Hace dos años, Lan Marie Nguyen Berg, concejal de Oslo y estrella emergente del Partido Verde de Noruega, predijo que una «ola verde» arrasaría el pequeño país nórdico —uno de los principales exportadores de petróleo y gas natural del mundo— en las elecciones parlamentarias de 2021. En parte tenía razón: cuando se celebraron las elecciones el pasado lunes 13 de septiembre, los partidos que prometían acciones más agresivas sobre el clima obtuvieron impresionantes resultados.
Pero el Partido Verde no estaba entre ellos. Tras proclamar su voluntad de renunciar a «costosas reformas del bienestar» (por ejemplo, la atención odontológica gratuita para todos) para llevar a cabo su programa climático, el partido no superó los resultados de sus encuestas y por poco no llegó el crítico umbral del 4% para «nivelar los escaños» que puede duplicar con creces la representación parlamentaria de los partidos pequeños.
Los partidos verdes que triunfaron el lunes son, de hecho, rojos: el Partido Socialista de Izquierda y el Partido Rojo, que combinan un firme compromiso con el futuro verde de Noruega con una defensa intransigente del Estado de bienestar universal. Obtuvieron, juntos, el 12,3% de los votos, en un abarrotado campo multipartidista. Su éxito, junto con un resultado mejor de lo esperado para el otrora dominante Partido Laborista y uno muy impresionante para el agronacionalista Partido del Centro, sugiere que, tras ocho años de gobierno conservador, la mayoría de los votantes noruegos quiere una acción climática significativa y la reafirmación de un proyecto progresista tanto en los centros urbanos como en los distritos rurales.
Marea carmesí
En los prolegómenos del 13 de septiembre no faltaron las declaraciones atrevidas y las acusaciones cuestionables (un gran inversor llegó a decir, por ejemplo, que el popular líder de Izquierda Socialista, Audun Lysbakken, era como un «Hitler del siglo XXI»).
Los medios de comunicación en lengua inglesa tendieron a presentar las elecciones como un referéndum sobre el futuro de Noruega como Estado petrolero. En parte, esto es cierto, ya que los partidos parecen haberse dividido en tres bandos sobre la industria del petróleo y el gas del país. El primer bando —que incluye a los partidos Rojo, Verde, Izquierda Socialista y Liberal— aboga por el cese de las prospecciones petrolíferas (los democristianos también lo apoyan, pero ampliarían las instalaciones actuales) y prevé activamente un futuro para Noruega más allá de los combustibles fósiles. Para los Verdes, las últimas gotas de petróleo se extraerían del Atlántico Norte en un plazo de quince años.
El segundo grupo —que incluye al Partido Laborista, al Partido Conservador y al Partido de Centro— se muestra incómodo con el cambio climático, pero tampoco está dispuesto a escribir el final del cuento de hadas de medio siglo del país nórdico como la Cenicienta rica en petróleo. Estos partidos abogan por adherirse al Acuerdo de París y recortar las emisiones, al tiempo que «reestructuran» —pero no desmantelan— la industria del petróleo y el gas.
Por último, el Partido del Progreso, populista y de derechas, se ha posicionado de manera distintiva, pidiendo un aumento de las exportaciones de petróleo y gas. También proponen ampliar la exploración en el Mar de Barents y las zonas protegidas del Ártico.
Las diferencias en política climática entre los partidos fueron sin duda un factor para los votantes el lunes. Pero sería engañoso considerar la política climática noruega como el único punto significativo de discordia. En los últimos años, los noruegos también han luchado contra la agresiva centralización de la administración pública por parte de los conservadores, la expansión de los servicios sociales con fines de lucro y la indiferencia ante el aumento de la desigualdad.
La primera de estas cuestiones creó un espacio para que el Partido del Centro —un partido nacionalista agrario-económico— se impusiera como el campeón de los que se oponen a la consolidación administrativa y a lo que creen que es el poder de Oslo sobre el resto del país. Esta estrategia tuvo bastante éxito y, hasta poco antes de las elecciones, parecía que el líder del partido, Trygve Slagsvold Vedum, cada vez más popular, podría arrebatar al Partido Laborista el papel de primer ministro en una futura coalición de gobierno.
Los otros temas —servicios sociales con fines de lucro y aumento de la desigualdad— no han sido motivo de escasez de material de campaña para los partidos Socialista de Izquierda y Rojo. Ambos pidieron servicios de bienestar sin ánimo de lucro y la lucha contra la desigualdad con, entre otras cosas, aumentos de impuestos y programas extraescolares y de atención dental gratuitos para todos. El Partido Laborista, aunque mucho más cauto, también hizo hincapié en el papel fundamental del gobierno intervencionista —un caso relativamente fácil en medio de la pandemia del COVID-19— y en la necesidad de aumentar los impuestos a los ricos.
