Sería banal -y sin embargo cierto- subrayar lo mucho que echamos de menos la voz de Primo Levi hoy, en tiempos de aumento de la xenofobia, el racismo y los movimientos de extrema derecha, en una época en la que los intelectuales públicos casi han desaparecido en Italia. Pero el lamento nunca fue el estilo de pensamiento de Primo Levi, y es mejor evitarlo.
El destino de los clásicos es ser permanentemente reinterpretados, y Levi no escapa a ello. Hay, sin embargo, ciertos equívocos sobre su legado. Su relación con el pensamiento de la Ilustración, su definición como escritor judío y, por último, el papel de Levi como testigo literario del Holocausto -palabra que no le gustaba y con la que hoy se le identifica plenamente- han sido mal interpretados en las últimas décadas.
Un ilustrado crítico
Hace más de veinte años, el filósofo italiano Giorgio Agamben escribió Restos de Auschwitz, un notable libro construido a partir de una especie de diálogo póstumo con Primo Levi, especialmente a través de la relectura de su último ensayo, Los hundidos y los salvados (1986). Basándose en Levi, Agamben propuso una visión de los campos de exterminio como la ley secreta de la civilización occidental y la “vida desnuda” de los deportados (el “Muselmann”) como la expresión moderna de su paradigma subyacente, el homo sacer.
Al invocar a Levi de este modo, Agamben fomentó involuntariamente la idea errónea de que el autor de Si esto es un hombre era de algún modo el precursor de una ruptura radical con la tradición de la Ilustración. Pero, de hecho, fue esa misma tradición la que definió los horizontes filosóficos de Primo Levi. Puede que haya llevado esta tradición hasta sus límites, casi poniéndola en cuestión, pero Primo Levi siguió siendo un ilustrado crítico, un escritor para el que la realidad era un producto material, antropológico, cultural e histórico, más que una construcción lingüística o una estructura semántica. A pesar de su diálogo perdido, probablemente compartía la afirmación estoica de Jean Améry de un espíritu “positivista”: el espíritu de alguien que cree en la experiencia, que “se aferra a la realidad y a su enunciación”.
El clasicismo y el positivismo son los pilares de los primeros libros de Levi. Si esto es un hombre (1947) se inspira en el modelo del Inferno de Dante -la deportación como caída al Hades, el campo con sus círculos, la inagotable variedad de los dolores infligidos a los internos y la gran diversidad de sus personajes, desde sus sufridos compañeros hasta los omnipotentes torturadores-, mientras que La tregua (1963) narra su vuelta a la vida: el viaje que le permitió, tras su liberación de Auschwitz en enero de 1945 y un interminable peregrinaje por toda Europa Central, llegar a su casa de Turín.
Además del modelo literario de Dante, Si esto es un hombre revela una segunda fuente fundamental, que es un paradigma científico: el legado de un químico que describe, ordena, clasifica y escudriña la abrumadora experiencia vivida en Auschwitz. La sensibilidad literaria del escritor y la mirada analítica del químico son los fundamentos de toda su obra. Los campos nazis fueron para él un laboratorio antropológico en el que, además de la destrucción en serie de vidas, la condición humana reveló sus límites extremos. De este laboratorio antropológico, Levi fue primero un objeto -lo que el léxico nazi llamaba técnicamente “un trozo” (stück), es decir, una víctima- y luego un testigo; incluso más que un testigo: un analista.
Los testigos siempre filtran su experiencia a través de su propia cultura, seleccionan e interpretan sus recuerdos según sus propios conocimientos y preguntas. Los testigos se preguntan cuál es el significado de su sufrimiento, y sus respuestas no son ni únicas ni inmutables. A los ojos de Levi, el Holocausto seguía siendo un “agujero negro”, una definición tomada del lenguaje de las ciencias naturales, pero este misterioso abismo debía ser explorado, estudiado y posiblemente comprendido. Explicó -es el legado de sus libros- que es imposible investigar los campos nazis sin el testimonio de los deportados. No se trataba de añadir un toque de color o de autenticidad a un conjunto de hechos claramente establecidos; se trataba de utilizar una fuente insustituible para comprender los campos de exterminio, para penetrar tanto en la fenomenología como en el significado de una experiencia que trascendía los materiales de archivo y cuyas pruebas sus artífices habían tratado de borrar. Por ello, Si esto es un hombre se ha convertido en un eslabón fundamental en la cadena de un debate abierto sobre la conflictiva y, sin embargo, vital relación entre memoria e historia.
