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(David Dee Delgado/Getty Images)

A reconquistar el poder público

La pandemia de COVID-19 obligó a la reclusión social y al repliegue al espacio privado. Pero, pensando un poco más allá de la coyuntura, la superación de este momento pasa por la disputa del poder sobre lo público.

Son dos las conclusiones que la pandemia de coronavirus deja en claro sobre nuestra condición en la Tierra. Contra la definición liberal que insiste en definir al sujeto como un ser independiente y autónomo, la pregunta por la comunidad ha vuelto a saltar a un primer plano. Hoy notamos que lo que les sucede a «otros» puede llegar a afectarnos profundamente y deseamos, sobre todo, que el saber y la conducta de otros (de los científicos) pueda llegar a salvarnos la vida.

La pandemia nos ha hecho notar (¡oh, gran descubrimiento!) que el interés privado no es el único interés. El gran y terrible despliegue del coronavirus nos muestra que siempre dependemos de los demás y que lo que caracteriza nuestra experiencia del mundo —nuestra experiencia de la vida— es, como diría Jean-Luc Nancy, el ser-en-común.

La segunda conclusión refiere a la necesidad de notar la absoluta fragilidad de la existencia y la precariedad del mundo que hemos construido. Subrayar esto es importante, porque sabemos que la modernidad capitalista se erigió mediante un discurso profundamente arrogante que pretendió el control de todo lo existente. Hoy, categorías como «progreso» y «desarrollo» —definidas desde el capitalismo— revelan su inevitable fragilidad.

La arrogancia ha sido clara: las últimas tres décadas no solo han servido para que algunos grupos económicos acumulen enormes cantidades de riqueza, sino para que los problemas y las necesidades comunes hayan dejado de verse, o se hayan visto pero sin la prioridad necesaria. En este sentido, nuestro desafío hoy es hacer visible la necesidad de lo público en su instancia más concreta: nuestras ciudades.

Reconstruir lo público, reconstruir las ciudades

Mucha gente ha escrito artículos proponiendo nuevas estrategias para reactivar la economía. El problema, sin embargo, es que la mayoría parece entender los problemas como una «pura coyuntura», cuando resulta claro que todo lo que estamos viviendo debe servirnos para comenzar a cambiar algunos paradigmas respecto a qué es el desarrollo, para salir de la inercia enceguecedora del «libre» mercado y reconocer el error de no invertir en lo público.

Durante estos meses se han hecho más visibles aquellos problemas estructurales que los «grupos de poder» se han negado sistemáticamente a afrontar y que, peor aún, quieren continuar manejando como si no hubiera pasado nada. Hoy es urgente pensar y proponer —globalmente— nuevas formas de organización económica y de convivencia social. No podemos continuar viviendo al interior de un sistema tan «racionalmente irracional», como sostuvo Horkheimer.

En principio, la pandemia debería obligar a recuperar un sentido de lo público frente a ese individualismo que solo se ha dedicado a degradarlo durante más de treinta años. Salir de ese paradigma es urgente. Un sistema que endiosa al individuo y que solo fomenta el interés privado trae aparejado un conjunto de consecuencias que hoy están a la vista: corrupción (que no es más que ansiedad por el propio interés), desigualdad creciente y una inhumana instrumentalización de los demás.

Digamos, en concreto, que reconstruir lo público pasa por reconstruir las ciudades. En muchos lugares de América Latina, las ciudades se han vuelto lugares caóticos, sin espacios públicos, sin servicios dignos, sin dimensiones simbólicas que contribuyan a enriquecer a sus ciudadanos.

Debemos insistir en que las ciudades son el dispositivo central de la socialización existente y, por lo mismo, que sus ofertas materiales y simbólicas son decisivas en la formación de los ciudadanos. Como sostiene David Harvey, la socialización neoliberal solo fomenta, por un lado, un individualismo posesivo y frívolo y, por otro, la angustia de la pura sobrevivencia. Resulta claro que la lógica del mercado solo produce ciudades fragmentadas, antagónicas y ciertamente débiles.

El derecho a una ciudad sana y educadora

Como afirma Harvey, la ciudad es mucho más que un conjunto de recursos de los cuales sus habitantes deben tener derecho de acceso. La ciudad es, sobre todo, el espacio en el cual el colectivo humano reclama su derecho a lo común, o lo público. En este sentido, los dos sistemas públicos más impactados por la pandemia son además los más paradigmáticos: el de la salud y de la educación.

