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La candidata presidencial francesa Marine Le Pen pronuncia un discurso durante un mitin de campaña en Saint-Martin-Lacaussade, el 25 de marzo de 2022. (Romain Perrocheau / AFP vía Getty Images)

Mano de hierro en guante de seda: el populismo de Le Pen

Traducción: Valentín Huarte

Hace algunos años que Marine Le Pen viene ablandando su imagen y mostrándose como una «populista» que está por encima de la izquierda y de la derecha. La estrategia colocó a la extrema derecha en el centro de la escena política y hoy las encuestas dicen que la candidata de Rassemblement National está más cerca que nunca de ser presidenta.

A primera vista, las elecciones presidenciales de Francia de este año parecen una especie de reedición de las de 2017. La mayoría de las encuestas sugieren que Emmanuel Macron quedará en primer lugar el domingo, antes de enfrentar y derrotar definitivamente a Marine Le Pen en la segunda vuelta del 24 de abril. En ese sentido 2022 será un partido de revancha entre el liberalismo y el nacionalismo. Pero más allá de esta semejanza superficial, la escena política de este año difiere mucho de la de 2017.

Destaca entre las diferencias el hecho de que, con todo el tablero inclinado hacia la derecha, las tendencias más radicalizadas están más fuertes que nunca. Las encuestadoras dicen que en la primera vuelta, con un 20% de la intención de voto a su favor, es probable que Le Pen tenga resultados casi idénticos a los de 2017. Sin embargo, los sondeos también indican que su desempeño mejorará considerablemente en la segunda vuelta. Mientras que en la segunda de 2017 contra Macron había sacado solo 33%, las predicciones actuales muestran que este año alcanzaría el 45%. 

Además, la campaña de 2022 está afectada por ese acontecimiento importantísimo que es el ascenso meteórico de otro candidato de extrema derecha: Éric Zemmour. Aunque Le Pen logró mantener la delantera, el nuevo candidato la sacó de la cómoda posición desde la que, junto a Macron, miraba con altura al resto de los candidatos. En efecto, más allá de las divisiones actuales —la última iteración de una vieja disputa entre tradicionalistas y modernistas, que exploraré en este y en otros artículos— la extrema derecha en su conjunto está dando pruebas de una fortaleza electoral extraordinaria. En ese sentido, es significativo —y escalofriante— que, independientemente del desempeño de cada candidato durante la campaña, las intenciones de voto de Le Pen y Zemmour combinadas se mantuvieron siempre por encima del 30%.

Otra vez 2017

Para entender mejor la situación, volvamos a la escena política de 2017, que terminó con unas elecciones ajustadas y marcó un momento único de la historia política francesa. La alternance tradicional, el balance de poder entre la centroderecha y la centroizquierda, que había definido a Francia durante las tres décadas anteriores, pasó a ser una reliquia del pasado cuando fue sacudida por una oleada ascendente de nuevos pretendientes políticos. 

En la izquierda, el descrédito del Partido Socialista (PS) después de la presidencia de François Hollande abrió una vía improbable para Jean-Luc Mélenchon y la izquierda radical de Francia Insumisa (LFI). En la derecha, los conservadores de Los Republicanos (LR) depositaron sus expectativas en François Fillon, candidato de línea dura debilitado por un escándalo político-financiero que involucraba a su esposa. Beneficiándose de la derrota y del descrédito de los candidatos centristas de los partidos dominantes, el exministro de Finanzas Macron ocupó el vacío del centro con la construcción de un movimiento personalista, ¡En marcha!, que prometía renovar el país con política liberales «más allá de la izquierda y de la derecha».

Mientras tanto, el Frente Nacional (FN) daba muestras de estar perdiendo su estatus de paria. Desde que en 2011 su fundador, Jean-Marie Le Pen, infame por sus chistes abiertamente antisemitas y políticamente incorrectos, cedió la posición de liderazo a su hija, la comunicación del partido cambió drásticamente. Marine Le Pen supo colocar la estrategia de «dédiabolisation» [desdemonización] en el centro de su programa de conducción política. Para normalizar la imagen del partido, buscó disociar al FN del racismo y del antisemitismo. 

