«El senador Gustavo Petro debe explicar si recibió dinero de Miguel Rodríguez Orejuela. Un allegado de Miguel Rodríguez, en tiempo reciente, ha afirmado que le dieron un millón de dólares al señor Petro», señalaba semanas atrás Álvaro Uribe Vélez ante la plenaria del Congreso. Agregaba, además, que para el supuesto pago –efectuado por el jefe del cartel de Cali al líder de Colombia Humana– «se utilizó el canal de Venezuela».
Nunca se había visto a Uribe emitir ataques de tal pompa. Durante una década, su figura permaneció impávida, cobijada por la gracia que el consenso popular y las mayorías políticas le concedían. Elegido por primera vez presidente en 2002, Uribe devino rápidamente en el líder político de mayor proyección nacional, ganando al instante simpatías suficientes para consolidar su imagen como el mejor presidente de la historia de Colombia.
Eso sí, no hubo encuentro regional en el que el patriarca colombiano permaneciera impasible. La estatura de Uribe, disminuida ante el encuentro con otros jefes de Estado, buscaba recomponerse al hacer de cada cumbre Latinoamericana una pelea de gallos. «Águila no caza moscas», solía decir Hugo Chávez.
«Oiga, Álvaro, ¿usted está juntando a Rodríguez Orejuela con Chávez, diciendo que yo recibí un millón de dólares de ese señor con una transacción de los venezolanos chavistas?». El asombro de Petro ante el ataque proferido en plena transmisión oficial del Congreso no podía ser otro. El capo del cartel de Cali fue preso en 1995, mientras que Chávez alcanzó la presidencia en 1998. «¿Usted está desesperado, o qué es lo que le pasa?» le preguntaba, desconcertado, el senador progresista al expresidente. Sí, Uribe está desesperado, y buenos motivos tiene para ello.
Poco más de un año bastó para que el actual gobierno vea desplomado su prestigio. Los recientes escándalos envolviendo a Iván Duque y a su vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, por compra de votos y vínculos con el crimen organizado, se suman a la avalancha de denuncias en contra del líder del Centro Democrático por sus nexos con el narcotráfico y el paramilitarismo. Las acusaciones contra el expresidente y su más íntimo círculo han ido sumando un torrencial criminal inocultable conduciendo, formalmente el día 4 de agosto de 2020, al pedido de aseguramiento preventivo de Álvaro Uribe Vélez, quien es hoy investigado por delitos de soborno y fraude procesal (una medida aplicada de forma inédita a un expresidente). Fuera de las denuncias formales, la popularidad del hoy congresista se ha casi invertido: Uribe ha pasado de contar con una favorabilidad por encima de 60% en 2005 a una desaprobación de 62% en 2020.
En un contexto de efervescencia social, tras haber vivido el ciclo de protestas más importante desde la vendetta popular de 1948 desatada por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, Uribe enciende las alarmas: bajo el nombre de «etapa prechavista», denuncia una artimaña de la oposición consistida en deslegitimar a las instituciones para hacerse con el poder y transformar a Colombia en otra Venezuela. El humo verbal del uribismo denota la existencia de un incendio en alguna parte. Permitámonos atender sus señales y explorar la lubre de esta supuesta «etapa prechavista».
Entre oligarquía y narcoburguesía
Las estructuras de poder en Colombia han mantenido, históricamente, un arreglo profundamente hermético y jerárquico. Élites terratenientes e industriales dieron forma a las dinámicas productivas, en cuanto acaudalados liberales y conservadores organizaron la disputa político-institucional; el predominio de las oligarquías tradicionales data de tiempos coloniales.
La década de 1940 vio avivado el clamor popular por participación política e inclusión económica, profusamente palpable en el grito de Gaitán: «Pueblo, por la derrota de la oligarquía, ¡a la carga!». Con impía represión fue contestado el movimiento gaitanista, dando curso a un régimen de poder pactado a puerta cerrada por las clases dominantes, conocido como el Frente Nacional (1958–1974). Durante este periodo, las preponderantes élites terratenientes se sobrepusieron a las industriales, suscitando un proceso de despojo y acumulación de tierras por vía legal, consumado en el Pacto de Chicoral (1972).
