Tal vez sea el momento de formular una crítica radical que libere a la teoría feminista de la obligación de construir una base única o constante. […] La identidad del sujeto feminista no debería ser la base de la política feminista. (Judith Butler, El género en disputa)
La estructura impone sus coerciones a los dos términos de la relación de dominación, y por consiguiente a los propios dominadores, que pueden beneficiarse de ella sin dejar de ser, de acuerdo con la frase de Marx, «dominados por su dominación». (Pierre Bourdieu, La dominación masculina)
El avance del feminismo en los últimos tiempos es uno de los acontecimientos políticos y sociales más notorios y con efectos de mayor alcance para los proyectos de izquierdas. Al compás de importantes movilizaciones de mujeres que han tenido lugar estos años en diversos países, el feminismo ha ido calando en la vida social, llegando a sus espacios más cotidianos y produciendo un movimiento tectónico del sentido común.
La hegemonía del feminismo se ha evidenciado en su capacidad para salir de la academia, de los libros y las charlas de expertas, de los espacios más militantes o de las organizaciones políticas, en definitiva, en su potencia para devenir algo popular. Muchas más mujeres, desde nuestras abuelas hasta las adolescentes de la generación del trap, saben que el feminismo tiene que ver con ellas. Al mismo tiempo, al compás de esta expansión acelerada del alcance del feminismo, se hace cada vez más presente la pregunta acerca de su sujeto, de dónde están sus límites, de si es preciso resguardar sus fronteras. El feminismo se ha vuelto hegemónico pero, al mismo tiempo, se hacen cada vez más evidentes las tensiones que a ciertos feminismos les supone aceptar un proyecto para el 99%, un «feminismo para todo el mundo».
Algunos debates actuales —como el que se da entre una parte del feminismo y las demandas de derechos de las personas trans—, evidencian fracturas ideológicas profundas y constatan una vuelta al esencialismo por parte de ciertas corrientes feministas. Esta inercia conservadora forma parte de una foto más amplia, de un repliegue identitario generalizado, de una apuesta por las identidades fuertes y bien delimitadas, una lógica que está recorriendo nuestras luchas políticas y movimientos sociales. Los sujetos políticos reivindican su especificidad hasta el solipsismo y se multiplican las diferencias esenciales, metafísicas e insalvables que nos vuelven irremediablemente extraños unos de otros.
La asignación de nuestras causas políticas a determinados sujetos supuestamente esenciales y naturales, la asunción de que las reivindicaciones les pertenecen en exclusiva a unos —con autoridad para ejercer de legítimos propietarios de las mismas y denegar la entrada a los otros—, es contraria al proceso de mestizaje y de multiplicación de alianzas en el que consiste la construcción de un proyecto colectivo de mayorías radicalmente transformador.
El feminismo, inmerso también en estas lógicas identitarias, es hoy, por tanto, el ambivalente escenario de dos inercias diferentes y contrarias. Existe un feminismo con voluntad de integrar a lxs otrxs y con potencial, por lo tanto, para devenir una de las luchas políticas y sociales más poderosas y transformadoras del siglo veintiuno. Como existe, también, un feminismo sumergido en una inercia excluyente y contrarrevolucionaria que avanza hacia un movimiento centrípeto de contracción política. Esta ambivalencia representa una encrucijada y, por lo mucho que depende de ella, no se puede no tomar partido.
En la apuesta sobre qué feminismo defendamos se pone en juego la potencia de uno de los principales frentes de lucha para las izquierdas en nuestro momento histórico actual; nos arriesgamos al posible retraimiento del feminismo, a su vuelta al estatuto de causa particular y subalterna que solo interpela o convoca a una parte de la sociedad.
Lxs otrxs llaman a la puerta… ¿les vamos a dejar entrar?
Como afirma Wendy Brown, «la deconstrucción del sujeto provoca un evidente pánico en el feminismo» y en el debate sobre la cuestión trans se pone de relieve hasta qué punto algunos feminismos condicionan la viabilidad misma de todo proyecto político feminista a una clarísima delimitación de su sujeto y a una nítida y unívoca definición de lo que son «las mujeres». La vuelta de ciertos discursos actuales a la biología como criterio para patrullar las fronteras del sujeto político es síntoma de un retroceso esencialista.