Esta postura revela una forma de racionalismo que Levi había heredado de su educación científica, un racionalismo que guió su carrera como químico y se convirtió en una característica permanente de su pensamiento. Una de las líneas que describen el diagrama que abre su antología personal, La búsqueda de las raíces, dice “la salvación del entendimiento” (la salvazione del capire). Está marcado por cuatro nombres que trazan, desde la antigüedad hasta el siglo XX, un canon científico y racional que inspiró su viaje intelectual: Lucrecio, Darwin, Bragg y Clarke. Como subrayó Levi en sus conversaciones con Tullio Regge, estaba apegado a una visión “romántica” de la ciencia: una ciencia “con rostro humano”, decía, que continuaba las alegres exploraciones de los eruditos del Renacimiento y la Ilustración, opuestas a las letales actuaciones de la razón instrumental. En sus escasos relatos de ciencia-ficción, advirtió contra los proyectos prometeicos -y totalitarios- de dominación de la naturaleza y de aniquilación de la humanidad por medio de la tecnología moderna.
Así pues, la obra de Primo Levi debe situarse bajo un lente pre-Foucault, incluso si su definición de Auschwitz como “una gigantesca experiencia biológica y social” sugiere claramente una definición del nacionalsocialismo como lo que Foucault llamó un poder biopolítico. Este es un ejemplo de cómo Levi reinterpretó y llevó al límite la tradición clásica de la que procedía.
Es interesante, desde este punto de vista, comparar a Levi con Jean Améry (Hans Mayer), el escritor y crítico austriaco autor de Jenseits von Schuld und Sühne que también fue deportado a Auschwitz (donde afirmó haber conocido a Levi). También Améry reivindicó el legado de la Ilustración, que definió como una especie de philosophia perennis; nunca negó sus raíces intelectuales en la tradición del positivismo lógico austriaco; y no dudó en defender el humanismo de Jean-Paul Sartre frente a la ofensiva del estructuralismo francés, que percibía como una traición. Interpretar la historia -como hacían los estructuralistas- como “un proceso sin sujeto” era un sinsentido, y la postura epistemológica de Foucault, que proclamaba asombrosamente la “muerte” del sujeto, le parecía una provocación procedente del “enemigo más peligroso de la Ilustración” (der gefährlichste Gegenaufklärer).
Como acérrimos Aufklärer (ilustrados), Levi y Améry no apoyaban el irracionalismo o el misticismo, y ciertamente no habrían suscrito la famosa frase de Elie Wiesel que define el Holocausto como un acontecimiento que “trasciende la historia”, pero se mantenía una brecha entre explicar (spiegare; erklären) y comprender (capire; verstehen). La razón crítica puede explicar la violencia nazi y captar sus raíces, describir su trasfondo histórico y deconstruir su contexto, distinguir sus pasos e indicar sus actores, analizar su lógica interna y señalar su peculiar combinación de mitología arcaica y modernidad racional, una espiral que desemboca en la destrucción total, pero esto no es todavía comprender. En definitiva, Auschwitz seguía siendo, a sus ojos, una caja negra de comprensión: Levi lo definió como “un agujero negro” (un buco nero) y Améry como “un oscuro enigma” (einem finsteren Rätsel).
