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La identificación del imperialismo como una época terminal conduce a suponer que el capitalismo se encamina en forma automática hacia su propio colapso.

Imperialismo: ¿etapa final o temprana?

Un gran aporte de Lenin fue percibir la existencia de un período específico del capitalismo: el imperialismo. Pero para comprender el imperialismo de nuestro tiempo es indispensable reconocer las discontinuidades con la época de Lenin.

La visión de Lenin presenta al imperialismo como un período específico del capitalismo. Considera que los novedosos rasgos financieros, comerciales y bélicos del fenómeno expresan la vigencia de una etapa superior o última de ese sistema. Identifica además esa época con una declinación histórica, que agrava todas las contradicciones del capitalismo. Esa era de agotamiento se contrapone al auge predominante durante la etapa ascendente (Lenin, 2006).

Gestación y madurez

La hipotética existencia de un período específico del capitalismo que debatieron los marxistas a fines del siglo XIX no figuraba en la visión de Marx. El pensador alemán evaluaba a ese sistema en comparación con otros regímenes sociales, estableciendo contrastes con el feudalismo o la esclavitud. Limitaba las periodizaciones del capitalismo a los procesos de gestación de este sistema (acumulación primitiva) y a las modalidades de su desarrollo fabril (cooperación, manufactura, gran industria).

Un gran aporte de Lenin fue percibir la existencia de otro tipo de etapas e inaugurar su análisis, refinando las evaluaciones que suscitó entre los marxistas la depresión de 1873-1896. Estos debates indujeron al líder bolchevique a introducir el novedoso concepto de existencia de períodos históricos diferenciados del capitalismo. Su tesis de la decadencia estaba a tono con el clima de catástrofe que desató el inició de la Primera Guerra y que se extendió hasta el fin de la segunda conflagración mundial. Durante esos años aparecieron muchas caracterizaciones semejantes, que asociaban la generalización del belicismo con el declive del capitalismo. Este contexto impulsó a establecer una separación cualitativa entre la prosperidad del siglo XIX y la declinación de la centuria posterior. No obstante, lo más llamativo ha sido la persistencia de este criterio hasta la actualidad. Distintos autores marxistas mantienen esta visión para caracterizar el escenario contemporáneo.

Estas concepciones contraponen en forma categórica los dos períodos. Consideran que la pujanza de la primera etapa fue seguida por un continuo descenso, que perdura hasta el debut del siglo XXI. La caracterización que planteó Lenin para un momento peculiar es proyectada a toda la era posterior, y el año 1914 es visto como una divisoria de aguas para el destino de la humanidad.

Con este enfoque, la evaluación de Lenin se torna omnipresente y sus observaciones de un período específico se transforman en la norma de una prolongada época. Las monumentales transformaciones que se registraron durante esta centuria quedan reducidas a una continua secuencia de equivalencias entre 1914 y 2011. Las enormes mutaciones que tuvo el capitalismo entre ambas fechas incluyen nada menos que el desenvolvimiento de distintos intentos de socialismo en un tercio del planeta. Al suponer que durante este período «solo se profundizaron las tendencias de la era leninista», se omiten estos giros ciclópeos que registró el curso de la historia. 

Para comprender el imperialismo de nuestro tiempo es indispensable reconocer las discontinuidades con la época de Lenin. La visión del dirigente bolchevique incluía una expectativa de extinción del capitalismo antes de que este sistema arribara a su madurez en el plano internacional. Esta apuesta explica la presentación del imperialismo como una etapa final de ese régimen social. 

Durante el período clásico de 1880-1914, el capitalismo alcanzó por primera vez una dimensión efectivamente mundial, que impuso la dramática rivalidad por acaparar las fuentes de abastecimiento y los mercados de exportación. Sin embargo, este alcance no implicaba plenitud capitalista, puesto que aún existían vastas regiones habitadas por poblaciones campesinas que estaban divorciadas de la norma de la acumulación. Esta subsistencia explica por qué razón Luxemburgo veía el límite del sistema en el agotamiento del entorno precapitalista. 