Lo cierto es que venimos de décadas en las que la teoría feminista, desde diferentes perspectivas, sometió a análisis crítico la noción de «mujer» para evidenciar su construcción social —«no se nace mujer, se llega a serlo», en palabras de Beauvoir— y, por tanto, su carácter profundamente político. Incluso Celia Amorós, teórica de referencia para muchas de las feministas más beligerantes con las leyes trans en el contexto español, afirmaba: «hay que reconocerle a Butler que la dialéctica construcción-deconstrucción de la categoría “mujeres” plantea sin duda problemas [y que] ello debería llevarnos a asumir el carácter siempre revisable de la definición de la categoría y su problematicidad».
Ahora bien, más allá de que, en efecto, una mirada no esencialista deba renunciar a la pretensión de tener una delimitación definitiva de ese concepto, la cuestión de los límites del feminismo —y, por tanto, su capacidad de convertirse en una lucha del 99%— no se resuelve solo con la ampliación del sujeto mujer. Por supuesto, frente a las versiones más excluyentes, puede tener potencia política afirmar que «las mujeres trans son mujeres», pero eso no debería servir para volver a poner en marcha una lógica excluyente que nos haga incapaces de integrar a esa pluralidad de sujetos que van a seguir llamando a la puerta.
El encuentro de la cuestión trans con el feminismo nos plantea preguntas mucho más profundas sobre nuestra capacidad para renunciar, como propone Butler, a un sujeto identitario. Porque, ¿acaso no son todas las personas trans parte del sujeto del feminismo? ¿Dejará el feminismo fuera de su sujeto político a los hombres trans? ¿Va el feminismo a condicionar el derecho de acceso de las personas trans —muchas de las cuales no se adscriben a una categoría identitaria de género ni como hombres ni como mujeres— a su identificación en términos de género? ¿Exigirá carnets de identidad (de género) como condición para ser parte de esta revolución? En definitiva, ¿es que acaso el feminismo es una lucha solo de y para las mujeres?
En nuestro contexto actual, la cuestión trans es una de las costuras por donde surge la pregunta acerca del sujeto del feminismo y se tensan las contradicciones de un feminismo identitario pero, evidentemente, otra de esas costuras está hoy abriéndose con la pregunta en torno a los hombres. Y esta pregunta se vuelve políticamente relevante no solo porque hoy son muchos los hombres que se ven ante ella, sino porque es un interrogante que algunas fuerzas políticas están respondiendo en clave reaccionaria.
Las nuevas extremas derechas están reclutando un ejército de hombres enfadados contra el feminismo, al que se describe como un proyecto excluyente que ha declarado la guerra a la mitad de la sociedad. Conviene no subestimar que esa interpelación, aunque maniquea y tramposa, está siendo preocupantemente exitosa; uno de los rasgos más característicos del voto a las nuevas extremas derechas es su altísima masculinización (los hombres son, por ejemplo, el 76% del electorado de Vox). La pregunta, por tanto, es qué feminismos nos ponen en condiciones de comprender este panorama y combatir estas inercias. ¿Son las nuevas derechas, en gran parte, una reacción a las demandas de igualdad de las mujeres? ¿Explican estos años de avances feministas la violencia con la que se ha levantado la reacción?
Para abordar estas preguntas necesitamos salir del identitarismo en el que están encalladas algunas perspectivas feministas. Bajo los marcos de un feminismo que siempre esté a la defensiva con el desdibujamiento de su sujeto identitario —es decir, de las mujeres—, las cuestiones relativas a la masculinidad suelen ser entendidas como un asunto que nos es ajeno y que le compete por completo a otros. Ese desentendimiento, defendido a menudo como una victoria, es, en realidad, una gran renuncia. Supone abandonar un problema social que justamente el feminismo está en condiciones de pensar con lucidez y de abordar eficazmente.
