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Primera reunión de la Sociedad Mont Pelerin, en 1947, con los fundadores, Friedrich Hayek y Ludwig von Mises. (Sociedad Mont Pelerin)

El neoliberalismo atenta contra la democracia

Traducción: Valentín Huarte

No son pocos los que proclaman que el neoliberalismo está en su lecho de muerte. Sin embargo, existen otras tendencias que indican que, lejos de morirse, el neoliberalismo está volviendo a sus raíces autoritarias y antidemocráticas.

El neoliberalismo nos acompaña desde hace más de tres cuartos de siglo. Luego de la formación de la Sociedad Mont Pelerin en los años 1940, que logró reinventar el antiguo liberalismo, el neoliberalismo adoptó distintas formas: la Escuela de Chicago y el ordoliberalismo alemán, el golpe de 1973 perpetrado por Pinochet en Chile, las revoluciones de Thatcher y de Reagan, los ajustes estructurales del FMI y del Banco Mundial y la tercera vía europea.

El tópico del neoliberalismo ha producido una verdadera industria del comentario, que crece a medida que los expertos intentan darle sentido a un término cada vez más disputado y resbaloso. Muchos de los que escriben sobre el neoliberalismo ensalzan lo que consideran que es su último vals en la escena mundial: entre las transformaciones que propició la crisis financiera de 2008-2009, el ascenso de gobiernos autoritarios proteccionistas y la necesidad de soluciones de políticas públicas con mayor presencia del estado que plantea la pandemia de COVID-19, no son pocos los que proclaman que el neoliberalismo está en las últimas.

Pero, ¿es realmente así? ¿O avanza a otro ritmo y se desplaza hacia formas más virulentas?

Como argumenté en otro lugar, el neoliberalismo no está muriendo. En cambio, está atravesando importantes transformaciones que lo convierten en algo especialmente peligroso para la democracia contemporánea. En efecto, la clave para comprender la resistencia del neoliberalismo es esta amenaza a la democracia. Su capacidad para perdurar a través de las crisis y superar a los sistemas rivales no es una consecuencia de su apelación constante a la libertad económica y  la competencia. El neoliberalismo sobrevive más bien alterando los fundamentos mismos de nuestras instituciones y organizaciones democráticas.

Al hacerlo, se alía con fuerzas —dictadores y tecnócratas— que marchan en la misma dirección. Este aspecto central del proyecto neoliberal está preparándoles el terreno a una nueva camada de caudillos de derecha radical en todo el mundo. Hoy está emergiendo una alianza entre los neoliberales y el gran capital con nacionalistas, conservadores y populistas autoritarios, alianza que tal vez represente uno de los mayores obstáculos que deberá enfrentar la política democrática en las próximas décadas.

El neoliberalismo es un proyecto político

Para mucha gente, el neoliberalismo es un conjunto de ideas económicas que proclama la superioridad de los mercados como forma de coordinación social entre los individuos. Planteando la cuestión en estos términos, se supone que el neoliberalismo es capaz de seducir, convencer y en última instancia prevalecer sobre ideas rivales como la planificación estatal. Aquellos que suscriben a esta definición toman los indicios del «retorno» de la planificación estatal como una prueba de que el péndulo se inclina nuevamente hacia un consenso social que rechaza el neoliberalismo.

Diremos entonces que por neoliberalismo suele entenderse la ideología que plantea la superioridad de los mercados sobre los Estados y de los individuos sobre las sociedades. Sin embargo, largas décadas de investigación demuestran lo que Philip Mirowski denomina la «doble verdad» detrás de la doctrina neoliberal: a pesar de que suelen venderse como defensores de la libertad de elección y la crítica de toda regulación opresiva, los neoliberales siempre tuvieron en cuenta la necesidad de un Estado fuerte y coercitivo.

Esto implica dos cosas. En primer lugar, los neoliberales están menos interesados en los mercados en sí mismos —por no hablar de la competencia de mercado— que en aquello que estos les permiten alcanzar. Aunque los neoliberales con frecuencia apuntan a eliminar las intervenciones estatales que interfieren con la libre elección de las empresas privadas, no se oponen a todas las formas de intervención estatal. No les molestan, por ejemplo, las transferencias de ingresos hacia los grandes grupos corporativos (a través de exenciones fiscales y programas de rescate durante las crisis financieras), aunque sí se cuestionan la redistribución con fines sociales. De manera similar, los neoliberales se comprometen con la extensión de los mercados y de la lógica de mercado a todas las formas de vida social y política, pero no les interesa si esto termina llevando a una competencia injusta o directamente a la formación de monopolios. 

En segundo lugar, sabemos ahora que los neoliberales requieren Estados fuertes para imponer —y reforzar— su libre mercado, aun si esto conlleva medidas abiertamente represivas.