En vísperas de las elecciones, las encuestas sugerían que una victoria (aunque no una mayoría absoluta) de la «Coalición Rojo-Verde» —los partidos Laborista, de Centro y de Izquierda Socialista— era casi segura. Pero quedaban muchos interrogantes: ¿accedería el Partido de Centro a los deseos del Partido Laborista y aceptaría volver a gobernar con la Izquierda Socialista (como habían hecho entre 2005 y 2013)?
Después de todo, sean cuales sean sus intereses compartidos con los laboristas, los dos partidos tienen serias diferencias sobre la industria petrolera (el Centro no tiene prisa por acabar con ella), el aborto (el Centro no está interesado en impulsar el acceso), los impuestos (el Centro se opone a elevar el nivel agregado por encima de su posición actual) y, de forma crítica, los lobos (el Centro, que representa a los agricultores, los quiere muy muertos). ¿Lograrían los rojiverdes una mayoría absoluta o se verían obligados a gobernar en minoría? Si esto último ocurriera, ¿firmarían —a pesar de las reticencias de los Laboristas/Centro— un acuerdo de cooperación con los Partidos Verdes o Rojos?
En resumen, tras ocho años de gobierno conservador de Erna Solberg, una toma de posesión rojiverde estaba prácticamente asegurada, pero ¿cuán roja sería? ¿Y cuán verde?
Coalición Rojo-Verde
Los primeros pronósticos oficiales de la noche electoral ofrecían respuestas sorprendentemente claras: los partidos Conservador y del Progreso perderían un número significativo de escaños; los partidos Rojo y Verde superarían probablemente el umbral electoral del 4%, mientras que los Liberales y los Demócratas Cristianos caerían por debajo de él; y, lo que es más importante, el Partido Laborista, la Izquierda Socialista y el Partido de Centro obtendrían colectivamente una mayoría absoluta para la coalición Rojo-Verde.
Sin embargo, a medida que se contabilizaban los votos, se hizo evidente que los Verdes, cuyo atractivo se limita sobre todo a Oslo, no alcanzarían el umbral (con un 3,9%), mientras que los liberales, de tendencia verde, lo superarían. En cualquier caso, apenas importaba: al haber obtenido el 47,4% de los votos y 89 de los 168 escaños, los partidos Laborista, de Centro y de Izquierda Socialista tenían su mayoría.
Los medios de comunicación se apresuraron a proclamar a Jonas Gahr Støre, líder del Partido Laborista y probablemente próximo primer ministro de Noruega, como el ganador de la noche. Había hecho una chapuza en las elecciones parlamentarias de 2017 con una campaña sin vida que acusaba a los conservadores de mala gestión económica en medio de la constante recuperación del país tras el «crash del petróleo» de 2014-15. El espectacular fracaso de los laboristas en esas elecciones no solo devolvió a Solberg al poder para otro mandato, sino que ayudó a que Vedum, aliado de Støre en el Partido de Centro, entrara en la conversación pública como posible candidato a primer ministro.
Las elecciones de este mes eran probablemente la última oportunidad de Støre para llevar al Partido Laborista de nuevo al poder. Durante décadas, los laboristas podían contar con al menos el 30% —y a veces más del 40%— de los votos totales. Nadie esperaba un milagro de Støre el lunes, y no existió: los laboristas consiguieron hacerse con cuarenta y ocho escaños (uno menos que en 2017) y una pluralidad de papeletas con el 26,3%. Aunque el resultado superó las encuestas previas a las elecciones, fue el segundo peor resultado del partido en unas elecciones parlamentarias desde los años veinte.
Pero apenas importa para una posible coalición liderada por los laboristas: con un 13,5%, el Partido de Centro terminó tercero en la general y añadió unos impresionantes nueve escaños —para un total de veintiocho— a su cosecha de 2017. La Izquierda Socialista también mejoró su resultado anterior en dos escaños, obteniendo trece en total y el 7,6% de los votos. Por su parte, el Partido Rojo, que hizo de la asistencia odontológica gratuita un tema de campaña, se convirtió en el primer partido desde la creación del umbral electoral del 4% en superarlo: con un 4,7%, su grupo parlamentario pasará de uno a ocho diputados.
