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(Underwood Archives / Getty Images)

El marxismo y la cuestión agraria

Traducción: Florencia Oroz

Los principales pensadores del marxismo subrayaron la importancia de gobernar en colaboración con el campesinado. Cuando los Estados del «campo socialista» impusieron la colectivización forzosa, los resultados fueron desastrosos.

Karl Marx y Friedrich Engels no tenían mucho que decir sobre la agricultura en el Manifiesto comunista. Y lo poco que dijeron a menudo ha dado lugar a confusión. Tomemos un famoso pasaje de la sección inicial:

La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas, ha aumentado enormemente la población urbana en comparación con la del campo y, de este modo, ha rescatado a una parte considerable de la población de la idiotez de la vida rural.

Esa mordaz frase final, extraída de la traducción inglesa de Samuel Moore de 1888, hace tiempo que cobró vida propia. Pero, como señaló Hal Draper, se basaba en una traducción errónea del término alemán idiotismus: «En el siglo XIX, el alemán aún conservaba el significado griego original de las formas basadas en la palabra idiotes: una persona privada, apartada de las preocupaciones públicas (comunales), apolítica en el sentido original de aislamiento de la comunidad más amplia».

En este sentido original del término, señalaba Draper, de lo que había que salvar a la población rural no era de un estado de abyecta estupidez, sino más bien «del apartamiento privatizado de un estilo de vida aislado de la sociedad más amplia: la clásica inmovilidad de la vida campesina». Fuera o no esta una descripción exacta de la condición del campesino, ciertamente no pretendía ser un insulto.

Hacia el final de la primera sección del Manifiesto, Marx y Engels se refirieron al campesinado como uno de los grupos sociales condenados a desaparecer ante el desarrollo capitalista:

De todas las clases que hoy se enfrentan a la burguesía, solo el proletariado es una clase realmente revolucionaria. Las demás clases decaen y finalmente desaparecen ante la Industria Moderna. (…) Si son revolucionarias, lo son en vista de su inminente transferencia al proletariado; así, no defienden sus intereses presentes, sino los futuros, abandonan su propio punto de vista para situarse en el del proletariado.

Marx concedió gran importancia a la parte final de este pasaje. Cuando las dos fracciones del movimiento socialista alemán se unieron sobre la base del Programa de Gotha en 1875, criticó con vehemencia una frase del programa que afirmaba que «la emancipación del trabajo debe ser obra de la clase obrera, en relación con la cual todas las demás clases no son más que una masa reaccionaria». Recordó a sus camaradas alemanes la afirmación del Manifiesto de que los campesinos y los miembros de la clase media-baja podían convertirse en revolucionarios «en vista de su inminente transferencia al proletariado», y les preguntó con agudeza: «¿Acaso proclamamos a los artesanos, pequeños fabricantes y campesinos durante las últimas elecciones: en relación con nosotros, ustedes, la burguesía y los señores feudales, forman una sola masa reaccionaria?».

En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, sus reflexiones sobre el ciclo de revolución y contrarrevolución en Francia de 1848 a 1851, Marx dio otro giro memorable a su frase cuando sugirió que «la gran masa de la nación francesa está formada por la simple adición de magnitudes isomorfas, como las papas en un saco forman un saco de papas». La frase procede de un largo debate sobre la población rural de Francia, que constituía la inmensa mayoría de quienes vivían dentro de sus fronteras. En Inglaterra, pionera del capitalismo industrial, dos quintas partes de la población ya vivían en ciudades de al menos cinco mil habitantes en 1850; en Francia, la cifra equivalente era inferior al 15%.

Marx creía que la condición social del campesinado francés, convertido en pequeño propietario tras la revolución de medio siglo antes, le impedía desarrollar un sentimiento de identidad colectiva:

Los pequeños propietarios campesinos forman una inmensa masa, cuyos miembros viven en la misma situación pero no entran en múltiples relaciones entre sí. Su modo de funcionamiento los aísla en lugar de ponerlos en relación mutua. Este aislamiento se ve reforzado por el estado miserable de los medios de comunicación de Francia y por la pobreza de los campesinos.

