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(Pascal Le Segretain/Getty Images)

De Franco a Bolsonaro: fascismos y extremas derechas

Al fascismo se lo combate. Y a la extrema derecha también.

Una primera advertencia a la hora de abordar lo relacionado con el fascismo es no banalizar el término. No cabe aplicarlo a cualquier corriente conservadora o reaccionaria, ni a toda perspectiva real o supuestamente autoritaria. Incluso a menudo se habla de «fascismos de izquierda», siendo que el fascismo histórico aparece como un movimiento en choque frontal con cualquier perspectiva socialista o similar. Desechando esa utilización como un insulto genérico, vale la pena preguntarse si los fascismos quedaron circunscriptos a la primera mitad del siglo XX o pueden «retornar» de alguna forma en esta centuria. La llegada de tendencias de extrema derecha a posiciones de gobierno le asigna una importancia renovada a la comprensión y caracterización de esas fuerzas, que expresan el rostro más despiadado del capitalismo de nuestra época.

Ayer: Italia, Alemania, ¿España?

Hay que situarse en el cuadro de derivaciones de la Gran Guerra, de la revolución rusa y del auge de movimientos socialistas o comunistas que les siguieron (como la revolución de noviembre de 1918 en Alemania, el bienio rojo en Italia o el ascenso de las luchas obreras y campesinas en España en los años 30). La agudización de la lucha de clases y los reales o potenciales estallidos revolucionarios fueron el presupuesto de los fascismos.

El aplastamiento del movimiento obrero, la supresión de los sindicatos independientes,  la prohibición y aniquilación de los partidos de izquierda fueron prioridades de su acción, en un intento de zanjar la lucha de clases con proscripciones y represión. Los fascismos le ofrecieron al capital terminar con el «caos» de huelgas y rebeliones, alejar el «peligro comunista» y reemplazarlo por un orden inconmovible y favorable a sus ganancias.  Amplios sectores del gran empresariado financiaron, acompañaron y se beneficiaron del ascenso de la extrema derecha al poder.

Proclamaban la «revolución», para encubrir su inspiración contrarrevolucionaria. Una vez llegado al poder, se conforma un estado policial, un control social centrado en la coerción directa. Más temprano que tarde, aparecen los campos de concentración, la reducción a trabajos forzados de millares de presos, con o sin condenas judiciales.

Otro rasgo es el nacionalismo exacerbado, acompañado por una perspectiva militarista que incluye a la guerra como herramienta de expansión territorial. Esa perspectiva cuadra con la exaltación general de la violencia, que se expresa en partidos constituidos como milicias que atacan a todos los que son declarados enemigos, y a las expresiones socialistas y comunistas en particular.

Todos los fascismos descansaban en el culto al líder indiscutido (Fürhrer, Duce, Caudillo) y en todo un sistema jerárquico de jefaturas personalistas. Cualquier mecanismo de deliberación o el menor atisbo de decisión colectiva quedó excluido: solo cabía la obediencia sin límites al jefe respectivo, por subalterno que este fuese.

La base social más activa de los movimientos fascistas estuvo constituida por amplios sectores de la pequeña burguesía. Pequeña burguesía que había perdido sus pequeñas certezas; vivía espantada por la posibilidad de un descenso social y con miedo ante lo que percibía como amenazas a su estilo de vida. Los mitos de «la unidad nacional», el «gobierno fuerte» y la ilusión de pertenecer a un estado poderoso y en expansión le proporcionaba a esos sectores medios una ilusión de tranquilidad y orden.

Una característica peculiar es que le «roban» algunos planteos a la izquierda: Despliegan cierta retórica «anticapitalista», sazonada con propuestas programáticas como la reforma agraria o la nacionalización de la banca, que se encargarán de no cumplir. Incluso se camuflan como «verdaderos socialismos» o «socialismos nacionales». También blasonan de su supuesto origen obrero y utilizan entre sus símbolos una vestimenta que pretende imitar a la de los trabajadores (como la camisa azul de la Falange Española, o los colores rojo o rojinegro). Se disfrazan con un ropaje «izquierdista» para atraer a sectores descontentos con el orden social existente pero incapaces de construir una visión crítica digna de tal nombre y convertirla en acción. Se ilusionan con terminar con una «plutocracia» imaginaria, sin necesidad de enfrentarse con los capitalistas concretos,  a los que rinden pleitesía.

Fueron críticos del «liberalismo» y el «racionalismo», entendiendo por tal cosa el grueso de la evolución del pensamiento humano, de las instituciones políticas y de los hábitos sociales, al menos desde el siglo XVIII en adelante. Invocaban el concepto «esencialista» de nación, basado en «la sangre y la tierra», contra las apelaciones racionalistas de la revolución francesa.  La «democracia parlamentaria» entra en ese repudio general.  Una vez llegados al poder, suprimen las instituciones representativas y las libertades públicas.