Los intentos de explicar el Holocausto a través de un Sonderweg (camino especial) en el que, desde Lutero hasta el nacionalsocialismo, Alemania se habría desviado de la senda de un supuesto paradigma occidental de modernidad, fueron salidas ingenuas, al igual que los esfuerzos marxistas por captar en los crímenes nazis a veces una racionalidad económica y a veces un síntoma de un “eclipse de la razón” del capitalismo tardío. Para el testigo presencial, ninguna de estas explicaciones era satisfactoria, ninguna era capaz de resolver este “agujero negro” o “enigma oscuro”.
Esta postura no debe confundirse con la formulada posteriormente por Claude Lanzmann, el cineasta de Shoah, que a menudo adoptó un sesgo místico, casi oscurantista. Ni Améry ni Levi postularon la incomprensibilidad del Holocausto – hier ist kein warum (no hay un porqué) – como un dogma que estigmatizaba automáticamente como “obsceno” cualquier intento de comprensión histórica. Améry y Levi no consideraron el Holocausto como un “no-lugar de la memoria” (non-lieu de mémoire), un trauma que sólo podía ser resucitado por el testimonio pero que no se transmitía ni se historizaba. Nunca pensaron en celebrar una derrota del intelecto. Esa postura mística no sólo no se correspondía con sus constituciones mentales, sino que probablemente la habrían rechazado por ser ética y políticamente inaceptable.
Italiano judío, no judío italiano
El segundo malentendido generalizado sobre Primo Levi tiene que ver con su judaísmo: la tendencia a clasificarlo como escritor judío. Sin duda, Levi era judío. Nunca trató de ocultar este hecho evidente: había sido perseguido y deportado a Auschwitz como judío y pasó la mayor parte de su vida intelectual dando testimonio del exterminio nazi de los judíos europeos. Sin embargo, no era un “escritor judío” como Elie Wiesel, Aharon Appelfeld o Philip Roth, por mencionar a algunos de sus contemporáneos. Los escritores italo-judíos del siglo XX se diferenciaban profundamente de sus compañeros israelíes, así como de los intelectuales neoyorquinos, por muy diversos que éstos últimos fueran. No sólo nunca se consideró representante de una comunidad religiosa -su apego a la tradición de la ciencia y la Ilustración implicaba una forma radical de ateísmo, que su experiencia de deportación reforzó fuertemente, aunque siempre expresó sentimientos respetuosos hacia los creyentes- sino que probablemente nunca se sintió parte de un medio judío con límites sociales y culturales claramente definidos.
Más que como un judío italiano -una definición en la que judío es el sustantivo e italiano el adjetivo- prefería representarse como un italiano ebreo, un “italiano judío”.
Entrevistado por Risa Sodi tras su exitosa gira de conferencias por Estados Unidos en 1985, subrayó que en Italia la noción de “escritor judío” era muy difícil de definir. Allí, dijo, “se me conoce como un escritor que, entre otras cosas, es judío”, mientras que en Estados Unidos se sentía “¡como si llevara de nuevo la estrella de David!”. Por supuesto, estaba bromeando, pero quería subrayar que su educación y su formación cultural no habían sido especialmente judías, y que la mayoría de sus amigos, así como la inmensa mayoría de los lectores italianos de sus libros, no eran judíos. En una conferencia pronunciada en 1982, admitió que finalmente se había resignado a aceptar la etiqueta de “escritor judío”, pero “no inmediatamente y no sin reservas”. Esta observación podría extenderse a la mayoría de los escritores judíos de la literatura italiana del siglo XX, desde Italo Svevo a Alberto Moravia, desde Giorgio Bassani a Natalia Ginzburg, y muchos otros.
Entre 1938 y el final de la Segunda Guerra Mundial (es decir, entre la promulgación de las leyes raciales fascistas y su liberación de Auschwitz), Levi probablemente encajaba en la famosa definición sartreana del judío: “El judío es alguien a quien los demás hombres consideran judío… porque es el antisemita quien hace al judío”. En una conversación con Ferdinando Camon, mencionó su condición de judío como “un hecho puramente cultural”. “Si no fuera por las leyes raciales y el campo de concentración”, dijo, “probablemente ya no sería judío, salvo por mi apellido”. En cambio, esta doble experiencia, la ley racial y el campo de concentración, me estampó como se estampa una placa de acero: en este momento soy judío, me han cosido la estrella de David y no sólo en la ropa.”