El imperio total del capital solo emergió posteriormente, cuando se afianzaron los tres principios de este modo de producción a escala global: el imperativo de la competencia, la maximización de la ganancia y la acumulación basada en la explotación del trabajo asalariado. La conformación del denominado bloque socialista restringió este alcance, pero su implosión posterior reabrió un escenario de universalización casi completa del capital. El imperialismo clásico constituyó una etapa del capitalismo y no su período final. Lenin tuvo el acierto de captar la posibilidad de una transición socialista, previa a la expansión generalizada del régimen precedente, y buscó un camino político para concretar esa transformación. Sin embargo, al cabo de un sinuoso curso de la historia, el capitalismo ha persistido. Soportó el cuestionamiento de levantamientos populares mayúsculos, que no fueron coronados con la erradicación del sistema.

El período analizado por Lenin no fue la última etapa del capitalismo. Constituyó tan solo una era clásica del imperialismo, que estuvo precedida por el colonialismo y fue sucedida por el imperio contemporáneo del capital. Esa fase es vista por algunos autores como un momento intermedio de la expansión global (Amin, 2001) y es considerada por otros analistas como una etapa temprana de esa ampliación (Harvey, 2003; Wood, 2003; Panitch y Gindin, 2005). No obstante, en ningún caso constituyó un estadio terminal del sistema.

Las mutaciones del siglo XX

Algunas evaluaciones cuestionan la tesis de una «etapa final», objetando la visión del imperialismo como período singular del capitalismo. Postulan el análisis del fenómeno como un dato permanente del sistema. Con ese criterio subrayan las distintas modificaciones que registró el imperialismo en función de las transformaciones análogas que tuvo el modo de producción. Reemplazan la visión tradicional del fenómeno como un momento cronológico por su estudio como una forma de dominación jerarquizada del capitalismo a escala global. En lugar de observar tan sólo una etapa, consideran varios períodos de este tipo (Tabb, 2007; Amin, 2001).

Este enfoque contribuye a cuestionar el erróneo concepto de «etapa última» como un estadio que irrumpió en ciertas circunstancias y se ha perpetuado para siempre. Se plantea acertadamente que el imperialismo no es una noción inmutable, ni intocable. Sin embargo, la idea de una variedad de imperialismo con anterioridad al siglo XX diluye la especificidad de este concepto en comparación con el colonialismo y debilita su conexión con una época de creciente consolidación del capitalismo. Lo más adecuado es destacar que el debut del imperialismo corresponde al momento señalado por Lenin y que desde ese surgimiento atravesó por tres períodos diferenciados.

Primero, el imperialismo clásico correspondió a una era de expansión económica con gran protagonismo de la empresa privada, en un marco de ampliación de las reservas territoriales. En ese momento, la asociación mundial del capital era limitada y las crisis cíclicas devenían con cierta automaticidad en aceleradas recomposiciones del nivel de actividad. 

Posteriormente surgió el imperialismo de posguerra con el fin de las confrontaciones interimperiales y el entrelazamiento de capitales de diverso origen nacional. En esta etapa, el fenómeno estuvo muy conectado con el novedoso intervencionismo estatal, que aseguró la continuidad de la acumulación. Desde la segunda mitad del siglo XX, las finanzas públicas socorrieron a los bancos en los momentos de urgencia y apuntalaron el desenvolvimiento corriente de estas entidades. El gasto público se transformó en un dato perdurable, que reflejó la necesidad de suplir las limitaciones reproductivas del sistema con auxilios estatales. 

Este cambio ilustró la pérdida de energías espontáneas que sufrió el capitalismo para sostener su propio desenvolvimiento e introdujo un nuevo parámetro para establecer diferencias cualitativas entre el surgimiento y la madurez de este modo de producción. Esa transformación inauguró también la presencia de nuevos tipos de contradicciones, resultantes del funcionamiento más complejo que presentó el capitalismo de posguerra. Las dificultades que enfrentó la reproducción del sistema generaron desequilibrios más variados.

Finalmente, en el período neoliberal se consumó otro giro de gran alcance, que dio lugar al surgimiento de otra etapa del capitalismo. La continua intervención estatal ilustra la persistencia de muchos rasgos de la era precedente, pero el sentido de esa acción ha cambiado. Ya no apuntala mejoras sociales o políticas keynesianas de inversión, sino que sostiene una reorganización regresiva atada a las normas de la mundialización neoliberal.