El neoliberalismo, entonces, es mucho más que un conjunto de ideas acerca del libre mercado. Es un proyecto político que no solo apunta a reducir el poder del Estado, sino que, en términos más concretos, busca debilitar las capacidades de cualquier agente colectivo —sean Estados, sindicatos o partidos políticos— que interfiera con las decisiones de las empresas privadas. Este proyecto de alterar el equilibrio de fuerzas es una de las claves de su resiliencia. 

El neoliberalismo contra la democracia

Para comprender la relación entre el neoliberalismo y la democracia, debemos recordar el antiguo temor de las clases dominantes a la tiranía de las mayorías desposeídas y a la posibilidad de que las ambiciones democráticas vulneren la libertad económica. En un célebre libro del cual es coautor, titulado Democracy in Deficit, James Buchanan, uno de los exponentes más venerados de la tradición neoliberal, explica este punto con nitidez. 

Allí el eje no está puesto en la libre competencia, en las operaciones de mercado ni en la crítica de las intervenciones estatales. En cambio, está emplazado sobre «las instituciones políticas a través de las cuales debe implementarse la política económica». Aplicando esta lógica, Jaime Guzmán, el ideólogo de la arquitectura política y económica chilena heredada de la época de Pinochet, argumenta que las instituciones políticas deberían estar diseñadas de tal forma que «si los adversarios llegasen a gobernar, [estén] obligados a actuar de manera no tan distinta de la que uno desea». Como explica Walter Lippman, el abuelo de la Sociedad Mont Pelerin, «el punto decisivo en todo esto no es si la mayoría debe gobernar, sino el tipo de mayoría que debe hacerlo». 

El neoliberalismo limita la política democrática al alterar el equilibrio de fuerzas entre sus partidarios y sus oponentes con el objetivo de reducir el espacio disponible para la política. A partir del estudio del neoliberalismo y de la democracia en América Latina y en Europa oriental, es posible identificar tres mecanismos que lo mantienen funcionando.

El primero es la creación de una nueva clase empresarial mediante la privatización de activos estatales y la generación de nuevas oportunidades de negocio a través de la desregulación. Durante mucho tiempo se pensó que la lógica de desmantelar el Estado social se vinculaba principalmente a maximizar la eficiencia y el crecimiento. Sin embargo, en los países donde el neoliberalismo logró desarrollarse con éxito, las privatizaciones dirigidas y la desregulación apuntaron sobre todo a crear o a empoderar aquellos negocios más proclives a prestar apoyo al proyecto. 

Este fue especialmente el caso del sector financiero, que se sumó a las empresas exportadoras competitivas y a las multinacionales. Los empresarios que tienen interés en perpetuar el neoliberalismo se han servido de las ventajas estructurales que poseen para hacer retroceder los proyectos reformistas en áreas que van desde impuestos, política industrial y medidas sociales hasta leyes medioambientales y laborales

En segundo lugar, el neoliberalismo sobrevive en la medida en que logra debilitar a las fuerzas políticas antineoliberales. Los ataques del neoliberalismo a los sindicatos y a los derechos de negociación colectiva están bien documentados. Menos se sabe sobre la manera en que nuestras instituciones políticas fueron diseñadas para bloquear cualquier oposición política creíble. Esto implicó, entre otras cosas, incrementar el poder del ejecutivo para eludir los parlamentos más representativos y la institucionalización de distintos tipos de mecanismos de veto capaces de anular las decisiones mayoritarias. Las tácticas de este tipo que tuvieron más éxito fueron las que afectan los patrones de representación política, como la ingeniería electoral y la manipulación de los mecanismos de votación. 

Esto fue lo que sucedió en Chile, donde en 1989 se diseñaron el sistema electoral y la magnitud de los distritos (es decir, la cantidad de representantes electos en un distrito determinado) con el objetivo de garantizar que la derecha obtuviera la mitad de los representantes parlamentarios (más allá de su tercio habitual). Esta movida dejó a la izquierda sin representación por veinte años, a la vez que presionó a la izquierda más moderada a una alianza de largo plazo con las fuerzas centristas que menguaron sus posiciones reformistas. Junto a las exigencias de supermayoría necesarias para cambiar los rasgos fundamentales de las instituciones chilenas diseñadas por Pinochet, estas acciones fueron cruciales a la hora de prevenir cualquier reforma significativa durante cuatro gobiernos de centroizquierda consecutivos desde los años 1990 hasta los 2000.