Levi era ciertamente un “judío sin Dios” (gottloser Jude), como Peter Gay describió a Sigmund Freud, pero probablemente no se habría inscrito en la noble galería de los que Isaac Deutscher llamaba los “judíos no judíos” (es decir, los herejes judíos). Después de la guerra, Primo Levi no se sintió objeto del antisemitismo y consideró que la emancipación de la alienación religiosa y el oscurantismo era un legado de la Ilustración más que una tarea del presente. No se consideraba un iconoclasta ni un disidente dentro del judaísmo. Simplemente no era un creyente ni un religioso.
En muchos artículos y entrevistas, Levi afirmó repetidamente que sus raíces italianas conformaban su forma de escribir -libros como El sistema periódico y La llave estrella celebran la cultura judía piamontesa e incluso el dialecto piamontés-, pero que tenía que proyectarse en un mundo más amplio. Auschwitz fue el paradójico lugar donde, como judío italiano, descubrió el cosmopolitismo. Uno de los primeros capítulos de Si esto es un hombre -significativamente titulado “Iniciación”- describe el campo como una Torre de Babel donde la gente hablaba docenas de lenguas y donde la capacidad de superar estas fronteras lingüísticas se convirtió en una condición de supervivencia. Al igual que La tregua, el libro ofrece una extraordinaria galería de personajes pertenecientes a diferentes culturas, de polacos a rusos, de ucranianos a griegos, de franceses a alemanes, así como a diferentes estratos sociales, pero fusionados en un mundo en el que todas las divisiones y jerarquías tradicionales se pusieron patas arriba. Mientras que en Italia, como judío, era miembro de una minoría, en Auschwitz su particularismo era italiano, no judío.
Tanto en Si esto es un hombre como en La tregua, sus orígenes italianos se convierten en un prisma a través del cual descubre y describe otras culturas lejanas y desconocidas para él. Es el caso, en primer lugar, de la cultura yiddish, que a un judío italiano le parecía muy extraña, por no decir exótica. Pero también invirtió esta mirada: a los ojos de un judío ruso o polaco, la imagen de un judío en una góndola o en la cima del Vesubio era igualmente exótica. Hoy en día, Auschwitz se ha convertido en el lugar por excelencia de la memoria occidental del Holocausto, pero el mundo que describió de forma tan colorida y simpática es un mundo judío oriental, eslavo, yiddish, centroeuropeo y balcánico. Y la riqueza de sus libros reside en este contraste. En Auschwitz conoció la existencia de una judeidad nacional, con su propia lengua y cultura, hecha de tradiciones, prácticas y rituales. Su última novela, Si ahora no, ¿cuándo? es una saga de la resistencia judía en Polonia, vivida como una especie de redención nacional. Le fascinaba este judaísmo, un judaísmo del que había aprendido la historia, celebrado la grandeza y llorado la destrucción, pero que no era el suyo.
Frente al tópico que retrata al intelectual judío moderno como una figura del exilio y la extraterritorialidad, Levi era un ejemplo sorprendente de arraigo en una sociedad, una lengua y una cultura nacionales. Casi podríamos hablar de arraigo físico, si recordamos simplemente las palabras con las que evocaba su casa familiar en Turín, donde nació el 31 de julio de 1919, y donde se suicidó el 11 de abril de 1987. Presentándose como un “ejemplo extremo de sedentarismo”, escribió que se había enquistado en su apartamento como las algas “se fijan en una piedra, construyen su caparazón y no se mueven más durante el resto de su vida”. Describió con pasión las calles, el río y las montañas circundantes de Turín, así como el carácter austero y laborioso de sus habitantes. En 1976, retrató su ciudad con las siguientes palabras:
Estoy muy vinculado a mi pequeña patria. Nací en Turín; todos mis antepasados eran piamonteses; en Turín descubrí mi vocación, estudié en la Universidad, he vivido siempre, he escrito y publicado mis libros con una editorial muy arraigada en esta ciudad a pesar de su fama internacional. Me gusta esta ciudad, su dialecto, sus calles, sus adoquines, sus bulevares, sus colinas, sus montañas circundantes que escalé cuando era joven; me gusta el origen montañés y campesino de su población.
