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Una guerra con historia

Las responsabilidades por haber dinamitado la paz en Ucrania y azuzado los conflictos en la región son mucho más compartidas de lo que admiten políticos y periodistas occidentales.

La guerra de Ucrania es el más dramático de un reguero de conflictos que se remontan a la desintegración de la URSS, a la restauración del capitalismo en esa zona del mundo y al cierre en falso de la Guerra Fría a principios de los años noventa. El Estado creado en octubre de 1917 pasó de ser un instrumento al servicio de la revolución obrera y campesina internacional y una unión libre de repúblicas socialistas hasta mediados de los veinte (no sin problemas, dramas y contradicciones) a convertirse en una maquinaria subordinada al nacionalismo panruso de Stalin y a una política despótica en lo político, faraónica e ineficiente en lo económico y conservadora en lo social. Si a ello le añadimos los efectos catastróficos de la contrarrevolución estaliniana (terror, deportaciones y liquidación de todo vestigio de democracia obrera) y la colectivización forzosa, en la URSS en general y en Ucrania en particular, daremos con las heridas abiertas que nunca sanarían tras la muerte del «Padre de los pueblos» en 1953. 

Pero la vieja herencia del zarismo no solo resurgiría en la práctica de la burocracia estaliniana, sino que también las tradiciones anticomunistas y antisemitas subsistirían en los movimientos nacionalistas antirrusos y antisoviéticos de no pocas repúblicas. El hecho de que un sector de la sociedad ucraniana recibiera a los nazis como fuerzas liberadoras en 1941 (recordemos que el mito del «judeobolchevismo» no era patrimonio exclusivo de los nazis sino compartido por buena parte de la derecha en la Europa de entreguerras) y que participara en el conflicto de la mano de la Wermacht también ha dejado huella en determinadas zonas de Ucrania. 

Pues bien, como es sabido, la dominación soviética sobre las repúblicas no rusas es uno de los elementos clave de la crisis de la URSS y, unida al largo estancamiento brezneviano de los años setenta, a la catastrófica invasión de Afganistán y al agotamiento provocado por la carrera armamentística que impuso la segunda guerra fría de los tiempos de Reagan, conducirá a los intentos reformistas fallidos de la perestroika de Gorbachov primero y su estallido caótico cinco años más tarde. Con la perestroika en la URSS, la buena voluntad y la generosidad pacifista y reformadora demostrada por Gorbachov no solo no despertó ningún tipo de reciprocidad entre las potencias occidentales sino que fue percibida como una gran oportunidad para completar un proyecto de dominación global y como un signo de debilidad que solo merecía gestos de desprecio y prepotencia, sobre todo por parte de Estados Unidos.

Otro elemento clave de la situación actual —las crisis políticas siempre están relacionadas con problemas materiales— es que Ucrania es la única exrepública soviética que no ha logrado superar el nivel de vida anterior a 1991, puesto que la desaparición de la URSS dislocó enormemente su tejido productivo y propició un saqueo oligárquico comparable al de Rusia pero con una particularidad importante: jamás logró un nivel de cohesión en torno a un régimen autoritario como el que impuso Putin desde los años 2000.

Dicho «pluralismo oligárquico» explica en parte las tensiones que estallaron primero en 2004 y posteriormente, con más virulencia, en 2014. De hecho, las zonas occidentales del país son las que más poder adquisitivo perdieron tras la desaparición de la URSS y, por consiguiente, aspiran a entrar en la UE como modo de alcanzar un nivel de vida superior o lograr la libertad de movimiento necesaria para establecerse en países vecinos con salarios más altos. Las zonas tradicionalmente rusoparlantes y con lazos económicos más estrechos con Rusia son las más industriales y las menos proclives a subordinarse a los dictados de la UE.

Las divisiones culturales y lingüísticas, los difíciles equilibrios en política internacional y las disputas en el terreno comercial y diplomático en un contexto geopolítico de tensiones crecientes entre Rusia y Occidente desde 2008 estallarán en 2014 con el derrocamiento de Yanukovich y el viraje decidido del país hacia la Unión Europea y la OTAN. Si bien la revuelta, en un primer momento, respondía a aspiraciones emancipatorias, en buena medida fue recuperada por partidos teledirigidos por las fracciones más proccidentales de la oligarquía ucraniana, con la ayuda decidida de agencias oficiales para el desarrollo y el apoyo manifiesto de la diplomacia y la inteligencia americana y alemana.

