Hace un año nos referíamos a la victoria de la opción como de un «triunfo popular». Con optimismo y sin ilusiones, nos permitíamos afirmar que el impulso destituyente y constituyente abierto por la revuelta del 18 de octubre de 2019 había logrado en meses lo que los partidos que administraron la transición a la democracia no habían logrado en 30 años: dejar atrás la Constitución pinochetista de 1980 y abrir un proceso de deliberación para construir una nueva, fundada en la garantía de derechos sociales universales, la ruptura con una democracia restringida y el reconocimiento de Chile como un país plurinacional. Numéricamente, la derrota para la derecha fue contundente: 80% votó por el Apruebo y 20% por el Rechazo.
Se trata, sin duda, de un proceso lleno de tensiones, contradicciones y peligros, pero que ha sido abrazado con una combinación de entusiasmo y cautela por amplios sectores populares. No es la intelectualidad de izquierda la que tiene que advertirles a los pueblos sobre los riesgos de neutralización. Los conocen perfectamente, y aun así se mantienen activos para que el proceso constituyente lleve el signo de sus demandas y sus horizontes de cambio.
A un año del hito del 25 de octubre tenemos razones de sobra para reafirmar ese optimismo sin ilusiones. La Convención Constitucional quedó conformada por un excepcional reparto de fuerzas sociales y políticas que arrinconó a la derecha, redujo el espacio de influencia de los partidos de la transición centroizquierdista y dejó en un lugar destacado a los sectores que encarnan la potencia constituyente de la revuelta del 2019: movimientos sociales y agrupaciones territoriales, organizaciones feministas y ecologistas y representantes de los pueblos originarios. En total, cerca del 50% de los escaños de la Convención están ocupados por militantes y activistas con una perspectiva abiertamente antineoliberal.
Pero el ámbito de acción de estas fuerzas populares no se reduce a los salones y pasillos de la Convención Constitucional, sino que abarca también las calles, las poblaciones y las comunidades. Esa extensión se manifiesta en asambleas territoriales organizadas para darle contenido a la nueva Constitución, en formas de resistencia cotidiana a la crisis —como las ollas comunes y las redes de abastecimiento—, en protestas contra la prisión política, en encuentros constituyentes de distintos sectores, en fin, en un estado de movilización general que a veces adquiere formas agudas y a veces prosigue de forma silenciosa.
Sin embargo, también tenemos razones para mantener nuestra cautela ante algunos peligros y llamar la atención sobre algunas continuidades del régimen político-social de Chile, iluminadas por la revuelta y agudizadas por la pandemia.
En primer lugar, sigue más vigente que nunca la impunidad por las violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos que tuvieron lugar desde el 18 de octubre en adelante, montadas a su vez sobre la impunidad de aquellas que ocurrieron durante la dictadura y la transición. Pese a la movilización constante por verdad, justicia y reparación, así como por la libertad de quienes siguen en prisión política, el conjunto de las fuerzas políticas con presencia en el Congreso se han negado a reconocer la gravedad y la urgencia del asunto. Los cálculos para las elecciones parlamentarias y presidenciales de noviembre han pesado más que el compromiso con los DD. HH. Lo que no logra verse desde los cálculos de corto plazo es lo siguiente: cada día de impunidad en el presente es un día más de violencia política de Estado en el futuro, porque la violencia de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Orden se perfecciona siempre que no se la confronta y ahora saben que pueden mutilarnos sin consecuencias de ningún tipo.
En segundo lugar, la agudización pandémica de la crisis económica, que ya se venía evidenciando con fuerza desde 2019, ha calado honda y dolorosamente en la población, profundizando las desigualdades, reforzando la precariedad laboral general, aunque particularmente la de las mujeres, y aumentando los índices de pobreza a casi un 11%. El apego intransigente del Estado de Chile a una política social focalizada y a una defensa irrestricta de la ganancia privada ha llevado a que la crisis recaiga de manera exclusiva sobre el pueblo trabajador, que financia el alza del costo de la vida y la pérdida de puestos de trabajo con sus propios seguros de desempleo y ahorros previsionales. Y los sectores excluidos de estas formas precarias de protección, principalmente trabajadoras y trabajadores informales, pobladores sin acceso a vivienda establecida y migrantes, han quedado expuestos a la violencia populista del Estado y de las fuerzas neofascistas que encarnan la criminalización de la pobreza y la competencia nacionalista por el acceso a los recursos.
