La formación de economías de enclave en Centroamérica es una variación de un tema familiar. Nacido durante el boom de las commodities del siglo XIX, el modelo de enclave ístmico tomó forma con la disputa de hacendados y élites locales por influencia política y territorio. El proceso derivó en el surgimiento de las oligarquías nacionales que hoy dominan la región: el clan de los Facussé en Honduras, el de los Dueñas en El Salvador y el de los Castillo en Guatemala.
Tiende a pensarse que, al cimentar las estructuras de poder de Centroamérica en su molde nepotista y familiar, estas castas oligárquicas son la causa última de las desigualdades estructurales de la región. Y, sin embargo, mientras que la formación de una oligarquía centroamericana de seguro fue el resultado de las políticas caudillistas locales, se podría decir que también fue abrumadoramente moldeada por el capital extranjero. En efecto, durante una buena parte del siglo XIX, las juntas de CEOs, los accionistas y la clase compradora local cosecharon en conjunto los beneficios de la existencia de una fuerza de trabajo barata y racializada, aprovechándose de la alta demanda mundial de commodities igualmente baratas.
El comienzo del siglo XX encontró a los países de Centroamérica sincronizados con los ritmos de un capitalismo global ascendente, por lo que el destino de países enteros quedó determinado por la venta de un producto único como la banana, el café, la carne, la tintura, el maíz y la palma. Paralelamente, a ojos del colonialismo el istmo entre América del Norte y América del Sur parecía ser una tierra donde los productos exóticos, el trabajo barato y las ganancias brotaban naturalmente de la tierra volcánica. Así, la región no tardó en convertirse en el escenario en el que los partidarios del libre mercado proyectaban sus fantasías de nuevas y más ilimitadas formas de explotación capitalista.
Una de esas fantasías encarnó precozmente en la forma del mercenario estadounidense William Walker. En los años 1850, Walker se convenció de que podía prolongar el capitalismo esclavista al estilo de los Estados Unidos invadiendo Nicaragua y tomando posesión su gobierno. Walker, igual que otros filibusteros, asumió casi en solitario —aunque siempre en nombre de su país— la soñada tarea de imponer una economía estilo plantación en una nación centroamericana soberana.
Casi 200 años después, del mismo modo en que la expedición centroamericana de Walker estuvo impulsada por la fantasía de unas «fronteras infinitas», el giro hacia el Bitcoin en El Salvador y otras naciones latinoamericanas se proclama como una medida visionaria que liberará a las finanzas locales de las limitaciones del subdesarrollo, cortando las cadenas con las que el sistema financiero interestatal limita la acumulación.
De cualquier forma, este disfraz no engaña al salvadoreño promedio, que comprende que el Bitcoin es tan espantoso como el aventurismo filibustero y el viejo imperialismo bananero.
Escapismo de enclave
De manera similar a las maquiladoras «innovadoras», a los talleres clandestinos y a los pueblos fabriles de las generaciones anteriores, las zonas especiales de desarrollo, los puertos comerciales y las operaciones de minado de criptomonedas redefinieron las dinámicas del enclave centroamericano según los designios del capitalismo financiero. La última moda —adoptar el Bitcoin como dinero fiduciario— es parte de una larga historia de esquemas financieros que prometen crear canales de acumulación totalmente desvinculados de las estructuras estatales. En el caso de Centroamérica, esta moda se ubica en una larga línea de fantasías capitalistas chorreando sangre y lodo por todos los poros.
Después del precedente decimonónico de Walker, la United Fruit Company es otro antecedente del Bitcoin. A lo largo del siglo XX, la United Fruit tuvo un rol activo en la reestructuración de gobiernos y políticas locales bajo el amparo de los denominados contratos de concesión, que sedujeron a los capitalistas y a los políticos locales a lo largo de Centroamérica y los hicieron renunciar a la tierra, a los impuestos y a las regulaciones laborales para estimular la acumulación y agasajar a los accionistas. A cambio de esta «libertad empresarial» ilimitada, los países anfitriones recibieron infraestructura: ferrocarriles, puertos, electricidad, escuelas, hospitales y, por supuesto, trabajo.
