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Una rueda de prensa después de que agentes de policía clausuraran un acto en solidaridad con Palestina el 13 de abril de 2024, en Berlín, Alemania. (Adam Berry / Getty Images)

La postura antipalestina de Alemania tiene sus raíces en el anticomunismo

La policía alemana clausuró la semana pasada una conferencia de solidaridad con Palestina, la última de una larga serie de medidas represivas. La caza de brujas antipalestina hunde sus raíces en una cultura política que estigmatiza el radicalismo de izquierdas al tiempo que consiente a la extrema derecha.

En la novela de Heinrich Böll de 1974 El honor perdido de Katharina Blum, adaptada al cine un año después por Volker Schlöndorff y Margarethe von Trotta, la vida de una joven es destruida por la prensa sensacionalista que invade su intimidad y la atormenta por su fugaz relación romántica con un presunto ladrón de bancos anarquista. Con razón, los lectores y espectadores de la época interpretaron la obra como una alegoría del clima político imperante en la República Federal.

Surgidos del movimiento estudiantil de finales de los sesenta, grupos conspirativos armados como la Fracción del Ejército Rojo (RAF) y las Células Revolucionarias (RZ) habían sembrado el caos asesinando a personalidades políticas y empresariales y bombardeando instalaciones militares estadounidenses. Influenciados por la teoría latinoamericana y china de la lucha de guerrillas, estos grupos creían que sus acciones harían que el Estado se despojara de su fachada liberal, permitiendo a su vez una revolución social.

Tenían razón en la primera parte de su suposición, pero estaban fatalmente equivocados en la segunda. Al intentar localizar y neutralizar a estos grupos, Alemania Occidental se transformó en un Estado policial autoritario, en el que las fronteras del Rechtsstaat —el Estado de derecho— se transgredían con frecuencia. Sin embargo, en lugar de provocar una revolución social, estas medidas fueron aceptadas en gran medida por la población en general, aislando aún más a toda la izquierda radical, incluso a aquellos que discrepaban fundamentalmente de las tácticas de los terroristas.

Figuras de la RAF como Ulrike Meinhof, Gudrun Ensslin y Andreas Baader se convirtieron en parias, retratados por la prensa sensacionalista como niños mimados de clase media que asesinaban a civiles inocentes y se dejaban consentir por intelectuales perezosos. El propio Böll fue acusado con frecuencia de ser un Sympathisant —un «simpatizante»— de la ideología y las tácticas de la RAF, y su novela fue una polémica apenas disimulada contra los métodos empleados por el Bild, el tabloide conservador alemán notoriamente derechista.

Ser «simpatizante» era lo peor que se podía ser a los ojos de los guardianes del discurso público de la Alemania Occidental de la época: era una calumnia capaz de destruir medios de vida y acabar con carreras profesionales. Las detenciones de los fundadores de la RAF y su muerte bajo custodia en 1977 aceleraron el declive de la izquierda radical, ya que los antiguos radicales se unieron al emergente Partido Verde o se retiraron por completo de la política.

Democracia militante

Lo que hoy se recuerda menos, sin embargo, es que esas medidas extremas no las aplicaron tanto los democristianos —aunque las apoyaron firmemente— como los gobiernos socialdemócratas de Willy Brandt (1969-74) y Helmut Schmidt (1974-82). Fue el gobierno de Brandt —ampliamente recordado hoy como un faro de modernización social— el que legisló la tristemente célebre Radikalenerlass en 1972, la prohibición de los individuos con «opiniones extremistas» del servicio público, que afectó abrumadoramente a la izquierda radical.

