El año 2020 lo finalizamos en Argentina con la marea verde desbordando las calles y las plazas de todo el país, abrazadas por miles de mujeres en el continente y más allá de los océanos. El año 2021 volvemos a tomar el espacio público por asalto, desafiando las políticas del orden y el disciplinamiento que se pretenden imponer desde las lógicas sanitaristas hegemónicas de control de la pandemia.
Nos dicen que esas lógicas basadas en el aislamiento y en la ruptura de las comunidades, nos cuidan del virus, pero las mujeres sabemos de cuidados. Como consecuencia de la división sexual del trabajo, siempre hemos asumido prácticamente todas las tareas de cuidado de la familia. La alimentación, la salud y la lucha por la tierra y por la vivienda están entre las tareas impuestas y no reconocidas, invisibilizadas.
En este año de pandemia, ese rol se ha extendido desde el cuidado de las familias hasta el cuidado de las comunidades. Fueron colectivos de mujeres, lesbianas, travestis, trans quienes estuvimos al frente de las ollas y comedores populares, de la distribución de alimentos y la limpieza en los barrios, de la recuperación de saberes en experiencias comunitarias de salud, de la siembra y la distribución de plantas que contribuyen a fortalecer el sistema inmunológico, de las experiencias de pedagogía y comunicación feminista, del apoyo afectivo, la contención de las compañeras, la ayuda escolar a lxs hijxs, etc.. Vimos cómo muchas de las formas de intervención estatal, lejos de reconocer estas acciones, rompieron los modos comunitarios de actuación. También fueron colectivos de mujeres, lesbianas, travestis, trans los que fortalecimos las redes existentes o creamos redes nuevas para acompañar a las víctimas de violencia patriarcal, multiplicada a partir del «quedate en casa», que encerró a muchas con sus abusadores y asesinos.
Las mujeres y disidencias antipatriarcales sabemos de cuidados, y parte ineludible de ese saber se construye a partir de la experiencia salir a las calles para visibilizar las situaciones de explotación, opresión y dominación que se ejercen al amparo de la violencia del sistema patriarcal, colonial y capitalista. Fueron las acciones multitudinarias del Ni Una Menos, la marea verde, los Encuentros (hoy Plurinacionales) en Argentina y otras muchas iniciativas las que nos permitieron concretar los Paros Internacionales de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales, No Binaries. Fue en esas acciones donde se amasó la energía para la revolución feminista.
Porque aprendimos, después de siglos de invisibilización de nuestras resistencias, que es necesario crear desde los territorios, desde cada lugar de lucha, la fuerza que nos permita dar batalla sólida contra un patriarcado que, viéndose desafiado por nuestras «desobediencias», se vuelve cada vez más brutal, más asesino y más cruel.
«Sale si salimos», dijimos en diciembre del año pasado en Argentina, cuando estaba en juego, una vez más, la posibilidad de contar con una ley que garantizara el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos. «Sale si salimos» decimos también ahora, bajo la sombra de una pandemia que no es consecuencia de una casualidad sino producto de los modos destructores de la producción capitalista, como la cría intensiva de animales.
Sufrimos en nuestra salud y en nuestros cuerpos las consecuencias de la explotación capitalista de la naturaleza que alcanza dimensiones de ecocidio debido a la deforestación, los desmontes, las represas, el fracking, la contaminación producida por las petroleras, la destrucción de las mineras. El modelo extractivista siembra muerte y enfermedades en nuestros cuerpos, en nuestras comunidades y en nuestros territorios. Para cuidar y defender la vida, las mujeres nos encontramos nuevamente en la primera línea.
Cuando marchamos el 8M, cuando paramos, cuando nos rebelamos, se encienden en nuestros fuegos la memoria de la hondureña Berta Cáceres, la de Macarena Valdés –del territorio mapuche bajo el estado chileno-, las de Nicinha, Marielle Franco y Margarida Alves, de Brasil, y las de tantas otras mujeres defensoras de los territorios, de los bienes comunes y de la Naturaleza.