El expansionismo de la United Fruit llevó a que la empresa monopolizara el mercado mundial de la banana: su imperio estaba fundado sobre el intervencionismo, los sobornos y la coerción, pero seguía siendo políticamente viable gracias a sus promesas de «desarrollo» y «modernización». El abrazo tentacular con el que la empresa envolvió a Centroamérica redefinió todas las economías nacionales y la voraz necesidad de producir
«dólares bananeros» subordinó a economías enteras a la exportación de ese único producto. El resto es historia: donde se instalaba la corporación bananera, brotaban como hongos los gobiernos militares autoritarios.
Si el modelo de enclave bananero ofrece un paralelo inmediato con la manera en que las criptomonedas tienden a desdibujar toda distinción entre economías nacionales y finanzas internacionales, la Zona del Canal de Panamá anticipó las ciudades chárter: «ambientes artificiales» urbanos desarrollados por libertarios tecnoutopistas con el propósito de garantizar una acumulación desregulada.
Fundada en 1903, la Zona del Canal se mantuvo hasta 1979 como un asentamiento amurallado que dividía en dos a la joven nación de Panamá. Aunque su propósito oficial era servir a los administradores estadounidenses, a los soldados y a sus familias que vivían en el Canal de Panamá, «la Zona» estaba sometida a las leyes estadounidenses y funcionaba como una comunidad con su propia infraestructura, un importante destacamento militar y una cultura singular que pretendía replicar el «american way of life» blanco en los confines del selvático país centroamericano.
Eso implicaba reproducir las jerarquías estadounidenses y, como era de esperar, la Zona importó a los húmedos trópicos un modelo segregacionista de planificación urbana fundado en las leyes de Jim Crow. Para los habitantes de la Zona, un sustento distintivo se convirtió en marca esencial de una vida privilegiada, con una supremacía que se afirmaba regularmente —junto con la del capitalismo estadounidense— en el contexto de una nación panameña ingobernable, o, como definió en 1976 Jonathan Kandell en el New York Times, una «pobreza tropical caótica».
Mientras que una parte importante de las ganancias del Canal de Panamá terminaba en el Tesoro de los Estados Unidos, otra parte de los ingresos servía para mejorar y sostener el «modo de vida zoniano». Como todos sabemos, el Canal cosechó inmensas ganancias que estimularon durante generaciones a la economía estadounidense, financiando el creciente gasto militar y garantizando un capital fundamental para la expansión del comercio norteamericano.
Y hay más todavía. A fines de los años 1980, anticipando las reivindicaciones tecnoutópicas de las criptomonedas, surgieron las microfinanzas, pretendidos parches tecnocráticos contra la pobreza y el subdesarrollo. Esta vez las economías informales de la región fueron «revolucionadas» por una oleada de emprendedurismo y actividades comerciales, como los que predicaba Hernando de Soto, evangelista del modelo microfinanciero. La idea detrás de las microfinanzas y sus animadores institucionales del Banco Interamericano era que si los pobres de la región lograban emanciparse mediante préstamos con alto interés, serían capaces de competir en los mercados mundiales y de sacar a sus países —y de salir ellos mismos— del subdesarrollo.
Por supuesto, el boom de las microfinanzas hizo tan poco como las corporaciones bananeras por resolver el problema de la desigualdad. En una instancia importante, el pueblo de Nicaragua formó un movimiento de deudores contra el modelo de los microcréditos. Estos activistas del sector informal argumentaron que los prestamistas de microcrédito se aprovecharon de ellos con préstamos excesivos y tasas de interés exorbitantes, fomentando tal grado de dependencia financiera que la productividad agrícola colapsaría inmediatamente si se cortaba el flujo de microcréditos.
Más recientemente, los Tratados de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana encendieron otra alarma que debería interpelar a quienes sostienen que la adopción de las criptomonedas podría servir para superar la dependencia. Como sucedió con las iniciativas de enclave anteriores, estos Tratados fundaron zonas de «libre comercio» en toda la región: parques industriales, instalaciones de procesamiento de exportaciones, zonas comerciales libres de impuestos y comunidades amuralladas, todo alrededor de fábricas orientadas a la exportación y de empresas financieras internacionales que operan en un espacio donde los incentivos, los bajos impuestos y los subsidios corporativos son la norma. Los gobiernos de derecha regional aplaudieron este giro hacia el libre mercado, celebrándolo por su capacidad de movilizar economías estancadas.