En comparación con la derecha conservadora, el Partido Socialdemócrata (SPD) se identificaba mucho más con la República Federal y su autodefinición como «democracia militante» (wehrhafte Demokratie). Este concepto significa que, a diferencia del modelo liberal anglosajón, el Estado alemán considera tolerable la suspensión de ciertos derechos civiles si ello sirve para salvaguardar la democracia a largo plazo. El servicio de inteligencia interno de Alemania, la Oficina Federal para la Protección de la Constitución, elabora listas anuales de organizaciones bajo vigilancia que, según su punto de vista, amenazan el «orden básico democrático liberal».

Entre las que están bajo vigilancia no sólo hay organizaciones neonazis, sino también islamistas, otros «extremistas extranjeros» (principalmente simpatizantes de movimientos palestinos, kurdos, tamiles u otros) y prácticamente todas las organizaciones de izquierda radical relevantes. Esto no significa que Alemania sea una «democracia antiliberal» como Hungría o Turquía. El Poder Judicial es independiente y recientemente desempeñó un papel contradictorio, prohibiendo algunas manifestaciones propalestinas y anulando otras prohibiciones por considerarlas inconstitucionales. Sin embargo, a diferencia del Estado británico, por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión está subordinado a lo que el Estado alemán considera el interés a largo plazo de la «democracia».

El concepto de democracia militante fue formulado oficialmente por primera vez por el Tribunal Constitucional de Alemania Occidental en 1952, en el contexto de la prohibición de un partido neonazi. Pero volvería a utilizarse para legitimar la prohibición del Partido Comunista Alemán (KPD) cuatro años más tarde. De hecho, en un contexto en el que los antiguos nazis poblaban prácticamente todos los rincones de la política, el aparato mediático y la comunidad empresarial de Alemania Occidental, fue la izquierda radical y no la extrema derecha la que recibió la ira del Estado.

Décadas de «democracia militante» no hicieron nada para desbaratar la connivencia del «Estado profundo» alemán con los militantes neonazis, como demuestran los encubrimientos en torno al caso de la organización terrorista Clandestinidad Nacionalsocialista (NSU) y su matanza de inmigrantes en la década de 2000, así como las revelaciones sobre la existencia de células neonazis en las fuerzas armadas del país. Durante la Guerra Fría, la equiparación dominante del fascismo con el estalinismo externalizaba convenientemente la responsabilidad de los crímenes nazis a un «totalitarismo» abstracto, al tiempo que dirigía la acusación de «extremismo» contra cualquier desafío de la izquierda. Hoy en día, el partido neofascista Alternativa para Alemania (AfD) puede proclamar con orgullo su pertenencia a la corriente dominante, entre otras cosas, acusando a la izquierda de «extremismo», así como de «antisemitismo», debido a su supuesto apoyo a los palestinos.

Que la derecha conservadora se identificaría con el empuje anti-izquierda de la «democracia militante» es bastante obvio. Al estar sus filas llenas de antiguos nazis, a los democristianos les encantaba una doctrina que consideraba la República Federal como una ruptura total con el régimen nazi. Pero, ¿por qué el SPD se identificó tanto con el concepto, hasta el punto de supervisar una transformación autoritaria del Estado, que tenía como objetivo a toda la izquierda radical, no sólo a la RAF?

El anticomunismo socialdemócrata

Parte de la respuesta está en la historia de la socialdemocracia alemana. A finales del siglo XIX y principios del XX, el SPD era un partido autoproclamado revolucionario. Sin embargo, su defensa de una transición gradual hacia el socialismo a través de reformas paulatinas dio lugar a una capa conservadora de burócratas que veían su papel principal como el de árbitro entre el Estado y la clase obrera.

Fue esta transformación la que, con las honrosas excepciones de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, condujo a la capitulación del partido ante su «propia» clase dominante al estallar la Primera Guerra Mundial. Tras la guerra, líderes socialdemócratas como Gustav Noske colaboraron con los paramilitares protofascistas Freikorps para reprimir la revolución socialista. El SPD seguía siendo un partido que contaba con la lealtad de millones de trabajadores. Pero su insistencia en promover los intereses de la clase obrera a través de vías que podía controlar le llevó a asumir de hecho un papel contrarrevolucionario.

