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Economists Joan Robinson and Milton Friedman. (Wikimedia Commons)

Por qué Joan Robinson culpó a los sindicatos de la inflación y Milton Friedman no

Traducción: María Andrea Vignau

Durante el debate sobre la inflación entre los años 50 y 70, los keynesianos de izquierdas como Joan Robinson, que apoyaban firmemente el sindicalismo, lo consideraban una causa clave de la elevada inflación, mientras que Milton Friedman y los monetaristas, que odiaban a los sindicatos, insistían en que no eran culpables de ella.

A finales de la década de 1950, el mundo se dio cuenta de que la inflación, por primera vez en la historia, se había convertido en una situación crónica y permanente en tiempos de paz. El enigma que rondaba las mentes de economistas y responsables políticos de todo el mundo era por qué. En un artículo de agosto de 1957 titulado «Investigación básica sobre una inflación desconcertante», el corresponsal de economía del New York Times Edwin Dale anatomizaba el debate en curso entre los expertos como un enfrentamiento entre dos bandos: lo que Dale denominaba los «clasicistas» y los «nuevos inflacionistas».

Los clasicistas creían que «la inflación actual no es realmente peculiar, que está causada por lo mismo que siempre ha causado la inflación —demasiado dinero persiguiendo la oferta disponible de bienes y servicios— y que la cura para ello es restringir el dinero». Los neoinflacionistas, por el contrario, sostenían que «esto es algo relativamente nuevo bajo el sol» y que se derivaba de ciertos cambios básicos en el funcionamiento del capitalismo: como decía Dale, cambios en «los poderes y las prácticas de las empresas (en particular las grandes empresas) y los trabajadores (en particular los trabajadores organizados)».

Los Nuevos Inflacionistas eran, por supuesto, los que abrazaban la nueva visión de la inflación propuesta por John Maynard Keynes y sus discípulos de Cambridge. (Aunque algunos neoinflacionistas eran puristas y creyentes en la teoría de Keynes, la mayoría no lo eran, por lo que me referiré al bando más amplio y heteróclito como «neokeynesiano»).

El análisis de los neokeynesianos sobre «la nueva inflación» se basaba en la teoría de la inflación basada en los costos de producción de Keynes, en la que la tasa salarial (en relación con la productividad laboral) se consideraba el determinante clave del nivel de precios. Cuando esa teoría se unió a la observación empírica de Keynes de que «en el mundo moderno de los sindicatos organizados y un electorado proletario», la resistencia a la desinflación era «abrumadoramente fuerte», se llegó a la conclusión lógica de que intentar detener la inflación reduciendo la demanda agregada con tipos de interés altos o recortes del gasto público sólo podía ser eficaz si el remedio se aplicaba en dosis tan masivas que elevara el desempleo a niveles de depresión salarial que eran —en el mundo de la posguerra— políticamente inviables, se pensara lo que se pensara de su moralidad.

El remedio alternativo distintivamente «keynesiano» para la inflación de posguerra fue, en cambio, lo que se conoció como «política de rentas», un término genérico para cualquier iniciativa —ya fuera una política gubernamental o un conjunto de acuerdos privados— destinada a intervenir directamente en el proceso de fijación de salarios y precios, para disuadir o contrarrestar el comportamiento inflacionista.

La lógica de la política de rentas surgió de la comprensión de que una espiral de precios y salarios, como una carrera armamentística, es un problema de acción colectiva: una situación en la que un comportamiento que es individualmente racional es, en conjunto, colectivamente ruinoso. A nadie le interesa forzar al alza sus propios salarios (o precios) si al hacerlo sólo induce a otros a hacer lo mismo, anulando cualquier ventaja inicial obtenida. En tal situación, todo el mundo se ve obligado a correr más deprisa sólo para permanecer en el mismo lugar.

En 1925, cuando el éxito de la política económica británica posterior a la Primera Guerra Mundial dependía de la bajada del nivel de precios, Keynes propuso, como alternativa a la brutal deflación de Winston Churchill, un «Tratado Nacional» en el que los sindicatos, los empresarios y otras partes aceptaran de mutuo acuerdo una reducción de sus ingresos monetarios en un porcentaje fijo. Pero el plan nunca vio la luz, al menos no en la Gran Bretaña de entreguerras.

