La Revolución mexicana comenzó hace 110 años en respuesta a una invitación formal. Pero rápidamente se desarrolló para convertirse en un desorden incontrolable. Su líder, el gentilhombre Francisco Madero, despachó la citación en su Plan de San Luis: «El domingo 20 del entrante noviembre, de las 6 de la tarde en adelante, todas las poblaciones de la República se levantarán en armas para derrocar a las autoridades que actualmente nos gobiernan».
Tal vez podría leerse: «El Sr. y la Sra. Madero solicitan amablemente su distinguida presencia para dar inicio a la Revolución mexicana. Por favor, RSVP en su Comité Antirreeleccionista Local».
Con la excepción de que en vez de la tan deseada y ay-tan-civil sociedad civil, a la convocatoria de Madero respondió un elenco de personajes que contribuyó a hacer de Hollywood un lugar con más diversidad: héroes bandidos como Pancho Villa; un infame embajador gringo y golpista; y el mismo Francisco Madero, quien recibió sus propias órdenes en sesiones de espiritismo directamente del fantasma de su pequeño hermano, que había muerto hacía mucho tiempo. Y por supuesto, estaba también el architraídor alcohólico y segundo presidente indio de México, el general Victoriano Huerta, quien terminó matando a su educado jefe, Madero; o el antiguo patriarca general Porfirio Díaz, quien cometió la insensatez de buscar su reelección por octava vez (¿cuándo es suficientemente suficiente?). La lista continúa: líderes campesinos como Emiliano Zapata; astutos conspiradores como Venustiano Carranza… Todos comprometidos en una lucha para sobrevivir, o para matar al otro porque, como Chronos, la Revolución mexicana devoró a todos sus hijos.
La Revolución sacó a la luz las contradicciones de México para que todo el mundo pudiera verlas. Fue una guerra moderna, pero a diferencia de la Primera Guerra Mundial, de la cual fue contemporánea, la modernidad de la Revolución mexicana deja escapar a veces un aroma a barato, a segunda mano. Su arma más valiosa no era la asombrosa Gran Berta de Krupp, sino la Winchester Modelo 1894, la tradicional «carabina 30-30». Estas armas fueron compradas al Ejército de los Estados Unidos, que las conservaba como remanente de la Guerra hispano-estadounidense de 1898. Imitación o no imitación, la Revolución mexicana fue una guerra moderna, pero sirvió justamente para tumbar una imagen concienzudamente cultivada de la modernidad, amamantada durante 30 años por la dictadura (el porfiriato). El sueño positivista de la evolución mexicana se hizo añicos con las multitudes de campesinos con sombreros y mujeres soldaderas, envueltas en sus rebozos sobre los trenes de transporte, estirando tortillas y durmiendo o luchando con los soldados. Desde un punto de vista simbólico, la Revolución mexicana fue la jacquerie más grande de todas.
Y sin embargo, también hubo jacobinos. En efecto, la Revolución fue una revolución, y no una mera revuelta. Ninguna jacquerie dura décadas y ningún levantamiento espontáneo tarda tanto en fraguarse como la Revolución mexicana. De hecho, en 1892, mucho antes de que el educado Francisco Madero hiciera su invitación a la rebelión, un movimiento de estudiantes en la Ciudad de México protestaba contra la cuarta reelección de Porfirio Diaz y hervían los revolucionarios wannabe. Recordando aquellos primeros días en los que nacía su política, el revolucionario anarquista Ricardo Flores Magón pinta una escena que evoca el célebre comentario de Marx acerca de la historia que se repite: «La Marsellesa» —dice— «era cantada en las habitaciones de las pensiones estudiantiles, mientras que en las calles y en las plazas podía adivinarse fácilmente quién imitaba el estilo de Marat, quién el de Robespierre y quién el de Saint-Just». Veinte años después, muchos de estos Marat se unieron a las filas de la revolución. En parte jacquerie y en parte vanguardista, la Revolución mexicana revolvió la ideología y la inmediatez en una avalancha designada pertinentemente como «la bola».
Pero la Revolución, ¿valió la pena?
Muchas de las personas que murieron a causa de ella fueron víctimas involuntarias, motivo por el cual no pueden ser definidas con justeza como «mártires». Es imposible calcular la cantidad de muertes. La demografía calcula una disminución de la población de alrededor de dos millones de personas durante la década de 1910, aunque esto incluye las muertes a causa de la guerra, las hambrunas y las enfermedades, como así también las oleadas de gente que buscó asilo en Estados Unidos y la consecuente disminución de la tasa de fecundidad. Una enorme pérdida para un país con aproximadamente diez millones de habitantes. Sin ser yo mismo un jacobino, me parece inaceptable justificar un sufrimiento involuntario de esta magnitud apelando a cualquier tipo de racionalización post-hoc.
Y luego está la cuestión del no tan atractivo partido político que emergió del proceso revolucionario, cuyo nombre es un ejemplo del doble discurso orwelliano: el Partido de la Revolución Institucionalizada (PRI), una organización autoritaria que no hizo ningún trabajo especialmente considerable para disminuir la desigualdad.
Por otro lado, gracias a la extensión de la reforma agraria, la Revolución mexicana destruyó exitosamente a la oligarquía terrateniente, además de hacer de México el primer país que nacionalizó la industria del petróleo. La Revolución también destruyó el viejo Ejército Federal, lo cual hizo de México uno de los raros países latinoamericanos que no sufrieron golpes de Estado durante el siglo veinte. Estos y otros logros importantes hicieron vacilar el veredicto de la Historia cuando se trataba de valorar la primera revolución social del siglo veinte.
Sin embargo, en los años sesenta hubo muchos grupos intelectuales que afirmaron que la revolución estaba muerta. En cualquier caso, parecía muerta, aunque las reformas neoliberales de los años ochenta la revivieron. La privatización, la reforma democrática y el achicamiento del Estado permitió que la revolución migrara del gobierno a la oposición, un proceso que culminó en 1988 con la unción de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro Cárdenas y anterior gobernador del PRI, como candidato presidencial. Y junto con Cárdenas, también migraron, hacia una oposición o la otra, Zapata, Villa y el resto del panteón revolucionario. Fue así que en 1994 una rebelión indígena estremeció el estado sureño de Chiapas tomando el nombre y la causa de Zapata. El zapatismo revivió la topografía simbólica de la revolución para hacerla suya.
Más recientemente, el Movimiento de Renovación Nacional (MoReNa) de Andrés Manuel López Obrador, que ahora es un partido político, bautizó su prensa con el nombre «Regeneración», en honor al famoso periódico de Flores Magón, mientras que AMLO intenta por todos los medios posibles identificar el neoliberalismo con el porfiriato y a sí mismo con Francisco Madero.
La Revolución mexicana, entonces, no está muerta. Pero, ¿está viva? Eso es más difícil de responder, porque murió y revivió muchas veces, tomando con frecuencia la forma de un fantasma. Tal vez esto es así porque, a pesar de muchos de sus elementos siniestros y ridículos, la Revolución mexicana fue, a fin de cuentas, trágica: una concatenación de acontecimientos más grande todavía que sus héroes y villanos. Por este motivo, todavía ofrece ocasionalmente modelos para la disputa política y para la autoconstrucción, como lo hizo alguna vez la Revolución francesa.