Posteriormente, el SPD se identificó fuertemente con la República de Weimar. Atribuyó la desaparición del sistema de Weimar con la llegada de los nazis al poder en 1933 a los dos «extremos» —los nazis y los comunistas—, acusados de trabajar casi conjuntamente para socavar la primera democracia liberal de Alemania. La desastrosa posición del «socialfascismo» del KPD durante aquella época, por la que tachaba al SPD de más peligroso que los nazis, da crédito a esta tesis. Pero esto no exime al SPD de su propia responsabilidad.

Al igual que el KPD, el partido también rechazó un frente unido contra Adolf Hitler. Además, apoyó el creciente autoritarismo de la República de Weimar en sus últimos años, lo que la convirtió en un régimen preparatorio para los nazis. Llegó incluso a apoyar la elección del mariscal de campo de derechas Paul von Hindenburg como presidente en 1932, aparentemente para detener a Hitler. Afirmar que la democracia fue socavada por «ambos extremos» y que hoy en día esto requiere una «democracia militante» sirvió históricamente para ocultar el desastroso papel del propio SPD al permitir inadvertidamente el ascenso del fascismo.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la experiencia de la fusión forzada entre el KPD y el SPD en la zona de ocupación soviética endureció el anticomunismo del SPD. Su líder de posguerra, Kurt Schumacher, hablaba de los comunistas como «nazis pintados de rojo». En la década de 1950, el SPD seguía reivindicando su adhesión al marxismo y se oponía a la integración de la República Federal en la OTAN.

Sin embargo, a principios de los sesenta, el partido había abandonado el marxismo y abrazado el atlantismo. La «democracia militante» en casa se tradujo en anticomunismo militante en el extranjero. En 1973, por ejemplo, el SPD desempeñó un papel decisivo en la creación del Partido Socialista Portugués —fundado en una taberna de vinos de la pequeña ciudad de Bad Münstereifel—, que desempeñaría un papel clave en el debilitamiento del Partido Comunista Portugués y en el desvío de la Revolución de los claveles de 1974 hacia vías parlamentarias «seguras».

Es importante subrayar que la razón detrás de todos estos giros a la derecha no era un siniestro deseo de traicionar a los trabajadores y a la revolución mundial. El SPD simplemente consideraba el Estado alemán como suyo. Consideraba que los intereses de la clase obrera se servían mejor mediante políticas redistributivas que exigían un capitalismo alemán (occidental) fuerte.

Este reformismo incluía por definición intentos de reivindicar la ideología del Estado como propia. Incluso a finales del siglo XIX, durante la fase revolucionaria del partido, el líder del SPD Wilhelm Liebknecht podía proclamar con orgullo que los socialdemócratas eran «mil veces más patriotas» que la clase dirigente.

En la década de 1970, ese reformismo propició reformas sociales que beneficiaron a millones de trabajadores, como facilitar el acceso de los jóvenes de la clase obrera a la educación superior. Además, supuso distanciar a la República Federal de Estados Unidos mediante la Ostpolitik, una apertura al bloque del Este que permitió a las empresas de Alemania Occidental beneficiarse del gas natural soviético barato. Pero también significaba que el SPD aplicaría mano dura contra las fuerzas de la sociedad que querían ir más allá de las meras reformas, además de aplicar políticas de deportación racistas y aferrarse a una concepción étnica de la ciudadanía alemana.

El SPD abrazó durante mucho tiempo la lógica del neoliberalismo. En términos de afiliación, es una sombra de lo que fue. Olaf Scholz no está cerca de ser un Brandt o un Schmidt modernos, en cuanto a carisma. Y el partido asiste impotente al incesante ascenso de la AfD en las encuestas.

