Press "Enter" to skip to content
La tumba de Trotski en el Jardín de la Casa de Trotski, en la Ciudad de México.

Los avatares del trotskismo mexicano

Las ideas de León Trotski dejaron una profunda huella en la izquierda mexicana. Una cosa es cierta: la compleja y rica historia del trotskismo mexicano va mucho más allá de Diego Rivera.

La historia del trotskismo en México, que paulatinamente se integró al imaginario político de las izquierdas latinoamericanas, se desprende de la historia del comunismo y del marxismo soviéticos. Su historia se inscribe en las polémicas, debates, rupturas, posturas e imposturas generadas en el seno de la militancia política de corte marxista-leninista, que han dado origen a la presencia de liderazgos y tendencias que, en nombre del proletariado y la revolución socialista mundial, se han batido en sendos duelos políticos.

La vertiente trotskista, apenas una tendencia bolchevique de aquellas que la conforman, se devela como una de las primeras inclinaciones políticas que contra la corriente –es decir, remando contra el aparato estatal liderado por Stalin– nacieron para desarrollar un proyecto socialista que se creó al calor de las contiendas de sus militantes, quienes se vieron arrastrados por el empuje y fortaleza moral de León Trotsky. Tal fuerza moral y claridad de miras dejaron una profunda huella en la izquierda mexicana.

Arribando a México

Las ideas oposicionistas que atacaban a la «burocracia estalinista» rebasaron las fronteras de la URSS para insertarse gradualmente en un circuito presidido por militantes comunistas que, inconformes con la dirigencia y el rumbo que tomaba la Komintern, se adhirieron al pensamiento de Trotsky, la Oposición de Izquierda en la URSS y la Oposición Conjunta. En París, luego del exilio de Trotsky y de la difusión de las denuncias hechas por el Biulleten Oppozitssi (que por primera vez daban cuenta, en el plano internacional, de las rupturas y las violentas represiones al interior del Partido Comunista de la URSS bajo el mando de Stalin), se creó la Oposición Comunista de Izquierda Internacional (OCII).

En 1930, la OCII logró reunir a grupos homónimos de España, Estados Unidos, Alemania, Grecia, Bélgica, Francia y Hungría, que proponían lo que para ellos representaba el regreso a la bases leninistas del bolchevismo y el derrocamiento del estalinismo.

Las directrices de la OCII, con sus alteraciones europeas y estadounidenses, arribaron a México entre 1928 y 1929. Gracias al proyecto que articuló la Communist League of America (CLA), intentaron estimular la formación de vanguardias revolucionarias en el seno de los partidos comunistas americanos, que hicieran contrapeso a las que anticipadamente la IC había colocado en sus secciones nacionales.

En poco tiempo, un puñado de militantes de la Federación Juvenil Comunista de México (FJCM) se vio contagiado por un talante fuertemente crítico hacia las disposiciones que entendían como coacción, como las que fueron avaladas por el Comité Central (CC) del Partido Comunista Mexicano (PCM), conformado por Rafael Carrillo (Manuel Méndez), Manuel Díaz Ramírez (Julio V. García) y los emisarios designados desde Moscú, Vittorio Vidali (Carlos Contreras) y Edgar Woog (Stirner), luego del VI Congreso Mundial de la Komintern en julio-septiembre de 1928. Muy cuestionado fue por ejemplo, el intento de expulsión de Julio Antonio Mella (el adalid de los jóvenes comunistas) por parte de Wood, quien en dicho Congreso interpuso una denuncia en la que tachó al cubano de trotskista.

Cabecillas de la FJCM como su secretario Rusell Blackwell, alias Rosalío Negrete, y Abraham Golod, cuyo mote era Abraham González, encauzaron esa primeriza inconformidad juvenil por los rumbos del proyecto, todavía en ciernes, oposicionista. Como resultado de esta inicial campaña antiestalinista se creó en México, en 1930, la Oposición Comunista de Izquierda (OCI), que llegó a tener entre su membresía a militantes como Eduardo Calero, José Revueltas (por un lapso muy corto), Manuel Fernández Grandizo (alias G. Munis), Bernardo Claraval, Alberto Martínez, Manuel Rodríguez, Abraham López, Pedro María Anaya, Gustavo de Anda, Muñoz Sandoval, Rivera Cid, Octavio Fernández, Luciano Galicia, Benjamín Álvarez, Carlos Fernández y Diego Rivera. La tutela de este grupo liminar osciló entre la CLA estadounidense, encabezada por James P. Cannon, y la Oposición Comunista Española, dirigida por Henri Lacroix.