Después de la guerra, sin embargo, proliferaron en todo el mundo políticas de rentas con líneas conceptuales similares, aunque en formas dispares. Todos los países industrializados (y muchos otros), enfrentados al novedoso problema de la inflación crónica en tiempos de paz, recurrieron a alguna forma de «política de precios salariales», un tema ahora olvidado que en su día ocupó la atención de vastos sectores de la maquinaria gubernamental y académica de todas las grandes capitales del mundo.

Durante décadas, la cuestión de los precios salariales llenó los periódicos con crónicas tortuosas y áridas sobre consejos consultivos salariales y acuerdos entre sindicatos y patronal, y dio lugar a innumerables conferencias y estudios académicos. (En la actualidad, el catálogo de la Biblioteca Pública de Nueva York contiene más artículos bajo el anticuado epígrafe «política de precios salariales» que bajo «Robert F. Kennedy» o «Harry S. Truman», temas que, al menos algunas personas, siguen considerando interesantes).

Las políticas de rentas más exitosas de la posguerra fueron las que se arraigaron en las prácticas de negociación salarial de países, como Suecia o Austria, que contaban con movimientos sindicales relativamente centralizados y cohesionados. La centralización (o coordinación) sindical ofrecía un medio de resolver el problema de la acción colectiva inherente a una espiral de precios y salarios: en esencia, los sindicatos hicieron un pacto entre sí para abstenerse de explotar plenamente las oportunidades de forzar al alza sus salarios demasiado por encima de algún porcentaje anual orientativo basado en la tasa tendencial de crecimiento de la productividad laboral.

Los países que pudieron hacer uso de esos mecanismos disfrutaron sistemáticamente de compensaciones inflación—desempleo más favorables que los países que carecían de esos requisitos institucionales previos. Así, un país como Suecia, con su federación sindical LO altamente centralizada, experimentó una inflación más baja para cualquier nivel dado de desempleo que países como Estados Unidos o Gran Bretaña— donde el movimiento obrero era, como dijo Joan Robinson en una conferencia de 1958, «como la mayoría de nuestras instituciones… un crecimiento natural enmarañado que se resiste obstinadamente a ser peinado y recortado en cualquier disposición ordenada».

Pero incluso en las circunstancias más favorables, las políticas de rentas de este tipo adolecían de una aguda contradicción interna: exigían que los sindicatos renunciaran deliberadamente a las oportunidades de conseguir salarios más altos para sus miembros. Esto no sólo iba en contra de los instintos más profundos de los líderes sindicales, sino que parecía cuestionar el propósito básico del propio sindicalismo. Las políticas de rentas sindicales amenazaban así con socavar la propia legitimidad de los sindicatos a los ojos de sus propios afiliados.

De la teoría al shock

Frente a los neokeynesianos neoinflacionistas estaban los que Dale llamó los clasicistas. A finales de la década de 1960, este bando adquiriría el apodo más familiar por el que se conoce hoy a sus miembros: «monetaristas». En la década de 1950, eran los leales aguerridos que aún se aferraban a alguna versión de la vieja Teoría de la Cantidad de Dinero que Keynes tanto había hecho por desacreditar en la Teoría General.

Aunque las filas de estos clasicistas habían ido menguando durante veinte años, sus ideas pronto recibirían un nuevo impulso gracias al trabajo de un académico aún desconocido —su nombre no aparece en ninguna parte del artículo de Dale— que en pocos años se convertiría en uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX: Milton Friedman.

El gran proyecto intelectual de Friedman en la década de 1950 fue su esfuerzo por revivir la teoría cuantitativa del dinero, un objetivo que persiguió en obras como «The Quantity Theory of Money: A Restatement», publicado (junto con otros ensayos de economistas de la Escuela de Chicago) en Studies in the Quantity Theory of Money (1956).

Aunque la teoría había pasado profundamente de moda en la profesión económica desde la década de 1930, había sobrevivido en silencio y se había desarrollado — o eso afirmaba Friedman— como una «tradición oral», transmitida en seminarios y tutorías de una generación de profesores y estudiantes de posgrado a la siguiente dentro del departamento de economía de la Universidad de Chicago, donde Friedman había obtenido su maestría y ahora llevaba una década enseñando.