Sin duda, la represión de las protestas y su radicalización violenta otorgó un protagonismo muy importante a organizaciones de extrema derecha como el Pravy Sektor y Svoboda, embrión del tristemente célebre Batallón Azov (unidad militar integrada en las fuerzas armadas ucranianas desde entonces y que tendrá un papel clave en la guerra en el Donbas y en Mariupol tras el inicio de la invasión del 24 de febrero).

Como es sabido, el desarrollo del movimiento del Maidán conocerá un ascenso de la represión policial hasta culminar, durante la noche del 22 de febrero de 2014, en una masacre que acabará con la vida de más de 60 personas (tanto de manifestantes como de policías antidisturbios) por parte de francotiradores apostados en una azotea. Hasta el día de hoy todavía no han sido identificados los autores de la matanza, entre otras cosas porque las nuevas autoridades en ningún momento iniciaron una investigación de los hechos, pero ya existen gran cantidad de evidencias y testimonios que atribuyen la autoría de la masacre a miembros de las protomilicias de ultraderecha.

Tras la caída de Yanukovich, el nuevo gobierno de Poroshenko pisoteó algunos derechos culturales y civiles de la población rusoparlante y, en 2015, impuso leyes de descomunización —incluyendo la ilegalización del partido comunista, que contaba con el 14% de los votos—, política que está siendo profundizada y generalizada por el gobierno Zelenski so pretexto de la resistencia a la invasión en curso. Además, Poroshenko convirtió en héroe nacional al antiguo ultranacionalista pronazi (y, en tiempos de la Guerra Fría, protegido de la CIA) Stepan Bandera. 

El hecho de que el Euromaidán no lograra una profundización democrática significativa de la política y la economía en un sentido antioligárquico ha llevado a las nuevas élites ucranianas a exacerbar el nacionalismo proccidental y antirruso —sin que falte cierta promiscuidad entre fuerzas liberales y de extrema derecha— para mantenerse en el poder. Las ha conducido también a aplicar las políticas de ajuste estructural neoliberal dictadas por sus aliados del FMI y a mantener un conflicto armado con sectores reacios a la ruptura de relaciones con Rusia (desde la toma de Crimea por las tropas de Putin y la proclamación de las repúblicas prorrusas del Donbas, guerra civil alimentada desde entonces tanto por la intervención rusa de un lado como por la asistencia militar americana por otro)… sin que falte un ambiente antimarxista muy intenso que dificulta la recomposición de la izquierda, tildada a menudo de «prorrusa». 

Este fenómeno del transformismo ultranacionalista de una nomenklatura cleptómana, oligárquica y procapitalista no es exclusivo de la ex URSS. El estallido de la ex Yugoslavia durante los años noventa también tiene mucho que ver con la adhesión de la antigua burocracia a un nacionalismo etnicista que conduciría a las masacres que tan bien aprovecharía la OTAN para perpetuarse tras el fin de la Guerra Fría, sobre todo en el caso del conflicto de Kosovo en 1999 (primer aviso serio para Rusia de cómo la Alianza Atlántica imponía los «derechos humanos» y el cosmopolitismo liberal en suelo europeo). 

La falta de voluntad política de alcanzar un acuerdo para concluir el conflicto del Donbas y, sobre todo, la aproximación a la OTAN a través de una estrecha cooperación militar con Estados Unidos por parte de los sucesivos gobiernos ucranianos posteriores al Maidán son los pretextos utilizados por Putin para lanzar la invasión en curso, tras años de reconstrucción del imperialismo ruso que —conviene recordar— tampoco es ajeno a la ampliación de la OTAN hacia el este, contraviniendo los acuerdos con Gorbachov que pusieron fin a la Guerra Fría. 