En definitiva, era un escritor arraigado, que necesitaba un profundo anclaje en un determinado entorno social, cultural, nacional e incluso regional para poder expresar la universalidad de sus temas y mensajes.
Tal vez, añadía, fue debido a este notable arraigo que el viaje fue el topos de muchos de sus libros. Al igual que su Ilustración melancólica era contraria al culto a la ciencia y a la tecnología conquistadora, su “vida sedentaria” no era ni provinciana ni nacionalista. Para él, la ciencia no era una racionalidad ciega e instrumental, sino un lenguaje universal inseparable del humanismo clásico (categoría que nunca puso en cuestión, a diferencia de los posmodernos o los estructuralistas); asimismo, su identidad italiana, tanto judía como piamontesa, era capaz de dialogar con cualquier cultura, del mismo modo que Faussone, el héroe de La llave estrella, viajó por todo el mundo para construir puentes, diques y centrales eléctricas.
Contra la industria de la memoria
Un tercer malentendido de la obra de Primo Levi tiene que ver con su papel de testigo. Tras su muerte, se le ha canonizado como testigo por excelencia del Holocausto, alcanzando así el estatus de víctima paradigmática, que no tuvo en vida. Escribió la mayoría de sus libros en una época en la que el Holocausto aún no había entrado en nuestra conciencia histórica colectiva como un acontecimiento central del siglo XX o incluso, en términos más amplios, de la civilización occidental. Cuando publicó Si esto es un hombre, la palabra Holocausto no existía para definir el exterminio nazi de los judíos y, más tarde, señaló que esta palabra, que etimológicamente significa un sacrificio ofrecido a los dioses, era “inapropiada”, “retórica” y, finalmente, “equivocada”.
El “giro memorialista” en la cultura occidental -el ascenso de la memoria como tema central de los debates públicos, la industria cultural y la erudición académica- tuvo lugar precisamente a mediados de la década de 1980. Sus hitos simbólicos fueron obras de éxito como Zakhor, de Josef Hayim Yerushalmi, en Estados Unidos; Reinos de la Memoria, los volúmenes colectivos editados por Pierre Nora, y Shoah, una película de nueve horas de Claude Lanzmann, en Francia; el llamado Historikerstreit en torno al pasado nazi “que no terminará” en Alemania; y Los hundidos y los salvados, del propio Primo Levi. Así, Levi contribuyó poderosamente a la emergencia de la memoria en la esfera pública, pero esto ocurrió al final de su vida y la mayor parte de su obra debe situarse antes de este giro memorialista. Observó este cambio con una mirada crítica -yo diría que con cierto escepticismo- y se sintió perturbado por esta metamorfosis tanto en la percepción como en la representación del pasado, como muestra claramente su último ensayo testimonial.
Dos características de esta nueva era de conmemoraciones son especialmente significativas: en primer lugar, la transformación de la memoria del Holocausto en una especie de religión civil de Occidente y, en segundo lugar, su separación de la memoria del antifascismo, que había sido una memoria dominante durante tres décadas en la Italia de la posguerra. La “religión civil” del Holocausto pretende sacralizar los valores fundacionales de nuestras democracias conmemorando a las víctimas judías del nacionalsocialismo de forma litúrgica, institucionalmente ritualizada. Convierte a los supervivientes en figuras icónicas que atestiguan la violencia y el sufrimiento humano en sus propios cuerpos; en resumen, homines sacri en el sentido opuesto a la definición de Agamben: no los que está permitido matar, sino los seleccionados para ser conmemorados.