Siempre aprovechando la mano de obra barata, las empresas exportadoras generaron empleo, ofreciendo trabajos de salario mínimo en las líneas de producción de sus fábricas o teletrabajo en call centers. Sin embargo, los tratados de libre comercio también aceleraron la privatización de los recursos y expandieron el alcance de las industrias extractivas, restringiendo la capacidad de los gobiernos locales de proteger el trabajo y las normas medioambientales. En última instancia, estos acuerdos mermaron el poder adquisitivo de los trabajadores centroamericanos y catapultaron una oleada masiva de migraciones hacia el norte, desatando así una crisis humanitaria regional.
Criptosalvación
Hoy, en todo El Salvador, las campañas publiciatarias del Bitcoin afirman la llegada de un nuevo «salvador»: visibles en todas partes, desde los puestos de los vendedores callejeros del centro histórico de San Salvador hasta las cajas de los supermercados Super Selectos, pasando por los pequeños comercios de barrio, la mayoría de los anuncios hacen propaganda a favor de la empresa cripto del Estado, la «Chivo Wallet». Hay hasta cajeros automáticos Chivo que procesan transacciones cripto, aunque la verdad es que no son tan comunes en las áreas por las que transita el salvadoreño promedio.
De hecho, los cajeros cripto escasean en las zonas más populosas de la capital de este país marcado por altos niveles de segregación económica. Las máquinas, que permiten comprar y vender activos cripto, tienden a estar acordonadas en las partes más lujosas de la ciudad o en zonas con mucho turismo, como la playa El Tunco, ubicada a 20 minutos de la verdadera fuente de inspiración de la apuesta cripto de El Salvador: Bitcoin Beach. Conocida también como Playa El Zonte, Bitcoin Beach era otra somnolienta localidad turística hasta que un inversor anónimo estadounidense comenzó a inundar la economía local con Bitcoin con el propósito de crear un «ecosistema» cripto que desplazara a la otra moneda oficial salvadoreña, el dólar estadounidense
Aunque el portentoso símbolo del Bitcoin está por todo El Salvador, la realidad social de esta criptomoneda sigue siendo más bien etérea. Es cierto que las tiendas y comercios locales suelen tener un cartel que dice «Aceptamos Bitcoin». Pero cuando uno pregunta si puede pagar con criptomonedas, los vendedores suelen responder que el sistema está caído, que no tienen datos en el celular, etcétera. Es la forma respetuosa en que los salvadoreños piden a sus clientes que produzcan moneda real en vez de un dinero digital ficticio cuyo valor podría desplomarse apenas se complete la transacción.
De hecho, los vendedores sospechan cada vez más que los que quieren comprar con Bitcoin solo intentan sacarse las criptomonedas de encima. A esta altura, los stickers del Bitcoin y Chivo Wallet ya parecen un vestigio del lejano pasado. Pero son de fines de 2021, cuando el Artículo 7 de la Ley del Bitcoin legalizó el dinero digital planteando: «Todos los comerciantes deben estar equipados para aceptar el Bitcoin como medio de pago por la compra y venta de cualquier producto o servicio». Exhibir el sticker sirve sobre todo para evitar las inspecciones del gobierno.
Como el Bitcoin no es una reserva de valor estable, su cotización depende de constantes empujones y grandes muestras de entusiasmo por su futuro valor (que se suman a los pronósticos pesimistas sobre el futuro del dólar). Sin embargo, aunque la propaganda hablaba de «revolucionar las economías pobres», la infraestructura cripto está empezando a resquebrajarse.
Hasta ahora, el mayor logro del Bitcoin es haber creado fricciones y turbulencias en las economías populares salvadoreñas. Las protestas contra las criptomonedas se convirtieron en un fenómeno regular en el país: los trabajadores de la economía informal salvadoreña se quejan de que la moneda digital complejizó enormemente el comercio local. Cada vez más se plantea la queja de que los que sacan partido de las criptomonedas son un puñado de capitalistas extranjeros diestros en el mundo tecnológico y una banda de oligarcas locales alrededor del presidente Bukele. Los nombres cambian, pero la historia se repite.