Pero todavía se oyen ecos de su adhesión a la «democracia militante», ya que —junto con los Verdes— se une a los partidos de derecha y extrema derecha en la represión de la solidaridad con el pueblo de Gaza siempre que puede, ostensiblemente por un sentido de responsabilidad por los pasados crímenes alemanes contra los judíos y el correspondiente compromiso con la «apertura» y la «democracia».

Ni culpa ni «alemanes siendo alemanes»

La calumnia de «antisemitismo centrado en Israel» o «antisemitismo de izquierdas» se convirtió en el arma preferida del establishment alemán para silenciar a quienes critican los crímenes de guerra israelíes y la bien documentada complicidad del gobierno alemán en ellos. Hace muy poco, la filósofa y pensadora crítica Nancy Fraser publicó una carta del rector de la Universidad de Colonia, Joybrato Mukherjee —miembro del SPD de ascendencia india— en la que le informaba de la decisión de la universidad de cancelar la beca de visita que tenía prevista por haber firmado una petición en solidaridad con Palestina.

El incidente se suma a una larga lista de cancelaciones por parte de instituciones alemanas de invitaciones, premios y financiación a académicos y artistas por su apoyo a los derechos palestinos. La lista es cada vez más larga, y llamativamente un gran porcentaje de los nombres que figuran en ella, como en el caso de la propia Fraser, son judíos, lo que refuta la tesis de que la actual caza de brujas antipalestina de Alemania está guiada por un sentimiento de culpa por el Holocausto. Muchos fuera de Alemania se asombraron de la rápida provincialización del discurso alemán, mientras que los académicos alemanes, muchos de los cuales guardaron silencio sobre el genocidio cometido en Gaza, están empezando a percibir lentamente los peligros del aislamiento del ámbito global del pensamiento crítico.

Al igual que el discurso de Alemania Occidental que fustigaba a los intelectuales de izquierdas en la década de 1970 como antepasados espirituales del terrorismo de la RAF, los comentarios alemanes contemporáneos no dejan de atacar a la «teoría poscolonial» o a figuras como Judith Butler como apologistas intelectuales del «terror de Hamás». Mientras que el filósofo liberal Jürgen Habermas acusó a los estudiantes de izquierdas en 1967 de ser «fascistas de izquierdas», los principales medios de comunicación alemanes actuales advierten del «antisemitismo de izquierdas» en los campus alemanes debido al crecimiento de las iniciativas de solidaridad con Palestina en ellos.

El absurdo del actual discurso alemán fue objeto desde hace algunos años de intervenciones de académicos y periodistas que lamentan el giro parroquial que tomó la antaño célebre Erinnerungskultur («cultura de la memoria») alemana. La narrativa que aquí se presenta deconstruye esta fabricada «crisis del antisemitismo» como un proyecto nacionalista.

Por un lado, este proyecto se resiste a la penetración en el discurso alemán de nuevas ideas (situadas en gran medida en el mundo académico anglófono) que pretenden ilustrar los vínculos entre el colonialismo europeo y el Holocausto o, en general, «descolonizar» epistemologías que se dan por sentadas. Por otro lado, pretende disciplinar la creciente diversidad de la sociedad y la política alemanas, que se hizo exponencialmente más tangible tras el llamado «verano de la migración» de 2015. Según este punto de vista, solo aquellos que son plenamente capaces de asimilar la lección de que la culpa por el Holocausto debe traducirse en un apoyo acrítico a Israel pueden ser considerados «verdaderos alemanes».

Sin duda, estas explicaciones son ciertas en gran medida. Hay algunas continuidades bastante incómodas en juego en una situación en la que los alemanes atacan virulentamente de «antisemitismo» a los judíos críticos con Israel. Pero sería demasiado fácil extraer aquí la falsa conclusión de que la cultura alemana es excepcionalmente parroquial y necesita parecerse más a Estados Unidos o Gran Bretaña.

