuando adopta la forma de reivindicaciones explícitamente radicales— es capaz de ser muy popular. Sin embargo, se trata de un potencial que no se refleja automáticamente en el crecimiento de los partidos de izquierda. Es cierto, más de un millón de votantes en Berlín se manifestaron a favor de la socialización de la propiedad de las grandes empresas. Pero Los Verdes y Die Linke —los únicos partidos grandes que no están conspirando para frustrar el resultado del referéndum— conquistaron solo 600 000 mil votos en conjunto.
Es decir que, como muchos alemanes, los berlineses quieren políticas de izquierda, pero desconfían profundamente de los partidos y de los políticos de izquierda. El destino que encontrará un referéndum no vinculante en manos del gobierno entrante de la ciudad, dirigido por Franziska Giffey, alcaldesa electa por el SPD que no simpatiza con los resultados, es cuando menos incierto. No pasará mucho tiempo hasta que se vuelva evidente que las transformaciones de esta magnitud son imposibles sin fuerzas socialistas que presionen desde dentro de las instituciones estatales. En sociedades como Alemania, las instituciones que cuentan con personal político profesional tienen mucha más capacidad de influir en la administración pública que los movimientos sociales, caracterizados por mecanismos de inclusión y cohesión más bien frágiles. Es un hecho que todas las vanguardias recelosas de la política electoral tendrán que enfrentar tarde o temprano.
Un partido, especialmente un partido socialista, está obligado a ser mucho más que una colección de movimientos sociales. No solo debe organizar ese coro de voces tan diverso que surge de una clase obrera desparramada en las ciudades, los pueblos y el campo, compuesta tanto por trabajadores migrantes como nativos, sino que debe articular sus intereses en función de un objetivo común. Está claro que esta no es la política que orientó a Die Linke durante los últimos años, pues hacer política para la clase obrera no estuvo muy de moda. La derrota del domingo es el resultado de haber abandonado el compromiso con ese largo proceso que es la formación de una clase.
El peor de los mundos posibles
Es probable que el resultado de Die Linke sea el peor que cabía esperar cuando se considera el futuro del partido. Por un lado, la organización está tan debilitada que no puede servir como ese correctivo siempre necesario en el sistema parlamentario. En efecto, la presencia del partido en el Bundestag contribuyó en gran medida a que el ritmo y la intensidad de la austeridad en Alemania mermaran luego de 2005 y algunas medidas importantes, como la introducción del salario mínimo por estatuto, también fueron fruto de la presión ejercida por la izquierda sobre los gobiernos centristas.
Pero, al menos por ahora, la clase dominante alemana logró sortear el peligro que representaba una izquierda en ascenso. La situación de los trabajadores más pobres y de los desempleados empeorará en manos de una centroizquierda predispuesta a cerrar acuerdos con los neoliberales y los conservadores.
Por otro lado, el resultado de Die Linke no fue tan desastroso como para forzar una renovación real de la dirección y la estrategia. El desempeño de Dietmar Bartsch y de Janine Wissler a la cabeza de la lista del partido no fue particularmente malo durante los últimos meses, aunque hay que decir se necesitará mucho más que unos cuantos aciertos en programas televisivos para contrarrestar años de relaciones públicas poco profesionales y una comunicación política fallida. El partido necesita una nueva imagen y eso significa —como mínimo— cambiar los rostros visibles y el personal de la organización.
Es probable que el estatus de grupo parlamentario de Die Linke redunde en la permanencia de los principales responsables del desastre, tanto en los órganos partidarios como en los grupos legislativos. Es decir que tal vez estamos a punto de perder la última oportunidad de salvar al partido de la marginalidad política
En términos de estrategia electoral, el partido no puede depender de las pequeñas mayorías de los distritos urbanos de la zona este, fidelizadas todavía por las grandes figuras de antaño. Debe desarrollar una visión política que conecte, no solo con subculturas específicas y altamente politizadas, sino con secciones más amplias de la población. Lamentablemente, durante los últimos años, el partido abucheó y calificó de reaccionarios a los únicos grupos que alzaron la voz para exigir que la organización superara sus estrechos límites y conectara con la clase obrera en toda su diversidad, incluyendo a los desempleados y a los trabajadores más viejos. El consenso dominante en el partido es que esas secciones de la población son prescindibles y representan un obstáculo cultural a la hora de llegar a los votantes más jóvenes: una suma cero de cálculo demográfico que ignora el hecho de que, en vez de centrarse en las cuestiones micro de cada distrito, el éxito de un partido de izquierda depende de su capacidad para cohesionar y servir de inspiración a grupos muy diversos.
Considerando que lo más probable es que Scholz, centrista devoto, se convierta en el nuevo canciller, Alemania necesita con urgencia un partido capaz de posicionarse a la izquierda del SPD en el parlamento, es decir, un partido capaz de ejercer presión cuando se trata de políticas de redistribución y del Estado de bienestar; hacer oír la voz de los excluidos; llevar un mensaje de paz y a favor del desarme y promover una política de inversión pública en industrias verdes. Con todo, el camino que lleva a una reconstrucción de este tipo es escarpado. El domingo, solo el 6,6% de los trabajadores sindicalizados votaron por Die Linke —frente al 17% de 2009—, resultado que sitúa a la organización por debajo del neoliberal Partido Democrático Libre (FDP) en esa franja de votantes. Un fracaso en toda regla para un partido que desde hace mucho se percibe a sí mismo como la última representación real de los trabajadores.
La continuidad de la presencia parlamentaria que los votantes concedieron a Die Linke es su última oportunidad de volver a las bases y convertirse en la voz de la combativa clase obrera alemana.