La tentación de una mirada esencialista implica, incluso, naturalizar la reacción masculina, darla por descontada, no necesitar siquiera explicarla, convertirla en un hecho inevitable. Y así podríamos acabar preguntándonos, con satisfacción: ¿Hasta qué punto no son todos esos hombres que votan a Vox la consecuencia automática del hecho de que los estamos destronando? Ladran, luego cabalgamos. La reacción masculina a la que asistimos en nuestros días, así, podría incluso acabar siendo una prueba de lo mucho que estamos avanzando.
Sin embargo, este tipo de perspectivas son peligrosamente acríticas y cierran la puerta a la posibilidad de plantearnos otros interrogantes: ¿Qué les pasa hoy a los hombres? ¿Qué malestares masculinos está politizando la extrema derecha? ¿Qué cosas no estamos nombrando? ¿Cómo podemos convencer a los hombres? ¿Cómo podemos ayudarles a cambiar? ¿Qué feminismo puede desactivar a la reacción?
Una cuestión (también) de clase
La densificación de la identidad de las mujeres ha conducido, como sabemos, a perspectivas feministas poco capaces de comprender cómo el género se intersecta también con la clase o la raza. Las feministas que nos oponemos a las miradas esencialistas de ciertos feminismos cuestionamos la tendencia a homogeneizar e igualar en exceso a las mujeres y reivindicamos la necesidad de fracturar el sujeto mujer justamente para hacer aparecer las diferencias y desigualdades que nos atraviesan.
La otra cara de la moneda, y parte imprescindible de toda perspectiva interseccional, es cuestionar también la excesiva homogeneización de los hombres y poner de relieve las jerarquías y las relaciones de dominio y de desigualdad que existen también en el territorio de la masculinidad. Probablemente bell hooks sea una de las voces que más contundentemente ha puesto sobre la mesa que un feminismo con perspectiva de clase no puede pensar a los hombres solo como ganadores y que es problemático sostener la idea de que los hombres, todos ellos privilegiados con respecto a las mujeres, igualados por el patriarcado entre sí, participan por igual de su superioridad política, económica y social. «Las mujeres con privilegios de clase –dice bell hooks– son las únicas que han perpetuado la idea de que los hombres son todopoderosos, porque a menudo los hombres de sus familias sí que eran poderosos».
De hecho, si reflexionar sobre la masculinidad desde el feminismo es políticamente transformador es, precisamente, porque puede mostrar no tanto los éxitos como las fallas, las brechas o los fracasos a los que los hombres están abocados en un sistema capitalista y patriarcal. Como dice bell hooks, el relato de que el dominio sobre las mujeres reporta siempre privilegios, éxitos y beneficios a los hombres es justamente funcional para el adoctrinamiento masculino, que, para reclutar a los hombres, debe ocultar todos los fracasos y malestares a los que les arroja una sociedad patriarcal.
Así pues, «la idea de que los hombres tenían el control, el poder, y estaban satisfechos con su vida antes del movimiento feminista contemporáneo es falsa». El patriarcado genera soledad, silencio, incomunicación, violencia, suicidios y muertes en la población masculina y el feminismo debe politizar en clave transformadora todos esos malestares. Si no, lo hará la extrema derecha. ¿Cómo es posible que sean voces reaccionarias las que hablan de los altos índices de suicidios masculinos, de los accidentes mortales de tráfico o de las muertes violentas que padecen los hombres? ¿Cómo puede ser que los males que justamente el patriarcado genera en los hombres sean usados como un argumento contra el feminismo y no a su favor?
Salir de los marcos identitarios implica, por lo tanto, pensar que el malestar contemporáneo de los hombres no es (al menos no principalmente) un efecto de los avances del feminismo. Es la reacción la que pone a funcionar ese mito, y eso debería darnos una pista de hasta qué punto no lo podemos comprar. Michael Kimmel sugiere que para entender la emergencia de proyectos reaccionarios racistas, homófobos y machistas hay que rastrear los miedos masculinos en una sociedad en la que la precariedad económica ha hecho especialmente imposible que los hombres puedan cumplir con los imperativos de la masculinidad tradicional.