Para empezar, una abrumadora mayoría de alemanes se mostró crítica con la conducta de Israel en la Franja de Gaza y las actitudes populares hacia el conflicto no muestran grandes divergencias con las de otros países europeos. Estados Unidos sigue siendo el país más proisraelí del mundo. Por otra parte, el racismo y la represión policial sancionados por el Estado fueron la respuesta de los gobiernos occidentales de todo el mundo a la indignación popular por las políticas genocidas de Israel hacia los palestinos. ¿Qué explica, entonces, la actual identificación entusiasta de la clase dirigente alemana con las posiciones sionistas de extrema derecha?

Antisemitismo, filosemitismo y anticomunismo

Desde la unificación nacional a finales del siglo XIX, las élites alemanas tuvieron una relación compleja —por no decir otra cosa— con los judíos del país. A diferencia de Francia, donde la Revolución Francesa concedió a los judíos plenos derechos civiles inmediatamente después, la emancipación política de los judíos alemanes fue un proceso largo y la igualdad legal no se consiguió hasta 1871.

Incluso entonces, aunque en general les iba bien económicamente, los judíos se enfrentaban a numerosas restricciones. El antisemitismo era una ideología fundamental de muchas instituciones poderosas, como la Iglesia protestante afiliada al Estado, las universidades alemanas o la clase terrateniente Junker. El capitalismo alemán no se afianzó como resultado de una revolución que entregó el poder a la burguesía, como había ocurrido anteriormente en Gran Bretaña o Francia, sino que fue impuesto por el Estado absolutista.

Como tal, el nacionalismo romántico alemán que se desarrolló durante el siglo XIX defendía una concepción étnica y hereditaria de la ciudadanía, que —cada vez más influida por teorías raciales pseudocientíficas— empezó a ver a los judíos como el Otro definitivo. La omnipresencia del antisemitismo en la cultura alemana de finales del siglo XIX y principios del XX proporcionó a los nazis un arsenal discursivo listo para usar, mediante el cual los judíos podían ser utilizados como chivos expiatorios como culpables de todos los males de la sociedad, posteriormente expulsados del ámbito social y deshumanizados, y finalmente exterminados en el Holocausto.

La oposición más firme a este antisemitismo no provino de los liberales alemanes sino del movimiento obrero, en el que los judíos asumieron posiciones de pensadores clave e incluso de líderes. La famosa noción de August Bebel del antisemitismo como el «socialismo de los tontos» no pretendía ser tanto una condena moralista del odio a los judíos sino un principio rector estratégico que subrayaba la incompatibilidad fundamental entre el antisemitismo y los intereses de la clase obrera.

El antisemitismo estaba arraigado sobre todo en las clases medias, cuya destrucción tras el crack de Wall Street de 1929 aceleraría el crecimiento del partido nazi. Al mismo tiempo, la retórica antisocialista y antisemita tendía a fusionarse, personificada por la construcción del «judeo-bolchevismo» y el carácter genocida de la guerra de Hitler contra la Unión Soviética.

Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, la división de Alemania y la práctica desaparición de los judíos alemanes, ya fuera mediante la emigración o la aniquilación, reconfiguraron la actitud de la clase dirigente alemana hacia los judíos. El Acuerdo de Luxemburgo de 1952 entre Alemania Occidental e Israel —que ofrecía una generosa ayuda financiera a Israel como «reparación» por el Holocausto a cambio de la rehabilitación alemana a los ojos del sionismo— benefició principalmente al objetivo estadounidense de reintegrar a una Alemania Occidental finalmente rearmada y apenas desnazificada en la alianza liderada por Estados Unidos.

Mientras que un antisemitismo difuso a nivel social identificaba negativamente a los judíos con Israel en aquella época, los principales conservadores, como el canciller Konrad Adenauer y el primer ministro bávaro Franz Josef Strauss, veían cada vez más positivamente a Israel. Las inclinaciones estadounidenses hacia la distensión tras la doble crisis de Suez/Hungría de 1956, en la que Dwight D. Eisenhower canceló el ataque anglo-franco-israelí a Egipto al tiempo que aceptaba de facto la esfera de influencia soviética en Europa del Este, hicieron que los conservadores alemanes consideraran a Israel como parte de una cruzada anticomunista global.