Estas tres etapas del siglo XX-XXI no son comprensibles mediante simples distinciones entre épocas ascendentes y declinantes del capitalismo. Incluir a todos los períodos (período clásico, posguerra y neoliberalismo) en una megaetapa de descenso histórico genera más problemas que soluciones. Dificulta la explicación de las enormes diferencias que separan a cada uno de esos momentos. La contraposición binaria entre auge y decadencia impide captar esas transformaciones, y al eludir ese análisis se navega en un mundo de generalidades.

La tesis de la decadencia es habitualmente expuesta junto a teorías de la crisis permanente del capitalismo, que olvidan la localización o temporalidad circunscripta de esas disrupciones. La imagen de un estallido constante, sin fecha de inicio, puntos de agravamiento o momentos de distensión, conduce a evaluaciones indescifrables. Frecuentemente se realzan las tensiones contemporáneas como un dato totalmente novedoso, olvidando que la ausencia de armonía es un rasgo característico del sistema vigente. Las crisis constituyen solo un momento de quiebra del capitalismo y no una fase constante de funcionamiento de este sistema.

La identificación del imperialismo como una época terminal conduce a suponer que el capitalismo se encamina en forma automática hacia su propio colapso. En lugar de captar los múltiples desequilibrios que genera un sistema de competencia por lucros surgidos de la explotación, se estima que el sistema se desliza hacia algún desmoronamiento fatal. Esa declinación es atribuida a la simple regresión de las fuerzas productivas. 

No obstante, esta visión omite que ningún régimen colapsa por acumulación intrínseca de desequilibrios económicos. Es la acción política de los sujetos –organizados en torno a clases dominantes y dominadas– aquello que determina la caída o supervivencia de un sistema social. La vieja creencia en la existencia de límites económicos infranqueables para la continuidad del capitalismo ha sido desmentida en incontables oportunidades. No es el agotamiento de los mercados o la insuficiencia de plusvalía lo que erradicará a ese régimen, sino la maduración de un proyecto político socialista.

¿Otro tipo de sistema?

La mirada del imperialismo contemporáneo centrada en contrastar una vieja etapa de progreso con un período actual de decadencia resalta la denuncia de un sistema que amenaza el futuro de la sociedad humana. Sin embargo, ¿es correcto abordar esa crítica contraponiendo ambas etapas? ¿Cuál es el significado exacto de la noción de declive histórico? 

Algunas caracterizaciones interpretan este concepto como una combinación de estallido financiero con deterioro energético, ambiental y alimenticio, en escenarios geopolíticos dominados por una pérdida de brújula del capitalismo. Estiman que la agonía del sistema obedece a la dominación de las finanzas, a obstrucciones en el cambio tecnológico y al reemplazo de las viejas fluctuaciones cíclicas por una declinación continuada (Beinstein, 2009a; 2009b; 2009c).

Sin embargo, la cronología de ese crepúsculo no queda establecida con nitidez. A veces se sitúa su inicio en 1914 y en otros casos este se ubica en los años setenta, aunque la caída siempre es contrapuesta a la pujante era industrial del pasado. Se supone que el capitalismo languidece desde hace mucho tiempo, pero no se precisa cuándo comenzó la regresión. Si esa declinación es fechada a principios del siglo XX, se torna imposible explicar el boom de la posguerra, que involucró índices de crecimiento superiores a los de cualquier etapa precedente. Si se ubica el debut del estancamiento en los años setenta, no se entiende cuáles fueron los acontecimientos que desataron ese ocaso. 

No obstante, el principal problema de esta visión es su presentación del capitalismo como un sistema que funciona con los parámetros de otro modo de producción. Si las transformaciones que se puntualizan han alcanzado la envergadura descripta, el régimen imperante ha perdido las principales características de la estructura que analizó Marx. La discusión, por tanto, debe referirse más a la subsistencia del capitalismo que a su estadio histórico. 