Para Marx, este paisaje social explica la aplastante victoria de Napoleón III, sobrino del emperador posrevolucionario, en las elecciones presidenciales de 1848. Marx matiza esta descripción del campesinado como una clase fundamentalmente incapaz de una acción política independiente: «Tres años de duro gobierno de la república parlamentaria habían liberado a algunos de los campesinos franceses de la ilusión napoleónica y los habían revolucionado, aunque solo fuera superficialmente, pero eran violentamente reprimidos por la burguesía cada vez que empezaban a moverse».

El 18 Brumario describe las fuerzas económicas que se abatían sobre el campesinado a mediados del siglo XIX, cuando «el usurero urbano sustituyó al señor feudal, la hipoteca sobre la tierra sustituyó a sus obligaciones feudales, el capital burgués sustituyó a la propiedad terrateniente aristocrática». Según Marx, esto significaba que los intereses campesinos «ya no estaban en consonancia con los intereses de la burguesía, como lo estaban bajo Napoleón, sino en oposición a esos intereses, en oposición al capital». Los pequeños propietarios franceses ahora «encontrarían su aliado y líder natural en el proletariado urbano, cuya tarea es el derrocamiento del orden burgués».

Trenes y carretillas

Si este era el cuadro que Marx pintaba de las relaciones de clase agrarias en Francia, que había experimentado una amplia redistribución de la tierra tras la revolución de 1789, ¿qué ocurría en los países donde los grandes terratenientes seguían dominando? Marx y Engels se interesaron especialmente por la cuestión de la tierra, ya que coincidía con los dos movimientos nacionales por los que sentían mayor simpatía: los de Polonia e Irlanda.

Hablando en una reunión en febrero de 1848 para conmemorar el levantamiento de Cracovia de 1846, Marx elogió a los líderes revolucionarios polacos por reconocer que «no podría haber una Polonia democrática sin la abolición de todos los derechos feudales, y sin un movimiento agrario que transformara a los campesinos de terratenientes obligados a pagar tributo en terratenientes libres y modernos». Más tarde ese mismo año, Engels expuso el mismo argumento durante un debate sobre Polonia en la asamblea de Frankfurt:

Las vastas tierras agrícolas entre el Báltico y el Mar Negro solo pueden ser liberadas de la barbarie patriarcal-feudal por una revolución agraria que transforme a los siervos y a los campesinos que deben servicios de trabajo obligatorio en propietarios de tierras libres, una revolución que será idéntica a la revolución francesa de 1789 en los distritos rurales.

Escribiendo en 1870, Marx habló de la urgente necesidad de una revolución agraria en Irlanda, donde «la cuestión de la tierra ha sido hasta ahora la única forma que ha adoptado la cuestión social». Creía que sería mucho más fácil asestar un golpe a la aristocracia terrateniente británica en Irlanda que en su propio territorio, ya que la propiedad de la tierra era «una cuestión de existencia, una cuestión de vida o muerte para la mayoría del pueblo irlandés», además de ser «inseparable de la cuestión nacional».

La «revolución agraria» que Marx y Engels consideraban vital para Polonia e Irlanda no sería socialista, aunque Marx sí esperaba que la independencia irlandesa y su impacto en la aristocracia precipitarían el derrocamiento del orden social en Gran Bretaña. ¿Qué papel esperaban que desempeñaran los campesinos en la transición del capitalismo al socialismo? Cuando el anarquista ruso Mijail Bakunin le acusó de ser hostil al campesinado, Marx respondió en unas notas sobre Estatismo y anarquía de Bakunin que redactó en 1874:

Donde el campesino existe en masa como propietario privado, donde incluso forma una mayoría más o menos considerable, como en todos los Estados del continente europeo occidental, donde no ha desaparecido y ha sido sustituido por el asalariado agrícola, como en Inglaterra, se dan los siguientes casos: o bien obstaculiza cada revolución obrera, la hace naufragar, como lo ha hecho anteriormente en Francia, o bien el proletariado (ya que el campesino propietario no pertenece al proletariado, e incluso cuando su condición es proletaria, él mismo cree que no lo es) debe, como gobierno, tomar medidas a través de las cuales el campesino encuentre inmediatamente mejorada su condición, a fin de ganarlo para la revolución; medidas que al menos proporcionarán la posibilidad de facilitar la transición de la propiedad privada de la tierra a la propiedad colectiva, de modo que el campesino llegue a esto por su propia voluntad, por razones económicas.

Marx insistió en que era vital no «golpear al campesino en la cabeza», por ejemplo, «proclamando la abolición del derecho de herencia o la abolición de su propiedad». Tales medidas solo serían posibles en una situación en la que «el arrendatario capitalista ha expulsado a los campesinos, y en la que el verdadero cultivador es tan proletario, tan asalariado, como el trabajador de la ciudad». Aunque advirtió contra cualquier medida que privara a los campesinos de la tierra que ya poseían, Marx también rechazó «la ampliación de la asignación campesina simplemente mediante la anexión campesina de las fincas más grandes, como en la campaña revolucionaria de Bakunin».

Hacia 1894, Engels estaba dispuesto a abordar la cuestión de la tierra como un problema para los movimientos socialistas en ascenso en Francia y Alemania. Al igual que Marx, hizo hincapié en la importancia de evitar la coerción en el trato con el pequeño campesino, al que definió como un agricultor en posesión de «una parcela de tierra no más grande, por regla general, de lo que él y su familia pueden cultivar, y no más pequeña de lo que puede sostener a la familia»:

Cuando estemos en posesión del poder del Estado, ni siquiera pensaremos en expropiar por la fuerza a los pequeños campesinos (con o sin indemnización), como tendremos que hacer en el caso de los grandes terratenientes. Nuestra tarea en relación con el pequeño campesino consiste, en primer lugar, en efectuar una transición de su empresa privada y de su posesión privada a la cooperativa, no por la fuerza, sino a fuerza de ejemplo y de ofrecimiento de ayuda social para este fin.

Engels partía de la base de que la agricultura campesina estaba condenada ante el desarrollo capitalista, ya que las grandes explotaciones serían más eficientes y harían un mejor uso de la tecnología. El movimiento socialista debería, argumentaba, ofrecerles «la oportunidad de introducir ellos mismos la producción a gran escala» en lugar de intentar preservar el modelo actual de propiedad de la tierra: «La producción capitalista a gran escala está absolutamente segura de que arrollará su impotente y anticuado sistema de pequeña producción como un tren arrolla a una carretilla».

Campesinos y revolución

Marx y Engels hicieron estos comentarios en breves artículos polémicos o en obras que se ocupaban principalmente de otras cuestiones. Fue el llamado «papa del marxismo», Karl Kautsky, quien en 1899 publicó un libro completo titulado La cuestión agraria. Al analizar el desarrollo de la agricultura bajo el capitalismo, Kautsky planteó dudas sobre la idea de que la producción a pequeña escala estaba necesariamente condenada: «A partir de cierto punto, las ventajas de la explotación agrícola más grande empiezan a ser superadas por las desventajas de la distancia, y cualquier extensión adicional de la superficie reducirá la rentabilidad de la tierra». Aunque seguía creyendo que las grandes unidades agrícolas podían, por regla general, hacer un mejor uso de la tecnología, pintó un cuadro de interdependencia mutua entre pequeñas y grandes explotaciones, en el que las segundas dependían de las primeras como fuente de fuerza de trabajo.