En otros casos, los esfuerzos para limitar la representación apuntaron directamente al desempoderamiento abierto de amplias franjas de la población. Este fue el caso de Estonia, donde el neoliberalismo hizo causa común con las expresiones más radicales del movimiento nacionalista que promovía la independencia de la antigua Unión Soviética. Los neoliberales lograron explotar con éxito el temor de la sociedad a que la población rusa del país (que constituía cerca del 40% en 1989) bloquearía la independencia. Así, para evitar esto, negaron el derecho a voto a ese 40% a la vez que impulsaban uno de los proyectos neoliberales más ambiciosos que se haya implementado en Europa oriental. 

En consecuencia, aquellos que salieron más dañados a causa de las reformas neoliberales no tuvieron derecho a voto o bien, quienes si lo tuvieron, votaron en función de intereses nacionalistas en vez de socioeconómicos. Eventualmente, esto impidió que se formaran fuerzas socialdemócratas capaces de atemperar mínimamente la arremetida neoliberal, como sucedió en buena parte de los países de Europa oriental.

Por último, los neoliberales aislaron a los legisladores de las demandas populares a través de lo que suele denominarse «cierre constitucional», es decir, mediante la sustracción de algunos aspectos clave de la política económica del campo de la deliberación democrática, no sea que —en palabras de Buchanan y Wagner— nos encontremos «flotando a la deriva en el mar de la democracia». Los bancos centrales independientes y las reglas de política fiscal, por ejemplo, son instrumentos clave a la hora de mantener las medidas fiscales y monetarias fuera del terreno de la deliberación democrática. Establecer la estabilidad de precios como el principal objetivo macroeconómico redujo la capacidad de los bancos centrales de utilizar las políticas monetarias para alivianar los efectos de las crisis económicas y atender a las cuestiones vinculadas al empleo. A la inversa, las reglas fiscales, como los procedimientos de presupuesto balanceado, redujeron enormemente la capacidad de gasto total de los gobiernos. Además, el establecimiento de umbrales constitucionales elevados a la hora de cambiar estas disposiciones dejó fuera del alcance de cualquier gobierno electo muchas herramientas políticas fundamentales.  

En términos neogramscianos, un bloque social multipartidario, arraigado en sectores empresariales específicos, logró defender el proyecto neoliberal gracias a medidas económicas y recursos institucionales concretos que reducen el espacio disponible para la política. La consecuencia directa de todo esto es el encogimiento del carácter representativo de nuestras democracias.

El neoliberalismo y la razón populista

Si se considera la relación hostil del neoliberalismo a las instituciones democráticas fundamentales, no es difícil comprender la afinidad electiva que existe entre aquel y la derecha populista radical de nuestros días. Al contrario de lo que sostiene Wendy Brown, la derecha radical no está emergiendo «de las ruinas» del neoliberalismo, sino de las posibilidades concretas que se plantean cuando los dogmas centrales del primero se «hibridan» con el populismo. 

Ahora bien, ¿cómo se generó este híbrido? En los años 1970-1980, los ideales neoliberales se alinearon con doctrinas autoritarias para darle forma a algunas de las reformas —y dictaduras— más virulentas que se hayan visto. Más tarde, durante los años 1990 y 2000, los neoliberales conquistaron el corazón y la mente de las élites tecnocráticas de la «tercera vía» que buscaban imponer cierta disciplina de mercado a unos gobiernos irresponsables. De manera similar en la actualidad, los principios fundamentales del neoliberalismo llevan a estos sectores a aliarse con la derecha populista radical.

Esta alianza no se teje en función de un interés común en la libertad de mercado, sino en el desprecio común por la política democrática y en la necesidad de limitar todavía más las instituciones democráticas (por no hablar de la concepción individualizada de lo social). De ahí que, a pesar de la afirmación de que el populismo y el neoliberalismo son tendencias antagónicas, los proyectos populistas que buscan obstruir las libertades y las instituciones democráticas fundamentales refuerzan el programa antidemocrático del neoliberalismo. 

Casi en todas partes, el neoliberalismo promueve el fortalecimiento de la autoridad del ejecutivo y la delegación del poder democrático en instituciones burocráticas con muy baja rendición de cuentas. Con frecuencia, los neoliberales alteraron incluso los sistemas electorales y los patrones de representación política para favorecer la «libertad económica». Hoy la derecha populista radical hace lo mismo. 

Esta derecha se embarca en una visión del mundo moralista y nacionalista, que parece situarse en las antípodas del individualismo neoliberal y su posición incrédula frente a la sociedad en general. De hecho, siempre que los neoliberales emprendieron campañas para ganarse un apoyo social amplio, lo hicieron en nombre de los beneficios potenciales del consumo de masas individual que supuestamente conlleva la libertad de mercado. Por el contrario, se afirma frecuentemente que la movilización populista repolitiza una sociedad cada vez más individualizada y apática. 