Un régimen económico acechado por el estancamiento perdurable y sometido a la succión financiera de todos sus excedentes ya no se desenvuelve en torno a la extracción de plusvalía. Este fundamento sólo tiene sentido en una formación social regulada por la competencia en torno a beneficios surgidos de la explotación. En ese sistema los procesos de acumulación están centrados en la esfera productiva y se desenvuelven mediante fases de crecimiento y depresión. Si esta secuencia ha desaparecido, la ley del valor ya no cumple un papel rector y otras normas determinan las tendencias de la economía real. Con esa mirada, el viejo concepto de capitalismo ya no se amolda a la nueva realidad. 

Existe un distanciamiento manifiesto entre el razonamiento de Marx y diversas concepciones posteriores del imperialismo. El primer enfoque resalta desequilibrios objetivos del capitalismo y el segundo se fundamenta en teorías de la dominación internacional. Estas visiones ponen el acento en el militarismo y diluyen las conexiones existentes entre la función opresiva de la violencia y la dinámica competitiva de la acumulación.

La teoría del declive terminal percibe con más acierto una peculiar contradicción reciente: la combinación de sobreproducción de bienes industriales y subproducción de materias primas (Beinstein, 2005). Sin embargo, también aquí el problema es la valoración de ese desequilibrio. No es lo mismo asignarle un alcance específico derivado de múltiples desproporciones coyunturales, que interpretarlo como una expresión de resurgimiento precapitalista. Con esta segunda mirada se estima que la escasez de insumos básicos tiende a crear una situación semejante a la observada en los siglos XVI y XVII. 

Esta analogía refuerza la presentación del capitalismo contemporáneo como un sistema que opera con otros principios, y por esta razón se olvidan algunas diferencias claves con los regímenes precedentes. Mientras que los trastornos de subproducción que acosaban al Medioevo derivaban de calamidades climáticas, sanitarias o bélicas, las insuficiencias de la época en curso provienen de la competencia por explotar los recursos naturales con criterios de rentabilidad. Las carencias del pasado obedecían a la inmadurez del desarrollo capitalista y los faltantes actuales expresan la vigencia plena de este sistema.

El contraste simplificado entre un período floreciente y otro decadente del capitalismo pierde de vista los rasgos del sistema, que han sido comunes a todas sus etapas. Al enfatizar esa separación se desconoce cuáles son las reglas de funcionamiento expuestas por Marx y se utilizan criterios más afines al estudio de otros regímenes sociales. 

El uso de estos parámetros conduce frecuentemente a buscar pistas de esclarecimiento en comparaciones con la Antigüedad y en analogías con el declive del Imperio Romano. Esta semejanza es particularmente tentadora para quienes consideran que el capitalismo contemporáneo atraviesa la etapa final de su decadencia.

Los principales parecidos entre ambos declives son habitualmente ubicados en el estancamiento productivo, la sobreexplotación de los recursos naturales y la depredación de los recursos estatales por parte de los grupos dominantes. Las adversidades generadas por la sobreexpansión militar del imperialismo norteamericano también son asociadas con lo ocurrido al comienzo del primer milenio. 

No obstante, al realizar estos paralelos suele olvidarse que el poder de Roma descansaba en la propiedad territorial y que el imperio del capital se asienta en la explotación del trabajo asalariado. De esta distinción surgen criterios de estudio muy diferentes. No es lo mismo la centralidad del cultivo agrícola que la preeminencia de la producción industrial, ni tampoco es equivalente el sobretrabajo de los esclavos a la plusvalía de los obreros. Un modo de producción que sobrevive conquistando territorios no tiene los mismos requerimientos que otro asentado en la productividad de las empresas. 

El reconocimiento de estas distinciones no es una minucia historiográfica. Conduce a evaluar la presencia de regímenes sociales cualitativamente distintos y, por lo tanto, sometidos a cursos de evolución muy divergentes. Los ejercicios de futurología pueden ser estimulantes si las similitudes formales no obnubilan esta disparidad de trayectorias.

¿Críticas al capitalismo o a su estadio?