La teoría cuantitativa era algo más que un análisis técnico del nivel de precios. Daba forma analítica a una visión ideológica más amplia, situada en el núcleo del liberalismo del laissez-faire del siglo XIX, que culpaba a la mala gestión del sistema monetario —un monopolio natural que era casi inherentemente público en su estructura institucional— de todas las disfunciones macroeconómicas significativas que surgían en lo que, por lo demás, era un sistema armonioso y eficiente de capitalismo privado de mercado.

Sólo cuando se comprende esta visión ideológica es posible dar sentido a un hecho que, de otro modo, parecería desconcertante y extraño desde el punto de vista actual: que en el «gran debate» sobre la inflación que tuvo lugar en Estados Unidos en las décadas de 1950, 1960 y 1970, fueron Milton Friedman y sus seguidores del libre mercado quienes se esforzaron por exonerar a los sindicatos y al movimiento obrero de cualquier papel causal en la generación de una mayor inflación, mientras que los keynesianos más izquierdistas, incluidos Robinson y su íntimo amigo John Kenneth Galbraith, insistieron sin fisuras en el papel central de la negociación colectiva en la producción de una dinámica inflacionista crónica.

En la visión ideológica que subyacía a la teoría cuantitativa, la economía privada era una fuente de estabilidad y eficiencia macroeconómicas, mientras que todas las perturbaciones graves del funcionamiento armonioso del capitalismo procedían de políticas de creación excesiva o insuficiente de dinero por parte de un banco central torpe.

Los defensores del laissez-faire consideraban que los sindicatos eran monopolios destructores de la eficiencia. Pero admitir que el comportamiento de los agentes privados en el mercado —incluso de los agentes que se comportaban de forma monopolística— podía causar disfunciones sistémicas como la inflación o la recesión supondría una acusación contra el libre mercado y abriría la puerta a una justificación de la intervención sistemática del Estado.

Así, a mediados de la década de 1970, Friedman se lamentaba de que «en Gran Bretaña, la explicación que todo el mundo da de la inflación es que ésta está causada por los sindicatos, los codiciosos obreros avariciosos que fuerzan al alza los salarios que causan la inflación». Estaba «consternado», dijo tras una visita a Londres, por «el apoyo generalizado al “ataque a los sindicatos” como forma de atacar la inflación».

En cuanto al otro lado del debate, la teoría de Keynes de la inflación basada en los costos —que consideraba el crecimiento excesivo de los salarios como la causa principal de la inflación duradera— fluía naturalmente de un análisis realista de cómo se fijan realmente los precios en una economía de mercado. Pero para Robinson, había un significado político detrás del análisis fáctico. Como dijo en una conferencia de 1958:

Los sindicatos no son un elemento ajeno al capitalismo, sino una parte absolutamente necesaria de su mecanismo. La presión sindical que contrarresta las tendencias monopolistas y mantiene bajo control los márgenes de beneficio es necesaria para hacer posible la realización de los beneficios. Se necesita un movimiento obrero fuerte para rescatar al capitalismo de sus «contradicciones internas». Pero si es lo suficientemente fuerte como para hacerlo, corre el riesgo de ser demasiado fuerte y de entrar en una espiral viciosa crónica.
Este es el dilema que han revelado doce años de alto empleo. Algunos observadores llegan a la conclusión de que el pleno empleo con un valor estable del dinero es inalcanzable, y que la única política posible es mantener un margen suficiente de desempleo para disciplinar a los sindicatos, y un mercado lo suficientemente flojo para que los empresarios se preocupen de no aumentar los costos. Se contentarían con un ritmo moderado de progreso en la producción real para disfrutar del beneficio de un valor del dinero estable o al alza. Los que apoyan este tipo de punto de vista son generalmente del tipo más respetable y conservador, pero me parece que están haciendo propaganda del comunismo. Parecen estar de acuerdo con los marxistas en que el capitalismo no puede preservar el empleo y que ha llegado a la fase de ser una traba para el progreso.

Una década más tarde, el conservador y respetable Milton Friedman revolucionaría la macroeconomía al formalizar una versión de esta idea —la idea de un «margen de desempleo» necesario— en su teoría de una «tasa natural de desempleo».

Esa teoría convergió, de hecho, con el pensamiento de muchos economistas marxistas de los años sesenta y setenta. Pero sus seguidores más importantes siempre han sido banqueros centrales como Paul Volcker o Jerome Powell, para quienes ha proporcionado una justificación académicamente respetable de las políticas dirigidas directamente a poner un límite al poder de la clase trabajadora.

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