El giro de El Salvador hacia el Bitcoin como estrategia de desarrollo es miope y cortoplacista. Empaquetado originalmente como una forma de democracia financiera que «bancarizaría a los no bancarizados» y transformaría mágicamente al salvadoreño promedio en un pequeño inversor, el nuevo dinero fiduciario no ha tenido ningún efecto a la hora de contrarrestar la miríada de crisis derivadas de la economía política dependiente del país: las instituciones antidemocráticas, el autoritarismo, el punitivismo que hace las veces de política pública, la marginalidad económica y una división de clases extrema defendida por una élite local arrogante. Es probable que con el tiempo comprendamos que el Bitcoin solo vino a empeorar estos males.
Economias de riesgo
Mientras tanto, el presidente salvadoreño Nayib Bukele se presenta como un criptovisionario y afirma que su país se encamina hacia la prosperidad. Capturado por la retórica autopromocional de las criptomonedas, básicamente está apostando todo el futuro de su país a un activo volátil.
A cambio del sacrificio de los limitados recursos naturales de El Salvador en el altar de la innovación financiera, el presidente Bukele intenta crear un paraíso donde los criptocapitalistas puedan operar sin pagar impuestos y con poca o nula supervisión regulatoria. Su gobierno también aprobará la residencia legal de los inversores calificados, poniendo el enorme aparato de seguridad del país al servicio de su protección, allanando el terreno para erigir santuarios cripto como Bitcoin City.
Para los criptocapitalistas locales y extranjeros, la operación es bastante obvia: la existencia del Bitcoin depende de la extracción masiva de recursos naturales, y cuanto más barata es la energía utilizada para producir un Bitcoin, más probable es que el activo genere ganancias a largo plazo y se convierta en una reserva de valor potencialmente estable.
Este es, en esencia, el lado oscuro de lo que se conoce como «minado de Bitcoins», sello distintivo del modelo de creación de valor de las criptomonedas. En su forma más simple, consiste en reunir y convertir energía en poder de cómputo potencial que se utiliza para resolver complejas ecuaciones matemáticas sobre una red denominada «blockchain». La blockchain es el libro de cuentas público de todas las transacciones verificadas, realizadas a nivel mundial. El poder necesario para la concreción de estas operaciones computacionales proviene de una mezcla de combustibles fósiles, hidroelectricidad y energías geotérmicas. Y El Salvador es un proveedor bien dispuesto.
Aunque el lenguaje técnico de las criptomonedas y las blockchains aparece como desconcertante y extraño para la mayoría de los salvadoreños, Bukele aumentó su apuesta inicial proponiendo construir una metrópolis completamente fundada en el uso de criptomonedas. Bitcoin City servirá primordialmente al propósito ideológico de mostrarle al mundo que las criptomonedas son capaces de alimentar la transición energética del país al tiempo que traer innovación a un país pobre con un sector tecnológico pequeño y una fuerza de trabajo poco calificada.
Por supuesto, Bitcoin City es un notable refrito del siglo XXI de la Zona del Canal de Panamá. También recuerda a las Zonas Especiales de Desarrollo Económico, concepto que se expandió por América Latina en los años 1970. En Honduras todavía existen ciudades «privadas» o «chárter», como las de Crawfish Rock, Choloma y Trujillo.
Bitcoin City ofrece básicamente lo mismo que las Zonas Especiales —un Estado virtual dentro de otro Estado, dedicado a la acumulación de capital—, pero con una dosis extra de evangelismo tecnológico. Nacidos de las mentes de los ideólogos-inversores de Silicon Valley, estos nuevos proyectos cripto urbanos apuntan a construir sociedades enteras fundadas en los «primeros principios» de la filosofía neoliberal, en el marco de la que un libertarianismo hiperindividualista y un sistema bancario completamente descentralizado serían los cimientos de una «sociedad nueva y mejorada».