Entre el despojo y la pauperización rural, la vida en el campo se tornó inclemente, propiciando una migración masiva de trabajadores rurales a los cinturones urbanos. Abrazados a su propia suerte, los campesinos, resueltos a conservar sus tierras, encontraron en el cultivo de la hoja de coca un precario medio de subsistencia y, en las FARC, una representación de sus demandas. Durante el transcurso de los años 80, la guerrilla engrosó sus filas y capilaridad regional asumiendo, a su vez, un papel importante en un creciente y lucrativo mercado ilícito.
No obstante, los mayores beneficiarios de este rediseño demográfico y productivo fueron los perpetradores del despojo: terratenientes, ganaderos y narcotraficantes multiplicaron sus fortunas y expandieron su predominio territorial constituyendo, así, una nueva burguesía regional.
Con el fin de despojar humildes campesinos y expandir su predominio tanto como defender las fortunas ya acaparadas, las emergentes élites narcocapitalistas financiaron y entrenaron escuadrones de la muerte. Así fue como Colombia llegó a ostentar el mayor índice de concentración de tierras rurales en todas América Latina, consagrándose a su vez como el país con más desplazados internos del planeta.
Entre tierras, narcos y mercenarios creció la familia Uribe Sierra; si bien la figura de Álvaro Uribe Vélez se forjó en las entrañas de la emergente burguesía narcoganadera, no podemos permitirnos aquí ambigüedades: el uribismo denota un fenómeno de profundo arraigo.
Tras el Frente Nacional, los partidos Liberal y Conservador fueron perdiendo capilaridad. Era claro ya que ambas élites representaban un mismo proyecto político en el que –en palabras de Gabriel García Márquez– lo único que las diferenciaba era que liberales iban a misa de cinco y conservadores a misa de ocho. El péndulo electoral, más allá de tintes rojos o azules, osciló entre la paz y la guerra. Asimismo, las gruesas periferias urbanas, sobrepobladas por las migraciones rurales, fueron conformando masas desprovistas de representación política.
Mientras el discurso de las FARC se tornó anodino en las amplias capas urbanas, la guerrilla del M-19 ganó, desde 1970, considerable proyección. «¿Falta de energía . . . Inactividad?», «¿Parásitos . . . gusanos? Espere», «Ya llega el M-19». Sugerentes anuncios publicitaros dieron curso a fantásticas operaciones militares, cautivando al instante a la opinión pública. En paralelo, la centroizquierda fue conformando un nuevo espectro político en oposición a la creciente incorporación de la narcoburguesía a los partidos tradicionales, organizada en torno al Nuevo Liberalismo de Luis Carlos Galán. Con el oxígeno generado a partir de las negociaciones de paz de 1985 surgió la Unión Patriótica, partido político que buscaría, sumando a la izquierda desarmada y a los movimientos sociales, asaltar el cielo por vía electoral.
La furia del poder no se hizo esperar. Mas de 4.000 miembros de la Unión Patriótica fueron ferozmente asesinados, entre ellos concejales, congresistas y candidatos presidenciales. Similar suerte corrió Galán, baleado al disponerse a dar un discurso en plaza pública, en plena campaña presidencial. Y el M-19, aplacado por la guerra sucia desatada entre militares y paracos, acabó desprestigiado por una mentira oficial, que ha procurado y procura aún vincular la toma del Palacio de Justicia con Pablo Escobar.
De la desmovilización del Eme en 1991 surgió una constituyente mucho más afecta a la participación del pueblo que su antecesora de 1886. Sirvió también de bisagra la nueva constitución para formular la apertura de mercados como política de Estado, estrechamente alineada al por entonces flamante Consenso de Washington (1989).
El calor de la violencia desatada por las clases dominantes fue fraguando entre sus brasas una nueva estructura de poder: oligarquías tradicionales y emergentes narcoburguesías regionales articularon una fuerza promotora de fuertes elementos statuquistas, a su vez defensora a ultranza de una agenda neoliberal.
No obstante, los afectos populares permanecían ausentes en esta nueva articulación. Fruto del desprestigio en que permanecía el bipartidismo, el pacto entre actores nacionales y regionales –aunque poseedor de complejos aparatos represivos– no disponía de condiciones para liderar un proceso nacional-popular y conformar, así, un nuevo bloque histórico.