El SPD también compartía estos sentimientos, aunque desde un punto de partida diferente. La Internacional Socialista había apoyado a Israel y se identificaba ideológicamente con el «sionismo socialista» gobernante de Mapai, el Partido Laborista israelí, como una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo de Estado. En la oposición, el SPD apoyó abiertamente el Acuerdo de Luxemburgo, mientras que los conservadores se mostraron indecisos.

Sin embargo, para los socialdemócratas no fueron simplemente consideraciones morales las que les llevaron a apoyar el acuerdo. El SPD era especialmente nacionalista en aquella época. Su oposición a la OTAN no provenía de un antiimperialismo de principios, sino del hecho de que el giro de Adenauer hacia Occidente estaba consolidando la división de Alemania, separándola de su tradicional núcleo en el este del país. El SPD también necesitaba un «borrón y cuenta nueva» para el nacionalismo alemán.

Cuando Israel derrotó militarmente al panarabismo en 1967, los conservadores alemanes occidentales pudieron abrazar abiertamente a los judíos y a Israel (vistos como una misma cosa) como dignos aliados, encarnando los valores militaristas prusianos en Oriente Próximo al derrotar a los ejércitos de Egipto y Siria, apoyados por los soviéticos. Al igual que en Estados Unidos, la clase dirigente de Alemania Occidental ofreció a los judíos la «pertenencia a la comunidad». Su aceptación estaba esencialmente condicionada a su utilidad como soldados de infantería anticomunistas.

Así, la relación simbiótica entre antisemitismo y anticomunismo fue sustituida por una relación igualmente proyectiva entre filosemitismo y anticomunismo. La constante era, por supuesto, la suposición de que los judíos nunca podrían ser considerados realmente parte del cuerpo nacional, siendo su «verdadera» patria Israel, no Alemania.

Hoy en día es un tópico en Alemania afirmar que la izquierda radical de Alemania Occidental tenía un problema de antisemitismo debido a su apoyo a la liberación palestina. La historia de los terroristas de RZ que separaron a los pasajeros judíos de los no judíos durante un secuestro en Entebbe en 1976 siempre se menciona como ejemplo de que la izquierda posterior a 1968 llegó a una zona moral cero. Sin embargo, hay varios problemas con esta narrativa.

En un contexto en el que los judíos, casi inexistentes, se confundían positivamente con Israel, es bastante plausible que, para muchos individuos de la izquierda radical, la identificación entusiasta con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) fuera una forma conveniente de desviar sus sentimientos de culpa intergeneracional por los crímenes nazis. Como cualquier otro racismo, el antisemitismo es un fenómeno social que también puede infectar a las personas con opiniones progresistas.

Sin embargo, la izquierda radical de Alemania Occidental no sólo estaba formada por la RAF y el RZ. Incluía a muchos maoístas, trotskistas, comunistas ortodoxos e incluso jóvenes socialistas, que también apoyaban firmemente a los palestinos (aunque no de forma acrítica) y que tenían serias discrepancias con las tácticas de la guerra de guerrillas urbana. La única prueba de una articulación programática del antisemitismo dentro de la izquierda radical que pueden presentar los acusadores (muchos de los cuales son antiguos izquierdistas) es el antisionismo de la izquierda, expresado en el apoyo a objetivos como un único «Estado democrático laico para judíos, musulmanes y cristianos» que niegue «el derecho de Israel a existir».

Hacia el «antifascismo de los tontos»

Hasta finales de la década de 1970, la memoria del Holocausto desempeñó un papel escaso en el discurso político de Alemania Occidental. El apoyo a Israel se justificaba, por supuesto, con la responsabilidad alemana en el Holocausto, pero estaba subordinado a la principal razón de ser de la República Federal, el anticomunismo. Como tal, hubo algunas divergencias.