No todos ellos permanecieron en las filas trotskistas; hubo quienes todavía se asumían como oposicionistas (designación más precisa que ha subrayado Hernán Camarero en un reciente artículo sobre los orígenes del trotskismo argentino) y bolchevique-leninistas, ya que algunos, como Bernardo Claraval, militaron por tiempos fugaces. Otros, como Manuel Rodríguez y los hermanos Ibarra, además de las agresiones comunistas, padecieron la represión policíaca. Mientras que sobre las espaldas del español de origen mexicano G. Munis y de los estadounidenses Blackwell y Golod recayó la sombra vigilante del Estado y, en paralelo, la ignominia de la deportación.

Ante esas adversidades, la OCI apenas tuvo la oportunidad de publicar algunos boletines mimeografiados, como Claridad, Izquierda y Oposición. Los tres, en la actualidad, se encuentran casi extintos de los archivos, y es que las mismas condiciones de precariedad y la campaña antitrotskista que la IC había emprendido, desde 1927, en sus secciones internacionales, restringió enormemente el margen de maniobra que quizás pudo colocar en una mejor situación a los oposicionistas. De tal manera que la prensa de la OCI quedó mermada, sus tirajes fueron muy parcos y su confección muchas veces no sobrepasó lo rudimentario.

El futuro trotskismo en México no pasaba de ser un círculo marginal, que si bien adhirió a su causa a jóvenes impetuosos, no le alcanzó para efectuar un papel protagónico y afianzar mayores recursos que fortificaran su causa política marxista leninista.

Diego Rivera y La Liga Comunista Internacionalista

De ese primer proyecto internacionalista sobresalieron diferentes escaramuzas políticas que los oposicionistas libraron contra la dirigencia del Socorro Rojo Internacional (SRI), dirigido por el abogado de profesión Manuel Antonio Romero Zurita, más conocido como Gastón Lafarga. No obstante, en respuesta a la Conferencia de París de la Oposición de Izquierda (agosto de 1933) en la que se presentó la Declaración de los Cuatro por una IV Internacional, la OCI en México se transformó, entre 1933 y 1934, en la Liga Comunista Internacionalista, sección mexicana de la IV Internacional (LCI), nombre que llevó hasta agosto de 1939. Fue en este lapso cuando los bolchevique-leninistas —por medio de la hábil pluma de Trotsky, quien refutaba a fuerza de diatribas la mancha de apostasía que recaía sobre los disidentes— comenzaron a reconocerse como trotskistas.

La LCI se asentó como un grupo que detentaba el timón del movimiento obrero y no se limitaba únicamente con reemplazar lo que concebía como la casta burocrática por un «verdadero liderazgo bolchevique» para frenar las resoluciones emitidas por la Komintern en América Latina. Lo que ambicionaba era realizar una nueva revolución mundial bajo las ideas en crecimiento de la todavía inexistente Cuarta Internacional. Sin embargo, aunque originalmente el movimiento en pro de la Cuarta Internacional pretendía trabajar de manera coordinada —como lo habían estipulado las internacionales obreras que le precedieron—, las disímiles realidades regionales y las figuras a veces excéntricas que lo integraban distaban mucho de cumplir con ese objetivo. Para muestra, la LCI en México actuaba casi por su propia cuenta, alejada del Secretariado Internacional.

El caso de Diego Rivera es el ejemplo paradigmático de la discordia, la avidez protagónica y el distanciamiento comunicativo que se tenía del SI y que tanto dificultaron la marcha de los trotskistas hacia su anhelada construcción del partido del proletariado. Rivera quizás era el trotskista mexicano más conocido en ese período; destacado en la militancia no solo por el acalorado debate acerca del arte revolucionario que entabló con su rival, el pintor comunista David Alfaro Siqueiros en 1935, sino por anteponer sus intereses personales y su propia concepción del marxismo en detrimento del internacionalismo proletario planteado en los congresos oposicionistas.

Hubo quienes, como Luciano Galicia, desconocían el significado del centralismo democrático de signo soviético (que, al menos en teoría, suponía para sus adeptos una firme disciplina revolucionaria). Por estas razones, militantes fogueados como el impresor estadounidense Charles Curtiss del Socialist Workers Party (SWP) intervinieron en la LCI para organizarla (1933-1934) o reestructurarla (1938), tratando de acabar con las cuantiosas diferencias que no hacían más que minar la frágil organización, que estaba lejos de asentarse en el escenario político mexicano.

