El artículo a continuación fue publicado originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.
Cierto «aristotelismo» infantil ejerce presión sobre la izquierda brasileña. Se repite una y otra vez que el Partido de los Trabajadores (PT) es un partido reformista. Y de ello se deriva como conclusión que en el PT todos son reformistas. Pero es más complicado que eso. Y así, también se repite que el Partido Socialismo y Libertad (PSOL) es un partido electoral, por lo que «en el PSOL todos son electoralistas». Pero, también en este caso, es más complicado que eso. El Partido Comunista de Brasil (PCdoB) y el Partido Comunista Brasileño (PCB) serían partidos de tradición estalinista. Por lo que «todos sus militantes son estalinistas». Sólo que, una vez más, es más complicado que eso. Quienquiera que entre las filas de la izquierda imagine la posibilidad de un proyecto estratégico para la revolución brasileña sin la presencia y el liderazgo de cuadros que en otros momentos hayan discrepado de nosotros, habrá perdido la cabeza. No pocos dirigentes que en algún momento militaron en las filas de la izquierda radical se han desplazado hacia posiciones más moderadas. Sin embargo, al igual que algunos se han desplazado hacia el reformismo, otros se han desplazado hacia la izquierda.
El principio de identidad es una ley de la lógica formal, una idea poderosa, y ese principio contiene siempre un grano de verdad que no deja de ser útil. Pero la realidad es dialéctica y, por tanto, contradictoria. La clave está en saber interpretar la dinámica del cambio y, sobre esa base, determinar hacia dónde vamos. La idea de que mañana será como ayer es una trampa aristotélica. Es esa una cuestión de gran importancia, pues en el seno de la izquierda radical hay una mayoría que cree que es imposible que el gobierno de Lula haga un giro a la izquierda. No es cierto que sea imposible. Podrá ser cuestionable, improbable, incierto, pero no es imposible. Gustavo Petro se apoyó en la movilización de masas y se solidarizó con la convocatoria a la huelga general en Colombia cuando vio rechazados en el Senado sus proyectos de ley. Líderes reformistas son susceptibles de giros, de desplazamientos.
A los 78 años, Lula sigue siendo el principal dirigente de la izquierda en Brasil y sigue siendo una esfinge. Conocemos su trayectoria, pero no podemos anticipar sus próximos movimientos. Lula se ha reinventado a sí mismo demasiadas veces.
Entre 1966 y 1978, durante sus años de formación, llegó a ser el más capaz de los líderes que surgieron dentro del aparato sindical y se proyectó a través del extraordinario papel que desempeñó al frente de las huelgas de los trabajadores metalúrgicos de la región del ABC, con un discurso clasista. Fue su momento incendiario.
Entre 1979 y 1991, asumió el papel de líder político de un partido de izquierda en cuyo programa ocupaba el centro la lucha contra la dictadura militar y la expresión independiente de la clase obrera y en representación del cual obtuvo una victoria espectacular al pasar a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 1989, en defensa del socialismo. Fue su momento rojo.
Entre 1991 y 2002, ocupó el centro de la corriente interna del PT que se encargó de profesionalizar una poderosa maquinaria electoral y, por tanto, altamente burocratizada. Fue su momento reformista.
Entre 2002 y 2014, llevó al PT a ganar cuatro elecciones seguidas y, desde el poder, lideró un gobierno de concertación social casi sin tensiones con la clase dominante. Fue su momento presidencial.
Pero desde 2016, cuando el núcleo más fuerte de la burguesía brasileña decidió derrocar al gobierno de Dilma, se vio perseguido como enemigo público número uno y encarcelado. Fue su momento de mártir.
Lula es el candidato de izquierda que está mejor situado para derrotar a Bolsonaro en una segunda vuelta en 2026. Y lo está porque es el único que puede ganar. En todo momento la fuerza cuenta más que ninguna otra cosa. Esa influencia descansa en el apoyo de que goza entre las capas más pobres, pero también entre los sectores más organizados de la clase trabajadora. No se trata sólo de una audiencia electoral. La influencia de Lula se canaliza también a través de decenas de miles de militantes activos en sindicatos y movimientos populares y del profundo arraigo del PT como el mayor partido de izquierda.
Es cierto que el PT es un partido electoral, pero hay que tener cuidado a la hora de compararlo con el peronismo en Argentina. El peronismo no es estrictamente un partido, sino un movimiento político con numerosas y diversas alas públicas, incluso contrapuestas, que no es independiente de la clase dominante. El PT es un partido reformista, pero es independiente de la burguesía.
Lula es, por supuesto, un reformista moderado. La diferencia entre reformistas y revolucionarios no está en quiénes sean más pacientes y quiénes más impetuosos. Tampoco está en quiénes exhiban mayor coraje y quiénes mayor prudencia. Ni está en quiénes se muestren más inquietos y quiénes más calmados ni la marcan quienes tengan mayor prisa. La diferencia no es cuestión de temperamento. No escasean entre los revolucionarios quienes se muestran equilibrados, tranquilos e incluso serenos. Y entre los moderados no faltan personalidades inquietas, audaces y hasta combativas.
La diferencia no se concentra en la lucha por las reformas. Tanto reformistas como revolucionarios luchan por reformas. Tampoco se reduce a la voluntad de luchar políticamente por el poder. Todos aspiran a hacerse con el poder. La cuestión es el programa.