Por más excéntrico que suene, Bitcoin City es una propuesta muy real. El sustrato material de la ciudad enclave del siglo XXI sería provisto por el volcán de Conchagua, cuya energía se aprovecharía para alimentar todas las actividades de la ciudad. Además de proveer a los comercios, a las residencias, a los bares y a los hoteles de la ciudad, Conchagua produciría energía ininterrumpida para minar criptomonedas. No está de más recordar el fracaso de una experiencia prácticamente idéntica, la del Barranco de Galt: fundada en las ideas de la archilibertaria Ayn Rand, esta hacienda ubicada en los Andes chilenos se desmoronó al descubrirse que respondía a un esquema Ponzi.
Criptocolonialismo
Las criptomonedas no difieren de una inversión bursátil tradicional, donde la «confianza de los inversores» es una métrica fundamental del valor. Eso debería contribuir a explicar por qué el mismo Bukele, en un intento de inflar artificialmente la confianza en la moneda digital, apostó cerca de 85 millones de dólares estadounidenses al Bitcoin. Hasta ahora perdió 20 millones de dólares provenientes de fondos públicos salvadoreños. De hecho, las transacciones estatales y las conversiones entre criptomonedas y dólares, el pago a las empresas privadas por los cajeros automáticos y el desarrollo en curso de la Chivo Wallet están subsidiados con los impuestos que pagan todos los salvadoreños.
La existencia de una moneda digital oficial respaldada por el Estado es realmente algo sorprendente cuando se considera que esta ni siquiera califica como dinero fiduciario, ya que no es más que un activo especulativo clasificado por muchos gobiernos como una «ficha de casino digital». Mientras el FMI empieza a expresar preocupación sobre el compromiso de Bukele con el Bitcoin, la estrategia del presidente salvadoreño se parece cada vez más a la famosa falacia de «costo irrecuperable» del jugador: a esta altura, habiendo «invertido» tanto a pérdida, lo mejor es apostarlo todo.
Del imperialismo bananero de la United Fruit, que creó el prototipo de la noción de persona jurídica empresarial, a los microcréditos predadores que endeudaron a generaciones enteras o los tratados de libre comercio que obligaron a enormes masas humanas a desplazarse, hoy se suman los criptoesquemas promovidos por las mismas élites que buscan el apoyo popular prometiendo solucionar problemas sociales complejos mediante un rápido arreglo tecnológico. Y, como sucedió con los esquemas anteriores, esto podría terminar generando cataclismos sociales inéditos en la vida cotidiana de Centroamérica.
Hasta el momento, la República del Bitcoin sólo es «disruptiva» para la vida de los ciudadanos que tendrán que habitar en las eventuales ruinas de esta tecnoutopía. Aunque se oculten las relaciones económicas básicas tras un lenguaje informático y de metáforas que suenan futuristas, la verdadera realidad del Bitcoin se encuentra al acecho bajo la superficie: las criptomonedas no son un sistema abierto que opera más allá de la supervisión estatal, como se plantea, sino que en verdad se apoderan de la infraestructura financiera y energética preexistente en beneficio del capital extranjero, aprovechándose de las instituciones estatales más antidemocráticas para secuestrar fondos públicos, recursos y trabajo.
Bukele asegura a sus partidarios que el Bitcoin es la vía regia a un futuro de soberanía y libertad financiera para todos. Pero habría que prestar más atención a la conexión incongruente entre la supuesta libertad de las criptomonedas y la acentuación de rasgos cada vez más autoritarios en el gobierno salvadoreño. Aunque el Bitcoin forma parte de una larga historia de aventurerismo capitalista en la región, el giro fascista de Bukele parece apuntar hacia desarrollos futuros todavía más siniestros: cuando el negocio del Bitcoin encalle —como es probable que suceda— la misma «descentralización» promovida por este modelo podría derivar en regresiones históricas aún más oscuras: un futuro con campesinos y trabajadores que cobran bonos de plantación digitales, pagados por criptohacendados con capacidad de emitir monedas particulares de circulación exclusiva en economatos de su propiedad. Puede sonar a ciencia ficción, pero es una imagen que William Walker miraría con cariño. Y tal vez Bukele también.