El rol del proveedor de la familia ha quedado socavado por las fuerzas económicas que o bien expulsan a los hombres (y mujeres) del mercado laboral o nos condenan a la precariedad. ¿A qué tipo de fracasos están hoy abocados quienes han sido educados para ser padres de familia que garantizan protección y estabilidad a los suyos? ¿Es posible seguir siendo un hombre de verdad en un contexto de empobrecimiento generalizado de la población, desempleo y permanente amenaza de pérdida de estatus social? La tesis de Kimmel es que las nuevas extremas derechas americanas, preludio del triunfo de Trump, supieron politizar esa frustración masculina, propia de nuestras sociedades capitalistas tardías, orientándola contra chivos expiatorios: las mujeres feministas, las personas LGTB o migrantes.
La cuestión, por tanto, es qué marcos y discursos feministas necesitamos para volvernos contra los verdaderos responsables. Frente a quienes buscan falsos culpables, tenemos una imprescindible tarea por delante. Y no pasa por considerar ajenos los malestares masculinos, mucho menos darlos por sentado o incluso celebrarlos como el efecto colateral que da pruebas de nuestros éxitos, sino entenderlos —lo que, por supuesto, no es lo mismo que justificarlos— y dotarlos de sentido. Politizar el malestar masculino contra los de arriba, cambiar los bandos y hacer del feminismo una lucha donde hombres y mujeres combatamos juntos tanto los mandatos de género y sus violencias como el capitalismo y las suyas es uno de los principales retos de todo proyecto político que pretenda enfrentarse con éxito a la emergencia de las extremas derechas.
Una perspectiva estructural
El rechazo de ciertos feminismos a incorporar a los hombres tiene que ver, supuestamente, con el miedo a que quede desdibujada la desigualdad. Pareciera como si la incorporación de los hombres en tanto que objetos del patriarcado —subsumidos y atrapados también en los mandatos de género— fuera a relativizar su responsabilidad en la dominación que ejercen y supusiera inevitablemente una infravaloración de sus privilegios. Estos marcos, sin embargo, dibujan una disyuntiva paralizante: o bien somos objetos del poder o bien tenemos responsabilidad y agencia. De este modo, para ser objetos de una estructura patriarcal —lugar que estaría reservado a las mujeres— debemos ser víctimas pasivas de sus mandatos. Para ser agentes responsables —lugar que estaría reservado en exclusiva a los hombres— debemos ser sujetos puros, absueltos de las estructuras y libres de toda dominación. ¿Pero es necesariamente así? ¿Son los hombres los agentes del patriarcado pero no sus víctimas? ¿Inventan los hombres, como artífices externos, el patriarcado, o más bien forman parte de ese sistema, son productos de él y permanecen atados en su interior?
El identitarismo produce una invasión de lo moral y una regresión de lo político: necesita víctimas puras, tan puramente inocentes como puramente impotentes, y victimarios puros, tan esencialmente culpables como aparentemente poderosos. Hay, por tanto, una exacerbación de la agencia individual de los hombres —en detrimento del peso de lo estructural— y una paralizante victimización pasiva de las mujeres, que quedan desprovistas de responsabilidad y, por tanto, también de margen para la acción.
Los discursos identitarios en auge tienden a producir un efecto despolitizador en la medida en la que desaparece el peso estructural del patriarcado como sistema de dominación. Que sea un sistema o una estructura quiere decir, justamente, que todos los sujetos que forman parte de ella están sujet(ad)os a dicho sistema, subsumidos, producidos por él y que, por consiguiente, tanto hombres como mujeres son objetos de una dominación (tal como explica excelentemente Pierre Bourdieu en La dominación masculina). La radicalidad del feminismo como teoría social descansa fundamentalmente en esta cuestión: el análisis de una estructura social enormemente poderosa e insidiosa de la que todos y todas formamos parte. Los hombres son beneficiarios de ciertos privilegios y, al mismo tiempo, objetos de una determinación estructural. Las mujeres, principales damnificadas por una estructura de desigualdad social, pueden también participar en el mantenimiento de los imperativos de género que sobre unas y otras impone una sociedad patriarcal.