Más allá de los ejemplos del fascismo italiano  y el nazismo, siempre hubo controversias a la hora de caracterizar de esa manera a otros regímenes. Uno de los casos, a nuestro parecer, indudable en su carácter fascista, fue el franquismo. Tuvo rasgos propios, pero todos ellos los tenían (como el racismo exterminador en el caso alemán o  el culto al Estado en Italia).

En España el régimen de Franco tuvo origen en un golpe militar, con el consiguiente protagonismo del ejército  y un destacado papel de la Iglesia, que bendijo el golpe y la guerra ulterior. Se impuso una visión del mundo ultraconservadora y clerical que dio en llamarse «nacional catolicismo». Destruyeron  al gobierno de una coalición de izquierda en medio de un ascenso del movimiento de masas que cuestionaba al capitalismo y a la sociedad de clases en general.  La influencia militar y eclesiástica y el predominio de rasgos conservadores en su ideología facilitaron argumentos para no considerar el caso español como una variedad de fascismo. Se escribió acerca de «dictadura militar» o de «autoritarismo conservador», entre otras caracterizaciones alternativas.  Sin embargo, los rasgos en común con los fascismos «típicos» son muchos y concordantes.

La Falange original tuvo todos los trazos de un partido fascista, incluyendo la retórica «anticapitalista» y  la idea de revolución; «nacional sindicalista» la denominaban. Se presentan a pleno el anticomunismo, el nacionalismo expansivo, el culto a la violencia, el estado jerárquico con el vértice en una jefatura carismática e indiscutible. El control policial de la población por parte del régimen de Franco es abrumador, y en algunos aspectos supera a nazis y fascistas: desde la afección al régimen hasta las prácticas religiosas, desde los desplazamientos dentro del país a la vestimenta y la organización familiar. Todo estaba sujeto a vigilancias e imposiciones.

Tras juicios colectivos y sumarísimos, que son una parodia atroz, fusila en masa. Las autoridades eclesiásticas prohíjan a toda la barbarie del régimen mientras disfrutan de privilegios inusitados, y ejercen un riguroso control sobre la población y su relación con la religión.

Otro elemento característico de los fascismos presente en el franquismo fue el completo rechazo a la democracia parlamentaria y a todo lo que significara libre funcionamiento de los partidos políticos. Impuso una dictadura edificada sobre la persecución o el asesinato de los portadores de cualquier visión dotada de independencia.

En lo que respecta al movimiento obrero, el régimen español suprimió, de raíz, toda organización sindical independiente, reemplazándola por un encuadre corporativo llamado «sindicatos verticales», sometido a la tutela de los empresarios y del Estado.

Puede concluirse, entonces, que la dictadura de Franco fue un caso de fascismo. Con la particularidad de que atravesó el fin de la segunda guerra mundial y pervivió varias décadas más. Pero el interrogante que cabe hoy es si la designación «fascista» es susceptible de aplicarse a movimientos políticos recientes, nacidos en un mundo muy diferente al de la primera mitad del siglo pasado.

Hoy: ¿fascismos, neofascismos, nuevos regímenes de extrema derecha?

Siempre –desde la segunda posguerra– han existido fuerzas políticas de extrema derecha que fueron pequeñas minorías durante décadas. La novedad relativa de los últimos años es que estas se convirtieron en opciones de poder, y en algunos casos llegaron al gobierno, como en Brasil, Hungría o Polonia. Se dan algunas características de los viejos fascismos, otras están ausentes y, a la vez, incorporan rasgos novedosos, difíciles de imaginar en la época de los regímenes originales.

Cabe preguntarse por las razones de su éxito para conseguir apoyo masivo. Algunas de ellas pueden radicar en que operan en sociedades muy desiguales, inestables, con las personas «de a pie» acechadas por peligros reales e imaginarios. En esos contextos destacan propuestas que erigen «chivos expiatorios», presentan «soluciones» supuestamente radicales y despliegan un repudio indiscriminado a «la política». Los hombres y las mujeres «del común», replegados sobre sí mismos, pueden ver en ellas una tabla de salvación. El tinte de «pequeña burguesía» o «clase media» sigue presente.

El debate nominalista acerca de si se trata de «semifascismos», «neofascismos» o «filofascismos» tiende a ser poco productivo. Lo cierto es que estas experiencias encarnan una ideología reaccionaria en la que las facetas represivas tienen una fuerte presencia y sus alianzas con el gran capital son estrechas.

Hoy experimentamos una profunda crisis del capitalismo en su fase neoliberal. Las condiciones de desigualdad van en aumento, así como también la precarización del trabajo, la pérdida de derechos y las inseguridades de todo tipo. El poder del gran capital tiende a rechazar violentamente cualquier concesión, cualquier restricción a sus ganancias o a su poder disciplinador sobre las trabajadoras y trabajadores. Inclusive cuando esas limitaciones son más aparentes que reales  Los empresarios, nunca saciados, presionan por reformas que permitan explotar aún más a los asalariados y recorten derechos y prestaciones sociales que llevan muchas décadas de vigencia.

