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Ilustración de Margeaux Walter

Socializar el Banco Central

Traducción: Florencia Oroz

La gestión de la inflación, o de cualquier otra cuestión económica, tiene que ver fundamentalmente con opciones políticas y prioridades sociales. Una política favorable a la clase trabajadora obligaría a reconsiderar por completo el papel del Banco Central.

Una de las declaraciones más trascendentales de la presidencia de Joe Biden pasó prácticamente desapercibida. Antes de una reunión con la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, y el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, Biden explicó su plan «para hacer frente a la inflación». «Empieza», declaró, «con la simple proposición: respetar a la FED y respetar la independencia de la FED».

La razón por la que prácticamente nadie comentó el comentario es que la «independencia» de la Reserva Federal para luchar contra la inflación se da tan por sentada, es tan fundacional para la ortodoxia económica de nuestros tiempos, que pocos economistas y periodistas financieros pueden imaginar que sea de otro modo. La inflación, desde su punto de vista, es un reto técnico que debe ser gestionado por expertos. Los banqueros centrales son esos expertos, y la política monetaria es su especialidad.

La verdad, sin embargo, es que esa política monetaria antinflacionaria es dolorosamente simple: no es otra cosa que el aumento de los tipos de interés a corto plazo. Se supone que unos tipos de interés a corto plazo más altos funcionan como un freno a la actividad económica: frenan los préstamos, la inversión y el gasto, lo que a su vez reduce la demanda total. Cuando la demanda disminuye, también lo hace el número de puestos de trabajo disponibles y la tasa de crecimiento salarial. En pocas palabras, la Reserva Federal combate la inflación con un instrumento contundente —el ajuste de los tipos de interés a corto plazo— que pretende provocar una desaceleración económica y aumentar el desempleo.

Esto no es un secreto. En junio, tras anunciar el ritmo más rápido de endurecimiento monetario en décadas, Jerome Powell admitió que una recesión es «ciertamente una posibilidad». Es más, como ha señalado el economista J. W. Mason, el propio Powell no parece estar seguro de que la FED sea capaz de enfrentarse a algunos de los generadores de inflación más importantes. «Hay muchas cosas sobre las que no podemos influir», reconoció, como «los problemas de precios de las materias primas que estamos teniendo en todo el mundo debido a la guerra en Ucrania y las consecuencias de la misma, y también todas las cosas del lado de la oferta que todavía están empujando hacia arriba la inflación». Estas no son las palabras de un hombre confiado en su misión.

Si la política monetaria de la Reserva Federal no puede llegar a la raíz del problema, y ciertamente no sin causar dificultades significativas, entonces ¿por qué están haciendo lo que están haciendo? Por un lado, porque algunos funcionarios especialmente duros del Banco Central creen realmente que los trabajadores tienen demasiado poder de negociación y que hay que disminuirlo. Por otro, porque creen que deben dar la impresión de haber actuado con agresividad para moderar las expectativas de inflación futura, que son más peligrosas, en su opinión, que las subidas de precios realmente existentes. Si juntamos todo esto, tenemos un consenso en la Junta de Gobernadores para subir los tipos de interés.

Pero alejándonos de estos cálculos inmediatos, la principal razón de su endurecimiento es que el compromiso del Banco Central de combatir la inflación mediante subidas del tipo de interés a corto plazo —lo que Benjamin Braun y Leah Downey han denominado la «santísima trinidad» de control de la inflación, independencia y tipo de interés— es un principio básico de la gobernanza macroeconómica moderna. Romper con ese modelo significaría aceptar la realidad de que la gestión de la inflación, o de cualquier otra cuestión económica, tiene que ver fundamentalmente con opciones políticas y prioridades sociales

La Reserva Federal del New Deal

En las últimas décadas, la santísima trinidad no se discute, pero durante la mayor parte del siglo XX, el carácter de la Reserva Federal fue muy discutido. De hecho, la forma que adoptó el sistema tras su creación hace más de un siglo fue en sí misma un compromiso, aunque desigual, entre fuerzas sociales opuestas que habían luchado durante mucho tiempo por un régimen financiero que sirviera mejor a sus intereses. Los farmers [granjeros], que a finales del siglo XIX se habían visto golpeados por convulsiones económicas recurrentes, exigían una autoridad pública que pudiera garantizar un suministro adecuado de moneda para sus distritos, faltos de efectivo. La creación de un sistema con doce bancos regionales pretendía satisfacer esta necesidad, actuando como defensa contra el poder histórico de las finanzas del noreste.