El análisis del imperialismo fundado en la óptica de la decadencia presenta las atrocidades que despliega el gendarme norteamericano como un ejemplo del declive. Considera que el carácter brutal de las invasiones, las ocupaciones y las masacres que perpetra el Pentágono ilustra esa declinación (Beinstein, 2005). 

Sin embargo, esta mirada confunde la denuncia con la interpretación. No es lo mismo repudiar con vehemencia los atropellos imperiales que identificar estas acciones con la regresión histórica. Si se considera que esas monstruosidades son peculiaridades de la ancianidad del capitalismo, hay que imaginar su ausencia en las etapas anteriores de ese modo de producción. Los desaciertos de esa evaluación saltan a la vista.

Es sabido que la violencia extrema acompañó al capitalismo desde su nacimiento. Las ciencias sociales no han aportado hasta ahora ningún barómetro serio para cuantificar si esa coerción se atenuó, se incrementó o se mantuvo constante en los últimos siglos. Sólo puede constatarse que los períodos de mayor cataclismo fueron seguidos por treguas pacificadoras, que a su vez prepararon nuevas masacres. La trayectoria que presentaron las distintas modalidades del imperialismo se ajustan a esta secuencia. 

Cualquier otra presentación histórica de esta dramática evolución conduce a indultar a un régimen social que se ha reproducido generando incalificables tragedias, en todos sus estadios. Son tan ingenuas las creencias en la madurez civilizatoria del capitalismo actual como los diagnósticos del mayor salvajismo registrado en este período.

El problema que afronta la humanidad desde hace mucho tiempo es la simple permanencia del capitalismo. Cuando se cargan las tintas en identificar la barbarie sólo con el presente, queda abierto el camino para una idealización del pasado. Se olvida la trayectoria seguida por un modo de producción asentado en la explotación, que se edificó sobre la base de terribles sufrimientos populares. La etapa en curso no es más atroz que las anteriores. Los tormentos de las últimas décadas han continuado la pesada carga de las devastaciones previas.

El capitalismo se gestó con la sangría de la acumulación primitiva en Europa, se erigió con la masacre demográfica de los pueblos originarios de América Latina, cobró forma con la esclavización de los africanos y se afianzó con el avasallamiento colonial de la población asiática. El simple punteo de estas carnicerías alcanza y sobra para desmentir cualquier supuesto de benevolencia en el origen del capitalismo. Es totalmente arbitrario presentar las masacres contemporáneas como actos más vandálicos que estos antecedentes. El problema no es la decadencia, sino las tendencias destructivas intrínsecas de este modo de producción.

La imagen de un período ascendente de paz y progreso opuesto a otro declinante de guerras y regresiones no se corresponde con la historia del capitalismo. No obstante, esta caracterización reapareció una y otra vez y logró gran predicamento en los períodos de mayor tragedia bélica. En esos momentos fue muy corriente la comparación con los momentos de menor militarización. 

Este diagnóstico fue especialmente expuesto por los teóricos marxistas del imperialismo clásico, que reflejaron el clima de cataclismo de su época. El gran problema posterior ha sido la extrapolación mecánica de estas caracterizaciones a circunstancias de otro tipo. Se ha ignorado que esos diagnósticos no fueron concebidos como fórmulas eternas. 

La proyección de esas evaluaciones a distintos tiempos y lugares introduce una fuerte distorsión en la crítica del capitalismo. Este cuestionamiento queda localizado en un período histórico y no en la naturaleza del sistema. Por esa vía se propaga la denuncia de la declinación en desmedro de las objeciones al funcionamiento interno de este modo de producción. No se cuestionan tanto la explotación, la desigualdad o la irracionalidad, sino la inoportunidad histórica de estas acciones. Lo más erróneo es suponer que la batalla contra el capitalismo sólo se justifica en la actualidad y que no tuvo fundamento durante la formación o consolidación de este sistema.

Esta última equivocación arrastra un pesado legado de razonamientos positivistas, que influyeron negativamente en el marxismo. Durante mucho tiempo incidieron las teorías que invalidaban cualquier acción contraria al «desarrollo de las fuerzas productivas» o al desenvolvimiento de una «etapa progresista» del capitalismo. Ciertas corrientes políticas situaban esos períodos en el siglo XIX y otras los extendían a segmentos de la centuria siguiente. En este segundo caso enfatizaban especialmente la gravitación de estos procesos en los países dependientes.