Muchas de las observaciones de Levi en su último ensayo, Los hundidos y los salvados, suenan hoy como advertencias contra los peligros de esta religión civil del Holocausto. Siempre rechazó la tentación de convertir a las víctimas en héroes. Se negó a presentar a los supervivientes como los “mejores”, los que opusieron la más implacable resistencia a la opresión. Como explicó, su supervivencia en Auschwitz fue fortuita, simplemente una cuestión de suerte: el examen de química que le libró de ser seleccionado inmediatamente para las cámaras de gas; la ración extra de sopa que recibía diariamente de su amigo Lorenzo Perrone; y su enfermedad, en enero de 1945, en el momento de la evacuación del campo, que le evitó las “marchas de la muerte”. Así, eligió deliberadamente escribir Si esto es un hombre adoptando “el lenguaje tranquilo y sobrio del testigo, no la voz quejosa de la víctima, ni el tono airado de la venganza”.
Levi se negó a juzgar y desempeñó su papel de testigo con gran humildad: “La historia de los campos nazis ha sido escrita casi exclusivamente por quienes, como yo, no han llegado hasta el fondo. Quien lo ha hecho no ha vuelto, o su capacidad de observación estuvo paralizada por el sufrimiento y la incomprensión”. Los supervivientes podían ser testigos de su experiencia, un fragmento del acontecimiento histórico en el que habían participado, pero su testimonio no revelaba ninguna verdad trascendente. En otras palabras, los “hundidos” (sommersi) que habían sido engullidos por las cámaras de gas no podían volver para dar testimonio. Ellos, más que los supervivientes, eran los “testigos completos”.
En Los hundidos y los salvados, escribió que los supervivientes eran “una minoría no sólo exigua, sino también anómala”; eran los que “por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los «musulmanes», los hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción”
Cuando Levi escribió sobre el “deber de testimonio” ético y político de los supervivientes del Holocausto, esta fórmula aún no se había convertido en una estratagema retórica del discurso dominante sobre la memoria. Subrayó que los supervivientes no sólo no podían, sino que no querían olvidar, y querían que el mundo no olvidara, porque sentían que el olvido era la amenaza más peligrosa. La superación del pasado (die Bewältigung der Vergangenheit): este eslogan, observó Levi, “es un estereotipo, un eufemismo de la Alemania actual, donde se entiende universalmente como ‘redención del nazismo'”.
Cuando escribió estas palabras, a mediados de la década de 1960, un monumento al Holocausto en el corazón de Berlín era simplemente impensable. En los escritos de Levi, la memoria nunca aparece como una superación hegeliana de las contradicciones de la historia; su función es cognitiva, no permite la reparación ni la reconciliación. Podemos aprender de la historia, pero el pasado no puede ser redimido. En el mejor de los casos, los recuerdos podrían cumplir una función terapéutica, como en el caso de la escritura de Si esto es un hombre, un acto que experimentó como “el equivalente al diván de Freud”. En resumen, la reivindicación de Levi del “deber de la memoria” ha sido consagrada en nuestra época de obsesión por el pasado, pero fue concebida en una época de amnesia colectiva. El “deber de la memoria” no es un principio intemporal y universal, hay que entenderlo históricamente.
La memoria del crimen supone enfrentarse a algunas cuestiones éticas fundamentales, en particular la de la culpa -individual y colectiva- y la del perdón. En los años sesenta, historiar el nacionalsocialismo significaba en primer lugar pasar la página o, según la fórmula convencional, Bewältigung der Vergangenheit (reconciliarse con el pasado). Améry evocó sarcásticamente esta fórmula en el subtítulo de su ensayo, Bewältigungsversuche eines Überwältigten (tentativa de superación de alguien avasallado). La reconciliación era una palabra vacía si no significaba, por un lado, el “resentimiento” de las víctimas y, por otro, la “autoconfianza” (Selbstmisstrauen) de los victimarios. Este reconocimiento de la responsabilidad histórica, ineludible incluso para la generación que vino después de la guerra, era la única premisa para rehacer la historia -es decir, retroceder metafóricamente el tiempo- y “moralizarla” (Moralisierung der Geschichte).