Nunca se insistirá lo suficiente en la influencia que ha tenido en el resurgimiento del nacionalismo panruso la sensación de acorralamiento que ha generado la ampliación de la OTAN hacia el Este de Europa, no solo incluyendo a los países de la antigua zona de influencia soviética sino también a las exrepúblicas soviéticas del Báltico. La Cumbre de 2008 de la OTAN, en la que los americanos presionaron para hacer pública una declaración que prometía la entrada de Georgia y Ucrania en la organización militar, se ha convertido en un punto de no retorno en la degradación de las relaciones entre Occidente y Rusia. 

La mutación hacia el nacionalismo etnicista de Putin y su creciente agresividad (Siria, Kazajstán, zonas del Sahel donde opera con compañías mercenarias oficiosas como Wagner, etcétera) pasó desapercibida para la mayoría de los mandatarios occidentales, muy acostumbrados a ignorar las exigencias diplomáticas rusas y seguir con el piloto automático de la etapa anterior, sin darse cuenta de que dichas promesas constituían una línea roja infranqueable para el Kremlin.

El crecimiento de la tensión internacional, la inestabilidad económica y política de las principales potencias y los cambios de correlación de fuerzas que se dan entre bloques imperiales —con un papel central del ascenso de China como gran potencia mundial y la voluntad de Estados Unidos de contener dicho proceso por todos los medios—, finalmente, también son factores cruciales para comprender la guerra en curso. Estas tensiones atraviesan todo el planeta: desde la zona de Asia-Pacífico hasta Oriente Medio y Asia Central, desde África hasta Europa del Este, y explican el creciente acercamiento entre Rusia y China, a pesar de que todavía pesan las viejas rivalidades y enfrentamientos que tan hábilmente explotó Washington desde principios de los años setenta (y que contribuirían decisivamente al laceramiento del movimiento comunista internacional, al debilitamiento de los movimientos antimperialistas en el Tercer Mundo y a propiciar la restauración capitalista por el partido único en Pekín primero y la implosión de la URSS después).

Según no pocos analistas, el apoyo armamentístico decidido de Estados Unidos y la OTAN a Ucrania para que libre una guerra por procuración contra la invasión rusa (hasta constituir una especie de Afganistán eslavo para los rusos —no faltan declaraciones de responsables políticos en este sentido—) solo se entiende en este contexto y se explica por la voluntad de Washington de debilitar al máximo militar y económicamente a Rusia y como aviso a China de lo que podría suceder si algún día decidiera lanzarse a invadir Taiwán, un contencioso clave en el equilibrio de fuerzas en la zona Asia-Pacífico.

Es indudable, a su vez, que Rusia ha perdido influencia en Ucrania desde 2014 y que es política y económicamente incapaz de contrarrestar la creciente penetración occidental en el país. El Kremlin carece del soft power propio del imperialismo occidental en general y americano en particular, y no tiene un «modelo de sociedad» que ofrecer que resulte atractivo desde el punto de vista económico (extractivismo corrupto), político («democracia de imitación» y autocracia en los hechos) ni social (con desigualdades casi equivalentes a las de Estados Unidos). Esto explica en parte que sus relaciones con Ucrania hayan transitado hacia una diplomacia coercitiva en 2021 primero y hacia la aventura militar lanzada el 24 de febrero después —tan catastrófica para Rusia o más de lo que lo es para Ucrania misma—, con la vana ilusión de lograr dichos objetivos.

Todo ello es indiscutible, pero no es menos cierto que Rusia, a su vez, consideraba cassus belli desde hacía años la integración de Ucrania en la OTAN. Se repite muy a menudo desde el inicio de la invasión de Putin que Ucrania no estaba en la OTAN, pero sobran datos para corroborar que la OTAN sí estaba en Ucrania y, además, con un papel muy activo de asesoramiento, adiestramiento e inteligencia, como ponen de manifiesto las enormes e inesperadas dificultades con las que se ha topado la invasión rusa en estos meses de guerra.

Si bien Putin es el único culpable de la guerra en curso, las responsabilidades por haber dinamitado la paz en la región y azuzado los conflictos son mucho más compartidas de lo que admiten políticos y periodistas europeos y norteamericanos, ya que no se remontan solo a la guerra atroz librada en los últimos meses, sino a la acumulación de tropelías y políticas reaccionarias padecidas en la región durante los últimos treinta años. 

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Publicado en Basurero and Número 7

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