Sin embargo, la investigación de Melinda Cooper demuestra que existen fuertes conexiones entre el neoliberalismo y el conservadurismo social. Como nos recuerda Wendy Brown, el neoliberalismo de tipo hayekiano apuntaba a proteger las jerarquías tradicionales en igual medida que las libertades económicas. En el punto más alto de esta jerarquía se planteaban los valores familiares y la división tradicional del trabajo doméstico. Esto encuentra resonancia en el impulso actual de la derecha populista a organizarse alrededor de la figura de la familia tradicional.

Si miramos más allá de Europa occidental y de los países fundantes de la OCDE, las conexiones entre el neoliberalismo y otro rasgo elemental de la derecha radical, a saber, el nativismo, no son nada novedosas. El chovinismo nacionalista fue una característica presente en ciertas figuras clave del período de esplendor del neoliberalismo durante los años 1990 en América Latina y en Europa Oriental como Alberto Fujimori en Perú y Lech Walesa en Polonia.

Lo que hay detrás de estas afinidades electivas es una concepción individualizada de la sociedad que habilita la referencia fácil a una vacua noción del «pueblo». «El pueblo», para el populismo de derecha, no es la unidad fundacional de la sociedad ni se apoya en un conjunto de rasgos comunes. Por el contrario, se construye a través de la identificación individual con el discurso del líder. Esto es lo que Laclau denomina la construcción de un «significante vacío» que puede ser llenado con una variedad de demandas sin ninguna especificidad que en algunos casos pueden ser nativistas, autoritarias o conservadoras. Al observar el ascenso de un nuevo tipo de derecha radical en la Alemania de los años 1960, el filósofo Theodor Adorno notó precisamente que sus proclamas no remitían tanto a ideas como el demos o la nación, sino más bien a los rasgos de una personalidad autoritaria y a un anhelo de autoridad y disciplina. En este mismo sentido, mientras que la «repolitización de la sociedad» populista puede llevar a la movilización de multitudes furiosas, esta no promueve el tipo de poder colectivo organizado al que teme la clase propietaria. 

De hecho, los populistas no empoderaron a los trabajadores por los que prometen velar; tampoco redujeron el poder de la clase empresaria en general ni mucho menos el de las finanzas en particular. En cambio, pareciera ser que la alianza entre los neoliberales y los populistas intenta arrebatarle el programa neoliberal a las élites tecnocráticas de la tercera vía que lo lideraban hasta ahora. En efecto, allí donde los tecnócratas de la tercera vía son capaces de admitir a regañadientes los excesos del neoliberalismo, la necesidad de fortalecer la legislación social y permitir una mayor democratización de los órganos de gestión, los verdaderos neoliberales comprenden que su proyecto depende de la continua limitación de las instituciones democráticas representativas.

Por estos días, el caso chileno vuelve a ofrecer algunas pistas para comprender tanto las posibilidades de cambio como de profundización del neoliberalismo. En 2019, masivas protestas de estudiantes y trabajadores forzaron a la clase política a ofrecer una salida democratizadora inédita a treinta años de neoliberalismo y democracia limitada: un plebiscito para convocar una asamblea constituyente que reestablezca las bases institucionales del orden democrático. A pesar de los positivos resultados de las denominadas “fuerzas transformadoras” en el plebiscito y la posterior elección de constituyentes, los altos niveles de desconfianza en las instituciones y organizaciones políticas tradicionales (incluido el congreso y los partidos de todo el espectro político) junto a los altos niveles de abstencionismo en las elecciones fraguados durante décadas de hegemonía neoliberal han abierto un manto de duda respecto al nuevo escenario. En efecto, la debacle electoral de la derecha neoliberal ha ido en paralelo con una rearticulación más virulenta de la misma de la mano de acérrimos defensores del legado de Pinochet. Al mismo tiempo, el triunfo de la izquierda anti-neoliberal contrasta con su fragmentación y limitada capacidad de conducir al movimiento social tanto dentro como fuera de la asamblea. Si el proceso constituyente no logra llenar las expectativas de profundas transformaciones que se han generado -algo no del todo improbable debido a las complejidades del proceso- el escenario podría rápidamente generar un nuevo caldo de cultivo para apelaciones a la autoridad y al orden que favorezcan la alianza entre neoliberales y populistas.

En suma, la alianza del neoliberalismo con la derecha populista radical está acelerando el ocaso de la política democrática y atizando un deseo de autoridad, orden y conservadurismo social, a la vez que desata la tendencia desenfrenada del capital hacia la acumulación. Que el neoliberalismo y la derecha populista radical logren conformar un híbrido estable dependerá de factores institucionales y estructurales, es decir, de la política. Solo luego de reconocer los mecanismos institucionales, económicos y políticos que hacen al neoliberalismo tan resistente, seremos capaces de esbozar algunas ideas para detener su marcha y defender la democracia y la igualdad.

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Publicado en Artículos, Economía, homeCentroPrincipal and Política

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