En tercer lugar, las elecciones de noviembre ponen en evidencia las propias limitaciones de la revuelta de octubre. El hecho de que las candidaturas presidenciales que avanzan hoy sean la del diputado progresista Gabriel Boric (Frente Amplio dentro del pacto Apruebo Dignidad) y el exdiputado neofascista José Antonio Kast (Partido Republicano dentro del pacto Frente Social Cristiano) da cuenta de la debilidad de toda alternativa de transformaciones radicales fiel al espíritu de octubre, y pone en un escenario tremendamente complejo a las fuerzas populares dentro de la Convención Constitucional. El Frente Amplio ha optado por conformar un bloque de centro junto con el Partido Socialista y el colectivo Independientes No Neutrales y hasta llegó a votar sin sus aliados del Partido Comunista en Apruebo Dignidad en materias reglamentarias dentro de la Convención. Su apuesta por construir una imagen de gobernabilidad responsable está claramente influida por su campaña presidencial, y da cuenta de una estrategia muy clara hacia este ciclo de transformaciones: establecer un «nuevo pacto social» con las fuerzas políticas existentes más que un camino de ruptura creativa con el régimen que coloque el protagonismo popular en el centro. Que al otro lado crezca un proyecto neofascista, que ofrece una alternativa conservadora, nacionalista, antimigrante y antifeminista, no parece ser suficiente como para que noten la urgencia de adoptar una posición que fomente cambios sustantivos, pues deciden aferrarse al centro que poco a poco lograron conquistar. Y no hay contrapesos a estas alternativas.
Finalmente, la propia debilidad organizativa y programática de los sectores populares sigue vigente. A pesar de sus avances en la Convención Constitucional (paridad sustantiva, plurinacionalidad, plebiscitos dirimentes e Iniciativas Populares Constituyentes), todavía no adquiere suficiente fuerza de masas el bloque que aquí hemos denominado popular, conformado por Movimientos Sociales Constituyentes, Pueblo Constituyente (ex-Lista del Pueblo), la mayoría de escaños reservados a pueblos originarios, independientes de izquierda y militantes del Partido Comunista. Esto no se debe a las voluntades individuales de sus convencionales o sus respectivas organizaciones, sino a una relación todavía descalibrada entre las fuerzas al interior de la Convención y aquellas que se organizan fuera de ella, sea en función del proceso constituyente o de otros conflictos sociales abiertos. Por falta de capacidad o por un persistente espíritu competitivo que bordea el sectarismo, no ha sido posible la conformación de una alianza popular de carácter masivo en torno a un programa claro de transformaciones radicales. La respuesta a esto no puede ser solo el diagnóstico y el lamento, sino que se deben buscar los caminos de salida.
Parece razonable pensar que un camino pasa por la construcción lo más acabada posible de un proyecto constitucional popular a través de instancias convocadas por las y los convencionales de dicho bloque, ya sea para definir sus intervenciones en las Comisiones temáticas que ya han comenzado a funcionar, como para trabajar en las Iniciativas Populares Constituyentes que permitirán la intervención directa de las organizaciones sociales en el proceso. Las fuerzas de derecha y de centro tienen proyectos constitucionales redactados bajo el brazo. Si los pueblos no logran darle una orientación de conjunto a su intervención constituyente, se verán obligados a responder a un problema a la vez, arriesgando contradicciones y errores involuntarios.
Junto con lo anterior, urge que aumente la capacidad de este bloque popular de instalar exitosamente su programa en el debate público, ganando mayorías sociales y convencionales para sus propuestas. Nuevamente, esta no es solo tarea de convencionales individuales, sino del conjunto de las organizaciones populares, cuya oportunidad para conquistar avances en los próximos años depende, quiéranlo o no, del destino de la nueva Constitución. Esta nueva Carta Magna no será la solución a sus problemas, ni representará la conquista efectiva de sus demandas, pero sí dejará establecidos los términos en los que se dará la disputa por ellas.
La forma de la institucionalidad, los alcances de la función presidencial, los derechos garantizados, el reconocimiento del trabajo no remunerado, la autonomía de los pueblos originarios, y el régimen económico y ecológico, son todas rayas de la cancha en la que se seguirá desplegando la lucha de clases en Chile. Si termina siendo una cancha favorable para los pueblos no es algo que dependa de su voluntad, pero sí depende de cómo su voluntad se aplica a construir una fuerza política, dentro y fuera de la Convención, que tenga la capacidad para imponer sus horizontes de transformación radical y que no retroceda ante los desafíos más difíciles, como lo es enfrentar la amenaza del avance neofascista o las contradicciones de un eventual gobierno progresista.
En síntesis, sigue abierta la oportunidad para que al cabo del proceso constituyente hayamos logrado avances sustantivos en los niveles de organización popular, en la clarificación de nuestro programa, y en construir las armas capaces de derribar el régimen, así como las herramientas para construir un camino firme hacia una sociedad socialista, feminista y plurinacional.