En medio del fugaz crecimiento del paramilitarismo y el espaldarazo oficial de Washington al predominio de las élites mediante el Plan Colombia, el rotundo fracaso de las negociaciones del Caguán cimentó, a principios de los años 2000, un amplio discurso popular anti-FARC.
La pista estaba asfaltada. En coral, la candidatura de Uribe de 2002 fue votada tanto por liberales como por conservadores. Por vez primera, un individuo no proveniente de las élites tradicionales alcanzaba la condición de presidente; ningún candidato presidencial había sido electo en primera vuelta desde la constituyente del 91.
La reacción de las élites
Con la llegada de Uribe al ejecutivo se disolvieron al instante distinciones partidarias, dando inicio al pacto formal entre élites tradicionales y burguesía regional. De discurso tajante y apariencia apacible, el recién electo presidente conectaba con los crecientes agravios populares antiinsurgentes, cautivando a las clases medias y bajas al conducir, en persona, consejos comunitarios. Uribe se convertía, de esta manera, en certeza instituida. Y, con él, se instauraba una nueva estructura de poder.
Como una versión criolla de la guerra preventiva, la entonces ministra de Defensa y hoy vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, expuso en 2003 la Política de Seguridad Democrática (PSD), haciendo del exterminio de campesinos una política de Estado.
Llegado el fin del segundo mandato y sin posibilidad de una nueva reelección, Uribe nombró a su más reciente ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, como su sucesor. Sobrino-nieto del expresidente Eduardo Santos y descendiente directo de la heroína independentista María Antonia Santos Plata, Juan Manuel provenía de una de las más tradicionales e influyentes líneas genealógicas de la oligarquía colombiana.
Fue justamente con Santos como ministro que la PSD desafió sus propios márgenes: masacres, desapariciones, torturas. Incluso el ataque inadvertido a territorios supranacionales, como el bombardeo en Angostura de 2008, llevando a América Latina al borde de una verdadera guerra regional. Juan Manuel prestó sus nombres a la mayor estocada paraestatal.
Tal compromiso le concedió al entonces ministro la confianza sin reservas del pater familias nacional, quien sabía que con las credenciales del apellido Santos el uribismo se aseguraba el respaldo de las élites por, al menos, otros cuatro años. Pero, por otra parte, existía una fracción de las oligarquías que ya no se sentía confortable compartiendo mesa con ordinarios rancheros regionales. ¿Y quién mejor que un Santos para restaurar el buen nombre de las «familias de bien»? Al alcanzar la presidencia, Juan Manuel quemó las mismas naves que lo habían conducido a la Casa de Nariño, y rompió definitivamente sus vínculos con el uribismo.
Alfonso Cano, comandante de las FARC, extendió al instante una invitación al presidente Santos para instaurar una mesa de diálogo entre el Gobierno Nacional y las FARC. Por su larga trayectoria en las esferas del poder, el recién electo presidente tenía plena consciencia de que las guerrillas solo podían ser derrotadas por vía política. Y sin FARC, ¿qué sería del uribismo?
Durante sus mandatos (2010-2018), Santos atendió dos frentes centrales: la aceleración del neoliberalismo y la consumación de los acuerdos de paz. El nuevo gobierno aceitó las locomotoras de la extracción mineroenergética, concedió indiscriminadamente licitaciones a gigantes transnacionales y finalizó su segundo mandato con el título del gobierno que más tratados de libre comercio había firmado en la historia de Colombia. Asimismo, el fin del conflicto armado no solo insinuaba el debilitamiento del pacto uribista, sino que también prometía el control sobre territorios con abundantes recursos, resguardados por las dinámicas de confrontación armada. Lo que se tramaba no era una simple agenda de gobierno, sino el diseño para conformar una nueva organización del poder.
Pero fracasa el santo en conceder milagros. Sin lograr mayorías y con una alta desaprobación –particularmente luego de haber medido sus fuerzas, infructuosamente, con el uribismo en el plebiscito de 2016– el santismo nunca llegó a consolidarse.
Uribismo en cuidados intensivos, petrismo en sala de parto
Si, por un lado, el gobierno de Santos adelantó una agenda económica profundamente regresiva, el proceso de paz habilitó una inadvertida pluralidad política por otro.
