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Cartel en el que se lee «¡Viva la Tercera Internacional Comunista!» en varios idiomas. (Biblioteca Digital Gallica vía Wikimedia Commons)

La Internacional Comunista fue un experimento único en la política mundial

Traducción: Pedro Perucca

Ninguna organización de la historia moderna tuvo un alcance tan transnacional como la Internacional Comunista en sus orígenes. Los hombres y mujeres que trabajaban para ella tuvieron que viajar a través de las fronteras y olvidarse de cualquier tipo de vida sedentaria mientras trataban de promover una revolución global.

Este es un extracto de Travellers of the World Revolution: A Global History of the Communist International, de Brigitte Studer, disponible en Verso Books.

La Internacional Comunista (Comintern), fundada en 1919 con la revolución mundial como objetivo declarado y disuelta sin bombos ni platillos por Iósif Stalin en 1943, desarrolló una forma de compromiso político históricamente distinta que si bien se inscribía en la tradición del movimiento obrero europeo era única en muchos aspectos. Formuló una nueva gramática política, un conjunto distintivo de reglas para una nueva forma de compromiso colectivo y radical.

Sus medios para este fin eran una organización estrictamente disciplinada, una red en parte clandestina y en parte triunfalmente pública, dirigida y coordinada por un Comité Ejecutivo (CEIC). En la Comintern confluían las distintas facetas del comunismo: un programa político internacional con una dimensión utópica, una organización política transfronteriza y un régimen político de base territorial que tenía sus propios intereses que perseguir.

Los revolucionarios asumieron con mayor facilidad el reto de esta aventura política colectiva porque el objetivo ya parecía estar a la vista. La caída del zarismo en Rusia y la toma del poder por los bolcheviques en noviembre de 1917 —u octubre de 1917, según el calendario juliano— parecían marcar el comienzo de una nueva era.

Emprendedor de la revolución

La Comintern se fundó como una organización de lucha, una empresa de la revolución, pero rápidamente creció hasta convertirse en una institución burocrática llamada por sus propios actores el apparat. Este término polisémico y metafórico, alemán y luego ruso, puede significar tanto «instrumento» (y por tanto medio para un fin) como «máquina» bien engrasada (dirigida por operadores o cuadros). Podría decirse que los bolcheviques, por razones de eficacia, recurrieron a un aparato burocrático permanente y a un personal empleado para controlar una maquinaria destinada a salvar la brecha entre quienes daban las órdenes y quienes las ejecutaban.

Como es bien sabido, en cualquier caso una burocracia desarrolla con el tiempo una lógica propia distintiva, en la que la autoconservación puede llegar a tener prioridad sobre sus objetivos originales. La fuerza de las circunstancias hizo que el CEIC se acuartelara en la Rusia soviética, el único país que había experimentado una revolución exitosa y que, por tanto, podía servir como base segura para los revolucionarios de todo el mundo, al menos hasta que tuviera lugar la revolución alemana. Esto, sin embargo, dio a los bolcheviques, como partido que gobernaba el país y que soportaba la mayor parte de la carga financiera, el derecho a cinco miembros con voto en el Ejecutivo, frente al voto individual concedido a cada uno de los diez a trece partidos más grandes representados en el comité.

También fueron los bolcheviques quienes convirtieron el CEIC en un organismo permanente. Mientras que el comunista alemán Paul Levi había propuesto reuniones periódicas cada tres meses, Grigori Zinóviev se había opuesto a tal rutinismo en nombre de la disposición permanente para la acción. Para él, el CEIC era el «estado mayor internacional del proletariado combatiente». Era «una época de lucha revolucionaria».

Sin embargo, el CEIC —lugar de microluchas con efectos macropolíticos— sólo podía reunirse irregularmente, ya que ni siquiera sus miembros permanentes estaban siempre en Moscú, ya fuera por poca disposición personal o por sus muchas responsabilidades en sus propios partidos. El III Congreso Mundial de 1921 decidió emplear a tres secretarios permanentes asalariados.

A sugerencia del partido ruso, éstos fueron el húngaro Mátyás Rákosi, el finlandés Otto Kuusinen y el suizo Jules Humbert-Droz, todos ellos representantes de partidos pequeños o prohibidos con perspectivas revolucionarias insignificantes, cuyos experimentados revolucionarios se desperdiciaban en sus propios países. Su interlocutor sería el ruso Osip Piatnitsky, canal de comunicación con el partido y las autoridades soviéticas y viceversa.

Las reglas de la conspiración

A veces tomada en un momento de entusiasmo, a veces culminación de una implicación política mucho más larga en el movimiento obrero, la decisión de trabajar para la Comintern cambiaba la vida. Estos activistas se convertían en empleados asalariados con un papel determinado en una institución con una rápida diferenciación y una división del trabajo distintiva, un papel que, sin embargo, podía cambiar rápidamente en respuesta a requisitos administrativos o a un cambio en la línea política.