El programa revolucionario consiste en llevar hasta el final la lucha por las reformas, es decir, hasta la ruptura con el capitalismo. El reformista está limitado por su negativa a romper con la clase dominante y por su acomodación a un proyecto de regulación del capitalismo.
Pero en la tradición marxista, los revolucionarios, que son minoría salvo en situaciones de crisis revolucionaria, jamás han sido un obstáculo para que los partidos reformistas y las direcciones moderadas lleguen al poder a través de elecciones. La consigna de los revolucionarios frente a los reformistas siempre ha sido: «lucha por el poder, rompe con la burguesía».
En la izquierda brasileña todavía prevalece el desconocimiento de cuál era la táctica central de los bolcheviques entre febrero y octubre de 1917.
La táctica defendida por Lenin no se expresaba sólo en la consigna de pan, paz y tierra. Se expresaba también, y ello de forma aún más decisiva, en la consigna de Todo el Poder a los Soviets.
Sin embargo, antes de septiembre de 1917, los bolcheviques eran minoría en los soviets. La mayoría de los representantes elegidos eran obreros, campesinos y soldados que seguían a los eseristas y mencheviques. Esos partidos también eran mayoría en el gobierno provisional, dirigido por Kerensky, pero en el que también figuraban representantes de la clase dominante. Durante meses, de acuerdo con la orientación convenida en las Tesis de Abril, los bolcheviques emplazaron a los reformistas a romper con la burguesía. «Fuera los ministros del gobierno capitalista», rezaba la consigna que por entonces coreaban. Y emplazaron a los reformistas a llegar hasta el final y tomar el poder. Si lo hacían, los bolcheviques los apoyarían frente a la contrarrevolución, aunque sin entrar en el gobierno. Serían leales. Si se quiere, una especie de «artilugio».
La táctica formulada por Lenin pasó a la historia del marxismo con el nombre de lucha por el gobierno obrero y campesino, tal como habría de refrendarse en los primeros congresos de la III Internacional. Sería una vía transitoria en el camino hacia la ruptura socialista. Entre abril y julio de 1917, Lenin no descartó la posibilidad de que ello pudiera ocurrir si se lograba desplazar a Kerensky, si bien a ese respecto albergaba el mayor de los escepticismos. Fue esa la táctica que en sus mejores momentos desplegara el Partido Comunista de Alemania a principios de los años veinte. A ojos de Trotsky se trataba de una perspectiva sumamente improbable, si bien en el Programa de Transición de 1938 todavía se contemplaba semejante posibilidad.
Perspectiva que no ha dejado de ser útil, o que sigue siendo válida, cuando consideramos la situación brasileña. La situación creada por la derrota de la propuesta de aumentar los impuestos sobre las transacciones financieras dejó acorralado al gobierno de Lula. El Congreso se asumió a sí mismo como oposición. El centrismo arrastró consigo inclusive a la mayoría de los diputados del Partido Socialista Brasileño (PSB) y del Partido Democrático Laborista (PDT). No se trató de una votación «técnica» parlamentaria. No se llevó a cabo en nombre de una «coalición» de partidos, sino en cuanto órgano de una clase: los capitalistas. El Congreso se posicionó como órgano que unificaba a todas las alas y corrientes de la burguesía, declarándose a sí mismo instancia de gobierno y creando así una situación de «dualidad» institucional de poderes. El diseño del régimen liberal-democrático ha ido cambiando en los últimos diez años, desde que Eduardo Cunha protagonizó un golpe parlamentario disfrazado de impeachment. Pero es bueno saber cuándo la cantidad amenaza con transformarse en cualidad. Es esa una prueba a la hora de examinar la reacción de Lula. Se ha lanzado el desafío: ¿lo afrontará? Esta confrontación del Congreso con el poder ejecutivo inaugura una situación más «anárquica». ¿Fueron imprudentes? Un poco de «anarquía» conviene a las facciones burguesas mayoritarias para desgastar a Lula, mientras ejercen presión sobre la extrema derecha para que renuncie a apoyar la precandidatura de Bolsonaro y ratifique a Tarcísio de Freitas como candidato «unificado».
Un poco, ma non troppo, pues en ningún momento la burguesía se puede permitir descartar la posibilidad de que Lula reaccione y apele a la movilización popular. ¿Reaccionará el gobierno de Lula al ultimátum del Congreso? ¿Serán destituidos los ministros de los partidos centristas? Entretanto, los frentes Povo Sem Medo y Brasil Popular han convocado a una acción para el 10 de julio en São Paulo. La nueva situación exige que la izquierda abandone su inercia y busque apoyo en la movilización de las masas. A decir verdad, la izquierda se enfrenta al desafío de «reconquistar» la Paulista. Pero ese movimiento «de abajo hacia arriba» será impotente si no se corresponde con un giro del gobierno hacia la izquierda. De hecho, el liderazgo personal de Lula es insustituible, como lo fue el de Claudia Sheinbaum en México y Gustavo Petro en Colombia. Se presenta hoy la oportunidad, al menos, de intentar salir de la defensiva. ¿Han ido Motta y Alcolumbre demasiado lejos? ¡¡¡A la calle, a la calle, a la calle!!!