Sin embargo, a diferencia de los regímenes de la primera mitad del siglo pasado, no se propone hoy una institucionalidad alternativa, como fue el corporativismo y la dictadura de partido único. El sistema representativo no es para ellos anatema, como sí lo era para el fascismo original. Se conforman con restringir la vigencia de las instituciones, hostigar y buscar el desplazamiento de los gobiernos que no se ajustan por completo a sus pautas o son vistos como no confiables y con eliminar por la vía judicial a candidatos percibidos como «indeseables». Con la mirada puesta en América Latina, se encuentra toda una gama de recursos para terminar con gobiernos que manifiestan algún grado de autonomía frente a los poderes fácticos. Sus instrumentos habituales son el juicio político, el acoso judicial y periodístico o alguna variante de golpe de estado que no osa decir su nombre, como el reciente caso de Bolivia.

Dado el declive en curso de las democracias representativas, no es imposible que concluyan por proponer (e imponer) otro tipo de sistema político. Pero, por ahora, mantienen la adhesión al sistema parlamentario. Con los límites del caso, el poder legislativo sigue funcionando.

Las extremas derechas de hoy se lanzan contra lo que exhiben como nuevas amenazas ideológicas y prácticas: los feminismos, los movimientos derechos humanos, el reconocimiento a las «minorías», la protección a los migrantes. Pero no olvidan tampoco el fantasma antiguo, rejuvenecido: «el comunismo» o –de modo más genérico– «el socialismo». Lo vemos a Donald Trump calificando como «izquierda radical» a su adversario Joe Biden, fiel exponente del ala conservadora del Partido Demócrata. Ya no se disfrazan, como sí lo hacían los viejos fascismos; las extremas derechas de hoy rechazan de plano hasta la retórica anticapitalista más superficial.

Practican un racismo supremacista rescatado del arsenal de los fascismos pero adecuado al mundo globalizado (de ahí el énfasis contra los migrantes). Campea de nuevo el uso –o la amenaza del uso– de la violencia contra ideologías que se supone «disolventes». Otra vez, se enarbola un nacionalismo ofensivo, expansionista: el «Brasil por sobre todo» de Jair Bolsonaro, el «América First» de Donald Trump y, desde allí, se lanzan denuestos contra todo al que interese tildar de «antinacional».

Sostienen el discurso de la «ley y el orden» frente al delito y las demás formas de «inseguridad». Despliegan una cruzada moralizante, que se alía con las iglesias evangélicas u otros fundamentalismos religiosos.

***

El gobierno actual de Brasil es, tal vez, el ejemplo más acabado de una deriva reaccionaria en toda la línea. En tiempos de incertidumbre y caída de viejas certezas, Bolsonaro llegó a la presidencia por el voto popular, como postulante poco conocido de un partido casi inexistente. Cautivó en poco tiempo a vastos sectores de la población con una difusa propuesta de «seguridad» a cualquier precio y de regreso a viejas certezas acerca de la propiedad, la religión, la familia, el comportamiento sexual, etc.

En términos políticos y culturales, Bolsonaro pretende volver el entramado de su sociedad a la época de la dictadura militar iniciada en 1964. Sus «demonios» constituyen una adaptación a la realidad brasileña de los  que suele construir la extrema derecha. La «ideología de género»,  la teología de la liberación, las comunidades eclesiales de base, el Movimiento Sin Tierra, los partidos de izquierda (o que alguna vez lo fueron), la antropología de Darcy Ribeiro, la pedagogía de Paulo Freire, la teoría de la dependencia, los movimientos en defensa del medio ambiente… Si de su voluntad dependiera, todo eso iría a parar, sin escalas, al «basurero de la historia». También lo harían la permisividad hacia los gays, las modalidades de familia no tradicionales, los emigrados de cualquier procedencia… desecharía sin más, también, incluso a los afrodescendientes y pueblos originarios, que representan gran parte del pueblo brasileño, de no aceptar la subordinación y el sometimiento. El anticomunismo extremo, completado con el repudio a todo partido o tendencia de pensamiento más o menos susceptible de ser tildado de «izquierda», articula con todas sus posiciones regresivas.

El presidente brasileño encabeza, a voz en cuello, una suerte de «contrarreforma intelectual y moral» destinada a hacer retroceder relaciones de trabajo, calidad de vida y  comprensión social de la realidad a niveles impensables desde hace décadas. En su reemplazo, pareciera aspirar a una sociedad de blancos propietarios o aspirantes a serlo (aspirantes a la propiedad o, en su defecto, solo a la blancura).