Un poco de azul
La contienda del lunes supuso el fin del improbable aunque sorprendentemente resistente gobierno de Erna Solberg, liderado por los conservadores. En 2013, la coalición rojiverde de Jens Stoltenberg llevaba casi una década en el poder, conduciendo a Noruega durante parte de la «guerra contra el terrorismo» mundial, la crisis financiera, la intervención en Libia y los atentados del 22 de julio y sus consecuencias. Aunque la alianza entre el Partido Laborista, el Centro y la Izquierda Socialista se mantuvo unida a lo largo de todas estas turbulencias, no fue muy feliz y perjudicó la popularidad de la Izquierda Socialista, que aceptó varios compromisos con sus socios de coalición para disgusto de muchos partidarios.
Solberg consiguió romper el dominio rojiverde al prescindir de la anterior negativa del Partido Conservador a entrar en el gobierno con el Partido del Progreso, que había casado la xenofobia vitriólica y el neoliberalismo para convertirse en uno de los mayores partidos de Noruega. Esto desencadenó una cascada de hipocresía, ya que los liberales y los democristianos descubrieron de repente que también podían superar sus reparos morales a la hora de trabajar con el Partido del Progreso para apoyar un gobierno «azul-azul».
Después de los pesados años del período rojo-verde, la era azul-azul se sintió, al menos al principio, ligera, casi ridícula. La gente bromeaba diciendo que el primer logro más visible de Solberg era la legalización de los Segways. Las bromas cesaron con el colapso de los precios del petróleo a finales de 2014, la crisis de los refugiados sirios en 2015 y la búsqueda de Solberg de una agresiva —y ampliamente impopular— consolidación de todo, desde condados y municipios hasta universidades y distritos policiales. La victoria azul-azul en 2017 no fue una sorpresa total, pero pareció reflejar el fracaso del Partido Laborista de Støre más que el éxito de los conservadores de Solberg.
La etapa de Solberg al frente del Gobierno terminó el lunes. A pesar de la relativamente alta aprobación de la respuesta liderada por los conservadores a la pandemia del COVID-19, los partidos «burgueses» de Noruega no consiguieron ganar ni un solo escaño: los conservadores perdieron nueve, el Partido del Progreso perdió seis, los liberales se mantuvieron estables y los democristianos cayeron por debajo del umbral del 4% y perdieron cinco de sus ocho escaños.
Lo que le espera a este variopinto grupo en la oposición es incierto, aunque es probable que no falten las bravatas antinmigrantes de la líder del Partido del Progreso, Sylvi Listhaug, quien, entre otras cosas, ha acusado a un antiguo líder democristiano de de «lamebotas de los imanes» y declarado que «el Partido Laborista cree que los derechos de los terroristas son más importantes que la seguridad nacional».
Justicia ambiental y social
Entonces, ¿fueron las elecciones climáticas que el Partido Verde predijo y los medios de comunicación en inglés proclamaron? El martes, Støre dijo que sí. Pero si solo se hubiera tratado de la industria petrolera de Noruega, se habría esperado un resultado sorprendente del Partido Verde, un equipo electoral con un liderazgo joven y carismático y una dedicación inequívoca a la rápida transición fuera del petróleo. El hecho de que se quedaran cortos, mientras los laboristas se mantenían estables, el Centro Anti-Centralista prosperaba y la Izquierda Socialista y los Rojos, ecologistas y favorables al Estado del Bienestar crecían, envía un mensaje claro: la mayoría de los votantes noruegos no quieren acción climática o justicia social, sino ambas cosas.
La cuestión principal ahora es qué partidos se unirán para conseguirlo. Aunque el Partido Laborista de Støre está dispuesto a volver a reunir a la banda, el Partido de Centro no está seguro de poder trabajar con un Partido de Izquierda Socialista que no muestra ningún deseo de ser el socio algo deferente que fue entre 2005 y 2013.
Si los tres pueden colaborar (y resolver sus diferencias sobre, por ejemplo, los lobos), tendrán que enfrentarse, no obstante, a la oposición liderada por los conservadores a su derecha y al Partido Rojo de Bjørnar Moxnes a su izquierda. Pero mientras los primeros trabajarán en contra de la coalición rojo-verde, los segundos probablemente la impulsarán, recordando a Støre y a sus socios que el público noruego les dio poder para reducir las emisiones, equilibrar los intereses urbanos y rurales, reducir la desigualdad y ampliar el acceso al bienestar, es decir, para mostrar al mundo que no hay compensación entre la justicia medioambiental y la social.