Los banqueros, por su parte, querían el control, y lograron instalarse en el asiento del conductor. Si había bancos repartidos por todo el país, los intereses financieros creados en cada una de esas zonas serían los que los dirigieran. El conflicto político puede haber dado a luz a la Reserva Federal, pero en opinión de los banqueros, su establecimiento resolvió el asunto y puso fin a la era de la política en la «Cuestión del dinero».

Todos podían estar de acuerdo, sin embargo, en que la principal responsabilidad del nuevo Banco Central era poner orden en un sistema financiero irracional para evitar el tipo de depresiones que generaban inestabilidad social. Pero los banqueros no tardaron en demostrar que no estaban a la altura de la tarea. La Gran Depresión marcó un punto de inflexión, y con el New Deal llegó la oportunidad de una concepción más progresista de la FED.

Esto comenzó con las reformas bancarias de la década de 1930, que dejaron la estructura que aún tenemos hoy. En primer lugar, el New Deal facultó a la FED para regular los bancos nacionales, dotándola de autoridad para supervisar las prácticas crediticias y los perfiles de riesgo, limitando así las burbujas de activos alimentadas por la especulación. En segundo lugar, centralizaron la toma de decisiones en la Junta de Gobernadores con sede en Washington, debilitando así el control que antes ejercían los banqueros privados y permitiendo una mayor coordinación de la política de la FED con las ambiciones económicas más amplias de la administración Roosevelt.

En adelante, la FED reconfigurada se encargó de cooperar con otras autoridades económicas públicas —sobre todo el Departamento del Tesoro— para garantizar que las condiciones monetarias y crediticias nacionales facilitaran la expansión económica y la plena utilización de la capacidad productiva. Detrás de este complejo acuerdo había un razonamiento sencillo: el sistema financiero no era ajeno a la economía y a la sociedad, sino que formaba parte integrante de su prosperidad. O como había dicho unos años antes el economista laboral John R. Commons: «El problema del crédito es nuestro mayor problema laboral».

El elegido por Franklin Roosevelt para dirigir la Reserva Federal, Marriner Eccles, encarnaba la tensión existente en el seno de la institución. Eccles era un banquero de Utah, mormón y republicano. Pero también era una criatura de su tiempo. «Simplemente tenemos que ocuparnos de los desempleados», dijo ante un comité del Senado en 1933, «o tendremos una revolución en este país». Aunque afirmaba no haber leído nunca a John Maynard Keynes, Eccles creía que la salida de la crisis del desempleo pasaba por un gasto público a gran escala que pusiera a la gente a trabajar. Un gasto de tal magnitud y alcance solo era posible mediante el endeudamiento, y Eccles entendía que el papel de la Reserva Federal era permitir al Estado financiar esa deuda. En la práctica, esto significaba que la Reserva Federal utilizaría su capacidad para influir en las condiciones crediticias de modo que el gobierno pudiera obtener préstamos a tipos razonables.

Este programa fiscal-monetario adoptó su forma más clara durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la FED fijó la deuda pública a corto y largo plazo a tipos de interés bajos. La movilización de defensa se construyó sobre esta base, y el resultado fue posiblemente el mayor milagro económico de la historia mundial. La economía, antes lenta, funcionó a toda máquina, se eliminó el desempleo y millones de trabajadores industriales recientemente sindicalizados alcanzaron un grado de seguridad material que antes se creía inimaginable. Al mismo tiempo, la inflación se mantuvo bajo control gracias a una exhaustiva planificación económica que incluía controles de precios y salarios, impuestos sobre el exceso de beneficios y una estricta regulación de los fines a los que podía destinarse el crédito. Si se busca un modelo de cómo el Estado puede hacer frente a una emergencia de gran envergadura —por ejemplo, el cambio climático—, éste es un buen candidato.