En el Perú, por ejemplo, se nos dijo que era bueno liberalizar ambos sistemas pero, luego de treinta años, dichas medidas han mostrado su rotundo fracaso. No es difícil notar que la salud privada es abusiva y excluyente y que su comportamiento, durante estos meses, ha sido más que vergonzoso: más negocio en el medio de la muerte y la necesidad. De hecho, desde hace varios años, el portal peruano Ojo público ha venido llamando la atención sobre cómo los laboratorios, los seguros, las clínicas y las farmacias imponen sus intereses frente a una total pasividad de la clase política: «nunca la salud fue más mortal», escribió César Vallejo en un gran verso.

Al mismo tiempo, no resulta difícil notar que el grueso de la educación privada ha sido un engaño. Es cierto que las reformas que intentan regular el sistema son insuficientes. Mientras que a lo largo de todo el continente muchos colegios y universidades siguen sin contar con mínimos estándares académicos, otros lucran cobrando altas pensiones y explotando a los profesores con salarios bajísimos.

Reformar el sistema, sin embargo, no es solo una responsabilidad del Estado. El Estado no puede iniciar una reforma si no hay un cambio de paradigma bajo el cual se entienda que el derecho a la salud y a la educación deben colocarse como servicios mucho más allá del puro negocio.

Reconstruir lo público pasa, además, por repensar nuestra relación con el medio ambiente. La opción por no regular de manera firme a las industrias extractivas (formales e informales) solo está generando un planeta que va a morir ahogado en su propia riqueza o, mejor dicho, en su absurda definición de riqueza. ¿Debemos resignarnos a un mundo absolutamente desbocado, dominado por las grandes corporaciones y sin ninguna racionalización sobre la producción y el consumo?

Por último, en estos meses ha saltado a la vista un tema que refiere al tiempo de la jornada laboral y que tiene que ver con «la estructuración social del tiempo», al decir de Guillermo Rochabrún. Hoy es más fácil notar cómo el capitalismo controla el tiempo e impide su disputa. El trabajo sigue siendo una forma de esclavitud encubierta. De hecho, bajo el neoliberalismo, la locura irracional por la productividad solo está generando individuos unidimensionales, incapaces de desplegar sus potencialidades creativas más allá de la pura acumulación económica. ¿Todas las dimensiones de la vida deben ser tomadas por el trabajo? Este es, claro está, un sistema que genera desempleo, por un lado, y locura frenética de productividad, por el otro.

Si la vida era demencial antes de la pandemia, el futuro parece peor: ahora los hogares también han quedado colonizados por la dinámica de trabajo. Vivimos bajo una dominación cada vez más asfixiante y total. ¿Es posible volver a regular la jornada laboral? ¿Es posible reducirla? Muchos economistas (Latouche, Buela, Benoist, Haug, etc., además de Carlos Tovar, en el Perú) apuestan a que sí.

Romper el aislamiento para reconstruir la comunidad

Hoy la tentación al aislamiento es muy peligrosa y el riesgo a que la vida quede presa de la realidad virtual es mucho mayor. Reconstruir las ciudades pasa, entonces, por activar en ellas nuevos espacios públicos con nuevos discursos, capaces de reinventar los vínculos humanos.

Sabemos que la ciudad es una gran maquinaria simbólica, aunque todo ese potencial se encuentra casi de manera exclusiva en manos de la publicidad y del mercado. De hecho, muchas autoridades municipales parecen no haberse dado cuenta de que existen artistas (escultores, artistas plásticos, poetas, etc.) con los cuales se podrían construir verdaderas ciudades educativas. América Latina está llena de experiencias territoriales (puntos de cultura, organizaciones de cultura viva comunitaria) que podrían cumplir un rol decisivo en los nuevos tiempos que vienen.

Hoy necesitamos reeducarnos. El paradigma que hay que cambiar aquí es que solo los niños y jóvenes necesitan educarse. Eso es un error. Somos todos los ciudadanos del mundo los que necesitamos repensar nuestra forma de vivir (nuestra manera de producir, nuestra manera de relacionarnos) y lo que necesitamos son discursos, símbolos y prácticas que nos ofrezcan alternativas diferentes.

Más allá del pesimismo, esta pandemia ofrece una gran oportunidad para reinventar la manera en la que vivimos, vale decir, para salir del miedo a producir verdaderos cambios estructurales. En última instancia, lo que hemos vivido, lo que estamos viviendo, nos invita a afinar nuestra concepción sobre qué es lo justo.

¿Vamos a dejar —vergonzosamente— que sea el mercado el único agente autorizado a responder esa pregunta? En el tiempo que viene, debemos insistir en la defensa de lo público y neutralizar los intereses de los grupos de poder. Décadas atrás, se nos dijo que vivíamos el «fin de la historia». Fue falso. Es falso. Nuestro tiempo —como todos los tiempos— es uno donde la historia siempre está comenzando.

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Publicado en Crisis, homeIzq, Política and Sociedad

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