Se enciende también la rabia por las que nos arrebataron: las niñas de Guatemala asesinadas brutalmente un 8 de marzo, las niñas argentinas asesinadas en Paraguay, María del Carmen y Lilian Villalba, por todas las pibas víctimas de las redes de trata y prostitución, de todas las pibas desaparecidas, tratadas, y en muchos casos descartadas, de las mujeres que lucharon contra todas las dictaduras y contra los regímenes llamados democráticos, que mantienen el gatillo fácil como política de orden en los barrios.
La memoria no es un exceso de nostalgia, sino el lugar en el que aprendemos la crueldad del sistema. En un encuentro mundial de mujeres contra los feminicidios realizado días atrás, luego de escuchar los dolorosos testimonios de mujeres que perdieron a sus familiares como consecuencia de la violencia patriarcal, nuestras voces se enredaron en la decisión de hacer de esta lucha una acción colectiva mundial.
El 8M es un hito fundante de esta propuesta. Fue producto de la convocatoria de las mujeres socialistas organizadas en el siglo XX ante el crimen de las trabajadoras textiles. Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, entre muchas otras compañeras, son también parte de la memoria de lucha de las mujeres, que se levanta en cada batalla en la que el feminismo rompe las fronteras, se manifiesta internacionalista y asume la dimensión anticapitalista y socialista.
Los feminismos del siglo XXI, que no nos conformamos con el reconocimiento de un espacio dentro del sistema de explotación y opresión, decimos, como ayer, «Socialismo o Barbarie». Sabemos que el capitalismo se ha vuelto más depredador, más saqueador, más criminal. Los feminismos populares, comunitarios, indígenas, negros, territoriales, migrantes, campesinos, de trabajadoras de tiempo completo, nos pronunciamos y nos sentimos como feminismos revolucionarios. Porque lo que nos mueve es el deseo de cambiarlo todo, y porque sabemos que para cambiarlo todo es indispensable la construcción desde abajo de experiencias cotidianas que permitan crear la convicción subjetiva y la organización necesaria para hacer posibles estas revoluciones.
Pero para que éstas no sean puras consignas, necesitamos poner los puntos sobre las íes de nuestras propias debilidades. Porque las revoluciones no se hacen solo de entusiasmo. El entusiasmo, aún el más genuino, el «optimismo de la voluntad» nos dijo Gramsci, necesita del «escepticismo de la inteligencia».
Para aportar unos renglones a nuestros debates quisiera subrayar hoy que los feminismos, desbordantes de masividad, creatividad y energía en los años anteriores a la pandemia, que se han puesto al hombro el cuidado de las comunidades y de los pueblos en el marco de esta crisis, hoy lucen abrumados por el exceso de carga. Y, en algunos casos, esto se expresa en el regreso a modos conocidos de sectarismo, de «cuidar el rancho propio», donde prima el interés partidario o la subordinación al dictado oficialista u opositor antes que la capacidad de arrasar con fuerza con esos límites.
Como en todo el movimiento popular, esto genera tensiones y el riesgo cierto de multiplicar la fragmentación. No me refiero a las diferencias políticas, que siempre son necesarias de sostener y revisar, sino al deterioro de la capacidad para actuar en conjunto en temas centrales de nuestra práctica feminista. Producto de estas tensiones, varios procesos de fragmentación han asumido una virulencia enorme, reflejado en ataques entre compañeras que hasta entonces participaban de una misma experiencia colectiva.
Las consecuencias son la ruptura de solidaridades, el desánimo, los enojos, cuestiones que no hacen más que restarnos energía y alegría en las luchas necesarias. ¿Cómo hacer para que las diferencias entre compañeras feministas no se traduzcan en la destrucción de unas a otras, en escraches rápidos, en ofensas, en descalificaciones?
Tenemos diferencias que a veces son estratégicas, y otras son menos profundas, y están relacionadas con nuestros modos de creer, de querer. Hay un impacto muy grande del liberalismo, del individualismo, en la cultura de volver las diferencias trincheras irreconciliables. La experiencia feminista debería transformarse en un ejercicio pedagógico que nos permita pensarnos a nosotras mismas, no con rabia sino con el amor necesario para ser protagonistas de revoluciones que cambien el mundo. Esas revoluciones serán realizadas por sujetos organizados. Quienes enfrentamos al patriarcado necesitamos lograr la conciencia necesaria para no generar dolores innecesarios, para no debilitarnos, para sumar energías y no dilapidarlas en combates estériles.