El entusiasmo revolucionario podía conducir así a una carrera alternativa, como parte de un cuerpo de personas con ideas afines. La creciente profesionalización y burocratización de la Comintern trajo consigo nuevas obligaciones: rendir cuentas de uno mismo, informar sobre el trabajo realizado a una jerarquía cuyo cometido era supervisar y controlar estas cosas.

Como con cualquier otro empleador, había presupuestos que respetar, gastos que archivar, información que transmitir, normas y reglas profesionales que cumplir. Dado el negocio particular de este empleador, había medidas especiales de precaución a seguir, las llamadas reglas de conspiración para el trabajo en la ilegalidad, pero también en la legalidad (medidas que más tarde se enseñarían en los cursos de la Escuela Internacional de Cuadros, pero que los primeros empleados de la Comintern tuvieron que aprender en el trabajo).

Esto significaba, en particular, no utilizar el propio nombre, sino uno o más seudónimos cuando se estaba en misión o en el lugar de destino, viajar con pasaportes falsos, escribir en clave o comunicarse mediante telegramas cifrados, adjuntando cartas en un sobre doble y despachándolas a una dirección encubierta desde la que se reenviarían al destino previsto. Dependiendo del grado de ilegalidad, también podía significar reunirse con miembros secretos del partido u otros representantes de la Comintern sólo en lugares seguros, comprobando si la policía les seguía o si alguien podía estar escuchando a escondidas.

Revolucionarios profesionales

El aparato de la Comintern consistía en mucho más que oficiales conocidos y de alto rango como Georgi Dimitrov, Palmiro Togliatti y Walter Ulbricht. Había muchos tipos diferentes de trabajos que hacer, tanto en la sede de la Comintern en Moscú como en sus puestos de avanzada en el extranjero. Las delegaciones internacionales y las misiones políticas también requerían una amplia gama de habilidades.

Además de los emisarios con poderes plenipotenciarios (eufemísticamente llamados consejeros), había instructores encargados de tareas auxiliares específicas, frecuentemente técnicas u organizativas; mensajeros, a menudo mujeres, que mantenían las comunicaciones, pasando dinero e información de contrabando a través de las fronteras, o de un lugar a otro; el personal superior de los puestos avanzados locales; agentes de la OMS, el Departamento de Enlace Internacional de alto secreto de la Comintern, que servía como brazo operativo del partido bolchevique en el extranjero; los periodistas empleados por los periódicos y revistas de la Comintern con sede fuera de la Unión Soviética. Todos estos despliegues, a corto plazo o más o menos permanentes, necesitaban secretarios, traductores e intérpretes, técnicos de radio, empleados de cifrado, colaboradores informales, informantes y a veces incluso expertos militares.

Las delegaciones en el extranjero a menudo estaban formadas por representantes de diferentes organizaciones, como la Internacional Roja de Sindicatos (Profintern), la Internacional de la Juventud (KIM), la efímera Internacional de Mujeres o el Socorro Rojo Internacional, por nombrar sólo los organismos más importantes de los que componían el sistema planetario del comunismo internacional.

Las responsabilidades de la Comintern también podían asignarse a dirigentes de partidos locales. Además, alguien como el empresario cultural alemán Willi Münzenberg podía trabajar en nombre de la Comintern, que le proporcionaba apoyo financiero. Lo mismo ocurría ocasionalmente con artistas, escritores, cineastas y fotógrafos.

Los bolcheviques se convirtieron en la voz de la lucha de clases y en la punta de lanza del movimiento obrero. Pero también apoyaron las reivindicaciones de las feministas de izquierda, los activistas anticoloniales y los movimientos de liberación nacional, tratando de promover un sentimiento de identidad colectiva por encima de tanta diversidad. Aunque la fundación de la nueva Internacional fue polémica, no dejó de responder al espíritu de la época. La vieja socialdemocracia estaba agotada, y la futura organización del movimiento obrero estaba muy poco clara.

Actuación global

El siglo XX no conoció ninguna otra organización o movimiento social tan internacional en su retórica, tan transnacional en su práctica, tan global en sus ambiciones. Se esperaba que un comunista británico, francés u holandés luchara contra el colonialismo en todas partes, incluso en su propio país. La revolución debía ser global, no sectorial, no confinada a un país o un continente.

La Tercera Internacional practicó y promovió una internacionalización contraria al desarrollo general de los Estados-nación. En un momento en que la mayoría de los países industrializados endurecían la política migratoria, optó por ignorar (es decir, sortear y luchar contra) las fronteras políticas. Las redes de la Comintern promovieron un modo de vida transnacional entre sus funcionarios, personas que pasaron años, si no décadas, viajando de un lado a otro entre países y continentes, cruzando y volviendo a cruzar fronteras, la mayoría de las veces en la clandestinidad.

Su vida nómada, de aquí para allá, no les permitía tener una existencia estable ni expectativas fijas. Los viajes no eran para ellos un pasaporte hacia el autodescubrimiento. Se desplazaban cuando se lo ordenaba la Comintern o cuando los obligaban las fuerzas represivas. Los agentes de la organización viajaban al extranjero, o se encontraban destinados en sus países de origen, siguiendo instrucciones superiores, y permanecían en contacto regular con quienes les daban instrucciones por carta, teléfono o telegrama aunque la distancia y el tiempo a veces plantearan problemas.