Cuando la guerra llegó a su fin, el mayor problema político del país era si este tipo de régimen de planificación podía mantenerse en tiempos de paz. Para que el movimiento obrero cumpliera sus ambiciones de posguerra —incluida la política de pleno empleo, la asistencia sanitaria nacional, la expansión de la vivienda pública y la reforma de la agricultura—, tenía que sobrevivir. El reto básico consistía en encontrar la manera de mantener un alto nivel de actividad económica y, al mismo tiempo, contener la inflación, un dilema que (entonces, como ahora) no podía resolverse sin un ajuste de cuentas fundamental sobre las relaciones de clase y el carácter del propio capitalismo. En el fondo, el dilema era simple: ¿qué bando saldría ganando, el del trabajo o el del capital?

Los banqueros se liberan

Entre finales de los años 40 y principios de los 50, esta cuestión fundamental se resolvió en términos desfavorables para la clase obrera y, en muchos aspectos, hemos vivido con las consecuencias de esa derrota desde entonces. Los primeros en desaparecer fueron los controles de precios, que las empresas organizadas se movilizaron para desmantelar inmediatamente después de que terminara la guerra. El resultado fue una grave inflación hasta 1946, que dio a los republicanos una supermayoría en las elecciones de mitad de mandato de ese año, que pronto utilizaron para aprobar la ley antiobrera Taft-Hartley por encima del veto de Harry Truman.

La inflación siguió siendo un tema político candente en los años siguientes. El periodista Samuel Lubell la etiquetó como el «dilema permanente» de la política estadounidense de posguerra, y con ella llegó una renovada lucha en torno a la Reserva Federal.

El movimiento obrero fue tan activo en esta lucha como podía serlo dada la naturaleza antidemocrática de la institución. Y aunque los dirigentes sindicales siguieron pidiendo controles selectivos de precios y un impuesto sobre el exceso de beneficios —medidas que incluso el presidente de la Reserva Federal, Eccles, apoyó durante un tiempo—, consideraban que esto era solo una parte de la ecuación antiinflacionista. El otro lado era el suministro. Tenía que haber una cantidad suficiente de bienes y recursos clave como el acero, la energía y la vivienda para evitar el tipo de escasez y los cuellos de botella que conducen a las espirales inflacionarias. La oferta tiene que producirse, y la producción requiere inversión, así que la cuestión pasó a ser cómo movilizar y mantener la cantidad adecuada de inversión.

Una clave para la inversión era el crédito, o capital barato que pudiera financiarla. A principios de 1950, el presidente liberal del Consejo de Asesores Económicos de Truman, Leon Hirsch Keyserling, explicó el problema de la siguiente manera: «Los tipos de interés bajos son siempre deseables. En periodos de inflación tienen la indeseable consecuencia colateral de contribuir a las fuerzas inflacionistas, pero incluso entonces tienen la ventaja económica de facilitar la expansión de la capacidad productiva, que es el mejor camino hacia la estabilidad». En lugar de «abandonar las ventajas del dinero barato», el gobierno debería «adoptar otras medidas para frenar las fuerzas inflacionistas». Esto podría lograrse, por ejemplo, regulando estrictamente lo que los bancos podían hacer con el capital que mantenían en reserva, imponiendo efectivamente cargas de interés más altas a los préstamos especulativos de los bancos, pero manteniéndolas «dentro de límites estrechos».

En resumen, Keyserling abogaba por una política de asignación selectiva del crédito: mantener el dinero barato para las cosas que necesitamos y caro para los inversores que jugarían con él de forma peligrosa. Esto habría transformado el sistema financiero en algo parecido a un servicio público, con un Banco Central progresista en su cúspide. Junto con la Ley de Empleo de 1946, que comprometía a todo el gobierno federal, incluida la Reserva Federal, a promover «el máximo empleo, producción y poder adquisitivo», estos eran los esbozos de una verdadera infraestructura de política económica socialdemócrata.