Los elementos más reaccionarios del «bloque social dominante» son los que impulsaron la candidatura de Bolsonaro y los que, no sin reyertas entre ellos, se confabulan para apuntalar la actual gestión. Se suele epitomizarlos en el tríptico «biblia, bala y buey».

Esta trilogía estaría conformada, en un vértice, por los terratenientes y saqueadores del Amazonas (¿acaso la defensa del «pulmón verde» no encubre una conjura «izquierdista» que se atreve a denunciar incendios o desmontes?), junto con los representantes del «agronegocio», la industria maderera y la minería. En otro vértice se encuentran las fuerzas armadas y policiales, con un historial represivo al servicio incondicional de las grandes corporaciones y de las inclinaciones de un amplio sector de la población, «nostálgico» de los tiempos «ordenados» de las largas dos décadas de dictadura. Y, por último, la liga de iglesias evangélicas que suelen llamarse «pentecostales», en parte auspiciadas por EE. UU. y en parte incorporadas con anterioridad a la coalición que sustentó a Lula. Ellas educaron a sectores crecientes de la población en su «teología de la prosperidad», con el espíritu laborioso y la búsqueda del lucro individual como principios supremos de conducta. Se oponen a cualquier medida progresiva y el «derecho a la vida» es su estandarte.

Junto a las semejanzas, saltan a la vista algunas características no compartidas con los viejos fascismos, como ocurre con otros movimientos de ultraderecha de la actualidad. Bolsonaro no ha formado un partido fuerte respaldado en una amplia movilización de masas: le basta con organizaciones partidarias precarias y el ocasional apoyo callejero a modo de un coro que lo ovaciona. No se encuentra, en su ideología y sus acciones, ningún vestigio de «anticapitalismo». Si bien no demuestra un aprecio especial por las formas parlamentarias, tampoco hace avances para reemplazarlas por otros sistemas de representación. Amenaza a las libertades públicas con restricciones y medidas de excepción, pero las organizaciones obreras y populares y los partidos de oposición siguen existiendo y actuando. El componente nacionalista del gobierno Bolsonaro se reduce a un discurso verdeamarelo que tiende a hueco, mientras subordina su política exterior a los mandatos de EE. UU.

En estos meses de pandemia, la actitud del presidente brasileño es un compendio de arrogancia, irresponsabilidad y una exultante capacidad para las mentiras y las distorsiones. Hasta en los fascismos históricos es difícil encontrar tanto desinterés por la suerte de su propia población.

En lo que respecta al manejo de la economía, no hay nada de fuerte presencia estatal ni de medidas de planificación y regulación, caras a los fascismos originales. Jair Bolsonaro tiene a cargo de  la cartera respectiva a un ministro, Beto Guedes, que es un apóstol del libre mercado en sus variantes más extremas. Las privatizaciones y desregulaciones son una bandera central del gobierno, que pone especial atención en «flexibilizar» las relaciones laborales, suprimir derechos y empeorar las condiciones de trabajo, con obvio beneplácito de las patronales.

Una nueva democracia

En esas condiciones, y más allá de los afanes clasificatorios, la acción frente a las extremas derechas en el poder –o en trance de adquirirlo– requiere hoy una posición firme y activa. Requiere un modo de enfrentar a las políticas del gran capital y a sus pretensiones de instaurar un orden donde la coerción tiende a suplantar la falta de consenso, en el que la democracia representativa es reducida cada vez más a una farsa, a un voto periódico entre opciones prefabricadas, sin diferencias sustantivas entre sí, a menudo signadas por la improvisación y el primitivismo. Llegado el caso, los resultados son «corregidos» vía información falsa, acoso judicial, juicio político o «golpe blando», toda vez que no resultan satisfactorios para el paladar de las fuerzas de la reacción.

Se necesita, con carácter imperioso, buscar la unidad de los trabajadores y demás sectores populares para combatir el avance de las extremas derechas e impedir su acceso al poder. O para derrotarlas, si consiguieron el manejo del aparato estatal. Antifascismo ha sido y sigue siendo equivalente a anticapitalismo: no existen fascismos ni regímenes de extrema derecha sin clases dominantes basadas en la propiedad privada de los medios de producción, beneficiarias de las ganancias y rentas del capital y deseosas de aplastar al movimiento obrero y a todo pensamiento y acción de finalidad emancipatoria.

La perspectiva de una nueva democracia, de una sociedad erigida sobre bases radicalmente diferentes, antipatriarcal y ecosocialista es presupuesto indispensable para contrarrestar las persistentes ofensivas del gran capital, y en particular a sus expresiones más violentas y reaccionarias. En ese sentido, la resistencia antifascista de la primera mitad del siglo XX y el horizonte socialista de sus partícipes más avanzados pueden constituir una guía para los combates del siglo XXI.

 

 

 

 

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