Los gobiernos dirigidos por el SPD en la década de 1970, aunque seguían apoyando firmemente al Estado sionista, persiguieron no obstante una apertura hacia el mundo árabe, guiados por la perspectiva de lucrativos negocios energéticos y armamentísticos. Esto incluía también contactos con la OLP y el reconocimiento del derecho de los palestinos a la autodeterminación.

Pero la creciente concienciación sobre el Judeocidio en Estados Unidos empezó a llegar a Alemania Occidental a través de series de televisión como Holocausto. Aunque existía un reconocimiento generalizado de los crímenes cometidos contra los judíos, tanto los conservadores como los socialdemócratas, por diferentes razones, asignaron la responsabilidad exclusiva de los mismos al núcleo más íntimo del entorno de Hitler. Sólo la izquierda radical posterior a 1968 estaba dispuesta a plantear las duras cuestiones de las continuidades fascistas dentro de la República Federal. Así, empezaron a plantearse cuestiones sobre la responsabilidad de los alemanes de a pie.

Al mismo tiempo, los conservadores alemanes se embarcaron en un proyecto de rehabilitación del nacionalismo alemán, haciendo retroceder las conquistas sociales de 1968 y aumentando su autonomía en asuntos exteriores. El Canciller Helmut Kohl habló en 1984 en la Knesset israelí de la «misericordia de haber nacido tarde», dando a entender que las generaciones más jóvenes como la suya no estaban manchadas por el pasado nazi y, por tanto, estaban menos limitadas por las lecciones de la historia alemana. En 1985, Kohl y Ronald Reagan realizaron una visita conjunta a un cementerio de la pequeña ciudad de Bitburg, donde también estaban enterrados miembros de las Waffen-SS.

Dos años más tarde, la Historikerstreit —la «pelea de los historiadores»— concretaría las posiciones del revisionismo alemán y sus descontentos. El historiador Ernst Nolte provocó el debate, enmarcando el Holocausto como una medida “preventiva» contra las atrocidades bolcheviques.

Habermas atacó correctamente el revisionismo y el neonacionalismo de Nolte, al tiempo que defendía una concepción no étnica del «patriotismo constitucional». Sin embargo, al hacer hincapié en la incomparabilidad fundamental del Holocausto —desvinculándolo de la dinámica más amplia de la crisis capitalista, la contrarrevolución, el colonialismo y el imperialismo—, Habermas sentaría las bases del actual clima de censura antipalestina.

Esencialmente, el Historikerstreit se resolvió mediante una convergencia entre diversos actores políticos. Los antiguos radicales convertidos en liberales, organizados ahora en el marco del Partido Verde, empezaron a institucionalizarse dentro del Estado alemán y sus ideologías, al igual que los socialdemócratas un siglo antes. Por otro lado, los límites de un proyecto neoconservador en la Alemania de posguerra se hicieron evidentes. Cualquier tipo de proyección del poder alemán, especialmente tras la reunificación, tendría que andarse con cuidado y producirse en el marco de la integración europea.

En lugar de ser motivo de vergüenza, los recuerdos del Holocausto y el tratamiento de su historia por parte de los alemanes se convirtieron ahora en motivo de orgullo. Este orgullo acabaría articulándose con la inclusión en 2008, por parte de Angela Merkel, de la «seguridad de Israel» como parte de la Staatsräson de Alemania, su razón de ser: la idea de que el compromiso de Alemania con Israel debería prevalecer sobre cualquier otra consideración, incluidos los derechos humanos y el derecho internacional.