Como era de esperar, esta visión se encontró con la feroz oposición de la clase financiera, que esperaba que la posguerra trajera consigo la restauración de su antiguo poder. Una vez superadas las emergencias de la depresión y la guerra, los banqueros, dirigidos ahora por un Eccles más duro, emprendieron una campaña para liberar a la Reserva Federal de las restricciones que se le habían impuesto. Su principal objetivo era poner fin a la política de garantizar una deuda pública a bajo costo y empezar a utilizar el tipo de interés como arma en la guerra contra la inflación. Como comentó entonces un funcionario de United Auto Workers, lo que estaba en juego era si «la Junta de la Reserva Federal sería una parte de nuestro gobierno» o «un gobierno aparte». En 1951, tras un enfrentamiento con la administración Truman en el que los banqueros contaron con la ayuda de los conservadores del Congreso, se dio respuesta a esa pregunta. Mediante lo que llegó a conocerse como el Acuerdo entre el Tesoro y la Reserva Federal, el Banco Central obtuvo la capacidad de aplicar la política monetaria a su antojo.

Durante las décadas siguientes, la Reserva Federal se erigió en adversario institucional de la política de la clase trabajadora. Contrariamente a la versión dominante de que una política monetaria irresponsablemente expansiva permitió que la inflación de los años setenta se descontrolara, el Banco Central subió con frecuencia los tipos de interés —en los años cincuenta, a finales de los sesenta y a lo largo de los setenta— para frenar la economía y limitar la presión salarial. En la década de 1970, la opinión generalizada de que una política monetaria restrictiva había contribuido a los malos resultados económicos fue tan generalizada que el papel de la Reserva Federal volvió a convertirse en una cuestión política controvertida, y el Congreso aprobó leyes que ordenaban al Banco Central que persiguiera no solo la estabilidad de precios, sino también el máximo empleo y unos tipos de interés a largo plazo moderados. Como ha observado el jurista Lev Menand, esta última parte del mandato de la FED se pasa por alto con demasiada frecuencia, pero es un recordatorio de la vieja idea de que el Banco Central existe para servir a objetivos económicos más amplios, como la inversión productiva.

Fue a raíz de esta última lucha por la Reserva Federal cuando Paul Volcker, nombrado por Jimmy Carter, tomó cartas en el asunto e implantó un programa draconiano de austeridad —ahogando la oferta monetaria y permitiendo que los tipos de interés se dispararan hasta el 20%— que diezmó el movimiento obrero, desencadenó crisis de deuda en todo el Tercer Mundo e inauguró la era neoliberal. Hoy se atribuye al shock Volcker el mérito de haber controlado la «Gran Inflación», pero quizá su victoria más significativa fue establecer la idea de que luchar contra la inflación, costase lo que costase, era la razón de ser de la Reserva Federal.

Sin embargo, al menos desde la crisis financiera de 2008, ha quedado claro para todos cuánto más puede hacer la Reserva Federal. La gama de métodos que ha desarrollado para rescatar al sistema financiero mundial del borde del colapso y sacar adelante una economía estancada es extraordinaria: compras masivas de activos, swaps de divisas, intervenciones en el crucial mercado de repos (recompras) y facilidades de préstamo para toda una serie de prestatarios pueden ponerse en marcha en un momento. En muchos sentidos, la Reserva Federal es la agencia central de planificación económica más poderosa que el mundo haya visto jamás.

Sin embargo, cuando se trata de la inflación de los precios al consumo —en contraposición a la inflación de los precios de los activos que sus políticas han permitido— toda esa innovación se va por la ventana, y la Reserva Federal es tan torpe como siempre, volviendo al puño de hierro de la santísima trinidad. Dadas las perturbaciones de la oferta que hemos visto en los últimos años, parece posible, si no probable, que la inflación nos acompañe en un futuro próximo. Navegar por estas aguas traicioneras de forma justa requerirá un mayor control público de la inversión y medidas selectivas para contener el aumento de los precios. Nada de esto es posible si la Reserva Federal sigue teniendo libertad para imponer la autoridad de la clase dirigente sin ningún control de su poder.

 

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