Cuando finalmente apareció la primera traducción al inglés de La cuestión agraria en 1988, los sociólogos Hamza Alavi y Teodor Shanin elogiaron a Kautsky por reconocer las formas en que el sistema capitalista podía incorporar formas de producción campesina que le precedían desde hacía mucho tiempo, «aunque parecía preocupado por la ambigüedad de un fenómeno que formaba parte del capitalismo sin ser plenamente capitalista». Sin embargo, sostenían que Kautsky se había equivocado a largo plazo al hablar de los beneficios típicos de la agricultura a gran escala. Debido a los avances posteriores, ya no era necesario desplegar equipos de trabajadores agrícolas para aprovechar las técnicas agrícolas modernas: «Una explotación familiar no tiene necesariamente ninguna ventaja sobre una gran empresa, pero tampoco está excluida de la utilización de las nuevas tecnologías».

El análisis teórico de la agricultura de Kautsky fue bastante más sutil que las conclusiones políticas que extrajo de él. Al igual que Engels, rechazaba la idea de apelar a los pequeños propietarios con la promesa de mantener su posición: «Nada podría ser más peligroso y cruel que despertar ilusiones entre ellos en cuanto al futuro de la pequeña explotación campesina». Kautsky insistió en que la socialdemocracia siempre sería en el fondo «un partido proletario y urbano, un partido del progreso económico» que solo podía aspirar a obtener la neutralidad de los campesinos y no su apoyo activo en la lucha contra el capitalismo. De cara al periodo posterior a la toma del poder, siguió a Marx y Engels al subrayar la necesidad de un partido socialista que gobernara el campo por consentimiento:

En vista del interés que un régimen socialista tendrá en la continuación ininterrumpida de la producción agrícola, en vista de la gran importancia social que alcanzará la población campesina, es inconcebible que se elija la expropiación forzosa como medio para educar al campesinado en las ventajas de una agricultura más avanzada. Y si existieran algunas ramas de la agricultura o regiones en las que el pequeño establecimiento siguiera siendo más ventajoso que el grande, no habría la menor razón para obligarlas a ajustarse al modelo establecido por la gran explotación.

Al esbozar esta visión política, Kautsky tenía en mente países como Alemania, donde era el principal teórico del movimiento socialdemócrata. La importancia de la agricultura en la economía alemana fue disminuyendo durante las últimas décadas del siglo XIX, a medida que se convertía en una sociedad predominantemente urbana e industrial. Cuando Otto von Bismarck fundó el Imperio Alemán en 1871, dos tercios de su población vivían en zonas rurales; en 1910, la cifra era del 40%.

En Rusia, en cambio, la inmensa mayoría seguía viviendo en el campo, a pesar del crecimiento industrial de ciudades como San Petersburgo y Moscú. Cuando se realizó el primer censo de toda Rusia en 1897, menos del 14% de los súbditos del zar vivían en pueblos y ciudades. Los campesinos del Imperio ruso, en su mayoría productores de cereales, no habían sido liberados de la servidumbre hasta 1861.

En sus últimos años, Marx discutió la idea de que la comuna rural, o mir, podría proporcionar la base para una transición al socialismo en Rusia sin una fase de desarrollo capitalista en el campo. Marx creía que esto podría ser posible siempre y cuando una revolución rusa convergiera con la revolución en el resto de Europa. Sin embargo, sus discípulos rusos, como Georgi Plejánov, insistían en que Rusia tendría que llegar a ser plenamente capitalista tanto en la ciudad como en el campo antes de que el socialismo estuviera en el orden del día. Las dos facciones de la socialdemocracia rusa, bolcheviques y mencheviques, veían en el creciente proletariado industrial la principal fuerza revolucionaria de la sociedad rusa, mientras que los Socialistas Revolucionarios (SR), descendientes del movimiento populista de finales del siglo XIX, tenían una base más sólida entre el campesinado.