Levi no expresó un resentimiento similar. Su obstinada confianza en las virtudes de la razón humana era la fuente más profunda de su optimismo antropológico. “A mi corta y trágica experiencia de ser deportado”, escribió en 1976, “se superpuso otra, más compleja y larga, la de escritor y testigo. El resultado fue claramente positivo, porque tal pasado me enriqueció y consolidó. . . . Viviendo, escribiendo y meditando sobre mi experiencia he aprendido mucho sobre los hombres y su mundo”. Améry no compartió esta opinión y acusó a Levi de ser un “perdonavidas” (Vergeber). Levi negó la acusación, pero al mismo tiempo confesó que no podía compartir el resentimiento del escritor austriaco-belga.
En las últimas páginas de La tregua, Levi describió a los alemanes que vio en Múnich en octubre de 1945 como una masa de “deudores insolventes”, y en su correspondencia con el Dr. Ferdinand Meyer, uno de los químicos alemanes del laboratorio I. G. Farben de Buna-Monowitz en Auschwitz, se negó a “perdonarle”: “Me gustaría ayudarle a reconciliarse con su pasado”, escribió, “pero dudo que sea capaz”. Sin embargo, aceptó el principio del perdón.
Perdonar e incluso amar a los enemigos es posible, escribió, “pero sólo cuando muestran signos inequívocos de arrepentimiento, es decir, cuando dejan de ser enemigos”. Curiosamente, Levi no citó el libro más conocido y controvertido sobre este tema, Die Schuldfrage, del filósofo Karl Jaspers, que había intentado distinguir diferentes aspectos de la culpa alemana (culpa penal, política, personal y metafísica). Sin embargo, al igual que el filósofo alemán, planteó el problema de nuestra responsabilidad histórica por el pasado.
En resumen, Levi no podía perdonar a sus perseguidores, pero no compartía el resentimiento de Améry. Ambos reconocieron que habían sido incapaces de expresar su alegría cuando fueron liberados de Auschwitz. Pero después de esta admisión común, sus caminos se separaron. Según Améry, la violencia de Auschwitz había roto la facultad de comunicación de los seres humanos, haciéndolos extraños al mundo. Levi, por el contrario, aún podía ver, entre las figuras esqueléticas de los campos de exterminio, “una remota posibilidad de bien”.
Estos debates de los años de la posguerra sobre la culpa y el victimismo pertenecen a una época finalizada, en la que el legado del pasado pesaba mucho sobre el presente. Hoy en día, la religión civil del Holocausto tiende a despolitizar la memoria, centrándose en las víctimas inocentes como objeto de compasión. Ha surgido de una ruptura radical con la memoria antifascista, que se centraba en la celebración de los combatientes caídos en lugar de las víctimas. Tampoco es casualidad que el auge de la memoria del Holocausto se haya correspondido con el declive de la memoria antifascista. En muchos de sus escritos, Levi distinguía entre la deportación judía y la política. A sus ojos, esta diferencia no debe ocultarse ni disminuirse, pero tampoco debe subrayarse como una línea divisoria. Había sido deportado como judío, pero había sido arrestado como partisano, y cuando escribió Si esto es un hombre después de volver a Turín, decidió publicar algunos capítulos en una pequeña revista de la resistencia piamontesa: L’Amico del popolo. En su opinión, las memorias judía y antifascista sólo podían existir juntas, como memorias gemelas.
En 1978, Levi escribió un breve texto para el pabellón italiano del Museo de Auschwitz, que constituye una firme defensa del antifascismo. En las últimas décadas, este pabellón, encargado por la Asociación Nacional de Ex Deportados y realizado por un equipo de autores comprometidos -el arquitecto Ludovico di Belgiojoso, el compositor Luigi Nono y el pintor Mario Samonà- se había convertido en un ámbito de memoria del antifascismo italiano. Pero ya no se ajustaba a los estándares actuales de la memoria pública y finalmente se cerró.