Con estas clasificaciones se adoptó una mirada mecanicista sobre el devenir del sistema. Se omitió que esa evolución nunca estuvo predeterminada y que las posibilidades de mutación histórica a favor de los oprimidos siempre estuvieron abiertas. Es equivocado suponer que en algunos estadios el capitalismo constituyó la única (o la mejor) opción para el desenvolvimiento de la humanidad. 

La trayectoria que siguieron los sucesivos modos de producción (y sus diversas formaciones económico-sociales) nunca estuvo preestablecida por alguna ley de la naturaleza. En cierto marco de condiciones objetivas, el curso prevaleciente siempre emergió de los desenlaces que tuvieron las luchas políticas y sociales. 

Al observar el proceso histórico desde esta óptica se pone el acento en el cuestionamiento del capitalismo como régimen de opresión, sin ensalzar su ascenso ni objetar su descenso. De esta forma se evita la presentación unilateral de ciertos acontecimientos contemporáneos como peculiaridades de la decadencia, cuando en realidad fueron rasgos corrientes del pasado. 

El siglo XIX incluyó, por ejemplo, declives de potencias hegemónicas (Francia), oprobiosos actos de especulación financiera (desplome bursátil de las acciones ferroviarias), tormentosas situaciones de miseria popular (hambrunas y emigraciones masivas de 1850-1890) y etapas de impasse de la innovación (antes de la electrificación).

La primacía de la acción política

La crítica al capitalismo como sistema en todas sus etapas es congruente con la mirada que tuvieron los marxistas clásicos del imperialismo como un momento histórico de transición al socialismo. Atribuían esta evolución al creciente antagonismo creado por la socialización de las fuerzas productivas a escala mundial y la persistente apropiación privada por parte de minorías privilegiadas. Este postulado ha sido actualizado por varios autores.

Esta tesis mantiene su validez en términos genéricos, pero conviene precisar su alcance específico. No implica desemboques inexorables y su consumación es muy dependiente de la maduración alternativa de un proyecto socialista. El capitalismo es un régimen social afectado por crecientes contradicciones y no por un destino de estancamiento y desplome terminal. No tiende a disolverse por puro envejecimiento y carece de una fecha de vencimiento en la esfera estrictamente económica. 

Esta problemática tiene importantes implicancias políticas. Al resaltar el carácter tormentoso del capitalismo se identifica su continuidad con perturbaciones constantes. Esas convulsiones se traducen en agresiones contra los pueblos, que desatan reacciones y una fuerte tendencia a la resistencia social. De esa lucha depende el futuro de la sociedad. Si las clases explotadas logran construir su propia opción política, también podrán avanzar hacia la erradicación del capitalismo. Sin embargo, si esa alternativa no emerge o no encuentra cursos de acción victoriosos, el mismo sistema tenderá a recrearse una y otra vez.

El problema de la sociedad contemporánea no radica, por lo tanto, en la declinación del régimen imperante, sino en la construcción de una opción superadora. Esta edificación ha estado históricamente rodeada por cambiantes contextos de mejoras populares y agresiones patronales. Quienes desconocen esta fluctuación suelen suponer que en el «capitalismo decadente ya no hay reformas sociales». 

Esa visión impide registrar el contraste que históricamente se registró entre las épocas de reforma social (1880-1914) y los períodos de atropellos capitalistas (1914-1940). Este contrapunto avizorado por los marxistas clásicos se repitió posteriormente. Una secuencia de avances sociales acompañó al Estado de Bienestar (1950-1970) y otra escalada inversa de golpes patronales ha prevalecido desde el ascenso del neoliberalismo (1980-1990). 

El capitalismo no es un sistema congelado, que arremete sin pausa desde hace un siglo contra los logros obtenidos a fines del siglo XIX. Es un régimen sometido a la tónica que imponen la lucha de clases y las relaciones sociales de fuerza imperantes en cada etapa.

 


[*] El texto anterior es un extracto de Bajo el imperio del capital (Luxemburg, 2011).

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