Para la solidaridad con Palestina en Alemania, el afianzamiento de esta nueva ideología tuvo efectos desastrosos. Si el Holocausto estaba más allá de la historia, y si el Estado de Israel era el resultado del Holocausto, cualquier cuestionamiento de su autodenominado «derecho a existir» significaba que se estaba haciendo causa común con los neoconservadores alemanes. La corriente marginal Antideutsch de la izquierda radical posterior a la reunificación llevó sin duda esta conclusión al extremo, identificándose plenamente con las guerras de George W. Bush a principios de la década de 2000 como cruzadas contra el «islamofascismo».

Pero no sólo la Antideutsche se vio afectada. Amplias franjas de la corriente socialdemócrata y verde adoptaron lo que sólo puede describirse como un «antifascismo de tontos», desprovisto de todo contenido de clase y dispuesto a equiparar ambos «extremos», trazando un signo de igualdad entre una extrema derecha radical y violenta y una izquierda clasista y pro palestina.

La necesidad de una izquierda clasista

Lo entrelazada que está una actitud anti-izquierda con una postura militante pro-sionista quedó demostrado durante el proceso de institucionalización del partido de Izquierda (Die Linke) a finales de la década de 2000 y principios de 2010. Amenazado por este nuevo partido, el establishment hizo un uso estratégico de las acusaciones de «antisemitismo de izquierdas» para debilitar a su ala más radical. Estos intentos tuvieron éxito, como lo tendrían unos años más tarde en el caso del Partido Laborista de Jeremy Corbyn.

La radicalidad de Die Linke hace tiempo que se vió mermada, y el partido se mueve en la dirección del social-liberalismo. Lo que molestaba al establishment no era tanto la solidaridad activa de algunos miembros de Linke con los palestinos, sino su postura antineoliberal y antimilitarista. En este contexto, el marxista israelí Moshe Zuckermann describió correctamente la acusación de antisemitismo como un «instrumento de dominación» (Herrschaftsinstrument).

Hoy en día, la acusación de antisemitismo en Alemania sirve explícitamente a fines antiizquierdistas. Como va dirigida contra una gran franja de la clase trabajadora que es de ascendencia árabe o turca, es inherentemente divisiva, propagando una «unión sagrada» de los trabajadores alemanes con sus jefes y el Estado contra los «antisemitas importados». Por otra parte, la acusación de «antisemitismo de izquierdas» contra la izquierda radical representa un retroceso a los oscuros «años de plomo» de la caza de brujas antiizquierdista de la década de 1970.

Por absurdo que parezca desde fuera, muchos de los que están detrás de la censura de las voces propalestinas, incluidas muchas voces judías, creen sinceramente que sus acciones ayudan a defender la democracia y a contrarrestar una extrema derecha en ascenso. Pero al igual que el «patriotismo» del SPD que permitió su aceptación del imperialismo alemán en 1914 o su defensa de la República de Weimar contra ambos «extremos», que permitió el ascenso de los nazis, y al igual que la «democracia militante» de la década de 1970 ayudó a derrotar a la izquierda radical y a allanar el camino para el neoconservadurismo de Kohl, el «antiantisemitismo» de los liberales, verdes y socialdemócratas alemanes de hoy, en lugar de obstaculizar a la derecha, la dota de más legitimidad.

Es importante tener en cuenta estos hechos. En un clima de malestar económico y creciente militarismo, especialmente tras la invasión rusa de Ucrania en 2022, Alemania no es excepcionalmente parroquial. Es más bien el ejemplo más agudo de la crisis de la hegemonía liberal y de la disposición de los liberales de todo el mundo a consentir el racismo y la represión policial contra el movimiento de solidaridad con Palestina, elementos que refuerzan inadvertidamente a una derecha neofascista.

Lo que puede detener la actual caza de brujas no es tanto la apertura de la academia alemana al discurso liberal anglosajón, sino una izquierda clasista e internacionalista capaz de plantar cara al militarismo, ya sea en Gaza, en Ucrania o en cualquier otro lugar.

Cierre

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