Las negociaciones de paz fueron desarmando el sistema de principios que daban sustento a la hegemonía uribista, abriendo margen para la politización de otros espacios discursivos: el paro agrario, las protestas de rappitenderos, la paralización de la educación pública eran muestras de que ya desde el periodo Santos una ciudadanía ignorada comenzaba a remover aguas.
Uribe intentó enmendar los errores cometidos con Santos. Desconocido ante la opinión pública, desprovisto de capital político propio y con cara de bonachón, Iván Duque destellaba el justo acervo de renovación política sin suponerle nuevos trastornos a su mentor. Y claro, para representar a las élites firmes en su pacto con la narcoburguesía regional, Marta Lucía Ramírez complementó la fórmula presidencial. Aunque el uribismo logró movilizar insumos paranoicos que vaticinaban para la era post-FARC una Colombia a-la-Venezuela, no ha habido costurero que remiende tal brecha. El escándalo por la compra de votos, conocido como la «ñeñepolítica», los nexos revelados de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez con el narcotráfico y los decretos presidenciales de precarización salarial dispararon la desfavorabilidad del actual gobierno, sinalizando, a su vez, el otoño del patriarca.
Casi de forma concomitante, las demandas populares por representación política –ya expresas marginalmente durante las negociaciones de paz– irrumpieron, desde Punta Gallinas a Ipiales, con potencia volcánica y proyección onírica. Lo que Uribe hoy, desesperado y preso, llama «etapa prechavista» no es más que (en términos de Ernesto Laclau) un momento prepopulista. La crisis de representación marca la apertura de un nuevo ciclo por la reconfiguración nacional de la voluntad popular.
En los subsuelos de este proceso se ha ido conformando una nueva articulación política. Antiguo militante del M-19 y exalcalde de Bogotá, Gustavo Petro fue permeando las capas populares que, dislocadas durante la hegemonía uribista, Santos no supo incorporar.
Durante su alcaldía, Petro mantuvo un objetivo central: devolver a la ciudadanía bogotana la soberanía popular. La desprivatización y financiación estatal de servicios esenciales le costó al entonces alcalde una enemistad acérrima con las élites y las mafias urbanas. A su vez, los antagonismos conformados cimentaron las bases sociales en apoyo al exmilitante del Eme, articulando formalmente el petrismo como una fuerza política de masas.
Fue en la contienda presidencial de 2018 cuando el petrismo midió sus fuerzas electorales. No se veía una campaña de plazas llenas desde el asesinato de Galán, y un candidato de la izquierda nunca había llegado a segunda vuelta presidencial. Fue una derrota con sabor a triunfo. El Petrismo, hoy respaldado por la renovada Unión Patriótica y proyectando hacia 2022, demostró en las presidenciales su vocación de victoria (lo reprimido remonta haciendo de su hartazgo preñez).
Electoralmente hablando, más que en las élites tradicionales, es en el Partido Verde donde reside el freno para el Petrismo. Así como el New Labour de Tony Blair fue la configuración de una izquierda neoliberal funcional a la hegemonía thatcherista, los verdes presentan la tercera vía funcional al poder de las clases dominantes. Si bien no suponen una alternativa real a los antagonismos conformados históricamente, cuentan con capacidad para disputar las demandas de este nuevo ciclo político. Son los antagonismos discursivos, en la búsqueda por englobar a los subrepresentados en la conformación de una fuerza plebeya, lo que caracteriza un nuevo ciclo, de larga duración, en la política en Colombia.
De criminal lo acusa el uribismo; de populista lo tildan los verdes. «Ahora entiendo ese desespero. Es que el tema de Marta Lucía Ramírez, de sus sociedades con la mafia, de las cosas que van apareciendo tienen que llevarlo a usted a ensuciar a todo el mundo, como si todos fueran como usted», respondía Petro a ante las imaginativas acusaciones de Uribe en el congreso. «Bautíceme como lo que soy, un revolucionario, y pobre, porque tengo embargada mi casa y las multas del gobierno no me dejan respirar». En algo no se equivocan los verdes: el Petrismo lleva como bandera política la soberanía popular.