En la práctica, esto significó adaptar su discurso para hacerlo más aceptable, sin cambiar ningún aspecto fundamental de su programa y pasando por alto los casos de miembros problemáticos del partido que no siempre siguieron la línea. Tres años después de haber tenido que atravesar la primera campaña de 2012 cargando el peso del vergonzoso legado de su padre, Marine Le Pen, con motivo de otra declaración revisionista sobre el Holocausto, expulsó a su progenitor del partido que él había creado. Desoyendo a Le Pen père y sus partidarios más fieles, que la acusaron de traición, la nueva líder del FN hizo pasar la excomunión como la prueba última de su compromiso con la «dédiabolisation».

Le Pen enfatizó todavía más la dimensión personal de su liderazgo tomando distancia de su apellido. Decidió jugar con el tropo sexista de que es común referirse a las políticas mujeres por su nombre de pila y alentó a que la llamaran simplemente «Marine». La estrategia se hizo evidente en 2012, cuando Le Pen convocó a candidatos de extrema derecha menos conocidos a formar una coalición bajo el nombre Rassemblement Bleu «Marine» [Agrupación Azul Marino]. Contra las críticas internas, que leían en el proceso un signo de que el FN estaba convirtiéndose en un partido dinástico, Le Pen hija, humanizando y ablandando más su imagen, hizo hincapié en su feminidad y construyó un perfil de ciudadana común.

Populismo, nacionalismo y Le Pen

En la campaña de 2017, inspirada por el imprevisto éxito de Donald Trump en 2016, e influenciada por su entonces mano derecha, Florian Philippot, Le Pen abrazó sin ambages el estilo populista. Quiero aclarar que, desde mi punto de vista, el populismo, a diferencia del nacionalismo, con el que muchas veces se lo confunde, no es inherentemente reaccionario ni está anclado en ningún contenido ideológico específico. Prefiero definirlo, siguiendo la obra de Ernesto Laclau y Benjamin Moffitt, como un estilo político, una manera de articular el discurso. 

En ese sentido, pienso que el repertorio populista se organiza en función de tres elementos: (1) la representación de la política como un conflicto entre «el pueblo» y una élite específica —aunque el contenido exacto de estos términos depende de la materia ideológica sobre la que actúa; (2) la transgresión de las normas políticas que hacen que el mensaje y su emisor parezcan más auténticos y más cercanos al «pueblo»; (3) la puesta en escena de un relato sobre la crisis que plantea la necesidad de un cambio urgente. En su esencia, el estilo populista articula una sociedad en crisis donde una élite está fallando en su deber de representar y actuar en favor de su pueblo, y donde el cambio radical encarna en la intervención conveniente de un líder transgresor.

Como sea, en 2017 el contenido ideológico de la campaña de Le Pen había cambiado bastante respecto de 2012. Combinando el «patriotismo económico» con cierta sensibilidad social, Le Pen profundizó una tendencia que su padre había iniciado en su campaña de 2007: la nueva líder prometió devolver los impuestos a las empresas más pequeñas y generar políticas de asistencia para los más pobres. Aunque mantuvo el fundamento nacionalista etnocéntrico, que plantea de facto la exclusión de los inmigrantes, Le Pen empezó a defender una forma de chovinismo de bienestar dirigido a convencer a los trabajadores de cuello azul. En temas sociales moderó los aspectos más conservadores de su programa. Adoptó una posición ambigua en cuestiones como pena de muerte, aborto y matrimonio igualitario, temas sobre los que, en contraste con su política abiertamente reaccionaria de 2012, dejó de hacer declaraciones públicas. Mantuvo la reivindicación insignia de abandonar el euro, que ocupaba todo un capítulo de su programa de 2012, pero la reformuló en términos mucho más suaves como un retorno a la «soberanía monetaria».