En las revoluciones rusas de 1905 y 1917 se produjeron las mayores oleadas de agitación rural desde el levantamiento encabezado por Yemelyan Pugachev en el siglo XVIII. A diferencia de la rebelión de Pugachev, el desafío a los grandes terratenientes y al Estado Romanov convergía ahora con un movimiento revolucionario urbano. Fue esta combinación de fuerzas sociales la que derribó el régimen zarista en 1917. Cuando el gobierno provisional dilató la reforma agraria, alienó al campesinado y abrió el camino a una segunda revolución en octubre de ese año.

Los bolcheviques no tenían intención de cometer el mismo error y actuaron rápidamente para facilitar la redistribución de la tierra. En 1919, ochenta y un millones de acres —el 96,8% de toda la tierra agrícola— habían sido transferidos a los campesinos. Según el historiador Ronald Grigor Suny, alrededor del 86% poseían parcelas de tamaño medio, de entre 11 y 21 acres. Menos del 6% poseía parcelas más pequeñas, mientras que solo el 2% tenía explotaciones más grandes. La revolución agraria destruyó la base económica de la antigua clase dominante y ganó el apoyo de los campesinos al nuevo gobierno, al menos temporalmente.

Coerción y calamidad

Pero la popularidad bolchevique no duraría mucho. En mayo de 1918, el gobierno soviético impuso lo que denominó «dictadura alimentaria», en virtud de la cual se confiscaría el excedente agrícola por encima de un nivel fijo. En teoría, los campesinos debían ser compensados en forma de dinero, bienes o créditos; en la práctica, esa compensación rara vez se materializaba. Los campesinos solían responder escondiendo su grano o tomando las armas. Los bolcheviques intentaron movilizar a los campesinos pobres contra los más ricos, a los que llamaban kulaks, pero no tuvieron éxito.

Cuando tomaron el poder en los últimos meses de 1917, los bolcheviques formaron inicialmente una coalición con el ala izquierda de los Socialistas Revolucionarios. Sin embargo, los eseristas de izquierda abandonaron el gobierno en la primera mitad de 1918 debido a su oposición al Tratado de Brest-Litovsk que puso fin a la guerra con Alemania. Si los bolcheviques hubieran sido capaces de preservar su alianza con un partido que tuviera un mayor arraigo en el campo, tal vez habría servido para limitar unos métodos coercitivos que resultaron contraproducentes incluso en sus propios términos.

Como observa Steve Smith, seguían existiendo duros límites a lo que era posible en esas circunstancias:

Incluso si los bolcheviques no hubieran quitado ni un solo pud de grano a los campesinos, estos habrían tenido pocos incentivos para producir más de lo necesario para subsistir, ya que no había manufacturas que comprar y el dinero casi no tenía valor. Incluso en Siberia, donde el régimen [contrarrevolucionario] de Kolchak disponía de excedentes mucho mayores y donde no había requisición forzosa, la falta de manufacturas, la inflación y el caos del sistema monetario llevaron a los campesinos a retener el grano y a reducir sus superficies sembradas.

Smith señala que, a pesar de la hostilidad de los campesinos hacia los bolcheviques, estos seguían siendo «vistos ciertamente como el menor de dos males» en comparación con sus oponentes blancos, que querían hacer retroceder las confiscaciones de tierras de 1917 y posteriores: «De hecho, fue la disposición de la población rural a apoyar a los bolcheviques cada vez que amenazaba una toma del poder por los blancos lo que hizo que, mientras duró la guerra civil, la agitación rural endémica no supusiera una amenaza seria para el poder bolchevique».

