En el sistema político autoritario que existe en Rusia, puede ser muy difícil conocer la verdad sobre lo que hace el gobierno y, mucho menos, obligarlo a cambiar su comportamiento u obtener algún tipo de justicia por sus crímenes. Esto hace que las filtraciones del gobierno, los denunciantes que las filtran y los periodistas y medios de prensa que las publican sean aún más vitales.
También significa que todas esas entidades llevan un gran blanco en sus espaldas. Así que hagamos un experimento mental. Supongamos que Moscú lleva años intentando atrapar y encarcelar al responsable de la publicación de una serie de filtraciones masivas que resultaron muy embarazosas para el Kremlin.
Aunque no es un ciudadano ruso, nunca ha vivido en el país, ni estaba allí cuando cometió su supuesto «crimen», el gobierno ruso ha dado el paso radical de intentar que sea extraditado a su territorio para poder someterlo a un juicio de conclusión previsible y encarcelarlo por Dios sabe cuánto tiempo, afirmando efectivamente el derecho a procesar y encarcelar a cualquier periodista en cualquier parte del mundo si publica algo que desagrada a la élite gobernante de Rusia.
¿Qué es lo que les desagrada? Una cosa tiene que ver con los varios tramos de documentos secretos que hizo públicos sobre las diversas guerras que Moscú ha librado en el siglo XXI, revelando crímenes de guerra de los que nunca tuvimos noticia, un número de muertos civiles mayor de lo que pensábamos y diversos encubrimientos y subterfugios entre bastidores. Otra, con cables diplomáticos de décadas que nos dieron una visión sin precedentes del funcionamiento de la política exterior rusa y de otras naciones.
Pero tal vez su mayor crimen en las mentes de la clase dirigente del país haya sido la publicación de información escandalosa sobre la corrupción y la manipulación política de un sector de la élite política, con revelaciones embarazosas que casi seguramente le fueron suministradas por una potencia extranjera adversaria con sus propias motivaciones particulares.
El Kremlin ha hecho todo lo posible para castigar estos actos de revelación de la verdad y para disuadir a cualquier otra persona de intentarlos en el futuro. Presionó a PayPal para que le cortara los pagos, dio inmunidad a un criminal y delincuente sexual si les ayudaba a atraparlo, y utilizó sus activos en el mundo de los hackers para atacar los sitios web de un gobierno extranjero y crear el pretexto para que sus servicios de seguridad entraran en el país en el que se encontraba.
Finalmente le obligó a pasar siete años en una embajada extranjera para evitar su captura por parte de las autoridades rusas, lo que provocó el desmoronamiento parcial de su cordura. Una vez que lo atraparon, lo encarcelaron sin cargos durante los tres años siguientes, algunos de los cuales los pasó en régimen de aislamiento, una forma cruel de tortura. Como resultado de las acciones de Moscú, cuando por fin se presentó a su juicio de extradición, le costaba decir su nombre y su edad, con un estrés extremo que acabó provocándole un derrame cerebral.
Todo por el delito de denunciar los crímenes de guerra y la corrupción.
Por supuesto, estos párrafos no describen realmente las acciones del gobierno ruso. No se equivoquen: Rusia está gobernada por una élite militarista y corrupta que desprecia el derecho internacional y a la que le encanta reprimir la disidencia y la información libre, hasta el punto de llegar al asesinato. Por eso todo esto suena como una fechoría más del Kremlin.
Lo que ocurre es que, en este caso, lo que relatamos es un resumen de lo que el gobierno estadounidense ha hecho en la última década para castigar al fundador de WikiLeaks, Julian Assange.
La última noticia en la saga de Assange es que la semana pasada, el ministro del Interior del Reino Unido aprobó formalmente su extradición a los Estados Unidos. Aunque la decisión será apelada, el anuncio nos acerca un poco más a la temida perspectiva de que Assange sea desterrado a alguna horrible prisión estadounidense.
Es, por supuesto, aterrador para Assange, a quien los médicos han advertido que puede acabar muriendo en prisión como resultado de este tratamiento. Pero es aún más aterrador por lo que significaría para las libertades de prensa en Estados Unidos y en el mundo, dado que establecería un precedente que permitiría al gobierno de Estados Unidos encarcelar y torturar a periodistas y editores que revelen sus secretos, y permitirle hacerlo con cualquier reportero o editor en cualquier parte del mundo.
Hay muchas cosas que se pueden decir sobre todo esto. Se podría hablar de cómo se burla de la promesa del presidente Joe Biden de romper con su predecesor de extrema derecha y de su llamamiento a liderar las democracias del mundo contra la expansión de la autocracia. Se podría hablar de la hipocresía de los principales medios de comunicación estadounidenses, que se han pasado los años de Donald Trump ensalzando las virtudes de la prensa libre pero que parecen despreocupados por el hecho de que Biden continúe con el ataque más radical de Trump contra ella. Se podría hablar de la flagrante contradicción que supone estar horrorizado, como lo está con razón el mundo occidental, por el asesinato de periodistas por parte de países como Israel y Arabia Saudí, mientras que Washington hace lo mismo con relativamente poca reacción.
Pero también es útil hacer experimentos mentales como el anterior e imaginar cómo nos sentiríamos si las acciones llevadas a cabo por el gobierno de Estados Unidos contra Julian Assange fueran llevadas a cabo por otro gobierno que en Occidente describiríamos como autoritario o despótico, como el de Rusia, el de China, el de Arabia Saudí o el de Corea del Norte. Una vez que hagamos eso, podremos ver lo extremo y peligroso que es el trato de Washington a Assange, un tipo de comportamiento que nunca aceptaríamos de ningún otro gobierno y ante el que deberíamos hacer todo lo posible para evitar que los responsables políticos de Estados Unidos se desentiendan.
Biden y el establishment occidental tienen razón en que la democracia está amenazada en todo el mundo. Pero esa amenaza se agrava cuando criticamos los ataques a la democracia por parte de otros Estados y no denunciamos a nuestros propios líderes cuando lo hacen.