Sin embargo, el elemento fundamental que hizo que la campaña de 2017 difiriera de las anteriores fue su marco populista, que planteaba la misma agenda nacional disfrazada de lucha del pueblo contra una élite indiferente. Desde su frase principal —«En nombre del pueblo»— hasta la retórica anti statu quo de su publicidad , la campaña de Le Pen se sirvió del antagonismo para desarrollar la imagen de una persona ajena a las disputas de las corrientes políticas dominantes, que defendería a toda costa los intereses del pueblo. Acompañó eso con cierto alejamiento del partido y el abandono del logo con la llama tricolor. De hecho, a diferencia de las campañas previas, Le Pen eligió no utilizar ningún símbolo ni imaginería asociada con el partido. En cambio, Le Pen se aventuró con actitud transgresora en el símbolo de la rosa azul, que representaba bien esa necesidad de «ir más allá de la izquierda y de la derecha»: en Francia, el azul está asociado tradicionalmente con los conservadores, mientras que la rosa es el emblema histórico del Partido Socialista. 

Comprendido de esta manera, el populismo permitió que Le Pen cubriera con una nueva mano de pintura su viejo nacionalismo excluyente. La proclama abierta del cierre de la nación francesa a las influencias y a los inmigrantes extranjeros suena retrógrada y plantea una visión excluyente de la nación. Pero el marco de la defensa del pueblo francés contra una élite intelectual y política que se beneficia de la inmigración y habilita el terrorismo parece mucho más legítimo. Esta nueva línea permitió también que el FN creciera ensanchando su núcleo tradicional de votantes de derecha con sectores que forman parte de esa reserva de ciudadanos decepcionados que no votan a los partidos tradicionales. El estilo populista —utilizado por muchos candidatos en las elecciones de 2017— permitió que Le Pen modernizara su ideología y bloqueara las acusaciones de xenofobia y racismo, presentándose como el anillo que encajaba perfectamente en el dedo de la «desdemonización».

Modernistas y tradicionalistas

Entonces, ¿qué nos trae de nuevo este 2022 para Le Pen y para la extrema derecha? Un primer indicio debemos buscarlo en la reacción del propio campo político de Le Pen contra su línea personalista y populista.

Aunque los resultados de Le Pen de 2017 marcaron un récord para su partido, su intervención desastrosa en el debate con Macron durante la segunda vuelta arruinó el final de su campaña. Le Pen tenía reputación de polemista combativa, pero sus niveles de agresión en este caso superaron todo límite racional. Además, como Macron extendió todo lo que pudo la primera parte del debate sobre cuestiones económicas, Le Pen terminó mostrando que estaba poco preparada y no logró hacer pie. Se recuperó parcialmente en la segunda mitad del debate, que giró en torno a temas de seguridad, pero no fue suficiente y la mayoría de los comentadores calificaron su abundante recurso a la ironía como algo superficial. En un raro acto de sinceridad, Le Pen reconoció que se había equivocado y que su intervención había sido un «rendez-vous fallido con el pueblo francés». 

Las propias filas de Le Pen percibieron en esta secuencia la materialización de dos cosas. En primer lugar, en términos personales, habría sido una demostración de que Le Pen carecía del profesionalismo y de la estatura como para ser una candidata a presidente creíble (crítica especialmente dañina si consideramos que salió de la boca de su padre). En segundo lugar, la derrota aplastante infligida por Macron habría descubierto los límites de una estrategia supeditada al populismo y a la «desdemonización». Ciertos militantes del partido empezaron a insistir en que Le Pen había diluido tanto su mensaje que su campaña había terminado por carecer de toda línea ideológica y había perdido parte de su tono radical. Otros llegaron a acusarla de haberse vuelto demasiado «izquierdista» por su decisión de incluir medidas sociales y de incorporar la crítica del laisser-faire en su retórica antielitista. Estos sectores pensaban que cortejar a los votantes de izquierda decepcionados era una misión imposible que nunca conduciría a la victoria. Sostenían que la única forma de ganar era aprovechar las aguas del «dique republicano» contenidas entre los conservadores y la extrema derecha. En otros términos, en vez de la promesa populista de ir más allá de la izquierda y de la derecha, el FN debía buscar «la unión de los votantes de derecha» reconciliando a los conservadores de LR con el FN para crear una linda familia de “patriotas”». Durante la campaña de 2017, Le Pen calificó esta aspiración de «fantasiosa», pero su desempeño en la segunda vuelta no hizo más que alimentar el argumento de sus críticos.