Los feminismos contemporáneos que están centrados en resguardar y patrullar las fronteras de su sujeto político y necesitan densificar una identidad fuerte de «las mujeres» están contribuyendo a una esencialista santificación de la víctima —a una política «victimista», en palabras de Wendy Brown—, donde el sujeto político (las mujeres, supuestamente únicas víctimas del patriarcado) queda investido de verdad, pureza y bondad pero desprovisto de cualquier margen de emancipación. Abren también la puerta a discursos contemporáneos sobre la masculinidad que restauran un sujeto inverosímil al que asiste una autonomía, autosuficiencia y radical independencia clásicamente masculina y neoliberal.
Si la responsabilización de los hombres pasa por convertirlos en sujetos externos a la estructura y absueltos del sistema de dominación, estaremos, paradójicamente, disolviendo el poder del género, la importancia del patriarcado y su carácter estructural.
Emancipación colectiva o volver a disputar la libertad
Uno de los retos que las izquierdas tienen en el siglo veintiuno, tanto frente a las nuevas ultraderechas emergentes como frente al imaginario neoliberal, es reconquistar la idea de libertad. Así que otras de las cuestiones es hasta qué punto uno de los principales frentes de lucha política al día de hoy —el feminismo— puede estar en condiciones de llevar a cabo esa disputa con éxito. O, lo que es lo mismo, qué feminismo puede resignificar la noción de libertad más allá de los marcos neoliberales.
La cuestión es que los feminismos atrapados en la identidad ponen en marcha discursos del agravio —centrados en el dolor y el daño a las víctimas, que son solo una parte de la sociedad— y no de la libertad colectiva. Es desde ese centramiento en una política de la víctima agraviada y convertida en el sujeto político desde donde se considera que es incompatible denunciar los privilegios masculinos y, a la vez, decir que el feminismo tiene cosas buenas que ofrecer a los hombres y que lucha también contra las servidumbres que los oprimen a ellos. Y son justamente esos discursos feministas que ponen siempre el acento en los privilegios que los hombres tienen que perder, pero nunca en las libertades que los hombres tienen que ganar, los que asumen unos marcos compartidos con la reacción: o ellas o nosotros. Esta lógica de suma cero, donde si unos ganan es siempre a costa de que otros pierdan, forma parte del corpus ideológico que sostiene al patriarcado. Pero, además, está en consonancia con una limitadísima y negativa noción de libertad que la redibuja dentro de los marcos del neoliberalismo.
La disputa por la idea de libertad es posible desde los feminismos, pero solo saliendo de marcos esencialistas e identitarios. Más allá de ellos hay una idea más ambiciosa y revolucionaria: que la libertad de unos requiere la libertad de otras y viceversa. Y, de nuevo, solo así puede entenderse la emancipación que promete el feminismo, si entendemos el patriarcado como un problema estructural. Si la lucha feminista tiene que enfrentarse a un sistema de género que nos adoctrina de forma diferenciada a unos y a otras y prescribe comportamientos y destinos sociales diferentes para hombres y para mujeres —eso que llamamos «género»—, ¿hasta qué punto se puede combatir ese sistema de opresión sin combatir todos los mandatos de género? ¿Podrían acaso las mujeres liberarse del sistema de género y del patriarcado si no se liberan también los hombres? ¿Pueden los hombres ser más libres sin combatir junto a nosotras la desigualdad?
No hay nada más movilizador y transformador que implicarnos a todas y a todos en un proyecto político donde revertir las desigualdades sea apostar juntos por nuestra propia libertad. Es en ese marco donde los discursos de las extremas derechas no pueden reclutar a los hombres contra las mujeres, donde escapamos a las lógicas liberales que entienden siempre la libertad de unos como limitadora de la libertad de otros. Es dentro de estas perspectivas donde los discursos sobre la masculinidad pueden significar un importante paso hacia adelante en la transformación de nuestra sociedad.
Pero solo podremos avanzar en ese camino con una política que renuncie a refugiarnos en la confortable identidad que nos garantiza un feminismo solo de y para las mujeres. Combatir hoy a la extrema derecha, así como la precariedad y los miedos de los que se alimenta, requiere apostar decididamente por un feminismo para todo el mundo, un feminismo popular y radical.