La Cuarta Internacional

Con Trotsky en México y la fundación de la Cuarta Internacional en septiembre de 1938, surgió la revista teórica Clave y, con ella, el ensayo más visible y mejor acabado por ampliar la vanguardia militante que la Cuarta Internacional quería impulsar como parte de su proyecto político socialista latinoamericano. Los trotskistas planteaban a corto plazo la formación de los Estados Unidos Socialistas de América Latina en oposición al peligro inminente que les suponía la conflagración bélica mundial —en su interpretación, fraguada en los hornos de la democracia capitalista, el fascismo y la degeneración burocrática estalinista—.

Paralelamente, el Partido Obrero Internacionalista (POI), sección mexicana de la IV Internacional, estructurado en septiembre de 1939, con militantes de la extinta LCI y cuya cabeza más sobresaliente fue por un tiempo Grandizo Munis (por segunda ocasión al frente del grupo trotskista en México), se lanzaba en la arena pública como un partido obrero independiente que tenía el firme propósito de democratizar a los sindicatos, intensificando la creación de administraciones obreras, compuestas por consejos que garantizaran el control fabril (soviets).

Éste era un objetivo que formaba parte del Programa de Transición que el POI puso en práctica (con sus subsecuentes alteraciones regionales) aunque no de forma masiva como hubiese querido y que, a decir de su pertinencia, distaba mucho de representar en su mayoría los intereses y las tradiciones del proletariado independiente de la época, propias del contexto político mexicano. Además, y no menos importante, en su tentativa por cambiar el orden establecido, el POI se enfrentó a una coalición dominante, conocida como «unidad nacional», enarbolada por el presidente de la República Manuel Ávila Camacho, la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y el PCM, que la superaba en número, recursos y posiciones de poder.

En nombre del sindicalismo independiente y la revolución mundial, la sección mexicana de la IV Internacional, con una moral y un empuje que, al menos en su prensa, parecían inquebrantables, penetró en algunos sindicatos disidentes movilizados en contra de la corrupción cetemista, que purgaba las voces críticas, negaba a sus agremiados el derecho a la huelga y se repartía los puestos de liderazgo; uno de sus artífices de mayor relieve público fue Fidel Velázquez, comparsa del régimen avilacamachista.

A contracorriente, como ha sido su historia, los trotskistas crearon pequeños círculos rebeldes en el Sindicato de Artes Gráficas, el Sindicato de Trabajadores de la Educación de la República Mexicana, la Sección 30 de Petróleos Mexicanos, el Sindicato Mexicano de Electricistas e incluso, en un nuevo viraje estratégico, formaron una alianza política con el Partido Obrero Agrario Morelense, liderado por el zapatista y agrarista Rubén Jaramillo, uno de los adversarios del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el partido en el poder.

Pausada y casi temerariamente, estas asociaciones conformaron pequeñas oposiciones sindicales revolucionarias de tendencia trotskista. Octavio Fernández, Luciano Galicia, Rafael Galván y otros transmitieron, hasta donde les fue posible, esta alternativa revolucionaria que pretendía democratizar desde adentro los liderazgos sindicales, empleando recursos accesibles (a veces hasta humorísticos) y el diálogo asiduo con obreros inconformes, que no eran pocos.

Mientras tanto, en el plano internacional, durante la Segunda Guerra Mundial el POI confrontó, principalmente en su prensa, a las potencias en conflicto; quería evitar que Stalin, Estados Unidos e Inglaterra introdujeran el capitalismo en la URSS. Lucha Obrera fungía como el espacio comunicativo de agitación en el que militantes como Luciano Galicia, Octavio Fernández, Grandizo Munis, Natalia Sedova o Félix Ibarra (por solo mencionar a unos cuantos) polemizaban en torno al rumbo estratégico que para ellos debía seguir la Cuarta Internacional, en su afán por detener el expansionismo soviético, estadounidense, inglés y alemán, que ponía en peligro no solo a Europa y Asia, sino a la región latinoamericana. Después de la disolución de la III Internacional en mayo de 1943, los trotskistas se presentaron con más vitalidad como los auténticos militantes revolucionarios, herederos de la tradición internacionalista emanada de los cuatro primeros congresos de la IC.

