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La vendedora de Flores, de Diego Rivera.

El socialismo es para la humanidad

El objetivo final del socialismo es tan simple como hermoso: la liberación de todas las personas de la dominación, sustituyendo los sueños atrofiados y la alienación por el florecimiento humano y la creatividad.

Marx tenía un ojo agudo para el corazón en un mundo sin corazón. Desde muy joven se preocupó por la forma en que el capitalismo sumergía los «problemas humanos» en la lucha por la supervivencia material. Esperaba que llegara el día en que estos se vieran más claramente, una vez se hubiera levantado el velo opresivo del capitalismo y se hubiera creado finalmente una «sociedad humana».

En un momento en el que los socialistas están llamados a explicar su política de nuevo, es importante recordar que el socialismo siempre ha sido, y sigue siendo, un movimiento humanista que busca liberar a las personas de la dominación y la explotación, promoviendo el florecimiento individual, la creatividad e incluso el enriquecimiento espiritual en lugar de los sueños atrofiados y la alienación.

Los socialistas han mantenido durante mucho tiempo estos objetivos. Cuando el socialismo surgió como movimiento de masas a finales del siglo XIX, no era raro oírlo anunciar como el mayor avance humanitario desde el Nuevo Testamento. El socialismo, pensaban sus seguidores, podía proporcionar la renovación de conciencia necesaria para salvar la sociedad.

A principios del siglo XX, el socialista alemán Leo Kestenberg adoptó el lema «educación para la humanidad« para una Europa que se enfrentaba a un diluvio de fascismo. Esperaba que la lucha por el socialismo pudiera servir de puente hacia un nuevo humanismo radical, una sociedad que premiara la bondad en lugar de la explotación. El llamado «Papa del marxismo», Karl Kautsky, invocó la noción de una «conciencia socialista» como medio para «salvar a la nación» (tenía a Estados Unidos en mente).

Varias décadas más tarde, en su discurso de investidura ante el Parlamento chileno, Salvador Allende habló en un tono igualmente arrebatado, describiendo el socialismo como una «misión» que podría infundir sentido al país:

¿Cómo puede el pueblo en general —y los jóvenes en particular— desarrollar un sentido de misión que le inspire una nueva alegría de vivir y le dé dignidad a su existencia? No hay otro camino que el de dedicarse a la realización de grandes tareas impersonales, como la de alcanzar una nueva etapa en la condición humana, hasta ahora degradada por su división en privilegiados y desposeídos (…) Aquí y ahora, en Chile y en América Latina, tenemos la posibilidad y el deber de liberar las energías creadoras, particularmente las de la juventud, en misiones que nos inspiran más que ninguna del pasado.

Aquí estaba el corazón de la filosofía marxiana: el impulso del sujeto humano, el esfuerzo inspirado hacia el crecimiento. Rosa Luxemburgo, la gran socialista polaco-alemana, lo encarnó en su propia forma de vivir, escribiendo a una camarada:

Ser un ser humano significa arrojar alegremente toda tu vida «en la gigantesca balanza del destino» si así debe ser, y al mismo tiempo alegrarse de la luminosidad de cada día y de la belleza de cada nube… el mundo es tan hermoso, con todos sus horrores, y sería aún más hermoso si no hubiera débiles ni cobardes en él.

Con demasiada frecuencia, los críticos han confundido el lado ético y humanista del socialismo como una variante del socialismo «utópico» contra el que Marx arremetió. Marx contrapuso sus escritos a los de pensadores cuya imaginación, como Charles Fourier y Robert Owen, los llevó al terreno del hiperidealismo, si no de los vuelos casi mágicos de la fantasía. Identificó su propia obra como «científica». Sin embargo, esta palabra en castellano no capta del todo el significado del original alemán wissenschaft. Este último término implica la búsqueda humana holística del conocimiento dentro de las «ciencias», tanto naturales como humanas; en la connotación en español, la palabra «ciencia» a menudo excluye las humanidades. Pero la crítica de Marx a las condiciones actuales estaba impregnada de un compromiso con la realización de la dignidad humana: deploraba las mercancías «sin alma» del capitalismo y sus implicaciones para el ser humano.

Quizás el mayor teórico del socialismo como una especie de metamoral humanista postsecular fue Jean Jaurès, conocido por su libro de 1911 Historia socialista de la Revolución Francesa. Jaurès estudió los discursos dominantes en la Francia de fin de siglo y los encontró terriblemente anquilosados. El nacionalismo era una estrategia reaccionaria que buscaba impedir deliberadamente el pensamiento de una esfera superior. La religión oficial era una fuerza nociva cuya tan cacareada caridad simplemente encubría una nueva forma de opresión. Y los espiritualismos en boga de la época —como la teosofía, que atraía a la gente lejos de la religión organizada hacia nuevos cultos postseculares— equivalían a misticismos diletantes, que mermaban el valor de la gente para enfrentarse a las luchas de la vida real. Solo el socialismo, sostenía Jaurès, podía emancipar la conciencia humana y restaurar el sentido de las infinitas posibilidades humanas.

Más adelante, en el siglo XX, una de las voces más fuertes a favor de un marxismo de la conciencia fue Isaac Deutscher, más conocido por sus biografías definitivas tanto de Stalin como de Trotsky. Deutscher, un judío gallego que se decantó por el Partido Comunista Polaco en lugar de por el Bund, estaba en una posición única para observar tanto los desencantos del poder socialista de Estado en el Este como el pesimismo de la Nueva Izquierda en Occidente. Volvería una y otra vez a esa subjetividad humana fundamental en el corazón del marxismo. Deutscher observó que esta subjetividad humana, que ya existe dentro de cada uno de nosotros como potencial, está distorsionada, aplastada y anquilosada por el capitalismo. Reduce literalmente nuestra personalidad, lo que es perjudicial para nuestro bienestar social tanto como para nuestro sustento económico. La promesa del socialismo, para Deutscher, consistía en la expansión y reintegración de nuestra personalidad, en el redescubrimiento de partes de nosotros mismos que se habían perdido.

Tras el colapso de la Unión Soviética, una voz crítica para la esperanza humanista socialista fue la física cubana Celia Hart. Hija de la generación fundadora de revolucionarios, Hart murió trágicamente joven en un accidente de coche, pero no sin antes dar un nuevo impulso a lo que ella llamaba la «hermosa batalla». Crítica interna del socialismo de Estado cubano, defendió sin embargo el papel de los partidos políticos en la «mejora de la humanidad» y adoptó como lema una cita del poeta cubano José Martí: «la patria es la humanidad». Pidió que se volviera a los orígenes del socialismo y se pronunció a favor de una especie de ecumenismo marxista: «necesitamos a todos los que dijeron una verdad a la humanidad».

En estas tradiciones y figuras podemos ver un socialismo que ha buscado combatir no solo la escasez de bienes materiales, sino la escasez de valores inmateriales y humanistas como el respeto, la estima y la autorrealización. Los asuntos de la moral, la psique y el alma nunca han sido relegados a los márgenes, porque cada uno de ellos es integral para el libre crecimiento y florecimiento del sujeto humano.

«Espiritual, no religioso» es un tópico de nuestros días; en esta tradición, podríamos sustituirlo por el lema «socialista, no religioso», y plantear una aspiración diferente: no el fin de la historia humana, sino su verdadero comienzo.

 

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