Tras la derrota de los blancos, los bolcheviques se enfrentaron a más de cincuenta importantes levantamientos campesinos desde Ucrania hasta Siberia. Reprimieron los levantamientos por la fuerza, pero este malestar rural fue uno de los principales factores que les impulsó a adoptar la Nueva Política Económica en 1921. Vladimir Lenin defendió la política de requisición de grano como una necesidad desafortunada, «forzada por la extrema necesidad, la ruina y la guerra», pero insistió en que era necesario un nuevo enfoque a medida que se consolidaba el sistema soviético:

Todavía estamos tan arruinados y aplastados por el peso de la guerra (que empezó ayer y podría estallar de nuevo mañana, debido a la rapacidad y malicia de los capitalistas) que no podemos dar a los campesinos productos manufacturados a cambio de todo el grano que necesitamos. Conscientes de ello, introducimos el impuesto en especie, es decir, tomaremos el mínimo de grano que necesitamos (para el ejército y los obreros) en forma de impuesto y obtendremos el resto a cambio de productos manufacturados.

A grandes rasgos, este pensamiento gradualista guio la política agraria soviética hasta finales de la década de 1920, cuando Iósif Stalin impuso un drástico cambio de rumbo tras derrotar a sus oponentes en el partido bolchevique. La repentina carrera hacia la colectivización provocó hambrunas en Ucrania y Kazajstán que se cobraron la vida de millones de personas. Deprimió la producción agrícola y el nivel de vida en el campo durante una generación, arraigando la hostilidad de los campesinos hacia el Estado soviético y sus granjas colectivas. Sin embargo, fue este calamitoso modelo el que Stalin ofreció al movimiento comunista internacional como el único camino viable hacia la transformación agrícola. En Europa del Este, los regímenes respaldados por los soviéticos se embarcaron en planes de colectivización coercitiva a partir de finales de la década de 1940, muchos de los cuales fueron abandonados posteriormente.

La preponderancia rural en China en el momento de la revolución de 1949 era incluso mayor que en Rusia tres décadas antes, con menos del 10% de la población viviendo en pueblos y ciudades. Los comunistas llegaron al poder organizando un ejército de base campesina para luchar contra sus oponentes nacionalistas, con la promesa de redistribuir la tierra como principal aliciente. Cumplieron su promesa tras la revolución, pero el programa de reforma agraria apenas se había completado cuando Mao Zedong impulsó una industrialización acelerada financiada con la explotación del campo. El resultado fue otra hambruna catastrófica. Tras la muerte de Mao, China también se alejó del modelo agrícola de inspiración soviética.

Los experimentos en agricultura lanzados por Stalin y sus discípulos fueron un caso de tirar al bebé con el agua sucia de la bañera. Tomaron del marxismo clásico el supuesto de que la agricultura a gran escala era necesariamente más eficiente, pero hicieron caso omiso de todas las advertencias de Marx, Engels y Kautsky sobre la necesidad de ganarse al campesinado en lugar de confiar en la fuerza bruta.

Un mundo urbano

Desde la primera mitad del siglo XX se ha producido un profundo cambio en el equilibrio entre la ciudad y el campo en todo el mundo. En la actualidad, el 55% de la población mundial vive en zonas urbanas, cifra que las Naciones Unidas prevén que aumente hasta el 68% en 2050. La urbanización ya no se limita a regiones como Europa y Norteamérica; dos tercios de la población de China es urbana, al igual que casi nueve de cada diez brasileños. Se espera que África sea más urbana que rural en 2033.

Aunque las revoluciones campesinas del tipo de las que tuvieron lugar en China o Vietnam durante el siglo XX ya no están a la orden del día, esto no significa que las luchas en y por la tierra hayan perdido su importancia política. Desde el cambio de siglo, el sindicato de cocaleros de Bolivia, el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil y los agricultores indios que se opusieron a las leyes agrícolas neoliberales de Narendra Modi han demostrado la vitalidad que siguen teniendo las movilizaciones sociales en el campo.

Si hay alguna lección contemporánea que extraer de la historia del pensamiento marxista sobre la cuestión de la tierra, es sin duda recordar la importancia vital de estudiar adecuadamente lo que ocurre en el campo en lugar de tratar de imponerle fórmulas abstractas, y de escuchar atentamente las demandas y necesidades de las personas que realmente viven allí.

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Publicado en Artículos, homeCentro5, Políticas and Sociedad

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