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La directora Agnès Varda en el escenario de la ceremonia de entrega de premios Berlinale Camera durante la 69a edición de la Berlinale International Film Festival Berlin, en el Palacio de la Berlinale el 13 de febrero de 2019 en Berlín, Alemania. Thomas Niedermueller / Getty

Agnès Varda (1928–2019)

La gran cineasta belga-francesa murió un día como hoy en 2019. Su obra perfeccionó el arte de evocar nuestros momentos más felices. 

Nacida como Arlette Varda en Bélgica en 1928, se rebautizó como Agnès a los dieciocho años y se formó como fotógrafa en Francia antes de dirigir su primera película La Pointe Courte en 1954. Vivió en el mismo apartamento de la calle Daguerre de París durante casi setenta años. Murió el 29 de marzo de 2019.

La formación de Varda como fotógrafa y su amor por la pintura influyeron en su estética como cineasta, pero tan memorable como el distintivo lenguaje visual que caracteriza sus películas son las variadas personas que las pueblan: comerciantes y pescadores, hippies y cultivadores de patatas, pintores y cantantes, Panteras Negras y revolucionarios cubanos, mujeres en la carretera y en la ciudad, familia y amigos. Más que una mera fascinación por las personas, las películas de Varda muestran amor por ellas.

Sus películas destacan a mujeres a la deriva, solas. En Cléo de 5 a 7 (1962), que cimentó su reputación como figura destacada de la Nouvelle Vague francesa, la cámara acompaña por París a una glamorosa y ensimismada heroína, mientras espera los resultados de una prueba médica. Varda transmite el modo en que la ansiedad dilata el tiempo, retratando los miedos silenciosos y dramas subjetivos que podrían preocupar a cualquier extraño que pase por la calle, pero a los que normalmente permanecemos ajenos.

Documenteur (1981) también trata de una mujer que sufre. Sabine Mamou interpreta a Emilie, que acaba de romper con su pareja. Vaga por la ciudad norteamericana de Los Ángeles con su hijo pequeño (interpretado por el hijo de Varda, Mathieu), intentando encontrar un lugar donde vivir y seguir adelante cuando lo único que quiere es parar.

Varda muestra lo enorme y envolvente que puede ser la tristeza cotidiana. Pero a pesar de centrarse en las experiencias interiores individuales, estas películas sugieren que las vidas de la gente de a pie –en las lavanderías, los cafés y los parques de las ciudades por las que se mueven Cléo y Emilie– son tan profundas y complicadas como las de sus protagonistas.

Más tensa y dura, Sin techo ni ley (1985) también muestra a una mujer solitaria caminando por la ruta. En contraste con las soleadas películas californianas de Varda, Sin techo ni ley, ambientada en el invernal campo del sur de Francia, es todo cielos grises y paisajes fangosos, azules ahumados salpicados de escarlata.

En lugar de filmar desde la posición de Mona, su protagonista itinerante y desamparada, la cámara de Varda mantiene la distancia. El público comparte así la perspectiva parcial de los extraños que se cruzan brevemente en el camino de Mona. Varda no da explicaciones ni juzga la vida de Mona – que desde el principio sabemos que se verá truncada-; sólo la muestra viviéndola, tratando a Mona con dignidad, no con sentimentalismo.

En las últimas películas de Varda, la cámara se dirige a ella misma. Con su característico corte de pelo en forma de tazón, su ropa morada y su simpático comportamiento, daba una imagen estrafalaria y excéntrica, pero era consciente del personaje que representaba. Varda describe ese personaje irónicamente en Las playas de Agnès (2008): “una ancianita, agradablemente gordita y charlatana”.

Aunque sus obras suelen ser divertidas, juguetonas y exuberantes, llenas de color y vitalidad, no son caprichosas ni ingenuas. A menudo, en las películas de Varda, un girasol es sólo un girasol, pero su obra es también sistemáticamente política, como reflejó en una entrevista de 2009: “Je résiste. Sigo luchando”. Viajó a China como fotógrafa en 1957, contribuyó con una de las siete secciones de la película antibélica colaborativa Loin du Vietnam (1967) y filmó el documental Black Panthers (Panteras Negras) de 1968 en una manifestación contra el encarcelamiento de Huey P. Newton en Oakland. Describió su película Salut les Cubains, compuesta a partir de fotografías tomadas en Cuba en 1962, como “socialismo y chachachá”.

Varda fue una de las firmantes del “Manifiesto de los 343”, una petición de 1971 para legalizar el aborto en Francia. Los derechos reproductivos son uno de los temas principales de su largometraje más explícitamente feminista: Una canta, la otra no (1977), una alegre meditación sobre la amistad entre dos mujeres. Tras una larga separación, las amigas se reúnen en una manifestación contra las leyes del aborto, donde una canta “¡La biología no es el destino! Las leyes de papá están desfasadas”.

El documental de Varda Los espigadores y la espigadora (2000), un comentario sobre el despilfarro y el exceso capitalistas, aborda un sistema global acercándose a la gente humilde que sobrevive en los márgenes, centrándose en las personas que encuentran y comen alimentos desechados. Por primera vez, Varda trabajó con una cámara digital, lo que le permitió filmar sin un gran equipo, y así facilitó sus esfuerzos por forjar una relación simpática con las personas marginadas que encontró recogiendo verduras abandonadas.

Más adelante, Varda abandonó las salas de cine para dedicarse a las galerías de arte, produciendo instalaciones y obras multipantalla para festivales y exposiciones. “Patatutopia”, creada para la Bienal de Venecia de 2003, surgió de su interés por la recolección. Creó retratos de patatas que cambiaban con el tiempo, y que seguían creciendo después de dejar de ser comestibles. Como en gran parte de su obra cinematográfica, encontró el significado de lo aparentemente inútil, mundano y poco espectacular: “Están podridos, están acabados, están verdes, pero la vida está ahí… este es el placer de mirar con atención las cosas que existen”. Varda buscaba la vida en todos lugares.

Tras conocer la muerte de Varda, pensé en un momento en su última película Varda par Agnès (2019), que reflexiona sobre el rodaje de Jacquot de Nantes (1991), la primera de las tres películas que hizo sobre su marido Jacques Demy en los años siguientes a su muerte. Mientras agonizaba, Demy empezó a contar historias de su infancia, lo que inspiró a Varda a hacer una película sobre su formación como director de cine.

A lo largo de la narración de su juventud se intercalan planos de Demy en primer plano, como si la cámara acariciara suavemente sus manos, sus mejillas, su barbilla, su pelo. Un entrevistador pregunta a Varda si se trata de un intento de detener el tiempo o anticiparse a la muerte. Ella responde que su intención era más bien la contraria: quería moverse con el tiempo, saborear tiernamente la vida mientras duraba, en lugar de pensar morbosamente en su final.

Jacquot de Nantes comienza con un verso de un poema de Charles Baudelaire, que Varda lee en voz alta y que podría aplicarse igualmente a su extraordinaria obra: “Conozco el arte de evocar momentos felices”. Esos momentos siguen vivos.

 

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