El antifascismo -una forma particular de antifascismo, hecho de una fusión de la Ilustración crítica y el republicanismo de izquierdas- fue el trasfondo político de Primo Levi, pero nunca reivindicó la retórica antifascista de la Italia de posguerra. Sus libros comparten poco con los relatos épicos y heroicos de una lucha de resistencia por la liberación nacional. En Los hundidos y los salvados, se describió a sí mismo como el peor de los partisanos, carente de valor físico, experiencia y educación política, y subrayó que su carrera como partisano había sido muy “breve, dolorosa, estúpida y trágica: había asumido un papel que no me correspondía”.
El trágico legado de su experiencia como partisano se resume en un puñado de pasajes de El sistema periódico. Levi se refiere a un “feo secreto”: la ejecución de dos de sus camaradas acusados de traición -algo bastante común en la guerra partisana- que cargó su conciencia y lo destruyó psicológicamente, privándolo de los recursos necesarios para continuar la lucha.
Deslizándose hacia la zona gris
En los últimos años de su vida, marcados por repetidas y profundas depresiones, Levi se obsesionó con la “zona gris”, el área de indistinción donde los límites entre perseguidores y víctimas, el bien y el mal, eran borrosos; un espacio ambiguo cuya “estructura interna increíblemente complicada” dificultaba la facultad de juicio. Fue en este periodo cuando describió al “Muselmann” -el recluso deshumanizado, la encarnación de otra zona intermedia suspendida entre la vida y la muerte- como el “testigo completo” de los campos nazis. Los supervivientes eran simplemente representantes vicarios de estos “testigos completos”, que no podían hablar.
Levi seguía siendo un iluminado melancólico, pero su optimismo había desaparecido. Daba testimonio sin considerarse un “verdadero testigo”, y defendía el antifascismo a pesar de retratarse como un lamentable partisano. En definitiva, creía en la necesaria búsqueda de la verdad, pero nunca predicó verdades, sino que trató de excavarlas, de problematizarlas, tanto reconociendo sus contradicciones como explorando sus sombras más oscuras.
Este escepticismo crítico no dejó de lado su identidad judía y su papel de testigo. En 1967, se posicionó en defensa de Israel, que consideraba amenazado de destrucción, definiéndolo, en varias entrevistas, como su “segunda patria”. En 1982, en el momento de la invasión israelí del Líbano y de la masacre de Sabra y Shatila, denunció esta agresión y advirtió del nacimiento de una forma paradójica de fascismo israelí encarnada por dirigentes como Menachem Begin, al que estigmatizó como discípulo de Ze’ev Jabotinsky, admirador de Mussolini. Sabía que muchos de los fundadores de Israel habían sido personas que, como él, habían sobrevivido al Holocausto, pero no pudieron volver a sus hogares. Esto era un hecho, pero no les inmunizaba a ellos ni a Israel contra el fascismo. Esta era otra dimensión de la zona gris.
En una entrevista de 1983, Primo Levi admitió su agotamiento. Ya no quería reunirse con alumnos y estudiantes que repetían las mismas preguntas, pero también añadió que no estaba satisfecho con sus propias respuestas. Describió que se sintió profundamente perturbado por una pregunta formulada por dos adolescentes en una escuela: “¿Por qué sigues viniendo a contarnos tu historia, cuarenta años después, después de Vietnam, de los campos de Stalin y de Camboya, después de todo esto…?”. Se quedó frente a ellos, sin voz, con la boca abierta, como un testigo que se repliega sobre sí mismo. Sus convicciones, sus dotes pedagógicos y sus habilidades retóricas, su larga carrera como testigo, parecían de repente inútiles frente a esta simple pregunta. Se sintió abrumado por la vergüenza, la vergüenza humana que había descubierto en Auschwitz y que volvió a encontrar traduciendo El proceso de Franz Kafka. El pasado es un receptáculo inagotable de materiales para la creación literaria, pero, por desgracia, la historia no es una magistra vitae.