Este conflicto entre un ala tradicionalista que llama a volver a los fundamentos ideológicos de la derecha y un ala moderna que busca la aceptación de los sectores dominantes es casi tan vieja como la extrema derecha francesa. A comienzos de los años 1990, en una de las disputas históricas más importantes del FN, Bruno Mégret —figura clave en la modernización de la doctrina ideológica del partido— enfrentó abiertamente a Jean-Marie Le Pen, denunciando que su postura transgresora nunca conduciría a la victoria. La negación de Le Pen père a cambiar de actitud y la expulsión de Mégret llevaron a que muchos miembros importantes abandonaran el partido, entre ellos Marie-Caroline Le Pen, hermana mayor de Marine. La disputa volvió a surgir durante el congreso de Tours de 2011, que definió el liderazgo de la sucesora que reemplazaría al fundador del partido. Así, con la promesa de «modernizar» la organización, Marine Le Pen obtuvo más de dos tercios de los votos contra Bruno Gollnisch, heredero de su padre que defendía un programa mucho más conservador.

Desdemonizar a toda costa

Después de la derrota de 2017, Le Pen hizo ciertas concesiones a sus críticos del ala conservadora. En septiembre se deshizo de su consejero, Florian Philippot. La renuncia forzada del hombre más vinculado al giro populista del FN podía ser percibida como un gesto de Le Pen que apuntaba a «recentrar» el partido. También fue la oportunidad perfecta para que Le Pen se deshiciera de un rival que polarizaba con ella y que se había vuelto demasiado importante en el partido (además de usarlo de chivo expiatorio por los múltiples traspiés de la campaña). Así consolidó su control sobre el partido, aislando lentamente a todos aquellos que disentían demasiado abiertamente y rodeándose de una serie de lugartenientes fieles, como Jordan Bardella, un joven de 26 años que debe su ascenso meteórico en el partido a la intervención de Marine Le Pen. Su retórica refinada y juvenil, además de la comodidad con la que habita los programas de televisión, lo convirtieron en la cara ideal de un partido desdemonizado. Después de una prueba bastante exitosa en la dirección de la campaña de las elecciones europeas, Bardella llegó a ser líder provisorio del partido mientras Le Pen disputaba la presidencia, un signo de confianza que demuestra la consolidación del joven en el círculo más íntimo de la dirigente.

La salida de Philippot terminó siendo el único cambio fundamental en la estrategia adoptada por Le Pen de cara a 2022. Por lo demás, sostuvo con firmeza su programa de suavizar y normalizar tanto el partido como su propia imagen. La ilustración más evidente de este proceso llegó con el cambio de nombre de junio de 2018, cuando el partido abandonó las connotaciones antagónicas y combativas de «Frente» para convertirse en la «Rassemblement National» (Agrupación Nacional), nombre asociado a una idea de reunión inclusiva y que está en línea de continuidad con el «Rassemblement Bleu Marine» que mencionamos antes. En su campaña de 2022, Le Pen abandonó incluso el color azul asociado a su nombre y a la derecha. En cambio, optó por un verde brillante, fondo natural de una pose optimista que parece salido directamente de la campaña de algún partido verde. Le Pen puso más énfasis en su vida personal, como dejan en claro sus menciones cada vez más frecuentes a su pasión por los gatos.

Afiche de campaña de Le Pen para las elecciones de 2022. Fuente: Cuenta de Twitter de Le Pen.
Afiche de campaña de Le Pen para las elecciones de 2022. Fuente: Cuenta de Twitter de Le Pen.

En términos ideológicos, la estrategia de «desdemonización» puso en acto dos tácticas complementarias: compatibilizó el discurso con las corrientes de opinión dominantes y fortaleció el marco populista enmarcando la campaña como si fuera una lucha por el pueblo más allá del clivaje izquierda/derecha. Con ese fin, la organización eliminó primero las medidas más polémicas de su programa, sobre todo las que planteaban abandonar la Unión Europea, salir del espacio Schengen y volver a la moneda nacional. Profundizó también la hibridación superficial de su agenda nacionalista y conservadora con elementos exógenos que parecen fragmentos de ideologías de izquierda, procedimiento que había inaugurado su campaña de 2017 con la introducción de matices sociales en su retórica. Entre los elementos nuevos de 2022, además de la inclusión de ciertos elementos verdes en el programa, cabe destacar el concepto de localismo, teorizado por Hervé Juvin, que sirve como contraparte de la noción de «preferencia nacional».