El fin de la Sección Mexicana

Aunque en 1945 el POI (en aquel entonces llamado oficialmente Sección Mexicana) se desplegó en proporciones minúsculas por diferentes partes de la República y creó su propia editorial —Ediciones Lucha Obrera—, a medida que avanzaba la década no pudo vencer las discordias internas que se suscitaron en los comités ejecutivos: el nacional, instalado en la Ciudad de México, y el internacional, ubicado en Nueva York. Luciano Galicia y Octavio Fernández, los máximos representantes de la Sección Mexicana, rompieron políticamente, mientras que Grandizo Munis y Benjamin Péret fueron expulsados de la Cuarta Internacional por apuntalar diferencias irreconciliables con los altos mandos del SI, que seguían concibiendo radicalmente a la URSS como un Estado obrero degenerado. Sin duda, este polémico hecho condujo a Sedova, que simpatizaba con los destituidos, a separarse  de la Cuarta Internacional en 1951.

Estas polarizaciones, aunadas a la aplastante maquinaria priista que sobre las curtidas espaldas de los seguidores de Trotsky caían a plomo, llevaron a la Sección Mexicana casi a su desaparición. Pese a los experimentos fallidos de un obstinado Galicia por proyectar una imagen triunfalista de lo que en julio de 1949 ya era la Liga Obrero Revolucionaria (LOR), la realidad le restregaba por el rostro todo lo contrario: aislamiento, mermas militantes, carencias económicas, redes incipientes, liderazgos paupérrimos y un escaso impacto en el movimiento obrero.

A inicios de la década de los cincuenta, la Sección Mexicana de la IV Internacional, un grupo muy reducido, que no superaba las diez personas, inició con un nuevo proyecto: la revista ¿Qué Hacer?, auspiciada en el plano teórico por James P. Cannon y en lo ensayístico y económico por Rafael Galván, Luciano Galicia, Agustín Sánchez Delint y otros integrantes que permanecieron en el anonimato (cautelosos de cualquier ataque represivo que vinera del gobierno), casi todos ellos pertenecientes al gremio de telefonistas y sindicalistas independientes. En ¿Qué Hacer? destacaron, en primer lugar, los análisis marxistas que desmenuzaban el entramado autoritario y reformista que yacía tras la figura presidencial priista, «omnicompetente», como la definían algunos críticos de la época.

En segundo lugar, fue característica su propuesta de nación: la edificación de un gobierno obrero y campesino, orientado por una lectura del Programa de Transición más cercana a la línea ortodoxa de Cannon, que a la sostenida por Michel Pablo, el dirigente griego de la Cuarta Internacional. Para ello, hubo una clave recurrente que atravesó de principio a fin el programa trotskista en esa etapa: la Revolución Mexicana, pero bajo el marco teórico socialista. Esto supuso para el grupo de ¿Qué Hacer? la examinación y reelaboración de una historia del proletariado mexicano que, en su visión, iniciaba en 1910 y en su desarrollo había sido interrumpida por el régimen pequeñoburgués liderado en los años cincuenta por el PRI, que mantenía cooptada a buena parte de los líderes sindicales a base de duras represiones hacia las oposiciones independientes.

No obstante, a medida que transcurría la década, el grupo trotskista se mantenía en gran medida aislado y su programa, que cambiaba de acuerdo con las circunstancias políticas, tampoco consiguió un impacto trascendental en los planos nacional e internacional. A ello hay que agregar que los frentes anticomunistas que operaban con el beneplácito de los gobiernos en turno menguaban las fuerzas de las izquierdas en América Latina.

En las décadas siguientes del sesenta y setenta se suscitaría un relevo generacional en el trotskismo (y en las izquierdas en general), que en México fungiría como una especie de bisagra para unir a antiguos militantes mexicanos, europeos y sudamericanos con nuevos cuadros integrados por líderes universitarios enérgicos. Conmovidos por el fervor desatado en el las luchas comunistas del sindicalismo independiente y la Revolución cubana, serían capaces de abrirse espacios y oportunidades políticas en la abigarrada amalgama de organizaciones estudiantiles, que movilizadas en nombre de cambio social democrático, adoptarían credos, en no pocas ocasiones con un pasado bolchevique, y construirían proyectos anticapitalistas de corte estudiantil popular.

Los trotskistas, cuyo motivo teórico-práctico nunca dejó de ser la revolución socialista, se dividieron en sus dos tendencias más visibles: el Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional y el posadismo. Les esperarían años complicados en los que afrontarían, de una o de otra forma, peripecias guerrilleras, desapariciones forzadas, incursiones y solidaridades internacionalistas de tipo universitario, obrero y campesino, atomizaciones intragrupales, participaciones electorales y ensayos programáticos de la realidad sociopolítica mexicana, latinoamericana y global.

Cierre

Archivado como

Publicado en Artículos, Categorías, Formato, Historia, homeIzq, Mexico, Posición and Ubicación

Ingresa tu mail para recibir nuestro newsletter

Jacobin Logo Cierre