Tenían un trabajo que hacer y responsabilidades que cumplir. Tenían identidades falsas que asumir y cambios de nombre regulares a los que acostumbrarse. Sin embargo, mientras sus convicciones políticas se mantuvieran firmes y no dudaran de lo que hacían, podían sentir que pertenecían a una hermandad secreta comprometida con una causa superior, independientemente de las disputas internas.

Viajar era para ellos un aspecto del trabajo, que exigía no sólo un gran compromiso personal y valor ante el peligro, sino también conocimientos lingüísticos, adaptabilidad cultural, organización, discreción, capacidad de negociación y tolerancia a la frustración. Además, estos trabajadores transfronterizos actuaban como intermediarios o mediadores entre dos contextos a veces más contextos revolucionarios o esferas de actividad de la Comintern, con todas las maniobras que ello podía implicar.

Por ejemplo, podían tener que vender nuevas posiciones políticas o directrices adoptadas en Moscú o por el partido local. A veces tendrían que actuar como constructores de puentes entre fracciones o grupos opuestos. Y cada vez más a menudo, investidos de la autoridad de Moscú, tenían que purgar un partido de sus opositores, reales o supuestos.

A finales de la década de 1920, sus misiones implicaban en muchos casos la destitución de direcciones enteras, un objetivo que generalmente sólo se lograba con gran dificultad y a costa de considerables pérdidas en términos de afiliación. Y, en todo esto, siempre tenían que traducir las concepciones cambiantes plasmadas en la línea del partido a otro lenguaje, en un contexto diferente.

Lealtad y traición

El trabajo para la Comintern exigía mucho del individuo. No sólo el cuerpo estaba totalmente comprometido, sino que una parte considerable del yo también tenía que invertirse en la propia actividad. Mientras que otras ocupaciones no requieren necesariamente la creencia personal en la lógica de la institución empleadora, la Comintern exigía la lealtad absoluta de sus empleados. No sólo los estudiantes de las escuelas internacionales de cuadros, sino todos los que trabajaban para la organización tenían que ajustar continuamente sus propias ideas y representaciones a las realidades del mundo social que que era el de la Comintern.

En el mundo social de la Comintern, abandonar el partido era traicionar la causa y los llamados renegados eran apartados socialmente y a menudo difamados, más tarde incluso perseguidos. Materialmente, para los empleados de la Comintern, la expulsión del partido significaba la pérdida de ingresos. Cuanto más fuerte era el compromiso, mayor era el peligro de que la dimisión o la expulsión provocaran una crisis existencial.

El comunismo se parecía a pocos movimientos políticos por la forma en que se erigía en autoridad suprema sobre las normas y prácticas de la vida social y política. Con la adopción del concepto de partido de vanguardia, sus rutinas de trabajo rápidamente establecidas y la institucionalización de un aparato burocrático, la Comintern contribuyó a crear las condiciones para ello (lo que, por supuesto, no implica ningún proceso de coacción).

Bajo Stalin, este ascenso adquirió un nuevo aspecto, ya que con sus escritos sobre el «leninismo» se promovió cada vez más a sí mismo como la autoridad teórica. En la época del II Congreso Mundial de 1920, los debates estaban abiertos a todos los que quisieran contribuir, aunque Lenin y Trotsky gozaban de mayor autoridad política que otros teóricos marxistas. Sin embargo, al crear el «marxismo-leninismo», Stalin prescribió un método analítico y, al hacerlo, obtuvo un medio de control sobre las posibles interpretaciones.

La argumentación se limitó gradualmente a la traducción de la teoría a la práctica, la discusión se limitó a la interpretación de las directrices políticas y sus cambios bruscos en lugar de debatir la línea política. Los estudiantes de las escuelas internacionales de la Comintern aprendieron a evitar toda forma de desviación doctrinal, formándose en cambio en la aplicación de la teoría. Al igual que aquellos estudiantes, los empleados de la Comintern tuvieron que aprender las formas de actuar y los códigos culturales del espacio normativo que ahora habitaban.

El espacio político para la oposición organizada se redujo visiblemente antes de derrumbarse por completo con la preferencia de Stalin por la represión como técnica de gobierno. Lo que comenzó en la Comintern en 1928 como una oleada global de expulsiones masivas por desviación política terminó en la segunda mitad de los años 30 en la masacre de muchos de los miembros de la Comintern que vivían en la Unión Soviética, una masacre que no se detuvo en las fronteras de la «Patria de los Trabajadores».

Frente a acusaciones irracionales y barrocas, el juego táctico exigía una capacidad de acomodación discursiva casi inhumana. En muchos casos, sin embargo, esto no bastaba para escapar a la muerte. Sólo aquellos que estaban fuera del alcance de la policía secreta soviética tenían la opción de «salir», aunque su largo brazo a veces podía extenderse mucho más allá del territorio soviético.

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Publicado en Historia, homeIzq and Políticas

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