Un segundo debate que merece ser pensado críticamente es cómo evitar depositar en las demandas al Estado la respuesta a todas nuestras necesidades de vida. Si bien es cierto que el Estado patriarcal, capitalista, colonial, es responsable (por complicidad o por falta de acción, según el caso) de la violencia patriarcal, precisamente por este carácter del Estado no podemos dejar el cuidado de nuestras vidas en sus manos.
Resulta imprescindible generar espacios autónomos feministas que nos ayuden a acompañarnos, a acuerparnos, a realizar experiencias de autodefensa colectiva, de defensa de nuestros cuerpos y territorios. Frente a los ataques feminicidas, frente a la invasión y ocupación de nuestros territorios, se vuelve imprescindible ir creando nuestras propias formas, como lo han logrado las mujeres zapatistas en México o las de Kurdistán.
Hablamos de luchar contra las violencias y los feminicidios. De lo que se trata es de reaccionar no en el día después, sino en los tiempos anteriores a este desenlace. Si algo nos enseñan los crímenes de Berta o de Úrsula es la necesidad de escuchar las amenazas que preceden al golpe. Escuchar y actuar en consecuencia. Hacer realidad que «Si tocan a una, respondemos todas». Podemos y tenemos diferencias sobre muchas cosas, pero a la hora de cuidar y defender nuestras vidas debemos estar más unidas que nunca.
Necesitamos terminar con la impunidad, y para ello hay que sortear el debate sobre el pretendido «punitivismo» de las feministas que exigimos justicia. Es tiempo de pensar cómo no reforzamos la impunidad que da carta blanca a los feminicidas. Cómo realizamos ejercicios de sanción social, sanción política, sanción jurídica y también de sanación, como parte de iniciativas pedagógicas para que el miedo realmente cambie de lado. Pero, al mismo tiempo, pensar cómo estos ejercicios son cuidados, son responsables y nos permiten trazar un camino que no sea el de la revancha. Debe tratarse de ejercicios colectivos en los que pensemos y aseguremos el resguardo de las víctimas, de su intimidad e integridad. Necesitamos feminismos potentes que hagan de la justicia una ética irrenunciable, un modo sistemático de pedagogía popular.
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Este 8M saldremos a denunciar la pérdida de salarios, el crecimiento de la desocupación, la sobrecarga laboral de las mujeres con el trabajo virtual, la situación de precariedad de las trabajadoras de la salud, el abandono a las docentes, la falta de reconocimiento a las tareas de cuidado de quienes están al frente de los comedores, los merenderos, las casas de las mujeres y se reconocen y se nombran como «esenciales».
En esta jornada de lucha plurinacional e internacionalista, saldremos a exigir el respeto a la identidad cultural de los distintos pueblos del Abya Yala, la libertad de las presas políticas de la Revuelta chilena, el reconocimiento de que migrar es un derecho ancestral -exigiendo que cese la persecución a las mujeres migrantes-. Abrazamos a las mujeres que defienden no solo cuerpos y territorios, sino también revoluciones, como en Venezuela y en Cuba. Abrazamos a las mujeres que exigen justicia en Bolivia para los fusilados en Senkata y Sacaba. Abrazamos a las compañeras kurdas, y decimos con ellas que hay más de 100 razones para enjuiciar al feminicida fascista Erdogan.
Este 8M será, una vez más, un momento de abrir las alas y volar. De mirarnos en el deseo de todas las revoluciones, de romper fronteras, de espantar las pesadillas de las muertes cercanas y volverlas abono para la rebeldía. Estamos en las calles contra el miedo, contra el silencio, contra la sumisión y la obediencia. Estamos sabiendo que nos cuidamos entre todas, como lo hacemos todos los días.
Marchamos alegres, porque no nos derrotaron. El feminismo seguirá inundando con su energía las calles de cada rincón del planeta para pintar al mundo en clave de libertad.