Mano de hierro en guante de seda

No es sorpresa que la decisión estratégica de Le Pen de subir la apuesta de normalización en la campaña de 2022 no haya satisfecho a los militantes de la línea dura del partido. En el largo camino que condujo a esta campaña, los intentos de Le Pen de marginar a sus críticos se hicieron cada vez más evidentes. Un punto de inflexión fue 2020, cuando Le Pen evitó que muchos de los representantes más importantes de la oposición interna, entre los que estaban Gilbert Collard y Nicolas Bay, participaran de la «commission nationale d’investiture», comité encargado de definir los candidatos locales de las elecciones futuras. El acontecimiento, que muchos describieron como una «purga», empujó a Marion Maréchal, sobrina de Le Pen y estrella ascendente del ala conservadora del partido, a posicionarse contra su tía en los medios de comunicación.

Maréchal, que formó parte de la dupla Maréchal-Le Pen hasta 2018, hizo historia en 2012, cuando se convirtió en la miembro más joven del parlamento. Más tarde, en 2017, se «retiró» de la política electoral para inaugurar una escuela de ciencias políticas con el propósito de formar los nuevos cuadros «de la derecha, de todas las tendencias de la derecha». Maréchal se convirtió en la defensora más vehemente del retorno a la estrategia de «unión de las derechas» en contra del giro de Le Pen hacia el «frente popular populista», según las palabras de Bardella. De triunfar su estrategia, se volvería a un clivaje izquierda/derecha que pondría al RN a disputar el liderazgo decadente de LR, partido conservador debilitado por la ocupación agresiva de la centroderecha concretada por Macron. Sin embargo, más allá de sus protestas contra la marginación de sus aliados en el RN, Maréchal parece haber optado por esperar el momento propicio y construir redes propias por fuera de la política partidaria. Todo indica que, reconociendo la hegemonía de la estrategia de su tía dentro del RN, Maréchal apuesta a la derrota de Le Pen en 2022 para lanzarse a la campaña recién en 2027.

Como sea, aunque su forma de conducir el partido parece menos abiertamente autoritaria que la de su padre, Marine Le Pen se las arregló para suprimir la mayoría de los disensos internos. Notable paralelo con el éxito que tuvo la estrategia de suavizar su imagen sin poner en juego su radicalismo nacionalista, el liderazgo firme de Le Pen no parece afectar la pose de persona «simpática» que logró imponer en la opinión pública. Tanto en cuestiones personales como partidarias, Le Pen encarna perfectamente la metáfora de una mano de hierro con guante de seda.

Por supuesto, la apariencia de partido cohesionado detrás de su líder no tardó en mostrar sus grietas, aun si las causas de los desacuerdos fueron rápidamente silenciadas. Pero cuando los desafíos internos a Le Pen parecían condenados al fracaso, la posibilidad de una vuelta exitosa de la línea tradicionalista llegó de la mano de una figura ajena al partido: Éric Zemmour. Conservador erudito conocido en los medios de comunicación, la voz de Zemmour pesa en la extrema derecha (y siempre criticó a Le Pen, tanto a nivel estratégico como personal). 

Pocos días después de la derrota de la candidata en 2017, Zemmour apuntó sus mordaces críticas contra ella, definiendo su campaña como una «debacle absoluta» y comparándola con un «Midas del revés» que «convertía en plomo todo el oro que tocaba». Hoy este periodista de toda la vida desafía la hegemonía de Le Pen hija en el campo de la extrema derecha francesa y cabalga su propia campaña presidencial. En otro artículo discutiré el sentido que tiene el crecimiento de Zemmour, explorando las posibles consecuencias que podría tener para la extrema derecha y para la política francesa en general.

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