En respuesta a la amenaza de Donald Trump, los demócratas desempolvaron la retórica apocalíptica del fascismo inminente. Esto es, sobre todo, un intento de desresponsabilización.
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Campaña tras campaña, políticos de todas las tendencias y de todos los países del mundo se presentan a sí mismos como defensores de la democracia. Pero lo que en realidad defienden es un sistema que permite tanta coparticipación como los ricos puedan soportar.
La derrota de la izquierda brasileña tiene raíces profundas que van más allá de la «guerra cultural» o las políticas «identitarias». La extrema derecha ha capitalizado el desencanto y movilizado fuerzas, mientras la izquierda permanece en silencio o capitula ante la presión.
No se puede entender el antifascismo si no se entiende el fascismo, tanto en sus formas contemporáneas como en las históricas.
Las elecciones municipales han dejado al descubierto una realidad difícil para la izquierda en Brasil. La extrema derecha continúa ganando terreno, y el neofascismo se afianza en la conciencia popular.
Tanto el autonomismo como el estatalismo llevan al abandono de la vocación por comprender los procesos sociales desde una perspectiva que contemple tensiones, ambigüedades y contradicciones.
En nombre de una oposición constructiva, Marine Le Pen ha dado a conocer sus condiciones para tolerar al nuevo primer ministro Michel Barnier. Su partido quiere demostrar que está preparado para gobernar, pero su postura respecto a los planes de austeridad de Barnier es ambigua.
La ultraderechista Alternative für Deutschland obtuvo un gran éxito en las elecciones regionales en Alemania. El sombrío resultado muestra cómo las heridas de la reunificación están empujando a las regiones orientales hacia la extrema derecha.
En la última década, Brasil ha retrocedido de manera alarmante, con un apoyo creciente al bolsonarismo y una peligrosa fragmentación de la clase trabajadora. La derrota electoral de Bolsonaro está lejos de ser una derrota política definitiva.